El domingo 13 de junio se presentó en mi puerta con una claridad sin misterio. Vestía traje de rigurosa primavera, lo cual en Navarra, aunque toque, constituye toda una rareza. Parecía avergonzado, pero yo lo vi hermoso porque el único rasgo de aquel día que me importaba era el tamaño de su sol.
Naturalmente, no esperaba paz; ni el aburrimiento ni la quietud se cuentan entre las expectativas de un juez de guardia; pero, por aquel entonces, creía que cuando el sol penetraba ardorosamente al día, procreaban una jornada sin delitos graves.
He cambiado de opinión; la hipótesis de que una meteorología favorable contribuye a vaciar cualquier servicio de urgencias, incluyendo los juzgados, no es más que una estúpida hipótesis. Me faltaba mucho que aprender todavía.
Era domingo, un buen domingo, ¿quién querría pasarse un soleado día festivo hormigueando por los pasillos de una Audiencia, pudiendo pasear, leer bajo la intensa luz, darse un chapuzón, o hacer una excursión a algún bonito paraje?
Aquel día salí canturreando de casa, pensando que me esperaba una jornada tranquila. Era, me temo, la posibilidad de tener que instruir una causa por homicidio o asesinato lo que a mí me aterraba.
Por descontado que conocía la teoría al uso. Me había enfrentado a ella como abogada, tras la barrera, pero nunca puesto delante de un crimen en calidad de juez. Eso significa que no había olido a podrido, ni contemplado la fea costumbre de las moscas de posarse en los ojos de los muertos. Pero, sobre todo, indicaba que había logrado amagar eficazmente la verdadera identidad de un crimen: la sangre, ese jugo rojo oscuro (mucho más oscuro que rojo) que se vuelve pavorosamente espeso pasados unos instantes; ese líquido que, como el alma, pierde de inmediato la alegría grana para coagularse pintado de un taciturno color castaña. Nunca como abogada había estado más cerca que cuando las había leído en un informe pericial. Pero de leer a ver hay un buen trecho; y de ver a instruir, otro mucho mayor; un trecho que te impide mirar sólo de soslayo esos guantes de látex indecorosamente asépticos de los médicos forenses, que tienen la fea costumbre de tirar en cualquier papelera de la zona.
—¿Tendré que instruir asesinatos? —fue la primera pregunta que formulé cuando me incorporé al juzgado.
—Es bastante improbable, aunque uno nunca está totalmente exento de esa posibilidad.
Ésa fue la tajante y racional contestación del magistrado jefe de la sala, que justificó su aseveración con idénticos argumentos a los que yo habría empleado de estar en su posición.
—Verás, Lola, Pamplona es una comunidad pequeña y tradicional. Ciertamente aquí se perpetran delitos menores y menudean los ataques contra la sagrada ley de la propiedad; existen peleas, malos tratos, violaciones que acaban en nuestras manos, pero en los últimos cinco años sólo hemos instruido dos casos por asesinato: el primero, un ajuste de cuentas, entre extranjeros; el otro, ejecutado por un perturbado mental en avanzado estado de embriaguez, fue fruto de un accidente: el tipo se escapó del psiquiátrico. Así pues, si es por probabilidades, yo diría que no te tocará instruir ni homicidios ni asesinatos.
Hay que reconocer que sus consideraciones eran lógicas. En medio de la tortuosa realidad de las ciudades grandes, Pamplona encarnaba la tranquila vulgaridad de lo ordinario. Pero que se asentaran en la estricta estadística no aumentaban mis certezas ni reducían mis temores. De hecho, ¿quién iba a prever lo que aconteció? ¿Quién iba a imaginar que una pequeña perturbación cósmica produciría una variación infinitesimal que acabaría en el caos? (Supongo que así lo explicaría el bueno del hermano Chocarro).
Ajena a aquellos razonamientos matemáticos, viendo cómo el sol viril invadía mi dormitorio, creí a pies juntillas que en un día como aquél y en una ciudad como aquélla resultaba altamente improbable que se cometiera un crimen. Convencida, me enfundé mi traje de chaqueta azulón y cogí el coche, no sin antes revisar cuidadosamente los bajos del automóvil (es una de las desgraciadas rutinas que he debido incorporar a mi vida desde que ejerzo como juez). Dejé a Jaime y a los niños profundamente dormidos y me dirigí a mi despacho.
Vivo en una urbanización que dista algunos kilómetros del juzgado. La capital es sólo accesible por una angosta carretera que surcan habitualmente variopintos peregrinos compostelanos. Recuerdo que aquella mañana había más que de ordinario: junio es un buen mes para El Camino. Me crucé con un nutrido grupo que marchaba en fila india, con enormes bultos a su espalda. Me saludaron al pasar, moviendo levemente la mano, como es costumbre. Respondí con una sonrisa; es parte de la magia de El Camino. Pero la tranquilidad de lo cotidiano pronto desapareció. Empecé llegando tarde a mi turno de guardia.
Odio que me llamen la atención, pero más aborrezco llamármela a mí misma, por eso salí con tiempo suficiente, pero no contaba con el factor sorpresa. Cuando iba a ingresar en la estrecha carretera, un ciclista me tomó la delantera. Subido en su montura de acero, iba dando tumbos, cimbreando, cambiando permanentemente de posición, lo que me impedía adelantarle con garantías. Tenía tiempo de sobra, así que decidí permanecer detrás de él, guardando una distancia prudencial, hasta que la carretera se ampliara, dos kilómetros después. El coche que me seguía, un amago de deportivo negro, adornado con salientes alerones y luces de belén, no tuvo tanta paciencia. Me abucheó con su claxon, sin que yo le prestara ninguna atención. Así pues, regando de música bacalao la carretera, inició la maniobra de adelantamiento. Cuando se percató de que había una bicicleta en la carretera, ya era demasiado tarde.
De poco sirvieron el casco colorido y las ropas reflectantes: el chiquillo salió malparado del enfrentamiento. Pese a que, tratando de evitar la colisión, choqué contra un árbol, el airbag de mi coche no se abrió; el del deportivo negro, sí lo hizo. Corría un hilillo de sangre por mi cara cuando salí del coche. Me tapé con un pañuelo la herida abierta y me acerqué al joven que yacía en el borde del camino, junto a su desmembrada montura. Lloraba y se quejaba de dolor en el pecho. Le rogué encarecidamente que no se moviera, volví a mi coche y busqué el móvil. Telefoneé desde allí a una ambulancia. Luego, llamé al juzgado y avisé de mi obligada tardanza. Mientras, al pie de mi vehículo, explicaba los hechos al secretario judicial y aprovechaba para decirle que, ya que estaba allí, esperaría a la policía, el culpable del accidente consiguió liberarse del abrazo de su airbag y salir del vehículo.
Era un hombre de escasa estatura, pero muy corpulento. Vestía un mono azul de faena, lleno de pegatinas y grasa acumulada. Sin miramientos, seguí sus pasos con la vista, tomando nota mental de su comportamiento. Ajeno a mi mirada y sin preocuparse lo más mínimo por los llantos del chiquillo, examinó detenidamente las múltiples abolladuras de su bólido de estreno. Tras calibrar, entre blasfemias, los daños, se acercó furibundo hacia mí.
—¡Estúpida imbécil! —chilló. Venía haciéndolo desde lejos, cogiendo carrerilla—. ¡Me has jodido la pintura y los faros antiniebla! ¿Es que no te puedes quedar fregando platos, caracol de mierda? ¡Y el de la bici se entera!
No repliqué, pero reconozco que sonreí. Era la primera vez que recibía de primera mano los datos de un caso. Normalmente, cuando el juez llega a la escena del delito ha de conformarse con ver entornos tan mancillados como el cuerpo de una prostituta. Esta vez, sin embargo, había presenciado los hechos en directo e iba a disfrutar ofreciendo mi testimonio.
Aquel despreciable ser, con su desmesurado estómago prisionero en aquel aceitoso mono azul, interpretó correctamente mi sonrisa, porque al llegar a mi altura echó el brazo hacia atrás y, aprovechando el impulso, me propinó una impresionante bofetada. Instintivamente, levanté el brazo intentando frenar el golpe con el codo. Sin embargo, me alcanzó, haciendo que todo mi cuerpo se tambaleara. A causa del bofetón, mi móvil saltó por los aires. Nunca lo recuperé. Supongo que alguno de los muchos espectadores que poco a poco se sumaron a la fiesta se lo llevó como recuerdo.
Cuando me recobre del susto, aún con la voz temblorosa y manteniendo en alto el brazo como improvisado escudo, le dije, con toda la seriedad de la que fui capaz:
—Sepa usted que acaba de abofetear a una juez en ejercicio. Tenga por cierto que me encargaré personalmente de que responda ante la justicia por esto y por aquello —dije señalando al ciclista caído—. Voy a prestar testimonio. Estoy segura de que la policía va a quedarse con su Ferrari y su carné una buena temporada. Ya está avisada y en camino, le tomará datos y huellas, y le pedirán la documentación del vehículo. Espero, por su bien, que todo esté en regla.
No respondió. Me miró con cara de sorpresa y, por un momento, pareció perder completamente su fuerza; luego, salió corriendo. Los agentes tardaron seis días en localizarle. Lo hicieron en Toledo, en el domicilio de un primo segundo. Tenía abundantes antecedentes por comportamiento violento.
La ambulancia tardó pocos minutos en llegar. Pese a los gestos de dolor y a los sollozos incontrolados del ciclista, los sanitarios confirmaron que sus heridas, como yo esperaba, no revestían gravedad. A mí me bastaron cuatro puntos de sutura en la frente que me los dieron allí, dentro de la ambulancia. Uno de los enfermeros tapó la seda con un exagerado apósito, del que me desprendí al abandonar la escena del accidente. La marca de la bofetada fue cambiando de color con el tiempo.
Los trámites del atropello y de la fuga me ocuparon más de una hora, tiempo durante el cual el secretario judicial llamó insistentemente a mi teléfono portátil, sin que su nuevo propietario se dignara contestar. Por ello, cuando flanqueé la puerta de doble hoja de los juzgados, encontré a mi ayudante aquejado de un ataque de histeria, atendido por Ramiro Sega, médico jefe del departamento forense. Este último, buen conocedor del percal, se había apresurado a administrarle un fármaco tranquilizante.
—¡Juez MacHor! ¡Por Dios que va a lograr que me dé un infarto! ¿Es que lo hace a propósito? ¿Dónde tiene usted el móvil, por qué no contesta? —Entonces se fijó en las marcas de mi frente—. ¡Señoría, ¿qué le ha pasado en la cara?! ¡Tiene sangre en la frente! ¡Por favor, todo a la vez, no! —contestó respirando profundamente.
—No te preocupes, Gorka —traté de tranquilizarle, aunque sabía que nada de lo que dijera impediría que el secretario pidiera una nueva y larga baja por estrés laboral—. He sido víctima de una agresión, pero como ves, se trata de una herida de escasa consideración. Durante el altercado, me han robado; primero el móvil; más tarde, el bolso. Por ese motivo no contestaba. Y a ti, ¿qué te ha pasado? —continué cándidamente.
