I

Ser mala conductora ofrece ciertas ventajas. Una de ellas es que te olvidas del aparcamiento; prescindes de dar vueltas o más vueltas y de pugnar con algún desagradable caballero por colocar tu máquina en un vado para que sea pasto de la grúa. Iturri me dejó en la misma entrada del juzgado. Al flanquear la puerta batiente de doble hoja, volví a la normalidad. El vestíbulo estaba lleno y, como siempre, el eco de conversaciones inconexas llenaba el ambiente de una música característica.

Me encaminaba hacia mi despacho cuando algo llamó mi atención: entre el puñado de vestimentas dispares, se destacaba su alzacuello; apoyado en una de las paredes laterales, me esperaba Lucas Andueza. Me detuve al notar que me había visto y se acercaba. A diferencia de la seguridad demostrada el día anterior, se le veía muy pálido, demacrado y cabizbajo.

—Buenos días, señoría, la esperaba —dijo, tratando de hacerse oír por encima de la algarabía.

—Padre Andueza, ¿qué tal se encuentra?

—No demasiado bien —reconoció—. No consigo quitarme esas imágenes de la cabeza. Ni las dudas, ni tampoco el remordimiento.

—Estas cosas llevan su tiempo, padre. Y, si admite un consejo, no se juzgue; no es ésa su función.

—Lo sé, sólo Dios ve los verdaderos sentimientos del corazón, pero, aunque lo intento, no puedo evitarlo.

—¿Ha visitado a un médico? Quizá durante algún tiempo, necesite algo de ayuda profesional para sobrellevar la pena y el dolor.

—Lo he hecho: el doctor me ha recetado unas pastillas que no he tomado. En fin, señoría, le traigo lo que me ha pedido.

—¿Cómo dice, padre?

No recordaba haberle pedido nada.

—Digo que le traigo los datos acerca de las personas que podrían desear hacer daño al arzobispo…

—¡Ah! —contesté extrañada, haciendo memoria a toda prisa.

Era cierto. En nuestra segunda conversación en el palacio arzobispal, habíamos hablado acerca de las amenazas recibidas y de las personas que habían abandonado la Iglesia enfadados con la institución y, especialmente, con el prelado. Sin embargo, aquel día, la intromisión del inspector Álvarez y la desagradable escena que montó, me habían hecho olvidar aquello por completo.

—Es corta, gracias a Dios. —Andueza había continuado la conversación sin preocuparse de que no le escuchara—. Como no podía dormir, he pasado la noche en el despacho revisando la correspondencia. Si quiere, le hago un resumen de las circunstancias que concurren en esos casos, quizá le facilite la labor. Desde fuera, estas cosas no siempre se comprenden bien.

—Se lo agradecería mucho, padre. ¿Por qué no me acompaña a mi despacho? Allí podremos hablar con más tranquilidad. No dispongo de mucho tiempo, pero…

—Intentaré ser breve. Sirviendo al arzobispo Cañarte he aprendido un nuevo significado de la eficiencia: emplear el mínimo tiempo en hacer la máxima cantidad de gestiones.

—Perfecto; sígame, por favor.

Mientras tomábamos el pasillo de la izquierda, nos cruzamos con un pequeño grupo de personas que avanzaban precipitadamente en dirección a la salida. De soslayo, vi el rojo. El color se destacó más al cruzarse con el negro sotana. Había también toques azules y amarillos en aquel rostro, pero sobre todo primaba el rojo. Rojo sangre, rojo golpe, rojo saña. Me volví y agucé la vista. Enseguida apreté los dientes; de no haberlo hecho, la erupción volcánica en mi interior habría salido con toda virulencia. La joven llevaba al cuello un pañuelo caro que no era de su estilo; la etiqueta aún colgaba de un extremo. La flanqueaban dos cuerpos de marca, madre e hijo, que dejaban tras de sí un rastro de perfume, dos sonrisas blanqueadas ocultando miserias malolientes.

Acomodé a Andueza en mi despacho, le pedí que me esperara unos minutos y salí a toda prisa en busca del nuevo secretario judicial que me habían asignado. Pero no le encontré; para mi sorpresa, Gorka estaba nuevamente en su puesto.

—¡Gorka, qué pronto has vuelto! ¿Ya te has recuperado? —exclamé, exultante.

Pese a sus manías y extravagancias, Gorka Larrea era un buen secretario y en aquellos momentos me venía bien contar con su ayuda.

