La tarde se extinguía deprisa y, con ella, la alegría de la luz estival. Hacía tiempo que mi estómago, sacado de horarios, exigía algún alimento y lanzaba al aire rugidos espasmódicos. Acababa de terminar la inspección ocular de la celda del abad, sin encontrar nada extraño. Estaba ordenada y limpia, quizá demasiado ordenada y demasiado limpia. Dejé allí a los de la policía científica haciendo su trabajo, enfundados en sus guantes de frío látex, aunque tanto ellos como yo sabíamos que la estancia había sido retocada. Todavía un fuerte olor a lejía pendía de las paredes. Esa profunda limpieza no tenía por qué significar nada en sí misma. Muchas personas limpian a conciencia cuando esperan visitas, sin que por ello se pueda pensar que han cometido o participado en algún hecho delictivo.
Durante el registro, Chocarro esperó discretamente en el dintel de la puerta, sin mostrar síntomas de impaciencia, pese a que su cara denotara agotamiento y su corpachón se encorvara torpemente hacia delante, como una planta falta de agua. Aunque mantenía el tipo, yo estaba tan cansada como él, de modo que decidí postergar la visita al templo hasta el día siguiente. Aún debía de personarme en el palacio arzobispal. Había dado órdenes expresas de precintar las estancias privadas y el despacho del arzobispo Cañarte, pero no confiaba mucho en la eficacia de tal medida. Por si eso fuera poco, debía entrevistar de nuevo al secretario Andueza. Más calmado, podría ofrecerme muchos de los datos que necesitaba. Él debía de saber algo: probablemente no tuviera en su haber todos los porqués, pero sí muchos; no en vano, había conducido al arzobispo hasta la antesala de la muerte.
Abandonaría el monasterio, convocaría a Andueza por teléfono en el arzobispado, echaría un vistazo a lo que allí hubiera y luego me iría a casa: era demasiado para una sola jornada.
Mientras regresaba a Pamplona, pensé que sería bueno invitar a Uranga a cenar y así discutir con él los detalles del caso. Su mujer y mi marido protestarían, pero acabarían hablando de arquitectura moderna, tema que fascinaba a ambos, aunque uno fuera médico y, otra, profesora de historia del arte. Quizá Ramiro hubiera concluido la autopsia y me ofrecería pistas concluyentes.
Pensar en esa cena me animó; Uranga podría ayudarme, pues seguía convencida de que el caso me venía grande. Por cualquiera de los ángulos por los que lo miraba, presentaba un frustrante aspecto: dos muertos, un sagrario profanado, los cuerpos de los monjes mutilados, un rescate sin recoger… Y, por si eso fuera poco, cabía la posibilidad, aún no corroborada por pruebas fidedignas, de que el asesino tuviera algo que ver con el pacífico cenobio benedictino. De una u otra manera, alguien de dentro de Leyre podía estar implicado pero ¿quién? Y, sobre todo, ¿por qué? ¿Qué motivos inducirían a matar a dos eclesiásticos de postín? El robo de una copa de oro, por muy valiosa que fuera, no podía explicarlo.
Me envolvió un terrible sopor. No hice ningún esfuerzo por dominarlo. Supongo que el chófer se extrañaría de mis ronquidos de carretero, pero no me importó. Mientras la oscuridad arañaba al día, descansé pensando en los hábitos rasgados y en la ira que aquel signo parecía esconder.
Su tercera llamada consiguió rescatarme del sueño. Estaba incubando dulces deseos, perdida entre las simas del inconsciente, cuando un esquivo reclamo me distrajo. Al principio, el sonido traspasó suavemente mi letargo, hice oídos sordos y continué acariciando mis recuerdos. Pero, enseguida, la voz se enseñoreó de mi mente y comenzó a perseguirme, hasta devorar la paz de mi apacible exilio. Cuando desperté, Heliodoro me zarandeaba sin contemplaciones.
—Señoría, hemos llegado.
—Ya lo veo —contesté.
Heliodoro debió de convencerse de que, en realidad, yo no veía nada, porque insistió:
—Estamos en la puerta del palacio arzobispal, señoría. Me ha parecido que estaba usted traspuesta y me he visto en la obligación de… En fin…
—Sí, sí, claro. El palacio arzobispal. ¿Qué hora es? —pregunté, mirando instintivamente hacia arriba.
