VII

El lunes estalló el calor. No es que en las horas precedentes hiciera frío, podría decirse que la víspera había sido muy calurosa. Sin embargo, el lunes, desde el mismo momento en que el alba traspuso la puerta del cielo, un calor de fuego inundó Pamplona, agitándose entre sus calles como una fiera iracunda. Sin una brizna de viento, el cielo, vestido con hábito gris, intentaba zafarse del acoso de las nubes. Todo era inútil, ellas continuaban allí, muy quietas, esperando…

A las nueve de la mañana, cuando salía de casa, el termómetro alcanzaba ya los veintiocho grados. De madrugada había llovido un poco, pero el asfalto había absorbido el agua con la avidez del moribundo deshidratado. La predicción meteorológica que escupió la emisora de radio con la que conecté afirmó que no descargaría hasta el día siguiente; a lo sumo, algo de aparato eléctrico, pero yo cogí el paraguas y me puse zapato plano con suela de goma. Con el tiempo pamplonés no se pueden hacer tratos.

Cuando llegué, dos de los hombres a los que había citado me esperaban. Uno de ellos se mostraba nervioso; el otro, demasiado tranquilo. Supuse, y acerté, que el primero era el hombre del dinero; el segundo, uno de los vicarios.

Petit era un financiero y, como muchos de su gremio, tenía por costumbre conectarse a la red y leer a primera hora los titulares de los distintos diarios. Por ellos se había enterado de la noticia de los asesinatos y había comprendido las razones de la citación de la juez a la que no conocía y a la que no le unía ninguna compraventa mercantil. Teniendo en cuenta su reunión vespertina con el arzobispo, su nerviosismo era fundado. El vicario conocía también la noticia; el propio Andueza le había informado de ella, pero no había visto los diarios y, por tanto, ignoraba los últimos detalles. Decidí empezar por él.

El vicario general, padre Antonio Mangado, era un hombre de unos sesenta años, locuaz y seguro de sí mismo. Iba vestido de paisano, pantalón azul marino y camisa de rayas sin corbata. El único distintivo que le unía a la religión católica era una minúscula cruz en el bolsillo de la camisa; desde luego, pasaba completamente desapercibida. Sus cabellos, abundantes y blanquecinos, estaban cuidadosamente peinados hacia atrás. Con sonrisa marfileña y la mano tendida se presentó:

—Antonio Mangado, señoría, a su disposición. Creo tener claro el motivo de su convocatoria. ¡Dios guarde al arzobispo en su gloria!

—Siéntese, por favor, padre.

—Llámeme Antonio —dijo.

Preferí no hacerlo, pero evité el calificativo de padre y llamarle «señor Mangado».

—Señor Mangado, usted es el vicario general de esta diócesis, ¿es correcto?

—Así es, señoría, lo soy.

—Muy bien; en ese caso, estará en disposición de explicarme el estado de las finanzas de su circunscripción.

Pareció mirarme con extrañeza.

—¿Las finanzas? Perdone, señoría, pero no comprendo su pregunta. Suponía que usted iba a pedirme que le hablara de…

—Lo que me interesa en este momento, padre, es que me cuente cuál es el estado financiero de la diócesis… Junto al cadáver de su superior ha aparecido una gran cantidad de dinero. Nos gustaría saber de dónde procede y si es propiedad de la Iglesia navarra.

—Señoría, yo nada sé de esas cosas. Ni siquiera conozco el presupuesto de la parroquia con la que colaboro.

—Pero es el vicario general. ¿Está sugiriendo que el arzobispo no compartía con usted las decisiones económicas? Creo que la diócesis carecía de administrador.

—Así es, falleció hace algunos meses y aún no se ha designado un sustituto. Debo decirle que el arzobispo en ese terreno era muy reservado. Cuando el administrador falleció, su mutismo se hizo casi completo.

—Pero algo sabrá usted de las finanzas globales…

—Sí, conozco más o menos las cifras. Por ejemplo sé que los números rojos de la diócesis no son excesivamente abundantes.

—¿Números rojos? ¿La diócesis tiene deudas?

—Señoría, todos tenemos deudas, la propia Iglesia atraviesa problemas financieros muy serios.

