A diferencia del cálido sepelio que había presenciado a primera hora de la mañana en el monasterio de Leyre, los funerales por el alma de Blas de Cañarte no carecieron de boato. La noticia del asesinato del arzobispo había corrido como la pólvora y en la iglesia catedral de Pamplona —24 metros de anchura y 68 de longitud— no cabía un alfiler. Junto a una masa de curiosos sin otra cosa más importante que hacer, catorce obispos, dos cardenales y el nuncio apostólico del Papa en España asistían a las exequias, ataviados con sus mejores púrpuras.
Esta vez no me hicieron falta empujones para lograr un sitio decente; Lucas Andueza me había reservado un lugar de preferencia en uno de los primeros bancos del ala derecha del templo, lo suficientemente cerca para poder observar a través de la preciosa reja los actos que tenían lugar en el altar mayor (y de paso, a la concurrencia de las primeras filas).
Aparte de las autoridades que había visto en el acto matutino, habían llegado otras muchas; algunas, civiles; la mayor parte, eclesiásticas. Sm embargo, me dediqué muy poco tiempo a la observación. El acólito estaba realizando la lectura del salmo de rigor cuando oí un pequeño revuelo a mi espalda. No quise mirar hacia atrás para no demostrar curiosidad, pero quizás habría sido mejor haberlo hecho. El agente Galbis trataba de localizar mi posición entre aquel gentío. Andueza le había dado algunas explicaciones sobre mi situación, pero, al parecer, no las suficientes. Me di la vuelta, justo cuando llegaba hasta mí. Sin preámbulos, me susurró al oído que en el palacio arzobispal requerían mi presencia.
—Ha ocurrido algo serio, señoría, y no pueden esperar.
—Pues no sé cómo vamos a salir de aquí, agente Galbis, fíjese cómo está el templo…
—Todo controlado, señoría; Andueza ha resuelto la dificultad: saldremos por el claustro. ¿Ve aquella puerta de allí? —Mientras me hablaba, señalaba con el dedo mi derecha, mostrando una puerta policromada, gótica para más señas, en cuyo mainel descansaba una primorosa estatua de la Virgen.
—Sí, la veo —respondí, volviendo la cabeza en aquella dirección y, conmigo, todos los que tenía alrededor.
La curiosidad es condición humana.
—Pues basta con que lleguemos hasta allí para resolver el problema: ese acceso comunica con el claustro, que tiene salida directa al exterior.
Nos costó más de diez minutos y por lo menos un centenar de disculpas llegar hasta la citada puerta, pero lo conseguimos. Cuando traspasé el dintel, me quedé estupefacta. Nunca había visto una crujía como aquella, jamás. No era un buen momento para la contemplación, pero aun así me detuve unos segundos.
—¡Dios mío, qué maravilla!
—Sí, no está mal; aunque donde esté un campo de fútbol… —contestó Galbis, riéndose.
—No me tome el pelo y cuénteme qué es lo que pasa —le dije, mientras, por la puerta lateral del claustro, abandonábamos a todo correr los recintos sacros.
—Otro envío de «Compassion, no sacrifices», señoría —me contó, presa de una gran excitación—. Como ya sabe, es el remitente que figuraba en el primer envío, el del dedo…
—Sí, lo recuerdo —contesté, ahorrándole el esfuerzo de referir lo que ya sabía.
Intenté mantener la serenidad, pero las piernas comenzaron a temblarme como si hubiera corrido cinco kilómetros.
Pese a nuestra casi completa ignorancia en lo referente al asesino o asesinos de aquellos dos eclesiásticos, el hecho es que esperábamos un nuevo movimiento, habida cuenta de que el cadáver del arzobispo había sido mutilado. Cortar un dedo al ordinario de la diócesis de Pamplona —el índice de la mano izquierda, para ser exactos— podía interpretarse como una manifestación gratuita de violencia y rabia, pero también como un nexo de unión entre los dos asesinatos que teníamos entre manos y los que pudieran llegar luego.
Juan y yo habíamos hablado de ello: el segundo dedo bien podía mostrar que estábamos ante una cadena de la que únicamente conociamos dos eslabones, pero que contaba con otros. Digo que discutí aquella posibilidad con el inspector Iturri y, no obstante, quizá como maniobra defensiva, mi mente, reticente, se había negado a procesar esa información: con los dos cadáveres del depósito tenía suficiente. Por ello, desde el momento en que volví a oír la expresión «Compassion, no sacrifices» fui consciente de la hondura del miedo que sentía.
—¿Sabe qué contiene el sobre, agente? —inquirí, tratando de dominar el terror y, sobre todo, que no se trasluciera en mi voz.