—Pasé un momento para recoger una cosa que había olvidado, pero, al ver el jaleo, me he quedado. Ya veo que no sabe arreglárselas sin mí —concluyó, convencido de la veracidad de su afirmación.

Sonreí. No me importaba en absoluto pagar ese canon.

—Te lo agradezco mucho; me alegro de que te encuentres mejor… —respondí, para volver inmediatamente al trabajo; no podía perder el tiempo y, además, seguía dominada por la rabia—. Por cierto, Gorka, ¿esa chica que acaba de marcharse no era Ángela…?

—Sí, señoría, lo era. Siento que la haya visto; ya sé cómo le afectan estas cosas. Vino de madrugada, acompañada por el asistente social. Presentó una denuncia; el parte de lesiones dice que le han roto tres costillas, dos dedos de la mano izquierda y el tabique nasal; obviamente, la ha violado, eso nunca falta… Pero acaba de retirar la denuncia. Si la ha visto salir, se habrá dado cuenta de que su marido y su suegra la acompañaban.

—¡Un día la matará!

—Estoy seguro de que lo hará. Y mire que esta vez parecía convencida de denunciarle…

—Nunca ha estado totalmente convencida de hacerlo —repliqué quejosa—; ése es el problema.

—Un embarazo cambia mucho las cosas, señoría. En su condición de madre, usted puede comprenderlo mejor que yo.

—¿Embarazada? ¿Está embarazada? —pregunté, aunque no sé por qué me extrañaba tanto.

—Sí, se lo han confirmado en el hospital cuando la han examinado. Está en el tercer mes de gestación. Los puñetazos en el estómago no le han causado daños esta vez, pero ¿qué ocurrirá la próxima? No obstante, ya sabe cómo va esto: cuando volvió a estar sobrio, pidió perdón y llamó a la suegra…

No le dejé acabar, según me había dicho, teníamos el parte de lesiones.

—¡Vete en su busca! ¡Corre, coge a un par de agentes y que traigan al marido! ¡Ya está bien! Nos pondremos manos a la obra.

—Pero señoría, ellos alegarán…

—Que aleguen lo que quieran, eso será después. Quiero hablar con ella. ¡Corre, Gorka o se nos escaparán!

Gorka salió corriendo y yo volví a mi despacho. Andueza me esperaba allí, me había olvidado por completo de él.

—Perdone, padre, un caso de violencia doméstica… Siéntese, por favor, y hábleme de sus pesquisas —le pedí, aunque no estaba muy segura de poder escucharle.

—De acuerdo. Tengo que decirle, para mi satisfacción, que en el último año ninguna persona ha abandonado el seminario que tiene la diócesis. Son pocos los que entran, pero suelen estar convencidos de lo que hacen. En la actualidad, el sacerdocio no es una profesión bien vista: se gana muy poco y se renuncia a casi todo, de forma que quien decide seguir la llamada de Dios y emprender ese camino, ya sabe a lo que se expone.

—Muy bien, descartemos a los seminaristas. ¿Hay alguien más?

—No ha habido despidos. Quiero decir que ningún trabajador del arzobispado puede estar enfadado por un problema laboral.

—Eso está bien, predicar con el ejemplo —dije, me estaba poniendo nerviosa—. ¿Algo más?

—Sí, un sacerdote de la diócesis pidió las preceptivas dispensas. El arzobispo avaló esas peticiones. Lo de siempre.

—Don Lucas —contesté impaciente—, no estoy familiarizada con ese tipo de cuestiones, ¿puede explicarse mejor?

—Perdone, señoría, tiene razón. Quería decir que el año pasado hubo un sacerdote que quiso dejar su vocación para casarse. Como sabrá, los diáconos, sacerdotes u obispos, todos los que hayan recibido algún grado de órdenes sagradas, aunque hayan renunciado a su condición y no estén sujetos a las obligaciones del estado clerical, necesitan para casarse una dispensa especial, ya que de la obligación del celibato solamente puede dispensar el papa. Una vez otorgada la dispensa, la antigua condición deja de ser un impedimento para el matrimonio. Pues bien, esta persona solicitó la dispensa y se le concedió. Roma preguntó la opinión del arzobispo y él avaló la petición.

La pregunta se me escapó, aunque era obvio que no venía al caso.

—¿Por qué, don Lucas? Habiendo tan pocos curas no deberían ustedes ponerles demasiado fácil la salida.