Esperé sin decir nada, estaba segura de que se extendería en más datos. En efecto, lo hizo enseguida.

—La Iglesia católica es propietaria de algunas de las más importantes obras de arte del mundo y posee tesoros arquitectónicos de valor incalculable, pero en sus actividades ordinarias no consigue generar suficiente dinero líquido, por lo que entra en pérdidas constantemente. Puede que esto sorprenda a algunos, pero los ingresos por las entradas de visitantes a los museos no llegan a cubrir ni una mínima parte de lo que se necesita para mantener esos locales calientes… Teniendo en cuenta nuestra extensión mundial, los números rojos de la Iglesia no son demasiado cuantiosos, pero aun así rondan los diez millones de euros al año. En Navarra somos mucho más modestos, pero padecemos pequeños desfases.

—Reduzcan ustedes la calefacción.

—No es la calefacción, señoría. Tendríamos que cerrar algunas misiones, y ese parón afectaría a nuestra capacidad para expandir la palabra de Dios. La religiosidad en África y América Latina está creciendo enormemente y debemos ocuparnos de formar a sus sacerdotes, de construir iglesias, de ayudar a combatir la pobreza. Debemos seguir el mandato divino y alcanzar a nuestro rebaño, un rebaño muy disperso y, en la mayoría de los casos, muy pobre. Roma se extiende hasta los confines del orbe…

—Pero ese agujero en las finanzas del Vaticano es una amenaza para poder actuar en el futuro. Deberían ustedes contratar a un financiero experto.

—¡No mencione esa profesión, por lo que más quiera! Bastante tuvimos con monseñor Marcinkus.

—¿Monseñor Paul Marcinkus? —recordé el titular del periódico.

—Sí, presidió durante casi veinte años el Instituto para las Obras de Religión o, como se le solía llamar, el Banco del Vaticano, la entidad encargada de las finanzas de la Iglesia, tiene su sede en un torreón del Vaticano. Allí depositan su dinero las órdenes religiosas y las diócesis de todo el mundo.

—¿Y lo hizo mal?

—No se ha llegado a saber, pero su nombre estuvo involucrado en el escándalo del Banco Ambrosiano, uno de los asuntos más turbios y fascinantes de la historia reciente italiana. La logia masónica P2, la mafia, algunos jueces, una red de sociedades en paraísos fiscales, lavado de dinero sucio, tráfico de armas; en fin… El Vaticano negó cualquier relación con la quiebra de ese banco, pero aprendió la lección. No es agradable que la fiscalía de Milán ordene la detención de tus monseñores. Marcinkus y sus colaboradores fueron cesados y él se retiró a Estados Unidos.

—Es probable que usted aún no lo haya visto, pero en uno de los diarios de tirada nacional de hoy se compara al arzobispo Cañarte precisamente con monseñor Marcinkus.

—¿Pero qué dice? ¡Cañarte era una gran persona!

—Yo no digo nada, lo dice la prensa. El cadáver del arzobispo estaba rodeado de mucho dinero.

—Señoría: desconozco de dónde procede el dinero al que alude. Lo que se me ocurre es que provenga del fondo que recolectamos para enviarlo a los países de misión con los que estamos hermanados. Creo que esa cuenta asciende a casi un cuarto de millón de euros. Es posible que don Blas estimase que, en este caso, la vida del secuestrado era más importante. ¡No, espere, ahora recuerdo los detalles! Cuando hablamos sobre el secuestro, sugerí la posibilidad de emplear ese dinero; sin embargo, el arzobispo rechazó la opción asegurando que ya estaba enviado.

—¿Puede confirmar ese extremo? Quizá, luego lo pensó mejor…

—Por supuesto, señoría, lo haré de inmediato.

Ya se levantaba cuando formulé la segunda pregunta. Volvió a sentarse. Por la expresión de su rostro, intuí que era la primera vez que lo oía.

—Vicario, no sé si sabe que en el lugar de los hechos se encontró un relicario…

—¿Un relicario? Pero ¿qué me dice, les entregó el relicario?

