II

Volví al juzgado en el coche policial, maldiciendo mis estúpidas fobias. Si hubiera acudido en mi coche al lugar del atestado, ahora sería el forense, y no yo, quien sufriría el inconveniente. ¿Por qué me disgusta conducir, por qué ese irracional miedo a la carretera? Nunca he tenido un percance serio al volante. Es más, en la lista de mi aseguradora, figuro entre los clientes selectos, ésos que disfrutan de una bonificación del cuarenta por ciento en el importe de la factura por no haber dado nunca parte de una colisión. En las dos ocasiones, ambas de pequeña cuantía, en que me he visto obligada a llevar el coche al taller de chapa, otro ha sido el culpable. Sin embargo, cada vez que mis manos tocan un volante, recuerdo a mi padre, un gran tipo, que me dejó sola cuando más le necesitaba porque alguien adoraba los coches y la velocidad.

Ramiro, forense concienzudo donde los haya, había terminado el examen preliminar de los cadáveres, pero aún tenía que comprobar los puntos de potencial intercambio entre las víctimas y los sospechosos de primera hora, es decir, todos los que se hallaban cerca de los cuerpos. El rastreo de pólvora en las manos de Andrés, el cazador furtivo, o en el cuerpo del hurón, así como en las del curita de altos vuelos, bien podía haber sido realizado por la policía científica, cuyo furgón estaba aparcado a la entrada de la ermita desde hacía largo rato. Pero a Ramiro le gusta escuchar por sí mismo cómo los cuerpos narran sus secretos ocultos. Disculpándose con palabras y gestos, me informó que necesitaría al menos media hora más para concluir su investigación. Como yo no quería esperar tanto, compartí vehículo con el inspector de la policía judicial que se había personado en el lugar hacía aproximadamente una hora.

El inspector Álvarez nunca ha sido santo de mi devoción. Reconozco su competencia y su buen hacer, pero en mi opinión esas facetas son condición necesaria, pero no suficiente, en un policía. A mí, los agentes e inspectores me gustan con alma, quizá rota por el eco de la maldad humana, acaso amargada porque el éxodo hacia la buena vida es lento y tedioso, pero alma al fin. Si el inspector Álvarez nació dotado de algo parecido a un alma, desde luego la perdió por el camino o la tiene tan a resguardo que nunca la lleva a trabajar.

Con su piel cenicienta y sus ojos gris metálico, para Álvarez las miserias del mundo no representan otra cosa que un peldaño para ascender en una esperada brillante carrera. Por ello, mientras nosotros, a ritmo de abanico, tratamos de atemperar el sofoco que nos provoca observar las nuevas cicatrices que los delincuentes infringen a nuestro pequeño universo, él sonríe, con esos labios finos y bien perfilados. Ante cada nuevo caso, su cara se cincela más pétrea y sus venas se llenan de arena, frías, como siempre sus manos.

—Curioso caso —observó, mientras volvíamos a los juzgados.

—No estoy muy segura de que ése sea el adjetivo que mejor cuadre con lo que acabamos de ver, inspector. Horrible, execrable, atroz; intrigante, incluso… Cualquier cosa menos curioso —objeté con voz cortante.

—Intrigante, si así lo prefiere. En realidad, señoría, nosotros somos pacientes águilas que patrullan el techo del mundo, esperando que los ratones abandonen confiadamente su madriguera y delincan. Un caso como éste, sin móvil aparente, sin pruebas sólidas y con cierta dosis de morbo, y no lo digo tanto por las mutilaciones, como por las sotanas, alegran el día a cualquier investigador que se precie.

Me miraba mientras hablaba, íbamos en la parte trasera del vehículo, conducido por un joven policía que no abrió la boca. Asomándome a aquellos ojos, pude ver reflejados los sentimientos del ave de rapiña que era. Por ello, me mostré casi soberbia cuando contesté, cosa que no suelo hacer y mucho menos con la policía, que me ayuda extraordinariamente en mi trabajo y con la que colaboro amigablemente siempre que puedo.