—Es mejor que estén fuera tratando de llevar una vida cristiana menos comprometida, que permanezcan dentro dando mal ejemplo con sus acciones desordenadas.

—Acciones desordenadas… ¿De qué estamos hablando, padre?

En mi mente se encendió la alerta. Conocía que, en más de una ocasión, y con distinto éxito, la Iglesia había intentado tapar acciones ilegales cometidas por sus miembros. Sin embargo, un asesinato era un delito demasiado grave.

—Verá, señoría, si al cura de su pueblo le gusta mucho jugar al chiquillo en el bar, usted dirá: «El padre fulano es jugador, pero es un buen cura». Si le gusta el coñac y nunca desprecia una copa de vino, usted dirá: «De acuerdo, es algo borrachín, pero es un buen cura; se ocupa de la parroquia y de las cosas santas», pero si el cura de su barrio se ve envuelto en asuntos de faldas, ni usted ni ninguno de los parroquianos dirá que es un buen cura… Si no puede soportar eso, es preferible que lo deje.

—De modo que me habla de acciones moralmente desordenadas.

—Sí, por supuesto.

—Se da la circunstancia, padre, de que esas acciones no son ilegales, y, por tanto, quedan fuera de mi competencia. Ese cura que pidió la dispensa no es candidato a delincuente por ellas.

—Lo sé, es que no me dejó acabar. Ese sacerdote pidió la dispensa y se le concedió. No ha habido más problemas en la diócesis últimamente.

—De manera que estamos como al principio…

—Bueno, la conclusión que, creo, debemos de sacar es que, si como el arzobispo creía, este asunto está directamente relacionado con su persona o con la diócesis que él encabezaba, tiene que tener raíces antiguas. Ha de venir de atrás, ¿quién sabe de cuándo?

—¿Qué me dice de la carta de rescate?

—Nada más que lo que le dije: una parte en arameo y la otra en latín de baja calidad, lenguaje propio de un seminarista o de alguien próximo.

Guardé silencio. Los de criminología no habían logrado tampoco gran cosa del análisis del pergamino. Era muy antiguo, pero no era difícil encontrar ejemplares como aquél. Galbis estaba investigando en los anticuarios de la zona, de momento, sin ningún éxito.

—Padre Andueza, le agradezco mucho sus molestias. Llámeme si encuentra algo más, por favor.

—Señoría, respecto al dinero… En fin, no quiero que se lleve usted una impresión equivocada. No puedo hablar de ello, porque conozco los hechos bajo secreto de confesión, pero…

—No se inquiete, estamos al corriente, al menos en parte.

—¿Están al corriente?

—Eso es lo que tiene el dinero, siempre deja rastro: extractos bancarios, pagos de impuestos, asesores fiscales. Sabemos que el arzobispo era rico; conocemos que intentó emplear su dinero como pago del rescate.

—¿Cómo lo han sabido, si puedo preguntarlo?

—Hemos hablado con Petit, su asesor. Sólo ha hecho falta atar cabos.

—¡Cuánto me alegro, señoría! Ya sé que cuando se está muerto la fama poco importa, pero me dolería que alguien pudiera pensar mal del arzobispo. Hoy en día, no hay muchos obispos ricos, ¿sabe? Nadie lo comprendería.

Sonreí, la vida es verdaderamente compleja.

—Pero respecto a eso, padre Andueza, sí tengo otra pregunta que hacerle: del dinero que trajo el financiero, ¿el arzobispo retiró alguna cantidad o lo entregó todo?

—Creo que lo entregó todo.

—¿Cree?

—Casi estoy seguro. Yo, al menos, no le vi sacar de la bolsa de deportes ninguna cantidad.

—Gracias, padre.

Le di la mano y le abrí la puerta del despacho. Me disponía a cerrarla de nuevo cuando me detuvo.

—¡Señoría, casi me olvido! El envío… Ya le conté que el remitente del sobre que contenía el dedo era una sociedad domiciliada en Dublín de nombre «Compassion, no sacrifices».

—Sí, lo sé.

—Pues debe saber que existe: es una ONG de inspiración cristiana, pero ellos no lo enviaron. He contactado con la sede central y no saben nada de ese sobre.

—La policía también, padre. No tendría usted precio como investigador. El sobre se entregó en una oficina de SEUR en Pamplona.