Al escuchar la pregunta explotó. Fue un estallido descontrolado, ajeno a toda lógica. La información salió mezclada con sus miedos y reproches hacia mi gestión (incluyendo que no le permitiera llamarme jueza, que era el vocablo mucho más progresista que juez, y que me negara a llevar escolta, pese a estar, como el resto de los jueces y magistrados de Pamplona, amenazada de muerte por el mero hecho de hacer nuestro trabajo). No comprendí la mayor parte de lo que decía: frases enrevesadas con voz pastosa y farfullera, probablemente por los medicamentos, pero capté al vuelo dos palabras que me dejaron petrificada.
Es sorprendente cómo dos simples palabras, apenas un puñado de letras, logran cambiar tan rápidamente el futuro, y convierten un día de luz y regocijo en un completo fiasco. Cuando le oí pronunciarlas, el mundo se agitó bajo mis pies.
Asesinato, sotana… ¡No era posible; aquello debía de ser una broma, una mala pasada del destino cósmico! Enseguida sonaría el despertador y me despertaría. Pero ni aquél sonó ni yo desperté. Pasados unos instantes, fui consciente de que tenía ante mí la instrucción de un caso que, por intrincado, no se había atrevido a asomar ni en mis peores pesadillas.
Había ensayado aquella situación muchas veces. Sabía qué debía hacer en cada momento, pero nada de lo que había previsto acontecía como yo imaginaba. De momento, lejos de ayudarme, tenía a mi secretario tumbado en el sofá de cuero de mi despacho, con sus largos pies apoyados sobre uno de los brazos, gimoteando desconsoladamente; y al forense, con cara de circunstancias, fumándose un cigarro y llenando de ceniza la alfombra.
—Bien —concedí—. Iré de inmediato.
—Juez MacHor, ha de hacerme caso: necesita protección. ¡Fíjese lo que ha pasado! —alegó Gorka, que llevaba semanas empeñado en convencerme de que aceptara el servicio de guardaespaldas que me ofrecía el juzgado. Yo me había negado de plano.
—Gorka, este asesinato no tiene nada que ver conmigo. A primera vista, no parece tratarse de un asunto de terrorismo.
—¡Ah, de momento no, señoría, pero la Iglesia está involucrada! Eso eleva considerablemente el riesgo de conspiración.
—¿La Iglesia? —pregunté extrañada—. De momento, por lo que le he entendido han matado a un sacerdote. De ahí a que la Iglesia como institución esté implicada en algún asunto turbio hay un largo trecho.
—Ya sabe, señoría, que la Iglesia suele resolver internamente sus pequeños conflictos; los juzgados rara vez disfrutamos de su compañía. Si están aquí, es que hay problemas graves. ¡Muy graves! Y esta vez, hay sangre ¡El arzobispo!
—¿Cómo, el arzobispo? ¡Habías dicho un cura!
—¿Es que acaso no lo es? Además, el arzobispo no es ni más ni menos que un ciudadano corriente.
—No, Gorka, el arzobispo no es un ciudadano como cualquier otro. Representa a muchas personas: miles, cientos de miles. ¿Hablarías del mismo modo si hubiera sido un senador?
—El senador representa al Estado, mientras que ese otro no lo hace. Que yo sepa, España se autodefinió voluntariamente aconfesional: artículo 16.3 del texto constitucional.
—De acuerdo, en eso tienes razón. España es un régimen aconfesional, pero no laico. La mayoría de los españoles, de una u otra manera, tiene lazos con la religión católica y una buena proporción la practica. Y la democracia es un régimen de mayorías. Déjame, además, que te pregunte algo: ¿te habrías expresado de igual forma si se hubiera personado en este juzgado Dani Pedrosa? —repliqué, conociendo su enfermiza afición por las motos.
—Touché! —respondió, tapándose la frente con el brazo en gesto teatral.
En ningún momento, había hecho ademán de incorporarse.
—Gorka, tus prejuicios te hacen perder objetividad. Si no te distancias de ellos, incurrirás en errores como el que acabas de cometer. Ahora debo marcharme…
—¿Llamo a un escolta? —insistió.
—No, el forense y yo nos arreglamos, ¿verdad, Ramiro?
—Verdad —contestó éste—, creo que la juez y yo seremos capaces de enfrentarnos con la Iglesia entera —concluyó guiñando el ojo al secretario judicial, que continuó tendido mientras abandonábamos el despacho.
Aunque no sabía cómo respondería ante el reto, conocía de sobra el protocolo. El forense y yo debíamos presentarnos de inmediato en el lugar de los hechos. En los primeros momentos, la presencia del juez instructor no resulta tan vital como la de los equipos forenses, que no pueden perder un momento: cuanto más tardan en llegar, más contaminada encuentran la escena del crimen. Pero ir con él me ofrecía la posibilidad de su experiencia. No hubo necesidad de negociaciones previas; tácitamente nos pusimos de acuerdo y nos dirigimos hacia el aparcamiento.
—¿Dónde ha sido, Ramiro? —pregunté sin detenerme, íbamos casi a la carrera—, no he entendido la mitad de las palabras de Gorka.
—No me extraña, le he inyectado un tranquilizante bastante potente. Conociéndole, le he puesto una dosis de caballo: ¡estaba histérico! Pero no te inquietes, yo tengo todos los datos. Los dos cadáveres se han encontrado en una ermita aislada, en las afueras de la localidad de Mendigorría. Un bonito emplazamiento; bastante cerca de Pamplona, ¿lo conoces?
—No, no me suena —confesé.
¿Qué me importaba en aquellos momentos la belleza del lugar?
—Se puede ir por una carretera secundaria, menos transitada, pero la autovía suele tener un tráfico ligero; en quince o veinte minutos estamos allí.
—Como prefieras, pero tendrás que guiarme. Ya sabes que me pierdo con facilidad.
—¿Quieres que conduzca yo? —se ofreció—. Estás muy pálida.
—¡Por favor! —dije, verdaderamente agradecida. Ramiro sabe que odio conducir—. Así tendré ocasión de recuperarme de los sustos matutinos. Y si me prestas tu móvil, llamaré al banco para que anulen las tarjetas de crédito. ¿Puedes hablar mientras conduces? Necesito que me pongas al día, que me orientes. Éste es mi primer… En fin…
Ramiro se detuvo en seco y me sujetó del brazo. Sus ojos marrones se clavaron en mí. Iba, como siempre, perfectamente engominado; aun así, antes de hablar, se atusó los cabellos.
—Escúchame, Lola: para todo hay una primera vez. No debes preocuparte más de lo necesario, sólo has de emplear el sentido común.
Fruncí el gesto, y con humildad contesté:
—Dicen que el sentido común es el menos común de todos los sentidos. Pero, aun así, lo intentaré.
—De acuerdo. Sólo un consejo más: antes de vomitar, abandona la escena del crimen.
La frase me dejó helada. Una extraña inseguridad se apoderó de mí.
—Espero recordar eso también —logré contestar.
Al llegar al aparcamiento hice ademán de dirigirme hacia mi coche. Pero Ricardo no me lo permitió.
—Yo conduzco, Lola, y si no te importa, prefiero que vayamos en el mío. En mi opinión, el automóvil es como la mujer, intransferible.
El Volvo de Ramiro desprendía un fuerte olor a tabaco. De hecho, el cenicero estaba atestado de colillas; algunas incluso se habían caído sobre las cintas de música clásica que al forense tanto gustaba escuchar. Enseguida se excusó, recogió la mayor parte de las colillas caídas por la alfombrilla y salió del coche en busca de la papelera más cercana.
Aunque volvió con el cenicero limpio, el olor persistió. Ramiro, acostumbrado a respirar aquel ambiente, no pareció darse cuenta; a mí no me ocurrió lo mismo. Por ello, alegando que me vendría bien tomar el aire, bajé la ventanilla. En realidad, el tabaco no tuvo toda la culpa. Desde que la noticia de los crímenes llegó a mis oídos, la náusea rondaba mi estómago; sus Ducados sólo acrecentaron la sensación. Me concentré en el paisaje para olvidar la inestabilidad de mi cuerpo.
Bordeando el límite de velocidad, la ciudad desapareció de nuestra vista, los edificios grises fueron suplantados por los campos ocres recién segados. Ante nuestros ojos, iba extendiéndose un bello mar de tierra arada. De vez en cuando, a modo de islas tropicales, emergían pequeños grupos de árboles intensamente verdes, empeñados en ofrecer sombra.
No habían pasado cinco minutos, cuando Ramiro me preguntó con voz suplicante:
—Lola, ¿te importa que fume?
Acabábamos de tomar la autovía en dirección a Logroño. Con la velocidad, el frescor de la mañana tardía y el brillo del diáfano cielo entraban por la ventanilla.
—Estás en tu casa —declaré reacia.
—Si te molesta, espero a que lleguemos —dijo, creo que sinceramente.
—Si he de ser sincera, tengo que decir que ese olor no es de mi agrado, pero, como he sido fumadora empedernida durante años, no tengo estómago para decirte que no. Fuma, te calmará los nervios.
—Gracias, Lola, la verdad es que estoy tranquilo, pero la nicotina me ayuda a pensar.
El humo gris llenó el habitáculo enseguida. Pese al estado de la ventanilla, lo percibí de inmediato. Sonreí. Llevaba ya tres años sin fumar, y aún me sorprendía haber tenido fuerza de voluntad para dejar tan estúpido vicio. Sin embargo, por un instante, sólo por un instante, estuve tentada de coger aquel paquete, robar un pitillo y encenderlo. No lo hice. Esperé a que terminara de prender el cigarro y luego pregunté.
—Muy bien, cuéntame qué ha pasado y no me ahorres los detalles escabrosos. Prefiero oírtelos a ti que a los agentes.
—Bien, te pongo en antecedentes. A eso de las nueve, nos ha alertado la policía local. Un vecino mañanero iba de paseo y ha encontrado la ermita abierta, las puertas de par en par. Se trata de una pequeña construcción situada en lo alto del pueblo, fuera del núcleo urbano, como a cuatro o cinco kilómetros de distancia. Normalmente está cerrada, pero no en esta ocasión. Extrañado, el hombre ha entrado y se ha encontrado con dos cadáveres: uno en el suelo, entre los bancos; otro, bajo el altar. El paisano se ha asustado mucho y ha bajado todo lo rápido que ha podido hasta el pueblo para avisar. Ha localizado en su casa al jefe de la policía municipal. Éste, a su vez, ha llamado a alguien, puede que fuera el alcalde, no lo recuerdo bien, que ha terminado por llamarnos a nosotros. Entre los muchos que han acudido allí, el farmacéutico ha reconocido al arzobispo de Pamplona con el que, al parecer, el pueblo mantenía algún tipo de relación. El otro cadáver está aún sin identificar. Le habían descerrajado dos tiros con una escopeta de caza, pero el arzobispo estaba aún vivo cuando el paisano le encontró. No obstante, murió enseguida, sin que el médico del pueblo pudiera hacer nada por él. Desconozco si hizo alguna declaración antes de morir.
—¿El otro individuo también ha muerto por arma de fuego? —investigué.
—No lo sé, Lola, pero me han dicho que parece un cristo.
—¿Y eso qué significa? —musité, tragando saliva.
—¡Vaya uno a saber! Quizá quisieran decir que su cuerpo presentaba muchas heridas o que estaba desnudo; quizá sugiriesen un modo de morir: el propio de un crucificado.
