VI

No hubo cena ni sobremesa a tres bandas para discutir los detalles del sumario. Llegué a casa pasada la medianoche, agotada y con un terrible dolor de cabeza.

Tras el desagradable incidente protagonizado por el inspector Álvarez, me vi obligada a mantener una larga —y no especialmente cordial— charla con el jefe de policía, inmediato superior de Álvarez en la escala jerárquica, empeñado en pedirme explicaciones sobre mi comportamiento con su agente. No le di ninguna, no tenía por qué hacerlo, pero al concluir la conversación, llamé a Gabriel Uranga a su casa. Le tuve al teléfono lo menos media hora, porque deseaba que conociera por mi boca los detalles del suceso y los términos en que la protesta de los mandos policiales sería formulada. Tampoco tenía por qué hacerlo, pero esta vez quería.

Cuando Iturri y yo conseguimos zafarnos de la sombra de aquel inspector gilipollas, eran casi las once de la noche. Fuimos de inmediato en busca de Andueza; el secretario arzobispal nos esperaba adormilado en la biblioteca del palacio arzobispal, recostado en un sofá descolorido. Me di cuenta enseguida de que durante las horas trascurridas había recuperado la entereza y parte de su natural altivez. Vestido con un impecable traje oscuro, oliendo a colonia y con el cabello engominado, parecía dominar de nuevo la situación; supuse que había hablado con un abogado, porque lejos de haber recordado los detalles del pago del rescate, pareció haber perdido a un tiempo memoria y lengua. Aun así, Iturri y yo le dedicamos un largo rato, en el que no nos contó nada que no supiéramos, y se negó a desvelar lo que no sabíamos (especialmente lo referente al dinero). Volvió a alegar que conocía los detalles a resultas de una confesión y que, por ello, se hallaba atado de pies y manos por el secreto profesional.

Comentamos el contenido de la nota de rescate, aunque, ahora que lo pienso, la palabra comentar es demasiado generosa. Más exacto sería decir que él nos la tradujo, pero dijo no entenderla. No sabía nada sobre el pecado al que la nota aludía, tampoco nada de la frase en arameo. Por supuesto que la conocía, era una de las últimas frases que Cristo había dicho en la cruz, pero no tenía ni idea de por qué figuraba en aquella nota cuando no venía a cuento.

Finalmente, lo único que sacamos en claro fue que el día de su muerte, el arzobispo se había reunido con dos de sus vicarios y con un financiero; cité a los tres en mi despacho a primera hora del día siguiente. El último era un seglar y, por tanto, no estaba sujeto al famoso secreto de confesión; en calidad de asesor económico del fallecido, podía facilitarnos algún dato interesante sobre la procedencia del dinero encontrado. Por cierto, que el equipo de Galbis había acabado el recuento: finalmente se habían recogido 162.000 euros, una curiosa, por poco redonda, cantidad de dinero para un rescate.

A medianoche, cansados y frustrados, decidimos irnos a casa; yo a la mía; Iturri, a la de su tía Alicia, una dama mayor, muy simpática. Acordamos en vernos a la mañana siguiente, temprano.

Me entró cargo de conciencia cuando recordé que Heliodoro seguía esperándome. Era muy tarde cuando le llamé; llegó en pocos minutos. Lejos de poner mala cara, me di cuenta de que sonreía pletórico. Por un momento pensé que había abusado de la cerveza, pero cuando se acercó a abrirme la puerta, no noté olor a alcohol. Me narró el partido, motivo de su alegría: España había ganado por goleada y mi larga investigación le había permitido ver entero el encuentro. «Hasta la repetición de las jugadas, señoría», me dijo. Me alegré; al menos, a alguien le iban bien las cosas.

Jaime, mi marido, también debía de haber tenido la intención de esperarme despierto, pero le había vencido el sueño. Al entrar en casa, le encontré sentado en el salón, profundamente dormido, envuelto por la suave luz de una lámpara de sobremesa, con la cabeza inclinada sobre uno de esos journals americanos que suele leer. La casa estaba en silencio.