—Inspector, usted no patrulla ningún cielo. Si lo hiciera, estaría en su mano evitar que algún ratón fuera dañado por otro de su especie, por la única razón de querer quitarle vida o hacienda. No obstante, usted no puede hacer nada de eso. Lo suyo, como lo mío, es contemplar los silencios que el dolor provoca, los estallidos que perforan los tímpanos del alma. Y, luego, llorar como ratones y, como ratones, correr hasta alcanzar a los compatriotas que han dejado nuevamente huérfano al mundo. Nosotros, desgraciadamente, no desandamos caminos. En el mejor de los casos, evitamos que otra víctima los atraviese. Ése es nuestro sino. Aunque, por lo que veo, no es su caso.

No me contestó, no hubo tiempo. Estábamos ya en la puerta principal de los juzgados y el joven agente abría la puerta del coche para facilitarme la salida. Me sonrió abiertamente. Parecía querer decirme que compartía mi punto de vista; acaso únicamente que a él tampoco le caía bien aquel inspector cuyos labios no estaban hechos para sonreír.

—Señoría —me dijo aún en la calle el inspector—, ¿cómo quiere que procedamos?

—Le avisaré enseguida, notificándole el orden de las investigaciones. Ahora tengo que dejarle, estoy citada para una reunión.

—Como quiera; andaré por aquí —dijo imperturbable.

Gorka no estaba en su puesto. Como esperaba, se había marchado a casa alegando que no se encontraba bien. Aunque lo intuía, comprobarlo me ocasionó una profunda molestia. Me asignarían otro secretario en cuanto fuera posible, pero tenía muchas cosas que hacer y Gorka conocía bien mi rutina y mis modos de proceder y me evitaba ordenar detalladamente las cosas. Con una leve insinuación, bastaba.

Estuve en mi despacho el tiempo suficiente para firmar dos documentos, llamar a mi marido pidiéndole que me trajera su móvil y tomarme una aspirina: la herida de la frente no sangraba, pero resultaba bastante molesta. Acto seguido, me fui en busca del presidente del Tribunal Superior de Justicia de Navarra, mi querido amigo Gabriel Uranga. Aunque fuera domingo, sabía que él estaría en su despacho adelantando asuntos pendientes; necesitaba su consejo.

El juez Uranga y yo nos conocemos desde los tiempos de la universidad. Compartimos cinco años de apuntes y amistad, que luego se incrementaron cuando me casé con Jaime, compañero de colegio y de farras de Gabriel.

Todo eso pertenecía al pasado, pero Uranga seguía siendo mi consejero particular y mi paño de lágrimas judiciales.

—Gabriel, ¿puedo pasar? ¿Tienes unos minutos para mí?

Uranga se sorprendió al verme. Por su reacción, me percaté de mi mal aspecto. Se quitó de inmediato las gafas, las dejó sobre uno de los montones de expedientes que decoraban su enorme mesa barroca y se levantó de un salto.

—¡Por Dios, Lola, qué te ha pasado! ¡No sabía que estabas herida!

—No es nada importante, un pequeño accidente de tráfico. Es muy aparatoso, pero sólo son unos puntos…

No quise darle más datos. En cuanto se enterara de lo ocurrido y mencionara mi velocidad de caracol, se reiría de mí.

—No quiero llevarte la contraria, pero tu cara va adquiriendo tonalidades muy diferentes al blanco.

—Te repito que no es nada grave, a diferencia de lo que vengo a contarte.

—Adelante, Lola, siéntate. Debo confesar que te esperaba. Las noticias viajan tan deprisa como la luz.

—De modo que ya lo sabes. ¿Te has dado cuenta de cómo me persigue el destino? ¡En esta ciudad no hay nunca asesinatos y, cuando hay uno, múltiple para más señas, tengo que estar de guardia!

—Afirmativo. Debes de haber sufrido una maldición: te tocan todos los marrones —exclamó, mientras con voz socarrona añadía—: Claro que también es posible que en el cielo se hayan enterado de tu condición de bilbaína e intuyan que puedes con esto y con mucho más.

—No te digo que no a lo de la maldición. Ser de Bilbao no me eximirá de enfrentarme al problema. ¿Te han puesto en antecedentes?

—Muy por encima, pero suficiente para darme cuenta de que es una suerte para este juzgado que vengas de donde vienes.

—Hablemos en serio, Gabriel: supongo que, a la vista de la magnitud de los hechos y la categoría de las personas implicadas, podremos encontrar alguna forma de inhibirme. No sé… En fin, algo se te ocurrirá, ¿no? —interrogué con una pizca de súplica en la voz.