Ya podían contarse algunas estrellas en el cielo, pero la claridad nos situaba lejos de los bordes de la noche.
—Son casi las ocho, señoría.
—Las ocho. Bien, gracias, Heliodoro. Creo que puede usted marcharse; en la capital, me las arreglaré sola. No sé cuánto tiempo debo permanecer aquí y no quisiera entretenerle más de lo necesario, teniendo en cuenta que es domingo.
—No tengo inconveniente en esperarla lo que haga falta, señoría. Aunque si va a tardar mucho, podría irme y volver. Puedo aguardar tranquilamente en alguno de los bares de la zona, viendo el partido. Llámeme usted al móvil cuando quiera que venga a recogerla y, en cosa de cinco minutos, me tiene usted aquí. ¿Le parece bien?
—Muy bien, así lo haremos. Le llamaré cuando acabe.
Sonreí. A Heliodoro debía de gustarle mucho el fútbol si era capaz de pronunciar voluntariamente una parrafada tan larga.
—Por cierto, Heliodoro, ¿quién juega?
—España, señoría; jugamos contra Tunicia, en Stuttgart. Empieza a las nueve. En principio, es un partido feo.
—Pues nada, ¡que Dios reparta suerte! —contesté.
—Eso espero, señoría. Y ya sabe: estoy a su disposición.
Aún con el sueño rondándome las costillas, atravesé la plaza de Santa María, y entré en el palacio arzobispal por la puerta principal. En las inmediaciones del edificio, se movía un ejército de gente uniformada. En realidad, no se movían; simplemente estaban allí, matando el tiempo, comentando los sucesos o esperando órdenes. Agrupados alrededor de los coches patrulla, hermanados, olvidándose de los habituales problemas entre cuerpos, fumaban cigarrillo tras cigarrillo. Todos me observaron, pero nadie hizo ademán de detenerme. Incluso uno de los policías locales que estaba en la puerta hubo de apartarse para dejarme pasar.
Vagué con total libertad por el vetusto claustro, me fijé en quienes deambulaban por allí, al parecer sin ocupación alguna. Al son de sus conversaciones, me zafé del entontecimiento provocado por el viaje. La dura realidad me esperaba: los cadáveres estaban ya en la morgue, abiertos en canal; y el asesino que hubiera concebido el plan seguro de ganar por la mano al poder de la justicia.
Cuando me cansé de oír los comentarios que aquellos corros lanzaban al aire, me acerqué a un joven policía uniformado que estaba apoyado en una de las paredes laterales del claustro. Llevaba allí bastante tiempo; yo había notado que me observaba discretamente. Al acercarme, me recibió muy tieso, en posición marcial. Sin preámbulos, le pregunté quién estaba a cargo de la operación. Me contestó, casi a modo de espasmo, que el responsable de aquel despliegue era el agente Galbis, que estaba en aquel momento en el despacho del arzobispo.
—¿Y dónde está exactamente ese despacho, agente? —musité, pensando que en aquel momento el joven policía exigiría que me identificase.
Mi perfil podía corresponder al de una vecina curiosa, una periodista dispuesta a ganar un premio de investigación o, ¿por qué no?, a la misma asesina del arzobispo que venía a regodearse en el crimen o a buscar alguna prueba incriminatoria olvidada. Sin embargo, sin preguntarme nada, me indicó con cortesía la forma de llegar hasta el agente Galbis. Recuerdo que pensé en lo mal que hacíamos las cosas en España; recuerdo también, lo pronto y lo alegremente que rectifiqué.
—Tome aquel ascensor y pulse el botón de la segunda planta. Una vez allí, siga recto; no tiene pérdida.
—Gracias, agente —musité.
—De nada, señoría, ha sido un placer ayudarla. Llámeme si me necesita —me contestó.
¡Me había reconocido desde el principio! ¡Y yo, echando pestes contra los cuerpos de seguridad! Creo que el joven agente leyó mis pensamientos, porque había ironía en su voz cuando añadió:
—Hace rato que la esperan.
Pese a que era viejo y olía agriamente a humedad, cuando apreté el botón, el ascensor me llevó sin contratiempos al vestíbulo de la segunda planta del palacio. Como había dicho el joven agente, el camino hacia las estancias del arzobispo no tenía pérdida; cualquiera que subiera por allí (luego me enteré de que a la otra vía de subida, las escaleras, sólo se podía acceder con una llave) se topaba con el secretario episcopal. Así se evitaba que el arzobispo recibiera sorpresas desagradables.