—¡Hombre, eso no, Ramiro, que estamos en el siglo XXI! —protesté.
—¿Y eso qué importa, Lola? ¿Qué tiene el siglo XXI que lo haga distinto del XX o del medioevo? Los asesinos seguirán asesinando cuando hayamos tocado Marte o encontrado una vacuna contra el cáncer.
—Tienes razón. Era una simple esperanza. Deseo de corazón que no fuera nada de eso lo que el policía quiso decir.
Por un momento, se me llenaron los ojos de lágrimas. El nudo que aprisionaba mi garganta se hizo evidente cuando dije:
—Ramiro…
—Dime… —respondió conciliador.
Creo que intuía lo que yo iba a decir.
—La perspectiva de llevar este caso me abruma de tal manera que… En fin, me temo que voy a ser incapaz de hacer esto… —confesé.
—No tienes otra opción, Lola. No hay alternativa. No te inquietes, es peor pensarlo que hacerlo —me animó.
—Estoy aterrada —admití.
—Verás, Lola, esto va así: tú debes dar la orden de levantar los cadáveres, pero no hace falta que te regodees en la escena. Mi informe te ofrecerá toda la información que necesitas. Ya conoces mi merecida fama de forense exhaustivo.
—Gracias, Ramiro, intentaré estar a la altura.
—No me cabe la menor duda de que lo estarás. Además, siempre puedes echar mano del agente Galbis. Está desde hace tiempo en la escena. Salió en cuanto nos llegó la noticia. No tiene mucha experiencia en este tipo de asuntos, pero te servirá de apoyo en los interrogatorios. Enseguida se asignará el caso a un inspector más experimentado. De todas formas, no las tengo todas conmigo.
—¿Qué quieres decir? —pregunté extrañada.
—Que con tanta gente merodeando por los alrededores, cuando llegue Galbis, la escena estará tan contaminada como este río —dijo, señalando el color chocolate del Arga.
Lo atravesábamos en aquel momento, por el único carril de un estrecho puente medieval, bien restaurado. Conducía a una hacienda de labranza, a la que bordeaba un estrecho camino asfaltado.
—Seguro que los habitantes de esta finca nos dan razón de los hechos —afirmé—. Quien sea que haya pasado por aquí, ha debido ser visto. No hay más salida.
—Era muy temprano, Lola.
—Eso es cierto, pero la vida en el campo empieza con el sol. El hombre que encontró los cadáveres estaba paseando y todavía no había amanecido del todo.
—Quizá tengas razón. Estos paisanos se pasan la vida en el campo. Las tareas de labranza son duras y no conocen horarios… —me contestó el forense.
—Además, Ramiro, te olvidas de las mujeres. Nosotras somos como el ojo de Dios, ¡todo lo vemos! Seguro que alguna estaba tendiendo ropa o preparando el desayuno y, al oír el ruido, miró curiosa por la ventana… Más tarde preguntaremos por sus habitantes. Por cierto, me he olvidado de lo del banco, ¿me prestas tu móvil un momento?
—Sí, por supuesto. Es nuevo, lo estreno hoy: el último se me cayó en la pila de la morgue y se estropeó. Chiqui siempre me llama en medio de las autopsias.
Mientras hablaba echó mano a la cintura y trató de sacarlo de la funda. Se le fue el volante, una nube de polvo saltó desde el arcén.
—Lo siento —se excusó.
—Y cuando Chiqui te llama, ¿contestas? —dije, sin hacer referencia a su conducción temeraria.
—¿Qué quieres que haga? Quizá sea mejor hacer como tú, que nunca sabes dónde has puesto el teléfono; ¿es verdad que te lo han robado?
—Como la misma muerte, Ramiro. ¿Te imaginas el titular del periódico: «Roban el bolso y el móvil a una juez mientras informa de un caso»?
—Casi hemos llegado —señaló cortándome—. Mira hacia arriba, a la izquierda, ésa es la ermita. Tiene un bonito retablo; al menos, así es como lo recuerdo.
—Confieso que sigo sin tener el estómago preparado.
—Es cuestión de no pensar. A algunas personas les ayuda cantar o silbar. La clave está en lograr distanciarse de la escena. Y recuerda…
—Sí, ya lo sé: antes de vomitar, abandonar la zona.
Aparcamos en una pequeña explanada a pocos metros del lugar, junto a un coche todoterreno con distintivo municipal, un desvencijado Citroën y un reluciente BMV. Luego supe que la tartana pertenecía al médico del pueblo; el Land Rover, al policía local y el otro, naturalmente, al señor alcalde.
Bajé del coche, nerviosa, y miré hacia arriba, en dirección a la ermita. El fuerte sol impactaba contra sus oscuros muros de piedra. Desde mi posición, a contraluz, la fachada aparecía enmarcada por un halo de dorado misterio. Parpadeé varias veces, intentando que mis ojos se hicieran al claror; pero hube de optar por las gafas de sol. Con ellas, distinguí la airosa silueta. Encandilada por aquella sencillez, me costó dejar de mirar la nave, coronada por una desvencijada torre acampanada. Emanaba de ella una paz que regaba promesas de lejanos pasados cuando aquellas cosas no ocurrían, cuando la vida tenía más valor y mayor sentido.
El olor a tabaco me distrajo. Ramiro había encendido otro cigarrillo y, con él entre sus dedos, contemplaba la vista a mi espalda.
—¡Qué maravilla! —exclamó—. Aire puro, historia, luz. ¡Qué pena de cadáveres!
No contesté. Tratando de mostrarme decidida, tomé sin vacilar la única senda que conducía a la ermita, pequeña y hermosa, pueblerina, auténtica.
El sendero, bordeado por esbeltos cipreses en perfecta formación, era paupérrimo. Avancé por él contemplando atenta el suelo. Como hago en todos los turnos de guardia, había evitado los tacones, pero en aquel pedregal de vivo color arcilloso la probabilidad de tropezar era muy alta. Pese a todo, confieso que, subiendo aquel sendero, escoltada por aquellos arrogantes ciparisos, me sentí como un general romano que acude a pasar revista.
Mientras ascendíamos, me fijé en una moderna y antiestética construcción a la izquierda de la ermita. Debí de poner cara de disgusto porque Ramiro dijo:
—Desde luego, es horrible.
—¿Qué es? —pregunté.
—Es un museo arqueológico, tan modesto que no sé siquiera si puede llevar ese nombre, pero es la puerta de entrada a las ruinas de una ciudad romana. Supongo que el ayuntamiento obtendrá de ellas una pequeña renta.
—Ya —contesté sin detenerme.
En aquel momento no estaba para vestigios arqueológicos, por interesantes que fueran. Ramiro, por el contrario, se quedó allí, fumando y mirando por entre la reja.
Casi había terminado de ascender, cuando un grueso caballero de uniforme me salió al encuentro. Creo que estaba allí montando guardia, esperándome. Miré instintivamente hacia su cintura: una porra ocupaba el lugar de la pistola. El hombre parecía nervioso, se colocaba cada minuto el cinturón en su sitio y se secaba la frente con un pañuelo blanco muy arrugado. Las marcas de sudor en su camisa azul eran anchas y pronunciadas.
—¿Es usted la señora jueza? —Extendió mucho las letras al hablar, supongo que como signo de deferencia.
—En efecto —dije ofreciéndole la mano—, soy la juez Dolores MacHor.
—Encantado, señoría —contestó plantándome en el dorso de la mano un sonoro beso, como se hacía antaño, como se sigue haciendo en los pueblos como aquél.
—Lo mismo digo, caballero. ¿Y usted es…?
—Rodrigo Sorauren, policía municipal en Mendigorría, a su servicio… Soy yo quien les ha llamado. Los dos fiambr… cadáveres están ahí, dentro de la ermita.
Lo dijo de corrido y muy rápido. Supongo que, nervioso como estaba, de haberlo dicho de otra manera, habría sido incapaz de culminar la frase.
—Agente Sorauren, antes de nada quiero agradecerle la ayuda que nos presta.
—¡Faltaba más, para eso estamos!
—Dígame, ¿fue usted quien encontró los cuerpos?
—No, no, señoría. Demasiado temprano para mí, bueno, ¡para todos, menos para Andrés! Aún dormía cuando me ha llamado para contármelo. Naturalmente, después de avisar a las autoridades, he venido aquí. He cogido el coche, y sin tan siquiera despertar a la parienta, me he personado en el escenario del crimen. Puedo certificarle que, desde que yo estoy aquí, nadie ha entrado en ese lugar. Antes, no puedo asegurárselo, aunque Andrés dice que él ha dejado las cosas tal y como estaban cuando las encontró.
—Ha hecho usted muy bien, agente Sorauren. Preservar la escena de un crimen es vital. —Comprobé que mis palabras provocaban el efecto buscado; una amplia sonrisa cubría la sudorosa cara del agente—. Ha mencionado en dos ocasiones a un tal Andrís. ¿Es él quien ha encontrado los cuerpos?
—En efecto; se llama Andrés Hernández, es del lugar; de Mendigorría, quiero decir. Toda su familia lo es. Buenas personas, agricultores, gente sana. Los dos chicos han estudiado en la capital y, claro, ya no viven aquí. Aquí no se queda nadie, el pueblo se está desangrando poco a poco. Su esposa murió el año pasado, nadie sabe de qué. Un día no se despertó más, así de fácil. Desde entonces, vive solo. Se levanta muy temprano y pasea como un alma en pena por los bosques cercanos, hasta llegar a sus tierras, que están allá, pasadas las ruinas —continuó señalando con el índice—. Ha sido en uno de sus paseos matutinos, cuando se ha encontrado con el marrón. Usted me perdonará la expresión, aunque le aseguro que lo es.
—Le creo, agente. Muy bien, hablaré con él enseguida —contesté, lo más afablemente que supe.
—No sé si querrá hablar con una juez —me avisó.
—Está bien de la… En fin, ¿es un hombre cuerdo?
—¡Por supuesto que está cuerdo! —confirmó el orondo policía con amplios gestos.
—Entonces, tendrá que hablar conmigo —sentencié—. No se preocupe, agente, me encargaré de ello, pero ahora, acompáñenos si es tan amable hasta el lugar.
Empleé el plural, porque Ramiro, que ya había tomado su dosis de nicotina y de historia, estaba de nuevo a mi lado, portando su temido maletín.
—Buenos días, caballero —dijo con amabilidad.
—Agente Sorauren, le presento al doctor Ramiro Sega, nuestro médico forense.
—¡Mucho gusto! —dijo, sacudiendo fuertemente su mano derecha—. ¿Sabe qué?, nadie adivinaría su profesión. No se parece nada a los de las series de televisión.
Ramiro se echó a reír.
—¿Para mejor o para peor? —preguntó mirando fijamente al policía, que no se sintió ofendido en ningún momento.
—¡Para mejor, claro está! Usted es… ¿cómo lo diría…?, muy elegante, no como esos agentes yanquis que pueden ser confundidos con delincuentes.
Entonces fui yo la que sonreí. El policía tenía razón. Ramiro iba siempre perfectamente engominado como un socio de una firma de abogados de postín. Incluso con su bata verde, tenía traza elegante.