—Durante tu servicio, debes incoar todas las actuaciones de las que tengas conocimiento y conocer los atestados instruidos por la policía judicial —recitó maquinalmente—. Es la ley… Poco más puedo decirte; te ha tocado, tienes que aguantarte.

—Gabriel, escúchame…

—Ni hablar —negó con vehemencia.

Noté un tono de reproche en sus palabras y me defendí.

—Gabriel, tú sabes mejor que nadie que no estoy preparada para llevar un caso como éste. ¡Por todos los santos, lo mío ha sido hasta ayer mismo la teoría!

—¿Qué quieres que te diga? Ahora eres juez de pleno derecho; tienes que respetar las normas. Yo no puedo hacer nada, y lo sabes.

—¡Pero Gabriel, se trata de un doble homicidio! ¡Nada menos que un arzobispo y un abad! Dinero, antigüedades robadas, mutilaciones… ¡Ayúdame a buscar la forma de…!

—¡Bienvenida a la primera división, juez MacHor! Y ahora —cortó de raíz mis quejas, por otro lado inútiles—, haz el favor de ponerme al día detenidamente. No sabía nada de un abad; sólo me habían informado de la aparición del cuerpo de don Blas de Cañarte, con dos tiros de escopeta disparados a bocajarro, y de la existencia de otro cadáver. Lo he sentido vivamente, tenía al arzobispo por una gran persona, amén de un sabio pastor.

—Yo no le conocía; no puedo opinar sobre ese extremo. Lo que sí puedo decirte es que, según parece, el segundo fallecido puede ser el abad del monasterio de San Salvador de Leyre.

Uranga se levantó de un salto y medio chillando exclamó:

—¡El abad de Leyre! ¡Santo Dios! Pero ¿de qué va esto? ¿Se trata de un asesinato ritual, o de algo por el estilo? ¡El ordinario de la diócesis y el abad de Leyre, las dos cabezas más importantes de la Iglesia local!

—No sabemos nada aún —confesé, mientras mi mente procesaba la información que Uranga acababa de proporcionarme.

—¿Hay algún testigo o alguna pista fiable?

—Junto a los cadáveres, se encontraba un cura joven, Lucas Andueza, el secretario personal del arzobispo. Estaba muy nervioso y han tenido que suministrarle un tranquilizante. Le volveré a interrogar esta tarde, pero por lo que nos ha dicho, los cadáveres son el resultado de un secuestro fallido.

—¿Un secuestro? ¡Qué historia más extraña! ¿Y quién es el secuestrado?

—La víctima era el abad y el rescate había sido pedido al arzobispo.

—Y naturalmente la Iglesia no soltó ni un duro… —musitó.

No supe en aquel momento y, en realidad, lo ignoro todavía, qué quería decir con «naturalmente», pero no dije nada.

—Todo lo contrario: junto al cadáver del prelado ha aparecido una gran cantidad de dinero. Lo ha recogido la policía judicial. Aunque no lo han contado aún detenidamente, Galbis afirma que supera con creces los 150.000 euros.

—¡Una buena cantidad! Y, no obstante, no se lo llevaron.

—Así es, por eso digo que es posible que estemos ante un secuestro frustrado. Un lugareño afirma haber visto salir de las inmediaciones un coche, conducido velozmente; es probable que el secuestrador se viera sorprendido por algo o alguien y huyera sin detenerse a recoger el botín. Es posible pero improbable, sin embargo…

—¿Sin embargo?

—Sin embargo, me temo que también podría tratarse de la primera escena de una obra mucho mayor. El cura secretario nos ha dicho que les mandaron un dedo del abad como prenda.

—¡Qué bestias! —exclamó Uranga.

—Sí, es una crueldad, pero no es la única. Se da la circunstancia de que también el cadáver del arzobispo tiene nueve dedos, y no precisamente a consecuencia de la metralla. Según Ramiro Sega, el hueco no es fruto de la onda expansiva de uno de los disparos; alguien expresa y conscientemente se lo cortó…

—¿El secuestrador ha tenido tiempo suficiente para amputarle un dedo al arzobispo, pero no para llevarse el botín? ¡Qué extraño!

—Lo es.

Llamaron a la puerta. Gabriel Uranga se disculpó, pero quien llamaba no le buscaba a él sino a mí. El nuevo secretario judicial que me había sido asignado venía a informarme que habían encontrado un coche del monasterio de San Salvador de Leyre, cerca del pantano de Yesa, localidad próxima al cenobio benedictino. El vehículo estaba abierto y no mostraba signos de violencia, a excepción de un pequeño rastro de sangre. Quería saber si se debía notificar su hallazgo a los monjes. Contesté que no, era mejor que primero lo estudiara la policía científica.