—Veo que este asunto está en buenas manos, señoría. Le ayudaré con mi oración.

—Gracias, pero no se olvide de llamarme si se acuerda de algo más. Por ejemplo, de un relicario falsificado.

Andueza se limitó a sonreír con un rictus amargo.

Esta vez cerré la puerta y me senté en la silla del despacho intentando hacer balance de la situación, pero no fue posible. Los gritos y las blasfemias se oían cada vez más cerca. Ya le habían detenido. No era fácil que aquel procesamiento llegara a buen término, pero, al menos, me permitiría ganar algo de tiempo; lo emplearía para intentar convencer a Ángela: tenía un buen argumento en la manga. Sonaron unos golpes en la puerta y, sin esperar mi respuesta, entró Gorka.

—Señoría, aquí está Ángela. Fuera, su suegra, que está amenazando a todo el mundo con llamar a no sé quién que es familiar suyo y trabaja en el Supremo.

—Deja que pase Ángela, por favor… Sola.

Empleé todas mis armas, pero aquella pobre niña estaba tan asustada que ni siquiera me oyó. Es curioso; era una chica mona, que venía de una familia que se había esforzado por darle una buena educación. Podía haber llegado a ser una enfermera de prestigio, o una excelente abogada, quizás una feliz ama de casa, pero tuvo la mala suerte de tomar una decisión equivocada.

En las muchas veces que habíamos hablado, había notado cómo ella iba encogiendo su ego hasta convertirlo en una alfombra donde su marido pisaba cuando quería. Pero aquella vez me di cuenta de que los golpes no habían dañado su cara tanto como su alma.

—No se preocupe, señoría, no es nada. No merece la pena…

—Ángela, ahora no estás sola: has de pensar en el bebé. Él puede hacerle daño.

—No vivirá, pero es mejor así.

—¡No, no es mejor así! Todo esto puede cambiar, puedes empezar una nueva vida: ¡Tú y tu bebé! ¡Nosotros te ayudaremos! La ley tiene recursos para hacerlo.

No me contestó. Saqué del bolso mi cartera y le enseñé la foto de mi último hijo.

—Mira, Ángela, así será tu niño. Le verás crecer, será un gran arquitecto y te construirá un bonita casa para que vivas.

—Nunca me dejará marchar, señoría, y usted lo sabe. Me encontrará allá donde vaya y, luego, saldré en el telediario y la gente comentará lo buena que era.

Se marchó sin que mis palabras hubieran hecho mella en su ánimo. Fuera esperaba la suegra, con cara de orgullo y mirada asesina.

—Vamos a casa, hija —dijo—; esta gente no sabe lo que hace.

Con la rabia saliéndome por todos los poros, cogí la lista de nombres y empecé las investigaciones. Si no podía evitar ese delito, al menos trataría de que no se amputaran más dedos.

Los seis visitantes de Leyre que me tocó investigar resultaron heterogéneos: todos habían acudido al monasterio para aislarse del mundo, pero sus motivos eran muy distintos. Dos, ambos profesores, querían terminar sendas investigaciones. Otro, al que había abandonado su mujer recientemente, no quería estar solo en aquella casa tan llena de recuerdos dolorosos; mientras sus hijos cambiaban la decoración, se retiró a la clausura. El cuarto pretendía dejar de fumar; el quinto, combatir el estrés. Nuestro sexto nombre en la lista sólo buscaba unos días de meditación.

Finalizaba la tarde cuando llamé a Iturri. Él tampoco había encontrado nada significativo.

—Inocentes como palomas, Lola. Nada de nada —me dijo—. Quizás hayamos confundido la hipótesis de partida y nuestro querido hermano Chocarro no sea más que un soñador que anhela el olor de su madre.

—No estoy de acuerdo, Juan; Chocarro es un científico.

—Vale, fue un matemático reputado, ¿y qué? ¡Por favor, Lola, todos los científicos como él viven en las nubes!

—No fue un matemático, Juan; aunque lleve hábito, sigue siéndolo.

—¿Y eso qué más da? Que sepa muchas matemáticas no hace su relato más creíble.

—Eso es cierto, sin embargo, él supo que el abad estaba muerto y que había otra persona comprometida.

—Quizás el implicado sea él y por eso sepa tanto de este caso.