—Todavía no lo hemos abierto, señoría. El inspector Iturri ha insistido en que esperáramos sus órdenes y, además, ha llamado a los artificieros por si hacía falta que intervinieran.
Sonreí, Juan cumplía sus promesas, pero inmediatamente se me ensombreció el rostro. Me paré en seco:
—¿Artificieros, es que Iturri sospecha que el sobre pueda contener una bomba?
—No lo sé.
—Naturalmente, Galbis, y dígame: ¿dónde se ha recibido el sobre?
—En el palacio arzobispal, señoría, hace un rato. El bedel que estaba de servicio, que, por cierto, es el mismo que hizo la recepción del otro sobre, al ver el nombre y recordar los hechos, ha llamado a Andueza. Este nos ha telefoneado de inmediato, pero se ha visto obligado a quedarse en la catedral.
—De acuerdo, lo han enviado al arzobispado… ¿Sabe a quién iba dirigido?
—Sí, señoría, a uno de los monseñores que ha venido para el funeral…
Una leve nota de sarcasmo adornaba su deje andaluz.
—¡Galbis, la catedral está llena de monseñores, como usted dice!
—Lo sé, he visto volar sus capas al viento —contestó, con otra punta de ironía.
—Vale, no volvamos a las andadas. Ya sé que es usted agnóstico y anticlerical, pero esa no es ahora la cuestión. ¿Sabe o no sabe quién es ese monseñor?
—Lo sé, señoría, se trata del mandarrias: me refiero al nuncio, al observador enviado por Roma. Parece ser que tiene previsto alojarse en el arzobispado mientras dure su visita a esta diócesis.
El tono con que Galbis pronunció la palabra «observador» lo equiparaba lo menos a espía, aunque no empleó el término porque sabía que yo me enfadaría.
—¡Santo Dios, el nuncio! «A peccato liberatus, apostolis suae debet satisfacere» —recordé en voz alta, ante la mirada del agente.
—¿Qué dice, señoría?
—¡Nada, Galbis, vamos para allá!
Mientras en la catedral se entonaban antífonas y cantos fúnebres, el equipo de desactivación de explosivos de la policía nacional —tres hombres acompañados por un simpático perro labrador, de pelo negro y ojos acuosos— comprobó la seguridad del sobre sospechoso. Previamente, y como medida de prudencia, se había procedido al desalojo de todas las viviendas situadas en el radio de una manzana. En compañía de un silencio más cerrado que si fuera madrugada, comprobamos que la medida había sido innecesaria: el sobre no contenía ninguna bomba.
Cuando se nos permitió volver, Iturri y yo nos acercamos a agradecer su eficiencia al jefe del equipo de artificieros, que salía en ese momento.
—Siento haberles molestado —dijo Iturri.
—No se preocupe, ha hecho usted bien. En realidad, podía haber sido una bomba; a simple vista lo parecía y los antecedentes obligaban a tratarlo como tal.
—Transmita mi agradecimiento a su equipo —expresé con sinceridad.
Recuerdo nítidamente que el artificiero me contestó:
—No me dé las gracias, señoría, y cojan pronto a ese hijo de puta. Cuando vea la bomba que ha quedado sobre la mesa, tengo por seguro que lamentará que dentro del sobre no hubiera habido un petardo…
No hizo falta que nos dijera nada más. Tanto Juan como yo sabíamos lo que íbamos a encontrar.
El dedo presentaba un feo aspecto y desprendía un olor nauseabundo, pese a haber sido conservado —y enviado— en hielo. Habían sido precisamente ese envoltorio de corcho y el cabo de nailon con que iba atado (y que podía pasar perfectamente por un cable de detonación), los que habían levantado las sospechas del inspector Iturri. Como había ocurrido con el primer envío, adjuntaba una nota, también escrita en un pergamino, pero mucho más pequeño, apenas una etiqueta.
Tenía dibujado con tinta negra el mismo tipo de letra historiada, gótica cursiva, pero, a diferencia del caso anterior, lo único impreso resultaba completamente ininteligible.
—3313 —leí, tartamudeando—. ¿Qué número es este, qué significa esto?
—No tengo ni idea, Lola…
Creí que Juan iba a añadir algo, pero no lo hizo. Yo hube de callarme; mi alma se llenó de miedo. Imagine la proximidad de aquel fantasma asesino (quizás en aquel mismo momento nos contemplaba desde los alrededores) y sentí la misma sacudida opresiva que padezco al tomar un ascensor lleno de gente. En pocos instantes, sus cuerpos parecen engordar hasta robarme todo el aliento.
Me preocupaba la imposibilidad de descifrar el texto, pero mucho más me aterraba quien lo había escrito.