—Agente Sorauren, tenemos un poco de prisa. ¿Puede acompañarnos hasta el lugar?
—Sí, señora; ahora mismo. ¡Síganme!
Empleamos un minuto en alcanzar la ermita. Eran apenas trescientos metros.
Ante la puerta de la misma, vigilando la entrada, se hallaba el agente Galbis, con rostro pálido y desencajado.
—Señoría, doctor… Mal asunto, malo, malo. Les aseguro que casi vomito —confesó con su inquebrantable acento andaluz.
—Pero no lo habrá hecho, ¿verdad?
—No, doctor, no lo he hecho: conozco la cantinela… —le contestó con retintín.
—Muy bien —zanjé—, cuéntenos.
—Dentro hay dos cadáveres, ambos vestidos de cura; ya sabe, con esas vainas negras con las que les gusta adornarse, sólo que, en este caso, una de ellas es marrón.
—Sotanas, Galbis. Hacer gala de su agnosticismo no exime que hable usted con propiedad.
—Como quiera, señoría —replicó dolido—, pero con sotanas o sin ellas, le advierto que el espectáculo es dantesco. Hasta el dinero, cuya presencia suele alegrar el día, aquí resulta inmundo.
—¿Dinero? ¿Qué dinero? —pregunté sorprendida, mirando a Ramiro.
—Yo tampoco tenía noticia —confirmó.
—Pues así es. Hay mucho dinero ahí dentro; está por todas partes, sobre todo alrededor del cadáver más cercano a la puerta… —Su mirada pareció iluminarse, cuando añadió—: Es más, señoría, le diré una cosa: me ha dado la sensación de que el asesino ha querido regar al cadáver con esos billetes de cien… Como si quisiese despreciarle, no sé si me explico…
Me quedé pensativa. Cuando media dinero, las cosas tienen la fea costumbre de complicarse. Escuchamos unos instantes más a Galbis, que seguía con su crónica negra; pero Ramiro tiene poca paciencia.
—Lo siento, Galbis, pero voy a entrar. No quiero que se ofenda, prefiero labrarme mis propias impresiones.
—Por mí, adelante, doctor. Encantado de callarme, no son cosas en las que uno se sienta orgulloso de participar.
Ramiro extrajo de su maletín dos pares de guantes. Me tendió uno.
—Señoría…
Un escalofrío me traspasó al entrar en contacto con el frío látex.
Ramiro cerró nuevamente el maletín y se incorporó, acercándose mucho a mí.
—No toques nada, Lola, y ten muy presente mi consejo —me susurró, lo suficientemente bajo para que Galbis no alcanzara a escuchar sus palabras. Mantener la autoridad resulta siempre importante.
Empujando hacia dentro la gruesa puerta de roble, Ramiro entró en la antesala de la iglesia. Yo le seguí a prudencial distancia, tragando saliva mientras trasponía el umbral. El vestíbulo estaba limpio, y la puerta de acceso a la capilla, entreabierta.
—¿Vamos? —me dijo, con una sonrisa amable.
—No te preocupes por mí —contesté—, tú a lo tuyo.
Al trasponer el umbral, comencé a experimentar una extraña sensación. El momento que tanto había temido llegaba y, no obstante, notaba cómo el miedo cedía dando paso a la curiosidad. En aquel momento, no sé por qué, fui consciente de mi imperdonable ignorancia. Me había pasado más de media vida ocupada en las mismas rutinas, esclava de mis querencias. Sentí que me había atascado en lo corriente hasta el punto de haber olvidado todo lo demás. No es que el crimen fuera algo que yo anhelara frecuentar, pero en aquel instante me entraron unas ansias irrefrenables de recuperar el tiempo perdido y dedicarlo a conocer todo cuanto estuviera fuera de la garita donde me había confinado, amurallada por fobias y automatismos. Tomé conciencia de que quienes allí yacían estaban muertos; y yo, viva. Supongo que aquel pensamiento impropio y a destiempo no sería más que una expresión, otra más, del que llaman síndrome de los cuarenta, pero desde luego me sirvió para advertir que había otra Lola dentro de mí, a la que no tenía el gusto de conocer.
El interior de la ermita estaba en semipenumbra. No quise mirar la escena de frente. Suponía cómo iba a afectarme, de modo que fui paseando la vista por las paredes de piedra, la cúpula barroca, construida, probablemente, para tapar una severa cabecera románica; el barroco tardío del retablo mayor, presidido por una virgen medieval, convertida en imagen de vestir. Finalmente, fijé los ojos en el centro de la nave.
Contuve la respiración y retrocedí. Me di la vuelta e hice ademán de salir, la mano contra la cara. Pero detrás de mí estaba Galbis, demacrado y sudoroso.
—Se lo dije, señoría, es apocalíptico —me susurró con voz queda.
—Admito que tenía usted razón.
—Si no me necesita, espero fuera —se excusó—. Ya he tenido bastante por hoy.
Asentí con la cabeza.
—De acuerdo, salga. Yo voy enseguida.
Mi honra, que no mi ánimo, me hizo aguantar la náusea y permanecer ante aquella escena casi insufrible. Muy cerca de la puerta, a la derecha, junto a un grupo de escaños, yacía un hombre. Su cuerpo, medio tumbado, se apoyaba ligeramente en el reclinatorio de uno de los bancos, con la cabeza inclinada hacia atrás. No tenía semblante: ni ojos ni nariz; de los labios solo quedaba rastro del inferior; alguien le había borrado los rasgos por las bravas. En su lugar, había sangre y huesos y trozos de carne macilenta Tenía el pecho abierto; mostraba algunas partes blancuzcas que, en mi ignorancia, juzgué como costillas. Rodeaba su cuerpo un denso charco de color castaña, sangre que empezaba a coagular.
Como había señalado Galbis, toda la escena aparecía sembrada de billetes de cien euros. Me fijé en que uno de ellos flotaba sobre el charco de sangre. Cerca del cadáver, había una bolsa de deportes medio abierta. Miré por la abertura: se veía más dinero, mucho, en la misma moneda.
Retiré enseguida la vista, miré hacia el frente; empezaba a afectarme. Entonces mis ojos se toparon con el otro cadáver; estaba al fondo, junto al altar. Avanzaba como hipnotizada hacia aquella visión, cuando tropecé con algo. Mi pie acababa de chocar con un objeto grande, de aproximadamente medio metro. Me agaché y lo cogí con la mano derecha, pero era bastante pesado y hube de ayudarme con la izquierda.
Tras levantarlo, me acordé de la advertencia de Ramiro y bendije las precauciones que toman los de su gremio. De no llevar guantes, habría podido borrar las huellas en aquel objeto. Apoyé el hallazgo en el banco más cercano y me acerqué para observarlo. Se trataba de un templo en miniatura, construido en plata y esmaltes. Tenía cruces góticas gemelas en los laterales y estaba rematado por otra de mayor traza, a la que le faltaba uno de los brazos.
A pesar de mis escasísimos conocimientos sobre arte, aquella pieza me pareció magnífica. El templete combinaba ventanales con tracerías, pináculos, contrafuertes, y pequeñas figuras de santos, realizadas con maestría. Recuerdo que pensé cómo desentonaba aquella hermosa obra en aquel desagradable entorno.
Dejé el objeto sobre el banco y continué hasta el altar; bajo el tabernáculo descansaba el segundo cadáver.
Era verdad, parecía un cristo. El cuerpo tenía la cabeza ladeada, caída sobre el pecho, y mantenía los brazos abiertos en forma de cruz. Parecía también eclesiástico, al menos, eso decían su hábito marrón y el gran crucifijo de plata que colgaba de su pecho y caía del cuerpo suspendido por el flanco derecho.
Mis ojos quedaron enganchados a aquella figura plateada y brillante.
—Lola, ¿por qué no sales? —me susurró Ramiro, mientras se acercaba.
Al avanzar, el polvo acumulado en el suelo se elevaba formando pequeñas nubes. Me fijé en que sus guantes estaban rojos.
—Te cuento enseguida lo que sepa —añadió.
—¿Te has dado cuenta de la coincidencia, Ramiro? Ambos llevan cruces pectorales.
—Sí, ya me había fijado.
—Puede que el otro sea el arzobispo, pero éste debe ser también persona importante. No sé mucho de estas cosas, pero creo que esos crucifijos sólo los llevan los eclesiásticos de postín.
—Nos enteraremos pronto…
—De acuerdo, Ramiro, todo tuyo. Me voy. Te espero fuera mientras interrogo a los testigos.
Me alejaba cuando recordé mi error.
—Por cierto, Ramiro: el templete que está encima del banco lo he cogido del suelo. Lo siento, tropecé con él y lo levanté… con los guantes puestos.
—Vale, lo pondré en el informe. ¡Lástima no haber hecho fotografías!
Agradecí volver a la vida; el sol picaba cuando salí. El cielo, de un azul desvaído, sin nubes, cantaba el inicio del verano. Enseguida me desprendí de la americana. Miré en torno. Desde aquella altura, el campo estaba precioso, preñado de romero. Su olor, fuerte y denso, se destacaba sobre el resto de los elementos del escenario del crimen.
Busqué a Galbis. Tras una vuelta por los alrededores, le encontré en la parte trasera de la iglesia, meditabundo, fumando un Ducados. Ramiro y él eran los dos únicos miembros del juzgado que fumaban y a mí, exfumadora combativa, me había tocado lidiar con ambos. Su pelo rubio, cortado a cepillo, parecía oro bajo el influjo de aquella luz.
—¡Lo siento, señoría, era para calmar los nervios! —dijo tirando la colilla al suelo y pisándola con su bota negra cumplidamente lustrada.
—No tiene por qué disculparse, agente. Aunque el tabaco le matará de todas formas, en sitio abierto no es ilegal fumar. Pero le aconsejo que recoja la colilla del suelo, o el forense le fusilará. Imagínese que, al encontrar su ADN en los alrededores de la escena, le culparan de los crímenes…
El joven policía se agachó inmediatamente y, entre nuevas disculpas, cogió los restos de su vicio; no sabía qué hacer con ellos, pero se los metió en el bolsillo.
—Dígame, Galbis, ¿sabe dónde está el hombre que ha encontrado los cadáveres, ese tal Andrés?
—Andrés Hernández —afirmó, consultando su libreta de notas—. Natural de Mendigorría, donde reside. Ochenta y un años, viudo, encontró los cadáveres a eso de las seis y media o las siete menos cuarto de la mañana. Parece un hombre normal que se ha topado con el asunto sin querer. Está asustado, no quiere decir nada.
—De acuerdo, vayamos a hablar con él. Le sigo…
Encontramos a Andrés Hernández al sol, con cara de circunstancias, en el muro lateral de la ermita, de pie, apoyado en una cachava curva. Aunque era un hombre añoso parecía gozar de una salud envidiable. Su cara, curtida y llena de manchas, color bronce, contrastaba vivamente con su abundante mata de cabello blanco peinado hacia atrás.