—Debo entender que usted conocía…

—¡Le aconsejé vivamente que no lo hiciera! ¡Es una obra de arte magnífica, insustituible, y está vinculada estrechamente a la historia de esta tierra! ¡Créame, señoría, sé lo que digo, soy catedrático de historia del arte!

—Padre Mangado, cabe la posibilidad de que el relicario encontrado junto al cadáver del arzobispo sea una burda falsificación.

Se echó a reír.

—¿Una falsificación? ¿Quiere decir que les entregó una falsificación?

—Ésa parece ser la hipótesis de los expertos: el relicario es de muy buena factura, pero podría no ser el auténtico.

—¡Bravo, monseñor, bravo, una jugada maestra! Aunque, claro, no tanto, teniendo en cuenta que está muerto. Me pregunto…

Se quedó pensativo.

—¿Le ocurre algo, don Antonio?

—Me estaba preguntando cómo pudo disponer de una falsificación en tan corto tiempo, más si, como usted dice, es de buena traza. El relicario en cuestión es una obra muy compleja en detalles.

—En realidad, el secretario Andueza fue a buscarlo al Museo Catedralicio.

Me miró inquisitivamente.

—No lo comprendo, señoría, ¿qué ha querido decir?

—Digo que la obra que ustedes exponían en su museo, y coincide con la que fue entregada, puede ser falsa.

Como si alguien le hubiera tocado un resorte oculto, el padre Mangado se levantó de un salto.

—¡Pero eso es imposible! ¡Imposible! Tengo publicada una disertación completa sobre el particular. He dedicado a ese relicario muchas horas de investigación.

—De eso, padre, ¿cuánto tiempo hace?

—No lo sé —respondió; seguía confuso e impresionado por la noticia—, pero no hace mucho. Puede que dos años, quizá tres.

—Pues si hace dos o tres años era verdadero, en algún momento desde entonces a ahora, alguien ha cambiado una pieza por otra.

—¿Y dónde está la auténtica?

—No tengo ni idea, padre.

Ya consciente de los hechos, el padre Mangado rompió en sollozos. Parecía que hablaba de una hija más que de una obra de arte. Le pedí que se informara de todo lo que pudiera y luego me llamara. Me hizo prometer que no lo contaría si no era estrictamente necesario. Lo hice, pero estando colgado en Internet, ¿qué importancia tenía mi promesa?

Le despedí en la puerta e hice pasar a Petit. Pese a la temperatura, llevaba traje y corbata. Sus iniciales habían sido bordadas siguiendo la moda, en los puños de la camisa, anudados por un bonito par de gemelos de color vino de Burdeos, a juego con la corbata de seda. «Desde luego, se le nota la profesión a la legua», pensé al verle acercarse, perfectamente peinado, con el cabello negro echado hacia atrás y sujeto con fijador.

—Buenos días señor Petit, pase por favor. Quisiera hacerle unas preguntas —dije, mientras le mostraba el camino con el brazo extendido.

—Señora juez…

—¿Sabe por qué ha sido citado?

—Saberlo no lo sé, pero lo intuyo: he visto los titulares de los diarios de hoy. Es horrible lo que ha pasado…

—Lo es —dije, concluyendo la palabrería inútil. No tenía tiempo que perder. En media hora, Iturri vendría a buscarme; íbamos a volver al monasterio de Leyre—. Creo que junto a su secretario, usted fue una de las últimas personas que vio a monseñor Cañarte con vida.

—Sí, es muy posible. Me entrevisté con él a eso de las seis y volvimos a encontrarnos unos instantes cerca de la medianoche.

—¿Puede decirme por qué fue a verle?

—Me llamó, necesitaba de mis servicios.

Iba a preguntar directamente por el dinero, pero me contuve.

—¿Requería de sus servicios financieros un sábado por la tarde? ¿Qué era tan importante que no podía esperar al lunes?

—Me dijo que necesitaba con urgencia vender unas propiedades; concretamente su paquete de acciones.

—¿Paquete? ¿Quiere decir que el arzobispo tenía una cartera de acciones?

—Sí, la tenía. Otros almacenan su dinero en bienes raíces, o en el banco, o debajo de la cama envuelto en un calcetín; Cañarte lo tenía en acciones.

—Yo pensaba que los curas eran pobres.