Seguí el angosto pasillo hasta el siguiente vestíbulo. La luz era mortecina y las plantas artificiales. Desde luego, aquello no parecía el centro de mando de una institución de la que se dice que posee inmenso poder y riqueza; en honor a la verdad, el lugar parecía un colegio de posguerra de segunda categoría. Las cosas no mejoraron al avanzar por el corredor. Como el ascensor, el resto de la planta presentaba un aspecto avejentado, por no decir enmohecido. Supongo que desde las épocas del famoso obispo Olaechea, cuando la guerra civil, nadie había puesto la mano en aquella decoración. Un gran repostero de tela representando escenas de caza en colores de otoño, de moda allá por los años cuarenta, compartía la pared del fondo con un retrato de notable factura de un santo que no supe identificar. Bajo ambos, un precioso bargueño, retocado burdamente por alguna monja sin escrúpulos, sujetaba una lampara desvencijada adornada con una pantalla de terciopelo, raída como su soporte y muy ladeada. La moqueta era, simplemente, antediluviana.
Hasta que alcancé el despacho del secretario episcopal, no me encontré con nadie. Y cuando por fin topé con algún ser viviente, descubrí (con satisfacción) que cada individuo estaba atento a su respectiva tarea. Reconocí, tanto por sus rostros como por sus utensilios de trabajo, a dos miembros del grupo de policía científica. Al fondo, junto a una gran puerta de doble hoja que daba acceso al despacho del arzobispo, distinguí a Galbis. Hablaba con alguien en voz baja, un hombre de mediana estatura, vestido de paisano. Se inclinaban uno hacia el otro, cobijando con sus cuerpos algunos secretos. El desconocido estaba de espaldas; no obstante, su pose me resultó familiar.
Decidida, me encaminé hacia ellos; no sabía quién era el otro tipo pero yo tenía prisa por acabar aquellas diligencias y, si era posible, también con el maldito caso. ¡Era domingo y quería irme a casa!
—¡Agente Galbis! —levanté la voz, al tiempo que me acercaba.
El aludido levantó la cabeza. Casi al mismo tiempo, su acompañante se volvió lo suficiente para ofrecerme el rostro. Cuál fue mi sorpresa, al descubrir que se trataba del inspector Juan Iturri, del cuerpo de la Interpol.
—¿Iturri? ¡Juan, qué alegría!
Los de la policía científica levantaron la cabeza al oír mi exclamación.
En un acceso de entusiasmo pueril, al ver al inspector Iturri, mi primer impulso fue recibirle con uno de esos sentidos saludos que se reservan para los amigos de ley de los que, desafortunadamente, te ha separado el tiempo. He de reconocer que, al menos en mi caso, su ausencia me apenaba. Sin embargo, pese a la alegría del reencuentro, las circunstancias aconsejaban mantener las distancias y ambos lo sabíamos. Tengo merecida fama de seria y reservada. En los juzgados, llevando faldas como llevo, esa pose glacial, tan artificial como alejada de mi carácter, me beneficia mucho; por ello la mantengo, contra viento y marea, y la cultivo cuando es menester. Por eso, y pese a nuestra amistad, opté por proceder con Iturri como lo habría hecho con cualquier otro inspector que llevara la investigación de alguno de mis casos. Estoy segura de que Juan se dio cuenta inmediatamente de que me limitaba a mantener las apariencias. Continué entonces empleando la impersonal tercera persona.
—¡Inspector Iturri, no me lo puedo creer! ¿Qué hace usted aquí? ¡Le creíamos capturando delincuentes en la Europa del Éste!
—¡Juez MacHor, por todos los santos! ¿Qué le ha pasado en la cara? ¡Parece haber recibido un rosario de golpes!
Lo cierto es que, horas después de recibir aquel golpe, el dolor seguía acosándome. Aun así, quité hierro al asunto: había cosas más urgentes en las que pensar.
—Es el resultado de un pequeño accidente, nada importante. Es aparatoso, pero no grave.
—En todo caso, es un placer volver a verla, señoría —respondió Iturri, inclinando la cabeza y ofreciéndome su mano.