El hombre puso algunos obstáculos al interrogatorio, lo cual no suele ser habitual, y se abstuvo, tras él, de formular pregunta alguna, lo que es, sencillamente, excepcional. Los afectados, aunque, en realidad, desearan salir corriendo, ante la posibilidad de verse implicados en un asunto turbio, suelen declamar a borbotones todos y cada uno de los detalles que recuerdan, resistiendo estoicamente mil y una preguntas repetidas. Pero una vez intuyen que su posición está suficientemente defendida y que quedan libres de toda sospecha, se envalentonan y son ellos los que comienzan el interrogatorio. Como descubridores del acto delictivo, creen tener alguna autoridad sobre la escena, alguna suerte de propiedad intelectual que convierte en un mérito haber encontrado un cadáver donde nadie lo esperaba.
A Andrés Hernández se le veía impresionado, pero no lo suficiente; sus argumentos resultaron claros y precisos.
—Buenos días, don Andrés.
Viendo la edad del sujeto, opté por emplear el tratamiento. Resultaba formal, y otorgaba a las preguntas una carga extra de seriedad, pero no estaba dispuesta a herir su sensibilidad.
—Lo mismo digo, señora —respondió.
—Me llamo Dolores MacHor, soy la juez que instruirá este caso. Este caballero que me acompaña es el agente Galbis de la policía judicial.
—Mucho gusto —musitó nuevamente a la defensiva.
—Tengo entendido que fue usted quien encontró los dos cadáveres. Ante todo, le agradezco que nos avisara tan rápido.
—En realidad, dudé, señora. Pero cuando vi el anillo y la cruz…
—No se preocupe, don Andrés, lo importante es que lo hizo. Ahora, me gustaría que colaborara con nosotros en el esclarecimiento de los hechos. Querría que nos narrara las circunstancias que rodean este inesperado encuentro, si es tan amable.
—Creo que no —respondió secamente.
—¿Perdone? —dije confundida.
—Temo no poder hacer lo que usted me pide.
—¿Qué no puede hacerlo? ¿Por qué? —pregunté con candidez. No entendía su negativa—. Le aseguro que no tiene nada que temer.
—Tengo un hijo abogado, ¿sabe? El chico mayor; ahora vive en Bilbao y trabaja en un gran despacho de nombre extranjero. Él siempre dice que no se debe contar a la policía cosas que puedan implicarte. Es mejor callar. Creo que lo dice la Constitución española, la última.
—Por supuesto, don Andrés, su hijo tiene mucha razón. Pero, en este caso, le aseguro que no tiene por qué preocuparse. La ley está aquí para protegerle. Según su declaración a la policía local, usted paseaba por los alrededores y se acercó al oír disparos para comprobar lo que había ocurrido. ¿Es correcto lo que acabo de decir?
—Sí, lo es. Oí los disparos y vine hacia acá. Luego vi la puerta abierta y me extrañó; por eso entré.
—Siga, por favor —dije, mientras Galbis tomaba nota de todo lo que decíamos.
—No puedo decirle más, señora; antes tengo que llamar a mi hijo.
—Entiendo… —me quedé callada unos instantes, y luego pregunté—: Conocía a los fallecidos, ¿verdad?
—Conocerles, lo que se dice conocerles, no. Pero sé que uno es el arzobispo Cañarte, por lo del anillo y la cruz. Al otro, es la primera vez que le veo. Don Blas estuvo en el pueblo el año pasado, por las confirmaciones. Hablamos con él unos minutos; todavía vivía mi mujer.
—Luego no le unía a su eminencia ningún lazo próximo.
—No, señora, ninguno —aclaró contundente.
—Entonces, don Andrés, ¿cuál es el problema? —insistí.
El hombre permaneció callado, mirando en lontananza los campos, oliendo el intenso aroma a romero. Lo miré fijamente y repetí:
—Me gustaría comprenderlo, de veras, don Andrés. Dígame, ¿es que no desea ayudar al esclarecimiento de los hechos? ¿No quiere coger a quien ha pegado un tiro al arzobispo, el mismo que visitó el pueblo y con el que usted mismo habló unos minutos?
—Sí, claro. ¡Por supuesto que quiero coger a esos cabrones! Usted perdonará la expresión.
—Entonces, don Andrés, ¿cuál es el problema? —insistí tozuda.
El labriego reconsideró su actitud. Cogió el zurrón que llevaba colgado al brazo y lo abrió. Una cabecilla oscura y peluda emergió de la bolsa. Mientras me retiraba hacia atrás, se me escapó un grito.
—Está bien educado, señora, no se asuste. Se llama Ambrosio. Le puse el nombre en honor a mi suegro, que en paz descanse, y en paz nos dejó descansar a los demás.
Supongo que mi cara sería un poema —mezcla de estupor y asco—, habida cuenta del miedo que tengo a los animales, especialmente a los roedores.
—¿Qué es eso? —protesté.
—¿No los ha visto nunca, señora? Es un hurón. Para mí es como si fuera un perrillo. Incluso duerme dentro de casa cuando hace mucho frío. Aquí, en invierno, pega fuerte el viento, ¿sabe usted?
—Bien, don Andrés, de acuerdo —refunfuñé—. Eso… Ambrosio es un hurón, su hurón. Hasta ahí lo entiendo. Lo que no logro comprender es qué tiene que ver ese animal con el arzobispo y el otro fallecido.
—¡Ah, con el arzobispo nada, tampoco con el otro, al que no conozco de nada! Cuando el arzobispo vino para las confirmaciones al pueblo, no lo llevé.
—¿Y por qué no puede contarnos lo ocurrido? ¿Qué pasa con ese animal?
Andrés se dio la vuelta. Rodrigo Sorauren, el policía municipal, se había acercado a nosotros. Éste le hizo un gesto con la mano, como empujándole a continuar el relato. Pero el labriego no se decidía.
—Creo que hablaré con mi hijo… —dijo finalmente.
—Andrés, no queremos que la señora juez piense mal de nosotros, ¿verdad? —intervino Sorauren.
—No queremos, ésa es la verdad.
—Tú verás lo que haces. Mira que lo que hay en la ermita es caza mayor. Yo que tú desembucharía de inmediato, no sea que te cuelguen a ti marrones que no te corresponden. Creo que esta señora lo comprenderá.
En aquel momento, el anciano se percató de la gravedad de los hechos.
—¡Ah no, Rodrigo! ¡Tú sabes que yo, con eso de ahí dentro, no tengo nada que ver! Nada en absoluto.
—Yo estoy convencido; ahora a quien tienes que convencer es a ella. Estoy seguro de que Ambrosio no será problema.
Andrés se volvió hacia mí y dijo atropelladamente:
—Reconozco que soy un furtivo y que Ambrosio me ayuda… Pero no cazo mucho, se lo aseguro. Una pieza o dos. ¡Son la peste de la tierra, créame, es mejor que disminuyan! Sé que no debiera, porque he completado el cupo y no es época, pero lo he hecho. —Y abriendo nuevamente el zurrón, sacó de su interior un gran conejo—. ¡Tenga, es suyo!
Divertida, tres pasos atrás por si aparecía algún otro bicho, tranquilicé al anciano, que se acercaba a mí con el enorme bicho sujeto por las orejas.
—Don Andrés, creo que por esta vez podemos olvidarnos de Ambrosio y de ese conejo. Guárdelo. Quien le cuide sabrá hacer de él un buen guiso… Ahora, necesito que me cuente lo que sabe.
No se tomó ni un segundo.
—Oí un disparo, luego otro. Me pareció una escopeta de caza. Seguí el rastro y vine hasta aquí. En realidad, pensé que era Jorg… que era otro cazador del pueblo. Pero cuando encontré la puerta de la ermita abierta de par en par, supe que algo ocurría. Es raro, normalmente está cerrada. Sólo se abre cuando hay alguna actividad programada: alguna romería, algún funeral por un miembro de la hermandad de la Virgen de Andión, algún acto de culto o cosas por el estilo, aunque, claro, supongo que el arzobispo puede abrirla cuando le dé la gana; es suya. En fin, a lo que iba, me pareció oír lamentos y entré. Dentro encontré dos hombres. Ahora están los dos muertos, pero cuando llegué sólo lo estaba uno, el que está bajo el altar. El arzobispo (supe que era él porque vi el anillo y la cruz) estaba tendido en el suelo. Había perdido mucha sangre, pero aún respiraba. No podía hablar, entre otras cosas porque le habían borrado la cara con un tiro a bocajarro. Le cogí la mano y traté de tranquilizarle. Le pregunté si le gustaría que rezara en voz alta. Me apretó. Supuse que quería decir que sí y comencé con un avemaría. Creo que no llegaría a recitar más de cinco cuando noté que aflojaba. Se había muerto. Fue muy valiente. Ni una queja. El que sí se quejaba era el otro, el joven. Ése que anda por ahí vestido de cura. Estaba completamente histérico. Vomitó hasta que ya no tuvo más en el estómago. Pobre, el espectáculo era terrible.
—Pero usted pareció resistirlo bien —pregunté curiosa.
—Yo fui a la guerra, ¿sabe? Tercio del requeté, naturalmente. Me hirieron en Las Pedrizas, en Teruel… Eso imprime carácter.
—Lo imagino —respondí distraída—. Mientras usted cuidaba del arzobispo, ¿le dijo algo?
—Algunas cosas dijo, sí, pero no se le entendía casi nada. Al pobre sólo le quedaba la mitad de la boca.
—¿Recuerda alguna de esas cosas? No importa si no las entendió bien, nos serán de utilidad.
—Hizo alusión al dinero, eso seguro, pero sólo entendí que no era suficiente. Quizás no lo oí bien, porque a mí me pareció que había mucho. Lo que le entendí claramente fue «abad». «Es el abad», dijo. Quizá se refiriera al otro cuerpo.
—¿Algo más, don Andrés?
—Dijo algunas frases más, pero todas religiosas. Padre nuestro, Dios mío, cosas así…
—De acuerdo, muy bien. Ahora quisiera preguntarle otra cosa, don Andrés; es que no me salen las cuentas. Ha mencionado primero a dos hombres, ambos finalmente muertos. Luego habló de tres. El que está vivo, ¿también estaba dentro de la ermita?
—Sí, pero se encontraba tan encogido, de rodillas junto al arzobispo, que al principio no le vi. Vestido de negro y con la oscuridad, se me escapó. Luego, cuando levantó la cabeza y comenzó a vomitar, me di cuenta de que estaba a mi lado. Me acerqué pensando que estaría herido, pero no; sólo estaba impresionado.
—¿Vio a alguien por los alrededores cuando venía para acá o quizá después?
—No, a nadie, pero sí oí el ruido de un coche alejándose por el camino.
—¿Cuánto tiempo pasaría entre que oyó los disparos y llegó al lugar?
—No mucho, puede que cinco minutos, quizás algo más. Tuve que sacar a Ambrosio de la huronera en la que se había metido. Él no quería venir, había olido presa.
—Bien. Diez minutos. ¿Vino por el camino de piedras?
—No, campo a través, señora. Es más rápido y estoy acostumbrado. Además, el cayado me permite no tropezar.
—Entonces, no se topó con el coche. Sólo identificó el ruido.
—Sí, eso es: el ruido y el polvo.
Me detuve unos instantes. El labriego seguía con la mirada fija en mí.
—Don Andrés, ¿quiere contarnos algo más? Alguna cosa, cualquiera que le haya llamado la atención.
—Pues ahora no se me ocurre nada, pero si me deja su número de teléfono, llamo si recuerdo algo.