—La mayoría lo son, sí, pero el arzobispo Cañarte era hijo único de una familia de rancio abolengo. Se trataba de su herencia…

—Entiendo; y usted cree que vendió su herencia para pagar el rescate.

—Sí, para cerrar un mal trato.

—¿Mal trato?

—«Quiero que busques a un comprador para mi cartera de acciones —me dijo—. Necesito dinero líquido, ahora». Obviamente, le aconsejé que no lo hiciera. Cuando se tiene prisa por vender, se pierde un gran porcentaje del valor de la cartera.

—Pero él no le escuchó.

—No. «Eminencia —le dije—, como vuestro asesor, os recomiendo que retengáis un poco más vuestras acciones. El Íbex 35 está muy bajo. Si vende usted ahora, mañana se tirará de los pelos…». «Lo sé, Ildefonso —me contestó—. Sigo las cotizaciones cada cierre. Te has olvidado de mencionar que tengo un buen paquete de Arcelor y Abertis: ambos avanzan como buenos caballos de carrera… Pero he de venderlo todo». «¿Todo, eminencia? ¡No lo comprendo!».

—Pero él siguió en sus trece.

—En efecto. «He de hacerlo —me dijo—. ¿Cuánto crees que podríamos conseguir?». Le dije que el lunes podría obtener 2x5000 euros. «El lunes es demasiado tarde, ha de ser hoy. Necesito que localices a alguien que quiera invertir en una buena cartera, saneada y mimada, y que tenga dinero en efectivo». Carecía de margen de maniobra; hice unas llamadas y busqué un comprador que pudiera poner el dinero contante y sonante sobre la mesa esa misma noche. Sólo conseguí una puja de 190.000 euros. Hoy prácticamente habría duplicado ese valor.

De repente, una luz de alerta se encendió en mi cerebro.

—Perdone, ¿ha dicho que consiguió 190.000 euros por la venta?

—Así es, la mitad de su valor real.

Anoté la cifra en el expediente. Tenía presente que el agente Galbis, encargado de recoger el dinero disperso por la ermita de Mendigorría, me había dado la cifra exacta de lo recogido. En aquel momento no recordaba cuál había sido la cantidad, pero tenía la impresión de que era inferior a la que Petit indicaba. Debía comprobarlo. Quizás el arzobispo se hubiera reservado una parte, aunque en el registro de su despacho no se había encontrado dinero.

—Si ha visto los periódicos, habrá leído también que afirman que el relicario encontrado era falso.

—Lo he leído, sí.

—¿Sabe usted algo acerca del relicario?

—No.

—¿Está usted seguro? —pregunté.

Su afirmación no me pareció muy categórica.

—No —respondió.

—No está seguro o no sabe nada.

—Algo he oído, pero son rumores.

—No se preocupe por eso, yo sabré juzgar; ¡cuéntemelos!

—Me temo que no puedo hacerlo; forma parte del secreto profesional.

—Hay dos cadáveres sobre la mesa, señor Petit.

—Lo siento, debo hablar antes con mi abogado.

—De acuerdo, está en su derecho. Sólo quiero que me diga si esto tiene algo que ver con Cañarte.

—Debo hablar con mi abogado.

—Tomaré eso como un sí.

Esperaba a Iturri en el despacho, paraguas en mano, desde hacía quince minutos. Se retrasaba y yo empezaba a ponerme nerviosa. Habíamos acordado en vernos a las diez. Tras el fiasco de la conversación con Andueza, analizamos las pocas posibilidades con las que contábamos y decidimos acudir de nuevo a Leyre. Iturri aseguraba que el robo de las hostias y el secuestro del abad estaban relacionados, y ambas cosas se habían iniciado en ese monasterio. «Si deseas matar a una serpiente tienes que buscar su cabeza, ése es su principio; si quieres resolver un caso, hay que descubrir su origen. Allí es donde se encuentra la lógica de todo y allí es donde se entiende todo», había sentenciado. Yo no lo veía tan claro como él, pero tampoco tenía muchas alternativas que plantear.

Teníamos dos cuerpos, mucha sangre y un cruel ensañamiento, que no indicaban nada más que un perturbado andaba suelto, dispuesto a engrosar su colección de dedos.