Cuando le tendí la mía, él la tomó entre sus suaves dedos y la retuvo mientras intercambiábamos las primeras frases. Llegó hasta mi nariz el olor a tabaco de pipa que Iturri siempre llevaba adherido a su piel.
—Sigue usted fumando el mismo tabaco —le dije sonriendo.
Durante unos segundos, me dedicó una cálida mirada. No dijo nada, pero ambos lo recordamos todo. Aquel olor a tabaco de pipa borró de un plumazo las sombras de tanto tiempo de ausencia y nos volvió a situar en aquellos días, tan mágicos como despiadados, que habíamos saboreado juntos. Frunció el ceño, su nariz se irguió coqueta e insinuante y, sacando de uno de sus bolsillos su gastada cachimba, contestó socarrón:
—Veo que el cargo no ha afectado lo más mínimo la eficacia de sus pituitarias, señoría. El mismo tabaco de siempre…
Me fijé en lo bien que le había tratado el tiempo. Su aspecto, cuidado y elegante, ya no correspondía al del concienzudo policía de provincias con el que yo había tratado. Cuando nos conocimos, parecía un paisano pueblerino, escaso de gusto y presupuesto, mientras que, en aquellos momentos, se asemejaba más a un ejecutivo que acabara de aterrizar en Madrid, procedente de algún viaje transoceánico; un tipo de ésos que negocian, sin despeinarse, contratos por millones de dólares. Se había dejado barba. Corta y cuidada, ensanchaba el óvalo de su cara, y hacía que sus ojos resaltaran más de lo habitual. Quien sabe por qué, al enfrentarme inopinadamente a aquellos ojos se me saltaron las lágrimas y me invadió una mezcla de agradecimiento y ternura. Pero supe sobreponerme a tiempo.
—¡Qué casualidad encontrarle aquí, inspector Iturri! No suponíamos (al menos yo no suponía) que se encontraba por estas tierras.
Aunque no lo hice conscientemente, mi frase sonó a reproche. Fue como si le echara en cara no haberme avisado de su llegada. Él tomó el guante de inmediato.
—Mi presencia aquí es larga de explicar, señoría. No obstante, lo tenía previsto; por ello dejé aviso de mi llegada en su móvil. Es posible que todavía no haya visto el mensaje… —sugirió con voz suave.
Juan conocía mis problemas con la telefonía portátil.
—¿En mi móvil? ¡Me lo han robado esta mañana, durante el accidente!
—¡No es posible!
—¡Créaselo, es la pura verdad! —contesté con sonrisa cómplice.
—¡Eso lo explica todo! —exclamó.
Se produjo una pausa, que corté de inmediato.
—¿Y a qué se debe el honor, inspector? ¿Su visita es personal o profesional?
—En ese mensaje que nunca leerá, le contaba que pasaría unos días en Pamplona. Estoy de vacaciones.
—¿Vacaciones? —pregunté extrañada—. ¿Está en Navarra de vacaciones?
—Sí, necesitaba descansar y… ¿dónde mejor que en Pamplona?
Le miré extrañada.
—¿Y qué hace aquí, en el palacio arzobispal? ¡Y no me diga que es una coincidencia fortuita!
—En realidad, señoría, tenía prevista una semana de vacaciones, pero cuando me preparaba para venir a casa, el arzobispo me telefoneó pidiéndome ayuda. Prometí prestársela, pero, por lo que veo, he llegado demasiado tarde.
—¿Monseñor Cañarte le llamó? —inquirí.
—Así es. Le conocí durante la instrucción de otro caso, hace ya algunos años. Había habido una serie de robos en este edificio. El arzobispo Cañarte pidió la cooperación discreta de la policía y yo fui el encargado de facilitársela. El ladrón resultó ser un chavalillo avispado, hijo de una secretaria que trabajaba en el arzobispado. Salvo el disgusto de la madre, todo quedó en nada. Hice buena amistad con el prelado, amistad que hemos mantenido con el tiempo. Por eso, cuando recibió el macabro paquete, me llamó solicitando mi consejo. Naturalmente, le advertí que se abstuviera de hacer lo que ha hecho…
En la antesala, los de criminología habían dejado de tomar huellas y escuchaban atentos.
—Veo, inspector, que está al corriente de los detalles. Creo que tanto a usted como a mí nos vendría bien comentar despacio esa llamada del arzobispo —sugerí, mirando a Iturri de reojo. Él asintió con la mirada—. Agente Galbis —dije, volviéndome hacia el policía, que tampoco perdía ripio—, ¿ha llegado ya el secretario Andueza?