—¿Algo más? —inquirí, rogando para que fuera todo.

—Sí, señoría; hay algo más. Ha llamado el agente Galbis. Dice que uno de los pastores de la hacienda próxima al lugar de autos, vio pasar un automóvil. No puede precisar modelo ni marca, pero señala que era grande y circulaba muy deprisa. Coincide con las horas fijadas para los disparos. El pastor pudo ver quién lo conducía.

—¡Eso es magnífico! ¿Puede hacerse un retrato robot? —respondí alborozada.

—Me temo que no, doña Lola; lo que dice es que la persona que conducía vestía un hábito marrón que le tapaba los brazos e iba cubierto con una enorme capucha.

—¡Hábito marrón, capucha! ¿Quiere decir…?

—Sí, el pastor afirma que era un fraile o, al menos, vestía como tal.

—Gracias… —contesté, sin saber qué decir.

Hubiera maldecido de no estar en un juzgado y acompañada por el presidente del Tribunal Superior de Justicia.

Ya solos, volví a interpelar a Uranga. Su rostro denotaba su preocupación. No obstante, no cambió de opinión. Me quejé:

—Gabriel, hazme caso, por favor. Como ves, cada minuto que pasa incrementa la complejidad del caso. Puede que el hecho de que las víctimas pertenezcan al núcleo de la Iglesia no sea circunstancial; es posible que los asesinos vivan en su seno. Te aseguro que se necesita otro tipo de persona para llevar el caso adelante. ¡Busquemos la forma de inhibirme! Ya sé que la ley dice que me toca hacerlo a mí, pero no estoy capacitada. Además, soy mujer, ya conoces que los estamentos eclesiásticos no nos ven…

—¿Y eso qué importa? La justicia carece de género. ¿Qué pasos vas a dar, Lola? —dijo, llegándose hasta mí y cogiéndome por los hombros con cariño.

Gabriel es mucho más alto que yo y me topé directamente con su barriga: aún disimulada por su traje gris de raya diplomática, se mostraba como una sublime curva.

—De momento —confesé, algo más segura—, voy a tomarme un café y un cruasán. Luego, pensaba ir al Palacio episcopal, para ver in situ la nota de rescate. Mientras tanto, espero tener ya la identificación del cadáver. Criminología recogió el dedo en el arzobispado. Cuando ellos me lo confirmen, llamaré a Leyre para darles la noticia. Estoy pensando que, a la vista de los nuevos datos, quizá sea mejor ir en persona.

—¿De qué ha muerto el abad, lo sabes?

—Ramiro no está seguro, debemos esperar la autopsia. Lo que sí puedo decirte es que le han rasgado el hábito, de arriba abajo. Y lo mismo han hecho con la camisa del obispo.

—¿Rasgadas las vestiduras? ¿Como los judíos? —preguntó Gabriel intrigado.

—Así es —respondí.

A mi mente voló, nítida, la imagen del grueso estómago del arzobispo escapándose por el hueco artificial de la camisa negra.

Tras oír de labios de Ramiro que tenían los hábitos rasgados de arriba abajo, había ido a comprobarlo. No había dicho nada a nadie, pero ése era uno de los detalles que me provocaba más agitación. Desde mi punto de vista, tocar las ropas de las víctimas es un ejercicio gratuito de poder que manifiesta el orgullo del asesino que se cree con derecho sobre la memoria de los muertos.

—En la tradición rabínica —me explicaba Uranga—, rasgar las vestiduras es expresar indignación, ira santa, e incluso dolor. Normalmente, el acto manifiesta una gran perturbación interior, pero también puede ser un gesto puramente externo. La diferencia entre lo que me cuentas que ha ocurrido en la ermita y la tradición judía es que, en ésta, es el propio sujeto quien rasga sus vestiduras; mientras que, en nuestro caso, parece haber sido otro quien ha desgarrado las vestes de los clérigos, aunque quizás el mensaje era el mismo, indignación. ¡Jesús, y todo un domingo y en Pamplona! ¡Me apunto al café! —Se echó a reír y, con ese tono tan franco que le caracterizaba, añadió—: ¡Y naturalmente, también al bollo!