Le miré con cariño. Hacía tiempo que nos habíamos distanciado; demasiado trabajo, demasiadas preocupaciones, pero yo, que seguía queriéndole, esperaba que algún día cercano las circunstancias cambiaran y volviéramos a ser los que éramos. Me senté muy despacio a su lado y le di un beso en la mejilla, mientras acariciaba los abundantes rizos oscuros que cubrían su nuca.

—¡Lolilla! —musitó entontecido por el sueño—. ¡Te estaba esperando!

Sonreí, mientras le veía desperezarse. Jaime es la única persona que me llama Lolilla. En cualesquiera otros labios, esa expresión sonaría ridícula; susurrada por su voz, simplemente suena bien. Tras la breve pausa en la que tuvo ocasión de observarme, se levantó de un salto y con el semblante preocupado, exclamó:

—Pero por todos los santos, ¿qué te ha pasado en la frente?

—No te preocupes, no es nada importante —dije.

Había pronunciado esa frase tantas veces aquel día que creo poder presentarme a un concurso de interpretación y ganarlo.

Pero Jaime no se dejó convencer. Nunca es fácil convencerle, ni siquiera de lo más insustancial; en su afán enfermizo por la perfección, siempre lo comprueba todo. Fue en busca de su maletín y volvió con una pequeña linterna, luego encendió todas las luces de la habitación y se inclinó hacia mí para observar más de cerca la herida.

—Los puntos están bien dados, no creo que te quede una gran cicatriz. Aun así, son cuatro; no estará de más que te desinfecte la herida de nuevo. Supongo que habrás estado de acá para allá, en contacto con todo tipo de gérmenes…

—Sí, de acá para allá —respondí desganada.

En aquel momento, no me apetecía hablar del accidente, el menor de mis problemas.

Jaime pareció leer mis pensamientos porque cambió inmediatamente de tercio y, mostrando expresión de curiosidad, me dijo:

—¿Ha sido tan horrible como cuentan tus ojos?

—Sí, mucho. Bueno, no tanto… En realidad, no lo sé… La brutalidad de los hechos es innegable y, no obstante, no me ha parecido salvaje por el espectáculo de sangre sino más bien por los sucesos en sí mismos.

—No sé a qué te refieres.

—Verás, se trata de alguien que se arroga la facultad de decidir el momento en que otra persona muere. ¿Te das cuenta, Jaime?, quizás en este preciso instante ese hombre esté marcando en su agenda el momento exacto de mi muerte; o de la tuya. «Mataré a la juez MacHor a las trece horas y cuarenta y tres minutos del día seis. Bueno, no, mejor la mataré el día siete, que es miércoles; el martes tengo dentista». ¡Lo que he visto en aquella ermita era de una crueldad tremenda! ¡Esas cosas no deberían pasar! Alguien decidió suplantar a Dios y aquí nos tienes a los demás, como corderos rumbo al matadero.

Jaime no replicó. Se limitó, como siempre, a ser práctico:

—Lolilla, ¿has cenado?

—No, pero es ya muy tarde para eso.

—Tómate algo caliente, un Cola Cao. Esta tarde he llevado a los pequeños a la confitería; hemos comprado napolitanas. Las niñas han guardado una para ti, rellena de crema.

—Perfecto, me apetece mucho.

Permanecimos bastante rato sentados en la cocina, en silencio. Absorta en mis pensamientos, yo trataba de capturar con la cucharilla un grumo de cacao que no quería disolverse. Jaime aguardaba a que me decidiera a hablar. Imaginaba que yo querría contarle mis penas, pero, en realidad, ni podía ni quería. Ante mi mutismo, decidió intervenir:

—¿Por qué no me lo cuentas? Supongo que eso te hará sentir mucho mejor.

—No es mi intención herirte, Jaime, pero sabes que no puedo contártelo.

—Te equivocas; puedes porque ya lo sé todo, o casi todo. Incluso es posible que, si indago en ello, sepa más que tú —me respondió con una sonrisa burlona.

Le miré sorprendida, admirando sus bellos ojos cargados de sueño. Él prosiguió sin inmutarse.