La policía científica continuaba estudiando las pruebas —la nota de rescate, el dinero, la hostia envasada y el dedo—; Ramiro estaba realizando más análisis al cadáver del abad pues estaba convencido de que algún detalle se le escapaba y Galbis confeccionaba un listado de los anticuarios de la zona especializados en libros antiguos.

Nosotros no podíamos hacer otra cosa que volver al monasterio y confirmar que ninguno de aquellos monjes, o alguien de su entorno inmediato, hubiera matado a su abad. Esta vez, habíamos anunciado nuestra visita, pidiendo al rector que el hermano Chocarro estuviera disponible para mostrarnos, paso a paso, el recorrido que, como capellán, realizaba todas las mañanas antes del alba.

Pasaba media hora de las diez. Empezaba a llover. Primero levemente; luego, a cántaros. Seguí reconcomiéndome en el despacho. Habría llamado a Iturri si hubiera tenido su número, pero no lo tenía yo, sino un ladrón al que no le hacía ninguna falta. Pensaba en el relicario falso cuando se abrió la puerta. Era Iturri.

—¡Juan! ¿Qué te ha pasado, no habíamos quedado a las diez? Llegaremos tarde al monasterio.

—Lo sé, Lola, pero éste no es el único caso que llevo —contestó molesto.

—Perdona, creí que estabas de vacaciones —me apresuré a decir al escuchar su tono de réplica.

—¡Y lo estoy! Pero… En fin, vayamos.

Iturri no es un hombre locuaz. Sus subordinados le juzgan como un inspector serio y callado, poco amante de las cortesías y formalidades sociales, que abandona de inmediato cuando se presenta la más leve ocasión. Si se le profesa respeto, desde luego, no es por su entretenido carácter o por su chispeante ingenio. Es valorado simplemente por lo que a lo largo de los años ha demostrado ser: uno de los más capaces investigadores que ha dado la policía española. Yo conocía todos esos extremos y, por tanto, mi normal reacción a su respuesta habría sido coger el bolso y seguirle hasta el coche. Sin embargo, en aquel momento, al mirar la frente de Iturri, la vi poblada de tantas sombras plomizas que le ofrecí mi apoyo. Intuí que lo rechazaría con aires de suficiencia. Me equivocaba:

—Espera, Juan, estaba pensando en ir a tomar un café. Uranga me ha enseñado un sitio nuevo, una pequeña panadería con olor a canela. ¿Te apetece?

—Si quieres…

—Quizá, si me lo cuentas, esos recuerdos oscuros pierdan parte de su carga emocional.

—¿De qué recuerdos hablas?

—De los que arrugan tu frente, Juan. Lo noto.

Pareció no oírme, pero me siguió hasta la panadería de Emilia.

—No podré ofrecerte colaboración, pero oír los propios pensamientos suele ayudar —continué—. Al menos, eso es lo que me pasa a mí; me alivia compartir las cargas.

No hizo falta que le incitara más. Con voz ronca y el semblante afectado me contó mientras íbamos de camino sus preocupaciones. En el mismo instante en que me mencionó el tipo de delito, supe que no debía de haber preguntado. Aquella noche tendría un nuevo motivo para mantenerme en vela.

—Se trata de un pederasta, uno de los peores —me anunció—. Llevo tiempo tras ese degenerado, Lola, pero no consigo más que aumentar mi frustración mientras él se enorgullece de sus éxitos.

—¡Qué horror! Espero que no esté en Navarra, me espanta ese tipo de delito: ¡tengo hijos pequeños!

—¿Es que no te has enterado de que estamos en la era de Internet, Lola? Estas agresiones no tienen fronteras geográficas sino digitales.

—¿Estás acercándote, Juan?

—No, se me ha vuelto a escapar. Desde dentro, alguien le está suministrando la información necesaria para eludir mi cerco.

—¿Alguien de dentro, quieres decir un policía?

—Eso es, un policía. No puede ser de otra manera, no obstante, aún no sé de dónde viene la filtración. Y desconocer quién es el traidor me tiene descompuesto.