Dejé que Gabriel escogiera el sitio. Me llevó a un estrecho local, luminoso e impecablemente limpio, a dos manzanas del juzgado. No era la cafetería frecuentada por la gente del gremio, sino una más pequeña, cuya actividad principal era la venta de pan, aunque también servía pequeñas consumiciones. En el fondo del establecimiento, tras los estantes repletos de hogazas romanas y barras humeantes, habían colocado dos diminutas mesas camillas, adornadas por unas alegres faldas de flores en tonos amarillos y azules.

Los plácidos olores a canela y limón despertaron mi apetito, y no fui la única: Uranga adora los dulces. Nos sirvió una dama entrada en años, de sincera sonrisa y un moño a la antigua usanza, que conocía a Uranga a la perfección. Era la dueña del establecimiento.

—¡Señor juez, qué alegría verle por aquí! ¡Hacía días que no venía! ¿Quiere que le prepare un café con nata y unos buñuelos?

—¡Calle, calle, Emilia, que si le oye mi mujer me mata! Me ha puesto a régimen, por eso he faltado… Pero creo que hoy me lo saltaré y probaré uno de sus buñuelos. El café solo y con sacarina, como siempre. Por cierto, Emilia —dijo extendiendo su brazo en mi dirección—, como ve, vengo acompañado: le presento a la juez MacHor. Seguro que ella prueba su café con nata… y una vez lo haga, será cliente habitual de su local. ¡Es de las mías, de las que aprecian un buen dulce! Y añada, si es tan amable, un par de aspirinas.

Tomé el café con nata y también probé sus buñuelos. Normalmente, esa voracidad me provoca un cargo de conciencia que me hace lamentar durante semanas mi falta de voluntad; sin embargo, ese domingo me olvidé de las calorías. Los buñuelos, rellenos de crema, estaban calientes y esponjosos; el café era delicioso. De hecho, si visito en contadas ocasiones el local es porque su bollería es extraordinaria y me rindo ante la tentación.

—Gabriel, si no queda más remedio, llevaré la instrucción. Aunque, me aterra, al mismo tiempo, me atrae el reto. Pero…

Me detuve en seco.

Quizá pensara que Uranga se anticiparía a mis palabras y adivinaría mis pensamientos, pero no fue así.

—¿Pero qué? ¡Mujer, qué melindrosa eres!

—Sí, tienes razón. Lo siento. Tengo que contarte que me encuentro con un serio problema de procedimiento…

—¡Desembucha ya, me estás poniendo nervioso!

—Vale, mi problema es el inspector Álvarez.

—Entiendo.

—¿De veras lo entiendes? —pregunté extrañada.

—Sí, no eres la única que lo tiene —dijo, confirmando mis sospechas y alegrándome la tarde.

—Gabriel, si tengo que instruir un caso así, me gustaría poder elegir al inspector a cargo.

—Veré qué puedo hacer. ¿Alguna preferencia?

—No, salvo que no quiero a Álvarez. Ramiro y yo recordábamos antes viejos tiempos. ¡Si estuviera aquí Iturri, otro gallo cantaría!

—Desde luego, sería estupendo. Pero las cosas son como son.

Habíamos llegado a la puerta de su despacho y decidí marcharme de inmediato. Ya le había robado suficiente tiempo.

—Suerte, Lola; mantenme informado. Llámame al móvil.

—¡El móvil! Se me ha… perdido en el accidente… Espero que Jaime me haya traído ya el suyo. Si necesitas localizarme, llámame a su número, ¿de acuerdo?

—Vale, lo haré. Y si me permites una sugerencia, deja para más adelante tu visita al palacio arzobispal. Envía allí a Galbis o a otro agente a recoger esas pruebas. El monasterio de Leyre parece, a primera vista, más importante. Persónate antes de que ellos se enteren de lo que ha pasado; les llevas ventaja. ¡Y ponte un poco de hielo en esa herida, va cambiando peligrosamente de color!

—Gracias por el consejo, por el primero de ellos: no se me había ocurrido. Iré a Leyre en primer lugar. Habré de darme prisa, si no se me echará la noche encima.

—Que te lleven, Lola, es mejor. ¡Todos conocemos tu excesivo apego al acelerador!

—¡Muy gracioso! —contesté.

Sonreía abiertamente. Con Gabriel, todo el mundo lo hace.