—Siento tener que decírtelo, Lolilla, pero todo está en Internet; lo han colgado a las 12, en primera plana. La muerte del arzobispo y del abad de Leyre, una foto del dinero del rescate y otra de la copia del relicario. Todo expuesto a la vista pública.

—¿Qué? ¿Dices que está en Internet, pero cómo ha podido pasar?

—Parece mentira que tú lo preguntes, cuando los periódicos tienen los veredictos antes incluso de que los jueces los dictéis. No te extrañes; sabes que siempre es así: alguien tendrá este mes un sobresueldo…

—¿Quién ha sido? —pregunté, pensando en Álvarez.

—Ha empezado el diario El Mundo; firma la crónica una chica, una tal Susana… Susana no sé cuantos. Pero le seguirán otros.

—¡Lo que me faltaba! ¡Y yo decretando secreto de sumario!

Recogí un mechón que caía sobre mis ojos y lo retorcí una y otra vez, pensando en aquella periodista que había hecho aún más difícil mi vida. Jaime bostezaba.

—Deberíamos irnos a la cama, es muy tarde y mañana tenemos que madrugar.

—¡Moción aceptada, Lolilla!

Se levantó. Cogió su taza y la dejó sobre el lavaplatos, que estaba en marcha. Volvió hasta donde yo me encontraba y, apretándome cariñosamente el hombro, se inclinó para decirme:

—¡Hasta mañana!… Como supuse que querrías verlo, te he dejado el portátil encendido.

Y esbozando una sonrisa, se marchó.

Me abalancé sobre el ordenador, como un bebé hambriento sobre el hinchado pecho de su madre. A diferencia del desdentado, yo recibí leche agria y una generosa dedada de hiel. La imagen de portada del periódico, que mostraba el interior de la ermita de Mendigorría, dejaba mucho que desear. El primer plano se había tomado a considerable distancia y sin teleobjetivo, su calidad era nefasta, aunque, desde luego, la fotografía resultaba bastante ilustrativa. Probablemente sería el trofeo de uno de aquellos jóvenes excursionistas, a los que, por lo visto, no habíamos echado a tiempo.

Pese a las muchas imperfecciones de la imagen, mostraba con claridad un cuerpo acribillado, tumbado en el suelo y rociado de sangre y de billetes de cien euros. No obstante, no fue la fotografía, sino el titular, el que me puso los pelos de punta: «Se hallan en una ermita abandonada los cadáveres del arzobispo de Pamplona y el abad del monasterio de Leyre» —decía el diario objetivamente, para añadir de inmediato la pincelada morbosa que tanto gustan de frecuentar los sabuesos—: «Los cuerpos, terriblemente mutilados, aparecen rodeados de una fortuna en billetes y joyas. ¿Resucita la sombra de monseñor Marcinkus?».

¿Marcinkus? ¿Quién era monseñor Marcinkus y qué tenía que ver con mis cadáveres? Su nombre me resultaba vagamente familiar, pero en aquel momento no conseguí recordar por qué, de modo que abrí una nueva página y busqué su nombre en Google. Se me cayó el alma a los pies al ver las muchas entradas que tenía aquel arzobispo norteamericano, responsable de las finanzas vaticanas durante la quiebra del Banco Ambrosiano. Leí media docena de noticias, todas decían casi lo mismo: en los años ochenta, y de la mano de Marcinkus, la Iglesia había aparecido como propietaria de empresas domiciliadas en paraísos fiscales, algunas de ellas vinculadas con la mafia siciliana y con políticos corruptos.