—Gracias. El agente Galbis le tomará sus datos y le facilitará un teléfono donde localizarme. Le agradecemos mucho su colaboración. Supongo que tendremos que volver a molestarle. Para recabar algunos detalles, ¿comprende? Sobre el caso… Únicamente sobre el caso.
—De acuerdo, señora. Contestaré a todo lo que me pregunten, si es que conozco las respuestas.
—Por cierto, ¿vive usted en la hacienda que hay en la entrada de esta carretera?
—Allí vivo, sí. Su casa desde ahora.
—Gracias. —Hacía tiempo que no oía esas cortesías rurales—. ¿Cree que alguna de las personas con las que usted convive ha podido ver ese coche a esas horas? Conocer algunos datos sobre él mismo sería de gran ayuda para nosotros.
—Vivo solo, pero es posible que alguno de los pastores viera algo. Les preguntaré. Cuando me llame, se lo digo.
—Se lo agradezco, ha sido un placer conocerle.
Fui en busca del forense. El testimonio que acababa de oír sería de utilidad para situar la hora del crimen. Estaba claro que quien lo había cometido acababa de marcharse cuando el labriego llegó. Era una pena que no hubiera visto el coche. Tener el modelo, o al menos el color, nos hubiese facilitado la búsqueda.
«¡Hurones!», dije en voz alta, cuando enfilaba de nuevo hacia la escena del crimen. Me alegró ver que Ramiro salía en aquel momento de la ermita. No me apetecía volver a contemplar el macabro espectáculo.
Lo era, por supuesto. Cada una de las piezas me había resultado grotesca. Primero, el hombre vestido con hábito marrón, colocado a modo de crucificado, iluminado por el reflejo de los vivos colores procedentes de la vidriera. Luego, el cadáver del arzobispo, desfigurado, sangrante, rondado por moscas gordas y negras, por no mencionar las huellas de sangre, que atravesaban en ambas direcciones la nave central; por fin, los billetes de cien euros. Todo resultaba repulsivo, inmundo, tal y como yo lo había imaginado en mis funestas pesadillas, pero lo que me había resultado repelente había sido el conjunto: la escena en sí misma se presentaba a mis ojos como una broma indecente, obscena, preparada minuciosamente para ser vista. «Si hubieran estado desnudos, no habría resultado más detestable», me dije, aun sin saber por qué tenía aquella impresión.
El forense hablaba por el móvil. La conversación resultaba acalorada. Por respeto, me mantuve a cierta distancia, aunque, debido a sus gritos, la oía bien.
—No, Chiqui, no puedo… Ya sé que he anulado las tres últimas citas, pero mi trabajo es así. ¡Tengo dos cadáveres esperando!… Es cierto, están muertos y no les importa esperar, pero a la policía sí… Vale, lo intentaré, pero no te prometo nada…
Cuando colgó, me acerqué.
—Lo siento, Ramiro. Quizá podamos acelerar algunos trámites. En fin, es probable que mañana por la tarde estés libre.
—No te preocupes, Lola, estoy encantado: odio a los dentistas. Me dan grima sus aparatos, su sillón de cuero y hasta su cara. Le he dicho mil veces que me importa un pimiento tener dientes anarquistas, pues nada, ella empeñada en ponerme unos hierros para colocarlos en fila. ¿Pero tú me ves con hierros en los dientes a mi edad? ¡Resultaría ridículo!
—Ramiro, ¿cómo puede darte grima el dentista? ¡Por Dios, tú eres médico forense!
—Es distinto, Lola. ¡Cuando me sientan en esa silla blanca con ese aparato sujetándome la mandíbula y encienden ese asqueroso vibrador, no puedo defenderme!
—¡Gallina! —dije riendo.
—Por lo que he visto, tú te has bandeado muy bien.
Asentí con la cabeza, para de inmediato preguntarle:
—Dime, ¿qué opinas?
Se puso muy serio:
—El que está bajo el altar lleva varias horas muerto. No demasiadas; basándome en el rigor mortis, la piel y las córneas, diría que veinte horas, dieciocho, puede que algo menos, pero no mucho más. La causa de la muerte no resulta evidente. Le he visto alguna pequeña contusión, pero no hay signos claros de violencia. Tendré que hacer la autopsia para decírtelo con certeza. Presenta una clara cianosis, lo que sugiere algún problema respiratorio, pero puedo equivocarme. El otro ha fallecido hace muy poco, dos horas o tres; desangrado, le han descerrajado dos tiros con una escopeta de caza: uno en el corazón y otro en la cara. Lleva anillo ilustre y una gran cruz en el pecho. Yo diría que la teoría del arzobispo cuadra. Las huellas serán definitivas. Un feo asunto…
—Sí, eso parece. Los testimonios apuntan a que el que está más cerca de la puerta es el arzobispo de Pamplona, pero no tenemos ni idea de quién es el anciano que está bajo el tabernáculo. El labriego que los encontró dice que, mientras moría, el arzobispo mencionó a un abad. Puede que lo sea, a la vista de la cruz pectoral. ¿Sabes tú algo que yo no sepa?
—La vestimenta obviamente pertenece a un monje, pero vaya usted a saber. Además, la identificación no va a ser tan sencilla en este caso. No le hemos podido tomar huellas.
—¿Por qué? —pregunté extrañada.
—Le falta el dedo índice de la mano derecha. Parece que se lo han cortado.
—¿Cómo dices, que le han cortado un dedo?
—Así es. Por las aristas yo diría que lo han seccionado con un tipo de cuchilla, quizás una cizalla de guillotina. Lo mismo han hecho con el otro, con el supuesto arzobispo quiero decir, pero esta vez es el índice de la mano izquierda. Ya te decía que parece un asunto feo.
—¡Dios mío! ¿Quién va por ahí cortando dedos a la gente?
—Hace algunos años, se estilaba. Las mafias ofrecían esos obsequios a las familias de sus víctimas… Dedos, orejas… Puedes mantener a la persona viva sin demasiado esfuerzo, sólo cauterizando la herida. Aunque es doloroso, no resulta mortal, pero señala con claridad el poder del verdugo sobre su víctima.
—¿Mafias? Si se confirma que es el arzobispo, estamos arreglados. ¿Y has visto todo ese dinero?
—Sí, lo he visto. Es, desde luego, muy preocupante.
—¡La Iglesia y la mafia, la pareja ideal para un turno de guardia! Porca miseria! —protesté.
—Sí, tienes razón. No merecías esto —dijo con irónica sinceridad.
—Dime, Ramiro, ¿sospechas que sufrió mucho? El arzobispo, quiero decir, si es que se confirma que es él.
—No fue agradable, eso te lo aseguro. Creo que el que está tendido con los brazos en cruz, no soportó demasiado. No me atrevo a asegurártelo, pero, como te digo, apostaría por un paro cardiorrespiratorio. Quizás tras seccionarle el dedo…
Me quedé en silencio, meditando lo que Ramiro me contaba y mis propias impresiones.
—¡Suéltalo! —me dijo, dándome un codazo en la espalda.
Se había quitado los guantes, pero actuaba como si los llevara aún puestos.
—¿Qué?
—Lo que estás pensando.
—Es una tontería.
—Vale, entonces nos reiremos juntos.
—De acuerdo, pensaba en la escena en su conjunto. Parecía… no sé, preparada… Como si el asesino la hubiera diseñado cuidadosamente: la forma de colocar el primer cuerpo, el dinero esparcido…
—Y los hábitos rasgados.
—¿Cómo dices? —pregunté extrañada.
—No se veía a simple vista, por eso quizá no te has fijado, pero ambos tenían las ropas rasgadas de arriba abajo. No obstante, no parece que haya habido agresión sexual. Simplemente les han cortado la ropa: al monje, el hábito; al arzobispo, la camisa.
—Como los antiguos sacerdotes judíos, salvo que aquéllos realizaban el gesto cuando oían blasfemar.
—Sí, Lola, pero cuadra con la preparación de la escena, en lo que, dicho sea de paso, coincido contigo. Todo está demasiado «limpio». Esto lleva tiempo planificándose.
—Me han dicho que hay un testigo… Quizás él nos lo explique.
—Lo hay; un cura joven… Bueno, no tan joven; digamos de mediana edad. El médico del pueblo le ha suministrado un fármaco para calmar sus nervios.
—¿Puedo entrevistarme con él en ese estado? —pregunté.
—Cuando le han encontrado, estaba fuera de sí, pero supongo que el tranquilizante habrá hecho ya su efecto. En todo caso, puede hablar; quizás aclare los hechos, al menos, alguno de sus extremos. Yo lo intentaría. A veces, en los momentos de shock, las declaraciones son especialmente ilustrativas.
—Le entrevistaré de inmediato… Y tú, acaba pronto; y mañana, al dentista. ¡Hazlo por Chiqui, gallina!
—El curita está allí, junto a aquella tapia. ¿Le ves? —dijo, obviando las alusiones.
—Sí. Voy para allá.
Seguí el sendero que conducía al desvencijado muro tomado por la maleza. El sujeto estaba derrengado en el suelo, con las piernas dobladas y sujetas por los brazos. Sollozaba, escondido el rostro entre las pantorrillas, pegando rítmicamente patadas al suelo, y levantando con ellas pequeñas polvaredas que se deshacían con la misma facilidad con la que se formaban. Parecía desesperado, carcomido por algún profundo sufrimiento. «¿Algún cáustico remordimiento?», especulé. En ese caso, sería una presa fácil; los remordimientos suelen ser terribles para el reo y propicios para los jueces. Al fin y al cabo, tenía sobrados motivos para sentirse preocupado: había sido encontrado en la escena del crimen junto a los cadáveres y sus huellas daban cuenta de sus andanzas.
Mientras me acercaba, calculé su edad. Por su pelo y el modelo de zapatos, me figuré que andaría por los treinta y cinco, quizá cuarenta. Salvo una tira blanca en el cuello, iba completamente vestido de negro. Llevaba el reloj a la derecha. Brillaba con el reflejo del sol. Me pareció un modelo caro, lo mismo que el resto de la vestimenta, elegante y con buen corte. «Aquí tenemos a alguien importante o que aspira a serlo», me dije convencida. No esperé más; saqué un paquete de pañuelos de papel de mi bolso y se los tendí.
—Tenga, padre.
No pareció enterarse de mi ofrecimiento. Insistí. Molesto por mi obstinación, lanzó un manotazo al aire, pero no modificó su actitud.
—Padre, me gustaría…
Al repetir el apelativo familiar, el clérigo ahogó el último sollozo y levantó la cara, indeciso. Al verme allí, de pie, con los pañuelos en la mano, se secó las lágrimas con el dorso de la mano, despreciando mi oferta. Instintivamente, ensayé domesticar mis rizos, tras las orejas. Sabía que si el sacerdote se topaba con la mata pelirroja con la que me adornó el destino y los genes irlandeses de mi familia, no me tomaría en serio. Como siempre, mi esfuerzo fue inútil; como siempre, mi aspecto le confundió.
—Aquí no hay nada que ver, enfermera —dijo altivo—. Se lo agradezco, pero no necesito nada, muchas gracias. Uno de sus compañeros me ha proporcionado ya un fármaco. Déjeme solo… —y volvió a ocultar su rostro y su escasa esperanza entre las manos.