—Aún no, señoría, pero llamó hace unos minutos diciendo que no tardaría. Algo le entretenía.
—Aprovechemos, pues, el tiempo. ¿Hay algún lugar donde pueda charlar a solas con el inspector Iturri?
—Me temo, señoría, que los de los guantes de látex lo ocupan casi todo: están procesando los despachos del arzobispo y de su secretario, la antesala y la biblioteca. Lo único que está libre en esta planta, porque ellos ya han terminado sus pesquisas, es el oratorio de su eminencia. La entrada se encuentra allí, al fondo, disimulada en aquel panel de madera: es un sitio pequeño y recogido, aunque algo tenebroso, si se me permite juzgar.
—Creo que allí estaremos bien, ¿no lo cree así, inspector Iturri?
—Me parece un sitio excelente, señoría.
—Avíseme cuando llegue Andueza, por favor.
—Como usted ordene, señoría —contestó Galbis cuadrándose.
Le gustaba mostrarse servicial tanto con la palabra como con el gesto.
Traspasamos aquella disimulada puerta, y quedamos a merced de la oscuridad. El oratorio tenía una pequeña antesala sin ventanas. Tardamos algunos segundos en encontrar el interruptor. Para ello hubimos de palpar los inmensos paneles de madera, que habían recibido no hacía mucho una generosa capa de cera, cuyo olor y textura quedaron grabados en mi mano. En realidad, nos demoramos tanto porque habían colocado la clavija a demasiada altura, como se hacía antaño, mientras, que nosotros buscábamos a media pared. Cuando por fin conseguimos prender los focos, entramos en la minúscula capilla, cuya decoración iba en sintonía con lo que había visto de aquel edificio, tirando a peor. Mientras en el resto de la planta la limpieza era concienzuda y se notaban el agua y el jabón, cuando no la lejía, allí las flores marchitas, que en algún momento habían alegrado el altar, conferían al oratorio una acentuada dejadez. Cerramos la puerta. Entonces, di a Iturri el abrazo que hubiera querido darle antes, pero que había reprimido en honor a las formalidades administrativas. Él respondió con la misma efusividad.
—¡Juan, qué alegría más grande! ¡Es como si el cielo hubiera escuchado mis oraciones antes de que las hubiera formulado! ¡Nadie mejor que tú para llevar este caso! —Y, sin solución de continuidad, añadí—: ¡Por Dios, estás fenomenal con esa barba y ese traje! Te quitan diez años de encima.
—Tú también estás estupenda, Lola, a pesar del ojo morado y de los puntos en la frente. ¿Te duelen? No tienen muy buen aspecto.
—No me molestan demasiado. Me tomaré un par de aspirinas al llegar a casa.
—¿Cómo están Jaime y los chicos? Alguno ya no es tan niño.
—Todos están bien. Jaime… ¡ya sabes!, como siempre, volcado en su trabajo; los niños, creciendo hasta hacerse hombres. Cuando acabemos aquí, te vienes a cenar a casa y lo ves por ti mismo; ¡no admito excusas! Había pensado convidar a Gabriel Uranga y así comentar los detalles del caso; ahora podemos hacerlo los tres. ¡Te has dado cuenta de la mala suerte que tengo! ¡Nada menos que dos cadáveres! Y, por si fuera poco el número, son personajes ilustres. Supongo que Galbis te ha puesto en antecedentes.
—Lo ha hecho, sí —respondió escuetamente, adoptando aquella pose profesional que yo conocía bien.
—¿Quién te ha llamado? ¿Ha sido Uranga, o quizá la Conferencia episcopal? Supongo que estarán horrorizados con lo que ha pasado.
—Nada de eso, decía la verdad. Fue el arzobispo Cañarte quien me llamó.
—¿Era verdad? ¡Pensé que te habías inventado ese cuento para justificar ante la galería tu presencia aquí!
—No, no me lo inventé, me llamó… Estaba terriblemente angustiado; las circunstancias que rodeaban el caso, por lo menos las que a mí me contó, no eran muy halagüeñas. En fin, le aconsejé que aguardara hasta que yo llegase para tomar decisiones, pero no me hizo caso. Te diré que en todo momento tuve la sensación de que se reservaba algún dato, pero no sé qué.