Desde luego, aquél era un episodio lamentable, pero a mí no me importaba en absoluto. Lo único que deseaba saber era por qué se mencionaba a ese eclesiástico junto a los míos. Volví a la portada del diario del día y continué leyendo la noticia. Un escalofrío intenso me hizo estremecer:

Los años del arzobispo Paul Marcinkus fueron los de los grandes «pelotazos» financieros internacionales; codeándose con los principales banqueros estadounidenses, con el fraude y la doblez, el clérigo hizo una fortuna que el tiempo y la justicia convirtieron en humo. Creíamos que aquellos tiempos habían pasado, pero nos equivocábamos. Porque, ¿qué otra explicación puede encontrarse a lo que hemos visto? Juzguen por ustedes mismos: dos altos dignatarios de la Iglesia española muertos, sus cadáveres mutilados, un saco de dinero en su mano, unas reliquias antiguas, que la policía opina, no son más que una falsificación… Los feligreses de esta iglesia harían bien en exigir una pronta, clara y creíble explicación sobre estos hechos a sus responsables. Ya han pasado los tiempos de los secretos. Por otro lado, la juez que investiga el caso haría bien en olvidarse de con quién trata, y concentrarse en las dos vidas que se han perdido. Ninguna causa justifica algo así.

¿Falso? ¿Cómo que el relicario era falso? No me importaba gran cosa lo que esa periodista dijera. Entendía que le gustara cargar las tintas en el aspecto emocional, como a casi todas las periodistas jóvenes, pero no podía comprender que se inventase una cosa como ésa… O quizás… ¿Era posible que no se lo hubiera inventado? Miré el reloj. Eran las dos y media de la madrugada. No podía comprobar ese extremo en ese momento. Además, necesitaba dormir; preveía un lunes infernal. Cerré el ordenador, apagué la luz y subí a mi habitación.

La persiana estaba entreabierta (se trata de una de esas colecciones de lamas de madera que nunca terminan de encajar) y la luz del exterior se filtraba por las grietas llenando la habitación de una difusa claridad. Cogí uno de los almohadones de plumas y me lo coloqué sobre la cara, sujetándolo por los extremos con ambas manos, procurando no tocar el lado derecho de la frente que aún me dolía. No dio resultado. Más tarde, me acomodé boca abajo y hundí la cabeza en la almohada. «No pienses, no pienses», me decía, intentando vaciar la mente del regusto de las imágenes vistas y las frases oídas y leídas, especialmente las del periódico. Tampoco lo conseguí. Claudiqué cerca de las cuatro. Con un suspiro de resignación, me levanté y me tomé una pastilla para dormir. Tardó en hacer efecto, pero cuando por fin lo hizo, comencé a sumergirme en el plano inclinado del sueño, cada vez más cerca del pozo profundo donde conviven los miedos y las esperanzas perdidas, últimamente abundantes.

Resultaba irónico que, de entre todos los escenarios posibles, me hubiera tocado justamente un crimen con olor a incienso, pero ése es precisamente el tipo de ironías que Dios suele traerse entre manos. Por aquel entonces, mi motín particular contra la Iglesia llevaba tiempo madurando. A nadie había hecho partícipe de mi rebeldía; ya tenía bastantes problemas fuera para atraer iras internas. Jaime es un católico navarro de los de la vieja guardia. Cree a pies juntillas todos y cada uno de los dogmas que la Iglesia enseña, y vive, sin excepción, las muchas manifestaciones de piedad popular, más o menos folclóricas, que caracterizan estas tierras. Pertenece en cuarta generación a la cofradía de las Siete Palabras, ayuna en cuaresma, hace ejercicios espirituales con los padres franciscanos, y peregrina a pie cada año hasta el castillo de Javier, donde agasaja por igual al santo y a su tierra. No es que me moleste, en absoluto; cada uno puede creer en lo que quiera, lo que siempre me ha resultado curioso de Jaime es que, como hombre de ciencia, acostumbrado a verificar las hipótesis antes de admitirlas, carezca por completo de dudas o, incluso, de cualquier atisbo de escepticismo.

A diferencia de mi marido, mi mente requiere pruebas contundentes, necesito ver para creer; oír para entender. Sé que si las pruebas fueran determinantes, no nos haría falta creer pues nos bastaría con la evidencia, pero aun así necesito constatar que hay señales, alguna clase de indicios, aunque sean sentimentales, que corroboren las creencias que aprendí de niña. Pero hacía tiempo que todas las señales habían cesado.