—Una cosa está clara —apostilló Iturri, arrancándome de mis vertiginosos pensamientos—, el nuncio ha sido designado como víctima propiciatoria, y se encuentra a pocos metros de aquí.
—Así es —respondí, volviendo al duro suelo—. ¿Piensas que tus hombres podrán custodiarle hasta aquí sin llamar mucho la atención? Lo último que deseo en estos momentos es tener este claustro lleno de periodistas y curiosos.
—Sí, a lo primero; mis hombres le custodiarán sin ningún problema, pese al barullo que se armará cuando termine el funeral. Ordenaré que le impidan salir del claustro hasta que esto haya pasado. Respecto a lo segundo, sólo puedo decirte que lo intentaremos: ya sabes que cuando la policía despliega sus dispositivos se enteran hasta en Marte. No hay mucho tiempo para escoger agentes de paisano capaces de pasar inadvertidos, pero, aun así, les pondré firmes.
Estábamos en la parte baja del palacio, en medio del bello claustro. Por allí iban y venían, hermanados, policías y curas, comentando los hechos. Yo estaba de cara a la puerta y, mientras hablaba con el inspector Iturri, observé cómo un artificiero, aún con el equipo de desactivación enfundado, pasaba a nuestro lado, sosteniendo una bolsa negra en la mano.
—¿Ocurre algo, agente? —le pregunté, inquieta—. Pensaba que su unidad ya se había retirado. ¿Todavía hay peligro?
—No ocurre nada, señora MacHor, una comprobación de rutina. Debo cerciorarme de haber recogido todo el material empleado. Si pierdo alguna de las herramientas, se me caerá el pelo. ¡El teniente se pone hecho una furia cuando, tras el arqueo, no salen las cuentas!
—Hágalo, agente, no sea que vayamos a asustar a toda la corte celestial —bromeó Iturri.
—Descuide, inspector —contestó el artificiero, en tono muy serio.
—Pero ¿es peligroso? —reiteré yo, que no soy especialmente valiente.
—No, en absoluto. Destornilladores, linternas… algo de cloratita altamente inestable… En fin, cosas de esa guisa… —contestó riendo.
Yo no reía. Insistí tozudamente:
—Y si no es peligroso, ¿por qué no se quita usted ese traje tan pesado? Con el calor que hace, debe de estar cociéndose ahí dentro.
Me pareció que el policía dudaba, lo que acentuó mis reticencias, pero no tardó mucho en responder.
—Tiene razón, señoría, este traje está tan caliente como el infierno, pero debo aguantar un poco más. Tardo mucho en quitármelo, de hecho, necesito que alguien me ayude, y, además, debo doblarlo de un modo particular, por eso tengo que esperar a terminar mi trabajo. Luego podré descansar.
Juan siguió hablando del traslado del nuncio, pero yo permanecí encelada con aquel traje tan pesado, más parecía un muñeco Michelín que una persona.
—Lola, ¿me oyes?
—Claro… ¿qué decías?
—Aunque la distancia entre la catedral y este palacio sea muy corta, cuando hayamos despejado las calles, trasladaremos al nuncio en un automóvil blindado. Me quedaré más tranquilo. Aquí le custodiaremos hasta su partida; luego pasaremos el bulto a Madrid. Naturalmente, le aconsejaremos retirarse a algún sitio discreto durante una temporada.
—De acuerdo, lo haremos como dices. Tal y como están las cosas, quizá sea también acertado informar al resto de los obispos y cardenales de lo ocurrido. Aunque se pondrán algo nerviosos.
—Vale. ¡Manos a la obra!
Iturri se marchó en dirección al templo con el ánimo de dar instrucciones a su gente, y yo me fui a hablar con Andueza, que acababa de llegar de la catedral y permanecía en un esquina del claustro. Esta vez vestía sotana, pero, como en nuestro primer encuentro, estaba blanco como la cera.
—¿Cuándo va a acabar esto, señoría? —me interrogó a bocajarro.
Se le veía completamente aterrado.
—No se preocupe, padre, todo está bajo control —mentí.
Me pareció que, en aquel momento, merecía la pena tergiversar levemente la verdad.
—¡Dios le oiga, señoría!
—Padre, ¿sabe dónde se hospeda el nuncio?
—¡Por supuesto! Se aloja en una de las habitaciones de invitados de la tercera planta; yo mismo subí su equipaje esta mañana. En honor a la verdad, debo decir que le hemos colocado en la habitación más grande, que, naturalmente, tiene baño.
—¿Podría verla, padre?
—¡Por supuesto, faltaría más! ¿Teme usted algo, señoría?