—¡Qué pena me da que tengamos que volver a vernos en estas circunstancias! —confesé, aunque no era del todo cierto.
Desde que me liberó de aquella injusta acusación por homicidio, siempre había soñado con llevar un caso con Iturri, compartir con él indicios e inquietudes, pertrechados ambos con un pequeño bloc de notas.
—Es cierto, el prontuario no es muy halagüeño.
—¡Tienes que contarme más de tu trabajo y de tu vida! ¿Estás contento en la Interpol, has encontrado ya una novia como Dios manda, sigues jugando a la pelota? Como ves, una semana en Pamplona no va a ser suficiente; tengo un sinfín de preguntas que formularte, pero…
—Siempre hay un pero, Lola, y, en este momento, el deber nos llama.
—Así es, y tiene mal aspecto, ¿verdad? Me refiero al caso, no a mi cara —pregunté, compungida.
—Lo tiene.
—Dime qué te ha contado Galbis.
—Que monseñor Cañarte fue a pagar el rescate exigido por la liberación del abad de Leyre, pero algo salió mal: ambos murieron y el secuestrador huyó sin recoger el botín; dinero y arte quedaron tirados en la ermita. Se sospecha que un coche abandonó velozmente la escena del crimen. Eso es todo lo que sé; según me ha dicho, no hay más pistas.
—Sí que las hay, aunque Galbis habrá olvidado mencionarlas. Un testigo vio al conductor de ese coche…
—¡Un testigo! ¡Estupendo!
—No ha podido ofrecernos muchos detalles, pero sí que quien iba al volante vestía el hábito benedictino: una sotana marrón, con una gran capucha ocultando su rostro.
—¡Vaya! —dijo por todo comentario.
—Y eso no es todo: dices que el arzobispo te llamó porque le llegó un dedo en un sobre. Pues bien, cuando examinamos el cadáver de monseñor Cañarte comprobamos que también le falta un dedo. Se lo cortaron mientras agonizaba y el asesino se lo llevó.
—Y tú temes que esto no acabe aquí… —masculló entre dientes.
—Es posible que se llevara el dedo para pedir un nuevo rescate, pero ¿a quién? Y, lo más importante, ¿por quién? ¡Cañarte está muerto! No puede pedir rescate por un cadáver. Es posible que estemos ante un psicópata coleccionista…
Iturri asintió, se levantó bruscamente y paseó por el pequeño oratorio. Cuando pasó ante el sagrario, junto al que ardía una pequeña lamparilla roja, no se inmutó. Me extrañó su actitud. Había supuesto que era católico. No tenía ningún dato que corroborara mi impresión, pero, habida cuenta de la religiosidad de las tierras navarras, siempre supuse que lo era. Recuerdo que tras constatar aquel detalle me prometí a mí misma averiguar más sobre él, ya que, a la vista estaba, ignoraba muchas cosas esenciales.
—Sí, Lola, este caso parece complejo.
—Y, para hacerlo todavía más emocionante, alguien (creo que la misma persona que ha cometido los crímenes) ha robado el Santísimo Sacramento del sagrario del monasterio de Leyre.
—¡Caray, otra vez!
Le miré extrañada:
—¿Cómo que otra vez? Que yo sepa sólo ha habido una vez…
—Quizá no te lo hayan contado, pero, junto al dedo, había una hostia. El arzobispo Cañarte creía que había sido consagrada, aunque nunca dijo nada acerca de la profanación de Leyre. Es más, apostaría a que la desconocía.
—Sí, tienes razón, son dos las profanaciones… —Comencé a considerar las posibles conexiones y, finalmente, añadí—: Parece plausible que la hostia enviada proceda del sagrario de Leyre, aunque podría estar equivocada. De lo que estoy segura es de que el olor a iglesia va desperdigándose por todas las esquinas de este caso. Profanaciones, curas, ermitas… ¡Dime que esto no tiene que ver con uno de esos rituales blasfemos que salen en las noticias!
—Me gustaría, Lola, pero tienes razón; no puede descartarse que se trate de alguna de esas locuras.
—¡Dios mío! ¿Y qué hacemos? —pregunté con candidez.
—No creo que ese aspecto cambie excesivamente las cosas. Rituales o no, son dos asesinatos y como tales deben procesarse: hay que ir despacio, meticulosamente, recabando toda la información posible, y tirando de todos los hilos que aparezcan en la investigación, vengan de donde vengan, empezando, naturalmente, por la pista más evidente.