«Muy bien —me dije—, vamos allá».
—Padre, soy la juez MacHor; Dolores MacHor. Instruyo este caso y, por ello, me gustaría cambiar impresiones con usted —musité tratando de que mi tono no cargara demasiado las tintas sobre su escasa visión.
Volvió a alzar la vista. Esta vez, no miró mi cara pecosa ni mi pelo, rojo y rizado. Me di cuenta enseguida de que, probablemente de manera involuntaria, repasaba mi indumentaria: mi traje sastre, mis zapatos, mi pañuelo de marca…
Tras el breve examen, se incorporó. Una figura delgadísima se materializó ante mí. Antes de dirigirme la palabra, ya como juez, se pasó varias veces las manos por los cabellos y sacudió con enérgicos golpes el polvo de su ropa, hasta llegar a la enorme mancha que adornaba su trasero. Cuando sus dedos puntiagudos se le mancharon de sangre, se detuvo perplejo. Permaneció varios segundos en esa posición, mirándose la diestra, incrédulo. Durante ellos, la altivez de su rostro aquilino se esfumó. A duras penas consiguió pronunciar:
—Perdone, señoría, yo… ¡Dios mío, habrá pensado que soy un estúpido engreído!
Me mantuve callada, esperando que siguiera con su disculpa.
—Verá, señoría, todo esto me supera… ¿Comprende lo que le digo? En fin, siento la confusión… En realidad, usted no parece una enfermera… Debí haberme dado cuenta…
No alargué el momento. Habría sido cruel por mi parte.
—No se preocupe, comprendo cómo se siente. Las confusiones son normales en estos casos —respondí, conciliadora. Me gustan los testigos vulnerables, hacen más fácil mi trabajo—. Padre…, sé que lo está pasando mal y que, además, se halla bajo los efectos de algún tranquilizante. No obstante, como juez instructor, me veo obligada a formularle algunas preguntas. Necesito hablar con usted o, más bien, que usted hable conmigo. ¿Me comprende?
—Claro, señoría, ésa es su obligación —contestó sumiso.
En aquellos momentos, no sabía por dónde podía vagar su mente así que decidí no interrogarle directamente. Evitaría con ello que se pusiera a la defensiva o se derrumbara; fuera cual fuese la situación, su testimonio me sería de utilidad y yo necesitaba respuestas rápidas y llenas de contenido. Por ello, antes de entrar en materia, comencé a formularle preguntas rutinarias, cuestiones que pudiera contestar sin tan siquiera pensar. Ellas le harían situarse nuevamente en el plano de lo ordinario y reducirían la carga emocional de la escena. Además, el cuestionario le permitiría acostumbrarse a mi voz, lo que ayudaba a que el testigo perdiera el miedo o la turbación que ocasionan los encuentros con la policía o los jueces.
—Padre…, porque es usted sacerdote, ¿o quizá me equivoco?
—No se equivoca, señoría: soy sacerdote católico desde hace doce años, aunque en este momento no lo parezca —suspiró.
—Muy bien. En ese caso, me gustaría saber cómo debo llamarle.
—¡Ah, disculpe mi torpeza! Mi nombre es Lucas Andueza. Puede llamarme don Lu… Padre… En fin, señoría, llámeme como quiera.
—De acuerdo, don Lucas —dije mirando hacia los campos pintados de azul romero—. Dígame, ¿es usted de por aquí?
—¡No, no! Soy de la capital; ya sabe, de los de Pamplona de toda la vida.
—¡Un hombre de ciudad! Entonces, don Lucas, supongo que le costará ejercer de párroco de este pequeño pueblo —afirmé, aun sabiendo la respuesta.
Él sonrió; había recuperado parte de la compostura.
—Se equivoca, señoría; aunque me vea aquí, no soy párroco de esta localidad. Lo cierto es que vivo y trabajo en la capital; en Pamplona, quiero decir. En realidad, soy, lo era hasta hace unas horas, el secretario personal de don Blas de Cañarte, arzobispo de la diócesis de Pamplona y Tudela…
Había llegado el momento; no tenía mucho tiempo para perderlo con más introducciones. Imprimiendo en la voz la severa impronta de mi misión, repliqué:
—El mismo arzobispo que yace muerto dentro de la ermita, supongo… —apostillé.
—Sí, él mismo —susurró Andueza, antes de romper a llorar nuevamente, mientras farfullaba frases inconexas sobre el prelado.
Se veía a la legua que sufría, cuando me relataba los logros de su eminencia: su santidad, su profunda fe, su caridad. Mientras le oía trazar la semblanza del hombre a quien había servido los últimos meses y cuyo cadáver sería pronto encerrado en una bolsa de plástico con cremallera, me vino a la cabeza una frase que repetía mi padre y que yo inmortalicé entre mis recuerdos de niña (mi padre murió cuando yo era una adolescente). «Líbrenos Dios de una muerte repentina», decía. Nunca hasta ese momento había entendido el sentido de esa cantinela. Quien más quien menos hace planes para el futuro lejano, pero todos los hacemos para el inmediato. Tengo que comprar esto o aquello; hay que recoger el traje de la tintorería; queda poco gasóleo, debo llamar para que llenen el depósito… Una muerte como la del arzobispo significaba un corte brusco con este mundo; una salida fulminante de este plano de realidad, para verse inmerso de repente en otro muy distinto, desconocido, sin poder siquiera ser consciente de ello. Así murió mi padre, en un accidente; sus muchos ruegos por morir en su cama, como un enfermo burgués, no fueron escuchados. Así debió de fallecer el pobre arzobispo, cuando no lo esperaba, como no esperaba…
—No lo merecía, señoría —oí musitar al cura secretario. Enseguida me vino a la mente la ironía del forense—. El arzobispo Cañarte era una buena persona, muy buena, no debió ser acreedor de ese final.
—Nadie debería tener una muerte así, ¿no cree, padre? —enfaticé, pensando quizás en mi padre y en su estúpida muerte.
Él también era un hombre bueno. Le recuerdo al llegar a casa tras finalizar la consulta, con cara de agotamiento; la corbata maltrecha; el aspecto desaliñado y el maletín en la mano, por si había alguna urgencia. Pero no fueron las bolsas bajo los ojos, provocadas por el cansancio, las que lo mataron, sino aquel conductor borracho y mentecato…
—Tiene usted razón, señoría —me contestó, recuperándose—. La vida no debe ser arrebatada bajo ninguna circunstancia y mucho menos de una manera tan gratuita y tan atroz.
—Padre Andueza… don Lucas, ¿sabe usted quién lo ha hecho, tiene alguna idea de quién ha podido cometer un crimen tan repugnante? —disparé a bocajarro.
No lo esperaba, pero mi testigo estalló de inmediato:
—¡Se lo avisé, señoría! Lo hice; le rogué, ¡no, le supliqué!, que no viniera, pero el arzobispo no quiso escucharme. Yo debía quedarme en el coche, ¿sabe?: así lo dispuso él, sin contar conmigo, haciendo caso omiso de mi opinión… Alegó que no quería poner en peligro la vida del rehén. Si me dejó acompañarle hasta aquí, fue por el coche; él es… era muy mal conductor. No veía bien y era casi de noche… Accedí a todas sus condiciones, sin embargo, cuando sentí los malditos disparos… ¡Cuando oí los disparos, supe de inmediato lo que había pasado! ¡Si le hubiera desobedecido, si hubiera seguido los dictámenes de mi instinto, él estaría vivo!
Le miré fijamente y en tono conmiserativo dije:
—Puede que en ese caso el arzobispo estuviera vivo o puede que no. De haberle acompañado, quizás también usted estuviera muerto, padre. Eso nunca lo sabremos. Así pues, hágame caso: no lo piense más. Es inútil dejarse amedrentar por el pasado. No tenemos ningún control sobre los sucesos pretéritos; ya no se pueden cambiar. Sin embargo, en este momento lo verdaderamente importante es que me ayude a esclarecer los hechos. ¡Necesito comprender qué ha pasado ahí dentro, padre!
—¡No puedo! —esgrimió quejoso, modulando la voz—. ¡Debería dejarlo para más adelante, señoría! Para esta tarde o, mejor, para mañana. ¡Por favor, entonces tendré la mente más clara! Ahora no soy capaz de enfrentarme a esta tragedia. ¡Ni siquiera recuerdo con nitidez cómo conduje hasta aquí!
Molesta, repliqué con solemnidad:
—Le repito, padre, que me hago cargo de cómo se siente. No quiero que piense que me comporto de forma inhumana o carezco de corazón. Hay razones que nos obligan a apresurarnos.
Respondió a mi observación con una irónica sonrisa:
—¿Apresurarnos ahora?
Asentí con la cabeza, cada vez más enfadada.
—Los muertos están muertos, desde luego, pero, si desconocemos los motivos por los que han perdido la vida, no podemos estar tranquilos. Quizás otras personas se encuentren en estos momentos en peligro. No podemos olvidarnos de ellos, sean quienes sean. Ésa es ahora nuestra principal prioridad.
Me interrumpió.
—¿Cree que hay alguien más en peligro?
—Es posible…
Me dirigió una mirada fugaz, luego asintió con la cabeza.
—¿Sabe qué? No me extrañaría nada que el asunto tuviera raíces más hondas que las que vemos a simple vista. Aunque el arzobispo Cañarte pensaba que sólo estaba él en el punto de mira, yo siempre sospeché que había algo más. Algo extraño, malévolo, rodea estos hechos. Si me pregunta el porqué sólo puedo decirle que es pura intuición. ¿Quién, sino un demonio, enviaría un dedo en un ataúd?
Me quedé petrificada.
—¿Les enviaron un dedo en un ataúd?
—Así es; se lo enviaron al prelado, pero, como abro su correo, fui yo quien lo recogí.
—¿Quién? ¿Quién se lo envió?
—No lo sabemos.
—¿Y dónde está ese dedo en estos momentos?
—Lo tenemos en un frigorífico de la cocina del palacio arzobispal.
—Disculpe un momento, por favor.
Me alejé del cura y corrí en busca de Galbis. Le conté lo que acababa de oír y le pedí que enviara a alguien a la residencia episcopal de inmediato. Era muy posible que se pudiera tomar alguna huella que nos facilitara la identificación del fallecido.
Mientras volvía con el testigo, mi mente empezó a funcionar aceleradamente. También le faltaba un dedo al arzobispo de Pamplona, lo que quería decir que era probable que aquella cadena continuara. Me angustiaba pensar en la posibilidad de un asesino múltiple encelado con la institución eclesial.
El cura secretario vino a mi encuentro decidido. Naturalmente, yo no tenía tiempo para melindres ni para paños calientes.
—¡No me encuentro bien; además, estoy hecho un desastre, manchado de vómito y de sangre! Tiene que entender, señoría, que…
—Padre, por favor, no tenemos tiempo para esas bobadas. Como le digo, puede haber alguien más en peligro de muerte. ¿Me ha comprendido? Alguien en peligro, quizás usted mismo. Estará conmigo en que estos hechos requieren una explicación inmediata. Por otro lado —añadí, pronunciando con la esperanza de que, junto a su integridad física, aquel dardo impactara en el centro de la diana—, estamos hablando de un destacado dignatario de la Iglesia católica. Un miembro significativo de la sociedad. Eso crea siempre inseguridad y alarma en la población. ¡No le digo nada de cómo se va a poner este lugar cuando la prensa se entere! Créame, don Lucas, me apena molestarle en su estado, pero debe dominarse y contestar a mis preguntas. Es estrictamente necesario, ineludible, y debe ser ahora.