—No, es una simple corazonada. Creo que me quedaría más tranquila si lo viera con mis propios ojos.
Amablemente, Andueza me ofreció subir en el ascensor del edificio, pero me negué: era pequeño y claustrofóbico y bastante sensación de ahogo sentía ya. Subimos a pie. Llegábamos a la tercera planta, cuando vimos bajar al artificiero. Se había quitado el chaleco y los enormes pantalones acolchados, que llevaba medio arrastrando. Vestía una camiseta blanca ajustada, que marcaba sus desarrollados músculos, y pantalones vaqueros. El casco permanecía en su cabeza, pero no llevaba nada más en la mano. Me extrañó que, habiendo ido a recoger herramientas, viniera sin ellas, pero mucho más que desprendiéndose de parte de su atuendo se hubiera dejado el casco puesto. Ésa suele ser la parte más incómoda de los trajes de ignición.
Pareció sorprenderse al vernos, aunque se recuperó casi al instante.
—Ya lo tengo todo, señores —dijo, sin detenerse al cruzarse con nosotros.
—Agente, espere —le dije.
No debía estar en aquella planta; el paquete sospechoso se había encontrado y analizado en el patio de la entrada.
Ante mi insistencia, ocurrió lo que yo, aún no sé por qué, había supuesto: echó a correr como alma que lleva el diablo. ¡Era mi asesino; había estado a mi lado llamándome señoría, y se había burlado de mí paseándose por mi escenario buscando a su próxima víctima!
Quise perseguirle, pero me hice un lío con los tacones y, al tratar de sujetarme en el brazo del padre Andueza, ambos terminamos rodando por la escalera de madera. En el suelo, mientras intentaba bajarme la falda, que se había subido hasta dejar a la vista mi ropa interior, y Andueza hacía lo propio con su sotana, cogí el teléfono y llamé a Iturri.
—¡Juan, no le traigas aquí! ¡Ya te lo explicaré luego, pero tienes que alejarles cuanto puedas, puede haber peligro!
—¿Y qué hago con ellos? —preguntó con tino—. La ceremonia está a punto de terminar.
—No lo sé, piensa algo; un hotel, un sitio oficial…
—¡Por Dios Lola, son un montón de obispos y varios cardenales, no les puedo llevar a un local para que les despachen unas cervezas y unos pinchos!
Me quedé pensando, pero no conseguí acertar con un sitio idóneo.
—Vale, lo mejor es enemigo de lo bueno, ¡llévales a mi casa!
—¿Pero qué dices, Lola, a tu casa?
—Que, al menos, se repongan del susto en un sitio seguro. Espero que el salón esté decentemente arreglado; creo que pasé ayer el aspirador…
—De acuerdo, les llevo allí, pero dime qué es lo que pasa.
—¡Dios mío, me olvidaba de lo más importante: tienes que enviarme a los artificieros de nuevo, rápido! ¡Y asegúrate de que sean de verdad!
La verdadera bomba estaba preparada para estallar cuando el nuncio decidiera abrir la puerta del armario. Colocada a la altura de los ojos, le hubiera destrozado completamente la cara, y, muy probablemente, le habría matado. No conseguimos localizar al falso artificiero, que había robado uno de los trajes de la furgoneta del cuerpo cuando los policías habían ido a refrescarse.
Llevaba guantes, no dejó ninguna huella, salvo un profundo olor a miedo hendiendo el aire: como en las novelas; el asesino siempre vuelve, pero, en este caso, por una nueva pieza.
Fui a casa en coche en cuanto pude. Andueza se prestó a acompañarme, pero no se lo permití. Cogí un papel blanco de la carpeta y copié el número escrito en la última nota: 3313.
—Necesito que me diga qué significa este número, padre, y cuanto antes.
Estaba empezando a hartarme de tantos galimatías estúpidos, aunque al menos este no estaba escrito en arameo. Andueza miró el papel unos segundos y dijo:
—Parece un número cabalístico, aunque no lo es estrictamente; no se lee igual por la derecha que por la izquierda. En fin, desconozco por completo qué significa, señoría: preguntaré por ahí, a ver si puedo enterarme de algo.
—Se lo agradecería —le contesté con la mirada cargada de reproche, aunque él no tenía la culpa.
Andueza permaneció a mi lado en silencio, aguardando. Con las yemas de los dedos acariciaba el reloj de pulsera. Miré de reojo la esfera; se había hecho muy tarde y no podía esperar más: la comitiva ya habría llegado a casa.
—Ahora debo irme, padre; le ruego que busque a qué hace referencia exactamente ese número y me llame cuando lo encuentre.
—Lo haré, señoría. Debería tratar de descansar. Si los monseñores le dejan…