Nunca lo mencioné, sabía que él se enfadaría muchísimo y a mí me desagradan los disgustos gratuitos, pero hubo un momento en que me pareció que todo eso había terminado para mí. No sé en qué momento perdí la fe en la Iglesia. Pero no me cabe duda de que pasó. Todo lo que antaño me parecía razonable y hasta factible, dejó de parecérmelo; es más, comenzó a mostrárseme como un gran absurdo, cuentos de viejas, opio del pueblo. No estaba dispuesta a aceptar las cosas simplemente porque alguien de Roma lo dijera y aquello que hasta entonces me había servido de guía se derrumbó.

La ciencia que profeso y los conocimientos acumulados me enseñan cómo funciona la vida, cuáles son sus resortes, sus características, su anatomía, pero nada me dicen de cómo he de vivirla ni para qué y yo necesitaba urgentemente una respuesta. Todas mis experiencias pasadas resultaban irrelevantes en aquel momento. Hacía tiempo que venía dándome cuenta del paso del tiempo. No habían sido las arrugas, aunque evidentemente habían desempeñado un papel. Era algo mucho más profundo, era el regusto del miedo a la cuesta abajo, a más miedos. La religión no me daba más respuesta que el cielo. Todo empieza y acaba en el cielo. Pero ¿qué encontraremos allí? Y ¿dónde es allí?

—Jaime, ¿qué crees que hay después, si es que hay algo? —me decidí a preguntar un día.

Estábamos solos, habíamos apagado todas las luces. La chimenea, encendida con un enorme fuego de leña, lanzaba espectrales sombras sobre nosotros.

—El cielo, naturalmente —me contestó.

—¿Y eso qué es?

—Por Dios, Lolilla, ¿es que no has estudiado el catecismo?

—Ahora no hablo de libros de salmos, Jaime, sino de la realidad. Nadie ha vuelto para contárnoslo…

—¡Ni falta que hace! Cuando terminamos aquí, empezamos allá. Y al pasar, seguimos siendo lo que somos, pero mejores.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Y eso, ¿qué más da? Lo sé. Lo sé de la misma manera que sabía que no era posible clonar hombres, pese a lo que dijera la revista Nature. La naturaleza está demasiado bien construida para no tener detrás una imaginación supina y una belleza infinita. No creo que quien haya diseñado todo esto sea un malvado, por eso digo que nos espera una vida buena después. No te preocupes…

Le miré enfadada, ¿cómo podía razonar así?

—Jaime, ¿eres consciente de que envejecemos?

—Por supuesto, pierdo pelo, elasticidad de los músculos y memoria. Un día, cuando me despierte, seré viejo del todo.

—¿Y no te preocupa? Lo mejor ya ha pasado, lo que resta es caída libre, rumbo al infierno. Bueno, o al cielo —dije en su honor.

—Eso, al cielo, a recibir la recompensa de tantos afanes.

—¿Recompensa? ¿Por qué esperas obtener recompensa? ¿Es que no trabajas porque te gusta? El sueldo es suficiente recompensa.

—Lolilla, creo que debes descansar. No piensas con objetividad.

—¡Objetividad! —chillé, dejándome llevar por mi mal carácter—. ¿Cómo puedes llamar objetividad a los ángeles y a los demonios?

—Los niños se creen sin pestañear que hay extraterrestres entre nosotros; los adultos, que la paz en el mundo es posible. ¿Eso te parece más objetivo? A mí me resulta más fácil creer en Dios. No me lo dicta la razón, ¡sería demasiado fácil!; lo siento, Lolilla, de la misma manera que siento cariño por ti. No se lo podría explicar a nadie, pero no por eso dudo que exista. ¿Sabes lo que te digo? Que te has equivocado de instrumento; no puedes abarcar a Dios con esa cabecita bilbaína, has de buscarlo dentro, no fuera.

Dejé la conversación, no nos llevaría a ninguna parte; con Jaime era inútil discutir sobre ese tema. Pero, sin desearlo, me veía obligaba a no abandonar mis dudas y quebraderos de cabeza.