—Leyre…
—Así es, el monasterio de Leyre.
—¡Llego ahora mismo de allí!
Se quedó mirándome un instante. Luego, sonrió abiertamente.
—¡Bravo, Lola! Siempre dije que tenías alma de detective.
—He aprendido del mejor —dije satisfecha, apretándole el brazo.
No era un cumplido gratuito. Juan Iturri figuraba en lugar de honor en el registro de policías ilustres que Navarra había ofrecido al mundo. La prueba más evidente era que la propia Interpol había venido a provincias para reclutarle. Detective de casta, meticuloso hasta hartar, capitaneaba la flor y nata del linaje detectivesco español porque conocía todos los trucos y métodos de la profesión, pero, sobre todo, porque poseía dos cualidades excepcionales: mejor olfato que cualquier perro sabueso y una paciencia que no desmerecía la de esas arañas que esperan flemáticamente a que sus presas cometan un ligero error y queden para siempre atrapadas en sus telas.
Estábamos en silencio, ambos ensimismados, cuando entró Galbis. No llamó a la puerta.
—Señoría, ha llegado don Lucas Andueza. Espera en la biblioteca. Los del laboratorio ya han terminado allí. Como siempre, mañana ofrecerán su informe por escrito, pero anticipan no haber encontrado nada interesante.
—Muy bien, enseguida vamos.
Galbis no se retiró. Por el contrario, se quedó allí delante, muy quieto, compungido. Me quedé mirándole extrañada.
—¿Algo más, agente?
—Me temo que sí, señoría —contestó devolviéndome una mirada insegura y retornando rápidamente al mutismo.
—Bueno, no se quede ahí, ¿de qué se trata?
El policía dedicó unos segundos a admirar la tarima de roble, pero finalmente respondió:
—No le va a gustar…
—Si he sobrevivido a dos cadáveres, Galbis, creo que podré soportar sus noticias. ¡Suéltelo ya!
—Vale; el inspector Álvarez acaba de personarse en el edificio.
—Esa frase no es tan difícil de pronunciar… —dije, intentando tranquilizarme.
—Lo está poniendo todo patas arriba. Ha despedido a la policía local con cajas destempladas. Me he permitido recordarle que era usted quien estaba al mando y me ha mandado a la mierda. Con perdón.
—Comprendo —dije.
Una oleada de rabia me subió a la garganta, pero me contuve.
—Además, la prensa ya ha olfateado la carnaza. Hay una periodista abajo haciendo preguntas; la acompaña un cámara. Éste ha grabado la discusión de Álvarez con los municipales. Si no se da usted prisa, me temo que el inspector terminará haciendo una declaración; ya sabe cómo le gusta chupar cámara…
Aunque le entendía perfectamente, no dejé que terminara; al fin y al cabo, siendo un estúpido, Álvarez era su superior y la autoridad tiene valor y precio.
—¿Vienes, Juan? —le pregunté, sin preocuparme por las formas.
No era momento para contemplaciones.
—Creo, señoría, que eso debe solucionarlo usted sola.
Me di cuenta de inmediato de que tenía razón; por ello, sin más preámbulos, abandoné la capilla y seguí a Galbis hasta la planta baja.
Vi a Álvarez al salir del ascensor. Estaba en pie en medio del claustro, mirando con sonrisa de satisfacción cómo la policía municipal se retiraba y la avezada periodista trataba de zafarse de las barreras para llegar hasta él. De inmediato, comprendí que debía mostrarme firme. Como estaba segura de que me traicionarían el rostro y las manos, procuré que, al menos, mi voz transmitiera mi posición y no el estado de mi ánimo. Incapaz de retener un pulso que se me aceleraba, tragué saliva.
—¡Álvarez! —llamé cuando estaba a tiro de piedra.
—Señoría —contestó volviéndose y mirando con desinterés cómo me acercaba hasta su posición. Sus finos labios habían perdido la ampulosa sonrisa.
—Tengo que hablar inmediatamente con usted —proclamé, mientras le dirigía una mirada gélida, la más dura que fui capaz de sostener.
Los allí presentes —agentes de la policía municipal y autonómica que aún no se habían retirado, algún miembro de la brigada de policía científica y, como Galbis había alertado, también la periodista— observaron el duelo en silencio.