—Perdona que sea sincera, pero… En fin, sé que hay policías envueltos en tráfico de drogas y en prostitución; lo sé, porque he imputado a alguno de ellos, pero, sinceramente, no imaginaba que algunos de tus colegas colaborasen en un delito tan execrable como la pederastia.

—Yo tampoco. Además, se trata de alguien situado muy arriba. He investigado a mis subordinados y están todos limpios. He de confesar que me ha alegrado mucho, aunque viajar hacia arriba siempre implica nuevas complicaciones.

—Vete con cuidado, Juan, se te echarán encima y pueden tener poder suficiente para machacarte.

—Eso es lo que me ha retrasado, Lola. Inopinadamente, uno de mis superiores se ha enterado de que he dado la orden de investigar sus cuentas bancarias. He recibido sendas llamadas sobre el particular; la primera, ciertamente desagradable, procedente del Ministerio del Interior español; la segunda, de la Interpol. Aquí se me ha exigido cejar en el empeño de «mancillar las grandes mentes encargadas de aniquilar el crimen». Con la llamada de la Interpol, tan áspera aunque correcta, me ha advertido que los criminales han de ser buscados fuera, no dentro.

—¿Y tú qué has dicho? ¿No lo irás a dejar? Antes de entrar en la Interpol, la palabra abandono no figuraba en tu diccionario.

—No, no lo voy a dejar, aunque he tomado precauciones. He llamado al juez de Pontevedra que firmó la orden de rigor. He tardado en encontrarle; ése es otro de los motivos de mi retraso.

—¿Y qué te ha dicho, cooperará?

—Es un juez experimentado, lleva más de una década resistiendo los descarados envites de los capos gallegos de la droga.

—Pero ¿cooperará o no?

—Sí, lo hará. Simplemente me ha preguntado si yo estaba preparado para aguantar la presión.

—Le habrás dicho que sí, ¿verdad? —pregunté expectante.

—Me da lo mismo las personalidades que estén implicadas, sólo espero cogerle. Si quien le ayuda comparte conmigo trabajo y placa, merece un doble castigo. Por supuesto que seguiré, Lola. Sin embargo, de momento me retiro. He dejado la investigación en manos de un subalterno de confianza. Intento que parezca que, ante las presiones, desisto y me retiro del juego. Cuando todo se calme, continuaré abriendo manzanas… hasta dar con el gusano. ¡Ahora, a Leyre!

Sonreí. Realmente, no es fácil dejar colgados los problemas. No es como enganchar en la percha el atuendo de trabajo y vestirse de paisano, abandonando la corbata en lo profundo del armario. Los crímenes no sólo rapiñan la historia, también dejan huella en la memoria de quienes se afanan por resolverlos. Huellas de dolor y de angustia, de rabia y de frustración. Inmensa factura para un segundo de paz. Demasiado caro para no tener alguien con quien compartirlo. En aquel momento, y como en una súbita visión, viendo a Juan Iturri jugando con la cucharilla del azucarero de la cafetería, palpé su absoluta soledad. Como un latigazo, me invadió una honda pena y unas terribles ganas de abrazarle y de decirle que no se preocupara por el resto del mundo, que yo estaba allí, que siempre estaría allí, junto a él.

—No me mires así, Lola, le cogeré —me dijo, confuso.

—No pensaba en eso, Juan.

La voz me salió melosa, excesivamente sentimental. Traté de enderezarla mientras rezaba para que él no lo hubiera notado. En realidad, aquello era absurdo. Juan era mayorcito y yo también. Ya habían pasado las épocas de recoger pajarillos indefensos caídos de los nidos tras las tormentas.

—Entonces, ¿en qué pensabas?

Ajeno a mis pensamientos, sus ojos se clavaron en los míos. Su boca entreabierta marcaba un rictus de desafío.

En aquel momento, un sutil cargo de conciencia me invadió. Estaba coqueteando con un hombre muy apuesto a quien apreciaba y, hacía un momento, estaba dispuesta a abrazarlo para consolar sus penas. Pero ¿qué me pasaba?

—Pienso que los monjes de Leyre nos estarán esperando. Son enfermizos seguidores del horario y las rutinas.

Bajé la mirada al contestar. No quería que Juan viera mi estúpido sonrojo.