—Juan, ¿dónde has dejado tu famoso instinto? —critiqué, el monje le había caído mal desde el principio y sin ninguna razón—. ¡No me puedo creer lo que dices! Mírale a los ojos, ¡por todos los santos, es un bendito! Además, te recuerdo que permaneció en el monasterio en todo momento: él no pudo hacerlo.

Un incómodo silencio se apoderó del ambiente.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté, tratando de romper el hielo.

—Nos quedan los visitantes de Menorca y Málaga. Si en esos puntos no surge algo extraño, indicará que hemos despreciado algún detalle y tendremos que empezar de nuevo.

—¿Sabemos algo del novicio?

—No, está missing. He hablado con su madre, dice que su hijo quería dejar atrás la vida monástica. Para pasar página definitivamente, se ha ido de viaje con un amigo. No contesta al móvil, hemos dado orden de búsqueda, aunque será difícil: esta gente joven duerme en albergues o en lugares improvisados, adonde no llegan nuestros tentáculos.

—Muy bien, esperaremos. Mañana son los funerales. He leído que los asesinos siempre asisten a los sepelios de sus víctimas para regodearse de sus éxitos.

—Creo que eso sólo ocurre en las novelas que lees, pero estaremos alerta.

—¡Incrédulo! —musité—. Por cierto, Juan, ¿sabemos algo sobre el relicario?

—Parece confirmarse que es una falsificación, muy buena, por cierto. El vicario general está angustiado por la pérdida, amén de extrañado porque nadie se diera cuenta antes. La buena noticia es que ha examinado el resto de los bienes custodiados en el Museo Catedralicio y todo parece estar bien. Al menos, no estamos ante un robo masivo.

—¿No te parece demasiada casualidad que los secuestradores pidan justamente el relicario que ha sido falsificado?

—Sí, es extraño.

—Quizá por eso el arzobispo decía que esto tenía que ver con él.

—Pero eso indicaría que Cañarte conocía la falsificación y, por tanto, que estaba detrás de ella.

—Sí, Juan —añadí—; además, eso explicaría que llevara dinero además del relicario. Pero si sabía que era falso y no dijo nada, es que era culpable de la desaparición del auténtico.

—Tienes razón. Quizás, al pedirle exactamente ese bien como prenda, sospechó que le querían a él y no a ningún otro.

—Algún amante del arte que se enteró y decidió matarle como venganza —dijo Iturri.

—Hace un rato vino a verme Lucas Andueza. Le pregunté por el relicario y sonrió sin decir nada. Es ilustrativo y, no obstante…

—No obstante, ¿qué, Lola?

—Pensaba en Pello Urrutia: su presencia no encaja. Que nosotros sepamos, él nada tiene que ver con esa pieza.

—Es cierto. En fin, no saldremos de dudas hasta que encontremos al orfebre que realizó la reproducción. Aún es pronto. Localizar a todos los artistas capaces de hacerla llevará cierto tiempo. Sin embargo, creo que es importante. Estamos comprobando las cuentas del monasterio, del arzobispado y, también, las del administrador apostólico fallecido. Hay algo extraño, pero tendremos que averiguar qué es exactamente.

Colgué el teléfono bastante angustiada, cada día se abrían más frentes, a cual más complejo. Debía ir poco a poco, si no los nervios me impedirían avanzar.

Era yo quien había de imponer la velocidad, no Iturri.

Descolgué nuevamente el aparato y llamé a mi secretario.

—Gorka, ¿puedes hacerme un favor?

—¿Cómo no? Lo que usted mande.

—¿Serías tan amable de ir a una perfumería cercana y comprar un frasco de Esencia de Loewe? Es una colonia de caballero; compra el frasco más pequeño que haya. Pide factura, la cargaremos al juzgado.

Gorka esperó unos momentos para asegurarse de que había terminado y luego replicó:

—¿A qué cuenta dice que quiere que lo cargue?

Comprendí de inmediato su oposición.

—Gorka, se trata del caso de los asesinatos. En Leyre y en Mendigorría se ha detectado un fuerte olor a colonia. El forense dice que el de la ermita es Esencia de Loewe. Necesito que los monjes del monasterio de Leyre confirmen si es el mismo perfume.

—¡Lo siento, señoría, yo…!

—No te disculpes, Gorka, tu reticencia te honra.

—Gracias. Intentaré que me regalen una muestra de esa fragancia; así no tendremos que cargar la factura.

—¡Perfecto, Gorka! ¿Querrás hacérsela llegar al hermano Chocarro?