No le vi pestañear, pero sí arquear las cejas, como pidiéndome explicaciones. Pese a que el día había llegado a su fin, llevaba puestas unas oscuras gafas de sol espejadas. El cristal, que me impidió ver sus fríos ojos grises, me permitió, no obstante, contemplar mi propio rostro. Mi cara airada parecía más real de lo que yo habría imaginado. Como no me contestó, me limité a mantenerle la mirada.
—A mí no me mire así, señoría —adujo, con ínfulas de inspector jefe, alardeando de poder y conocimientos. Como mi cara permaneció impasible, se inclinó hacia mí y musitó en tono socarrón—: Tiene que recordar que yo juego en el equipo de los buenos…
Volvió a arderme la sangre. Las mejores instituciones, cuando se corrompen, se convierten indefectiblemente en las peores. Un policía corrupto, violento o sádico es el peor de los corruptos, el más execrable entre los violentos, el peor de los sádicos.
—No sé si usted juega habitualmente en el equipo de los buenos o en el de los malos, inspector. Reconozco, sinceramente, que ese detalle me importa un comino. Lo que sé es que usted no juega en mi equipo… Le quiero fuera de aquí de inmediato. Abandone este lugar y déjenos trabajar… Gracias por su colaboración… —pronuncié envalentonada. Esta vez era mi sonrisa la que se pintó de cinismo—. Por cierto, inspector Álvarez, acabo de declarar el secreto sumarial —continué, mientras me alejaba—, si se le ocurre mentar siquiera un detalle de esta investigación, un solo hecho que haya escuchado, visto u oído, me encargaré personalmente de usted. Créame, no le gustará mi reacción si desobedece, se lo aseguro.
Cuando sintió el peso de mis palabras, se quitó las gafas con un gesto airado. Sus ojos aparecieron tan repulsivos como su boca. Sus rasgos, propios del ave rapaz que era, se afinaron hasta enmarcar la estructura de su calavera. Entonces, su orgullo estalló. Con una voz pastosa, tan densa que me pareció que se quedaba adherida a mi piel, bramó:
—¡Usted, usted es…! —Creí que empezaría a lanzar sus palabrotas, pero nuevamente pudo el orgullo y prorrumpió en risas—. ¡Sabe que no cuenta con nadie que tenga huevos suficientes para hacer el trabajo sucio! —respondió gallito—. ¡Un trabajo que será imprescindible para poder enterrar esos cadáveres donde deben estar: bajo tierra y olvidados! Ya ha visto a su querido Galbis y a los de su calaña: unos niñatos de mierda que caen desmayados al ver unas gotas de sangre.
Todos los espectadores seguían la escena como si contemplaran un partido de tenis. Veinte ojos se volvieron hacia mí.
—Buenas noches, inspector —fue mi contestación.
Al verse de nuevo despreciado, Álvarez sufrió el tercer ataque de orgullo, el más desagradable:
—¡Jueza de mierda! ¿Quién se cree que es? ¡A mí no me engaña, con esos aires de puta cara! Ya vendrá arrastrándose… Entonces yo seré el que la desprecie. Acaba de perder su pase para el cielo, su único pase —chilló.
Su voz destilaba odio mezclado con hiel.
—Daré parte de usted a sus superiores, inspector. Sepa que recomendaré que se le exija la entrega de la placa y de su arma reglamentaria. Y no se envanezca, Álvarez, nadie es imprescindible: el cuerpo dispone de grandes profesionales. Y este caso cuenta ya con el mejor.
—Sí —contestó Galbis, yéndose de la lengua—. ¡Ha llegado el inspector Iturri!
Sin mediar palabra, engullido por su traje claro recién planchado —sus trajes siempre parecían recién planchados—, se dirigió a la salida. En el momento de trasponer la puerta, me miró. Llevaba otra vez las gafas puestas, pero supe que acababa de ganarme un peligroso enemigo. En torno, los curiosos se resistían a marcharse. El joven agente que me había recibido al entrar comenzó a aplaudir. El ruido rompió el artificial mutismo. Algunos secundaron su gesto. Un miembro de la policía científica levantó una pequeña nevera, empleada por los forenses para conservar las pruebas biológicas, y empezó a agitarla en el aire. Hube de emplearme a fondo para cortar de raíz aquellas muestras de júbilo.