Aquella avalancha de sentimientos se deshizo con la facilidad con que se había formado en el momento en que Iturri y yo nos metimos en el coche y comenzamos a discutir los detalles del caso. El camino se me hizo corto. Esta vez, no tuve ocasión de disfrutar de la contemplación del paisaje; el manto gris que cubría el cielo y la conversación me lo impidieron. Durante el trayecto, repasamos una y otra vez los hechos, buscando flecos, tratando de diseñar una estrategia fiable para el futuro inmediato, pero no avanzamos demasiado. Acabábamos de tomar la desviación hacia el monasterio cuando llamó Ramiro. La voz del forense mostraba una evidente satisfacción. Conociéndole, intuí que había conseguido descifrar aquella incógnita que le impedía cerrar su informe.

Ramiro hablaba muy alto, pese a todo, me acerqué a Iturri y puse el teléfono entre ambos para que el inspector no necesitara escuchar furtivamente.

—Lola, como te dije ayer, los hallazgos de la necropsia indican que tu abad murió a consecuencia de un paro cardiorrespiratorio. —Ramiro siempre asigna propiedad a los muertos que pasean por su mesa, una propiedad identificada normalmente con el responsable del asunto, en este caso, yo. Por ello, el pobre monje era mi abad y Cañarte, mi arzobispo—. Pero eso es tanto como no decir nada, por eso he realizado algunos análisis complementarios. Muestran que el proceso inflamatorio, extenso e intenso que encontramos en todas las vías respiratorias concuerdan con un episodio de asma grave.

—¿Quieres decir que murió por una crisis asmática?

—Sí, en realidad eso es lo que quiero decir. No obstante, la muerte por asma es infrecuente. Si la enfermedad está bien tratada, la mayoría de las crisis se supera sin graves problemas. Tu abad seguía un tratamiento broncodilatador eficaz; en su sangre y tejidos he encontrado rastros de teofilina, ipratropio, fenoterol… En fin, no pretendo aburrirte con jerga médica, lo que quiero decir es que si padecía una enfermedad asmática crónica, estaba siendo tratado por ella. En esos casos, la muerte es inusual. De ahí que sugiera que, o bien se le suspendió bruscamente el tratamiento, o bien existió algún factor que desencadenó un ataque agudo. Me inclino por lo segundo.

—Lo más probable es que su secuestrador no cogiera los inhaladores…

—Sí, pero la dosis en sangre… En fin, algo no cuadraba, por eso he seguido investigando.

—No recuerdo que el informe criminológico de los agentes que peinaron su celda mencionara la existencia de medicación antiasmática. Lo repasaré —contestó Iturri, acercándose el móvil.

—Cuando lleguemos al monasterio, lo preguntaremos, Ramiro.

—De acuerdo, espero vuestras noticias. Y ya que estáis allí, preguntad por los gatos.

—¿Gatos? —pregunté extrañada.

—Sí, hemos localizado abundante pelo de gato en sus ropas; los restos impregnaban todo su hábito, desde la zona del cuello, hasta los pies. En realidad, he aislado tres tipos de pelo, todos gatunos.

—¡Pelo de gato! —musité—. Quizás el abad tuviera gatos. Lo preguntaremos también, Ramiro.

—¿Gatos en un monasterio, Lola? ¿Qué hace un gato en un sitio como ése? No creo que lo lleven a cantar vísperas —protestó Iturri, haciendo una mueca.

—Pues no sé de qué te extrañas, Juan. He leído en una revista que el papa Benedicto XVI convive en el Vaticano con unos cuantos. Dicen que es un «gatófilo» tan impenitente que los muchos felinos que pueblan el paseo que va desde el Borgo Pío hasta el Vaticano le saludan al pasar.

—Vale, es posible que me equivoque. En fin, enseguida nos enteraremos.

—¿Algo más, Ramiro?

—Le dieron una bofetada y hay marcas de presión alrededor de la boca y la nariz; creo que trató de defenderse porque bajo las uñas de su mano diestra hemos encontrado rastros de piel.

—Es decir, que arañó a su asesino.

—Exactamente, pero eso no es todo: los análisis revelan restos de cloroformo.

—De acuerdo, mezclémoslo todo y reconstruyamos la escena —intervino Iturri—: Alguien sujetó al abad por detrás y le obligó a inhalar la sustancia anestésica; éste se defendió, pero no lo suficiente. Es muy probable que fuera en el coche, porque se han encontrado rastros de sangre que no corresponden al tipo del abad.

—Efectivamente, Juan —respondió Ramiro—. Pello Urrutia es A+, y la sangre del coche O+. Estamos analizando los restos de piel, pero de momento no tengo más que contaros. Eso sí, os agradecería que me llamarais cuando averiguarais si el abad tenía gatos y si se medicaba.

—Descuida, lo haremos.

Cuando divisamos la primitiva torre, horadada por aquellos irregulares arcos, estallé. Me había prometido a mí misma guardar silencio sobre aquello, pero, como siempre, mi voluntad no consiguió conservar la boca cerrada.

—Antes de que lleguemos, me gustaría advertirte sobre el rector, que responde al nombre de padre Ignacio, y sobre su secuaz, el maestro de novicios, padre Francisco.

—¿Advertirme? ¿Qué es lo que quieres decir? Según lo que me has contado, no abandonaron el monasterio en ningún momento; tampoco tenían problemas con el abad o con el arzobispo.

—No son trigo limpio, Juan, te lo digo yo.

—De acuerdo, te creo, pero debes permitirme que juzgue por mí mismo. ¿En qué te basas para decir eso? Supongo que no te fundarás en que tienen cara de asesinos, ¿verdad?

Noté su sarcasmo, pero decidí dejarlo pasar.

—No, no es por eso. El hecho fundamental es que me mintieron; los dos, ambos se habían confabulado para mentirme.

A trompicones, relaté con pasión su evidente falta de cooperación, la exclusión del hermano Chocarro de la investigación y la ocultación de información sobre el robo de las sagradas hostias.

—Lola, según mi experiencia, ante un caso de asesinato, los investigadores tienden a buscar enseguida culpables, precipitándose sacando conclusiones. Así, en su muy loable deseo de capturar cuanto antes al insensato que se ha erigido como guardián de la vida y de la muerte, descargan sus prejuicios sobre las gentes más cercanas a los fallecidos. No digo que en este caso estés siguiendo esas pautas, sólo digo que vayamos con cuidado.

—Vale —contesté, mordiéndome la lengua.

—Por lo que me dices, Lola, el rector y su ayudante sólo intentaban proteger su mundo. Si pensaban en el abad, afectado por un ataque de celo angelical, como culpable del asalto al sagrario, es lógico que no quisieran hacer partícipe de ello a la juez que supuestamente instruye un accidente de tráfico y una desaparición. Además, tienes que tener en cuenta que lo más probable es que desconozcan que su superior ha fallecido; salvo que ellos sean los asesinos. De momento, conocen la desaparición del abad y de las formas sagradas. En fin, lo que quiero decir es que, si bien su comportamiento puede estar relacionado con el asesinato, es mucho más probable que no sea así. Nos fijaremos bien en sus rostros cuando les comuniquemos la noticia.

—Quizá tengas razón, pero a mí me cayeron fatal. Sobre todo, el rector, con esos ojos azules que parecen taladrarte el alma cuando te miran. Y, encima, es juez… o lo fue. Sabe ocultar pruebas y tergiversar hechos.

—Lola, tienes que recordar que nosotros no juzgamos a las personas, nos limitamos a analizar sus acciones. La investigación no es una labor visceral, sino racional. Los sujetos pueden caerte mejor o peor, pueden mentirte, escupirte y hasta robarte, pero lo único que a nosotros debe importarnos es si son o no unos asesinos.

—Lo sé, Juan, perdona, siempre me dejo llevar por mis impresiones. Pero, de todos modos —insistí tozuda—, el rector me mintió a sabiendas; parece capaz de cualquier cosa.

—Como quieras, pero de mentir a asesinar hay un buen trecho. Creo que estás perdiendo objetividad. De acuerdo, te ha caído mal; te ha ocultado el robo del sagrario y ha excomulgado a tu testigo, pero decir que le crees capaz de asesinar… En fin, veremos qué cuentan sus ojos.