—¡No me puedo enfrentar a esto ahora!
Su última negativa acabó con mi paciencia.
—Don Lucas, escúcheme bien: le hemos encontrado sentado junto a dos cadáveres, manchado de sangre y rodeado de una gran cantidad de dinero. No sé si capta bien la escena. Si es así, se dará usted cuenta de que debería ser el primer interesado en que este asunto se aclarara cuanto antes. Ahora bien, si usted lo prefiere, puedo hacer que lo escolten hasta el juzgado y declarar allí. Quizás sería procedente una detención preventiva. Le practicaremos de inmediato la prueba de la pólvora; ella nos indicará si usted ha disparado un arma de fuego en las últimas horas.
—¡No pensará que he sido yo!
—No pienso nada aún; sin embargo, podría interpretar mal su negativa a colaborar.
Se rindió. El interrogatorio no estaba saliendo como yo esperaba. Llamé a Galbis para que tomara nota.
—De acuerdo —dijo, tratando de sobreponerse—. Pregunte. Intentaré contestar con claridad, aunque no le prometo nada: estoy hecho un lío.
Lo hice ya sin ambages, con la solemnidad que se espera de un miembro de mi profesión, insistiendo en marcar mucho las formas y las distancias. Con aquel cura el tono conmiserativo no causaba ningún efecto. Además, no estaba allí para ayudarle, sino para instruir un doble asesinato y quién sabía cuántos más.
—Recapitulemos, por favor: por lo que usted ha declarado, señor Andueza, infiero que puede confirmarme que el cadáver que se halla tendido en el suelo de aquella ermita, justo a la derecha de la entrada, con la cara desfigurada, es el del arzobispo de Pamplona, monseñor Blas de Cañarte.
—En efecto, es, como usted dice, el cadáver de su eminencia… Sí, es su cadáver. Es él.
—Muy bien, el primer cadáver es el del arzobispo. ¿Conoce usted la identidad de la otra persona fallecida, la que reposa bajo el altar de la ermita?
—Me temo que sí, aunque no lo sé con certeza. En realidad, llevo pocos meses en este cargo y nunca le he visto personalmente. He vivido en Roma hasta Navidad; fui allí a redactar mi tesis doctoral en Teología. No sé… De verdad, no lo sé con certeza…
—Muy bien, tranquilícese. ¿Quiere un poco de agua?
—¿Agua? ¡No, no!
El clérigo rompió a llorar nuevamente. A la rabia por caerme aquel caso, se sumaba ahora la de tener que contemplar el comportamiento de un hombre humillado en sus horas más bajas. Que fuera cura, no hacía sino agrandar mi coraje. Estaba segura de que él recordaría esos malos momentos toda su vida. Le tendí otro pañuelo de papel. Luego, lo pensé mejor y le pasé el paquete completo. El remedio agudizó la enfermedad. Sus sollozos incontrolados comenzaron a penetrar en mis neuronas, me pedían a gritos que detuviese el interrogatorio, si no por justicia, al menos por caridad. Pero no podía hacerlo; no con el cadáver mutilado del arzobispo en mi jurisdicción y estando de guardia. Era un hombre respetado en la comunidad, y en cuanto la noticia se difundiese, se me complicaría aún más la vida. Quedaba además el asunto de su dedo.
—Intentaré ser lo más breve posible, pero es preceptivo que averigüe todo lo que pueda. En otro caso, el culpable podría quedar impune y entiendo que ni usted ni yo querríamos que pasase eso.
—¿El culpable? ¡No tiene que buscarlo, lo tiene delante! —argüyó con gesto que tomé por teatral, aunque decidí de inmediato comprobarlo.
—¿Quiere confesar? —espetó el agente Galbis, para arrepentirse de inmediato.
Hice como si no le hubiera oído.
—Don Lucas, escúcheme atentamente, por favor. Es importante que entienda lo que voy a preguntarle. —Me detuve unos instantes, para que el cura comprendiera la importancia de la pregunta—. Si prefiere, esperamos a que llame a su abogado…
—No me hace falta ningún abogado —replicó, orgulloso.
—De acuerdo, padre Andueza, queda constancia de que renuncia expresamente a ese derecho. Así pues, le pido que me conteste: ¿apretó usted el gatillo del arma que mató al arzobispo Blas de Cañarte?
—¡Por Dios, qué cosas dice! ¡Él era el arzobispo, mi arzobispo!
—¿Lo hizo o no, padre Andueza? —insistí con gesto adusto.
—¡Por supuesto que no, señoría! ¿Cómo podría hacer semejante barbaridad?
—Don Lucas, ¿indujo usted a otra persona a que lo hiciera? ¿Otro apretó el gatillo en su nombre o en su beneficio?
—¡Se ha vuelto usted loca, señora! —fue su respuesta.
—Creo que no, pero, tras sus respuestas, que juzgo sinceras, las conclusiones son muy simples: si usted no apretó el gatillo de la escopeta que mató al arzobispo ni indujo a otro a hacerlo, lo que ha ocurrido no es culpa suya. Es un crimen que usted no ha cometido, ni más ni menos. ¿Me comprende? ¿Está de acuerdo?
—Sí, lo estoy. Sin embargo, ahora no quiero entrar en asuntos personales. Estoy muy afectado.
—Por favor, padre, ¡ayúdeme! ¡Necesitamos conocer los detalles para poder continuar! Ha mencionado usted a un rehén. ¿Quién es el rehén? ¿Es el otro clérigo que está tendido junto al altar?
—Creo que será mejor hablar más tarde, señoría. Me encuentro algo mareado.
—¡Por favor! ¡Sólo le pido un último esfuerzo!
—Me temo que tendrá que ser con mi abogado. Ahora me doy cuenta del aspecto que tiene todo esto. Me encuentra usted en una ermita junto a los cadáveres de dos hombres horriblemente asesinados. Estoy confuso y manchado de sangre. Es normal que usted piense lo que está pensando.
—No estoy pensando nada, don Lucas. Si usted es inocente, no tiene nada que temer de mí ni de la justicia. Por supuesto que le protege el derecho a declarar junto a su abogado, pero ninguna de las preguntas que le formulo está destinada a inculparle. Sólo quiero aclarar las cosas, únicamente…
—Supongo que esas frases se las soltará a todos los que se encuentre junto a los cadáveres. ¿Ha oído como suena? ¡Junto a los cadáveres!
—Muy bien, esperaremos a que llame a su abogado. En todo caso, si le sirve de algo mi opinión, yo no creo que usted tenga nada que ver con estos hechos —mentí. Es ya una costumbre—. Creo que usted no es más que otra víctima de unos sucesos terriblemente desafortunados. Entiendo que esté desorientado y cansado. Juzgo que se siente culpable por no haber sido capaz de detener al asesino, aunque en su fuero interno sabe que él, y no usted, es el culpable.
Frunció el ceño. Tras sus gafas de miope, sus pequeños ojos de insecto se clavaron en mí:
—¿De verdad es eso lo que cree, señoría? ¡Dígame por qué!
—Quiere saber el porqué… —reflexioné unos minutos, y contesté con sinceridad—. Bien, se lo diré: si fuera usted culpable de esos hechos, no se habría quedado aquí, esperando a que llegáramos. Además, oyeron salir a alguien huyendo. Y usted no ha huido, aunque podía haberlo hecho, ya que tiene un coche aparcado cerca.
—¡Sí, un coche! ¡Yo también lo oí! ¡Era un coche potente! Uno bueno, el motor sonaba muy bien.
—¿No quiere que cojamos a ese hijo de mala madre, padre Andueza? ¡Dígame quién es el rehén!
—Creo… No lo sé… —farfulló.
Seguía dudando. Empleé una táctica nueva.
—Muy bien, ya veo que no quiere colaborar. Supongo que conocerá a algún abogado de confianza. No hay buenos penalistas en Pamplona ya que, habitualmente, no los necesitamos, pero, en fin, puede ir a la capital.
Mi estrategia produjo efectos inmediatos.
—¡No, no! No me ha entendido. No es que no quiera colaborar sino que no sé con seguridad de quién se trata. Creo que es el abad de San Salvador de Leyre, del monasterio benedictino, pero…
—¿Cree? —inquirí, al tiempo que pensaba en el dato que acababa de proporcionarme.
Desde luego, cuadraba con la cruz pectoral y la edad del fallecido.
—Bueno, la nota que venía junto al dedo decía que era un vicario. Investigamos en la diócesis. Buscamos a todos aquéllos que podían tener alguna autoridad y él era el único que faltaba. Por eso dedujimos su identidad. Pero no lo conozco. Nunca lo había visto, he vivido en Roma hasta hace sólo unos meses.
—Sí, sí, eso ya lo ha dicho —cortó Galbis, impaciente.
Yo guardé silencio.
—Lo siento, no puedo ser más preciso —se disculpó el secretario, apretando uno de los pañuelos contra sus ojos—. La hipótesis del arzobispo, y también la mía, era que el vicario secuestrado era el abad de San Salvador de Leyre.
—De acuerdo, lo comprobaremos. ¿Podría usted repetirme lo del dedo? Antes habló de él, pero no mencionó ninguna nota.
—Ayer sábado, por la mañana, recibimos un dedo humano en una estrafalaria caja con forma de ataúd; con ella venía un pergamino que llevaba grabadas unas frases en latín y en arameo.
—¿Arameo, habla usted arameo?
—¡No, por supuesto! Sólo conozco una o dos palabras, pero el arzobispo era un especialista.
—Pero usted sí comprende el latín.
—Eso sí, señoría. Pese a todo, las frases no eran muy precisas. No obstante, comprendimos que con ellas se nos informaba que habían secuestrado al abad del monasterio de Leyre y pedían un rescate. El obispo quiso pagar su liberación y aquí encontró la muerte.
—Entiendo —dije presa de una inexplicable excitación.
El caso se complicaba. Mi vida se complicaba. ¿Cómo podía tener tan mala suerte? ¡Yo que esperaba una guardia tranquila, un día de sol, un impasse!
—Entonces, padre, usted cree que se trata de un secuestro perpetrado para obtener un rescate que, por algún motivo desconocido, se complicó.
—En realidad, señoría, no sé muy bien qué creer. Pero, si pide mi opinión, en honor a la verdad debo decirle que no.
—¿Cómo dice?
—Digo que no creo que sea un simple secuestro.
Me quedé sin habla. ¿Qué podía haber peor que un intento de secuestro con dos cadáveres?
—¿Habían recibido últimamente alguna amenaza? —preguntó Galbis al ver que yo guardaba silencio.
—¿Últimamente? —el clérigo se quedó pensativo unos segundos—. Creo que últimamente nos hemos mantenido dentro de la normalidad.
—Perdone, padre, ¿eso significa sí o no? ¿Qué es para usted normalidad?
—Verá, señoría, muchos días, casi todos los días, llama alguien haciendo una broma, pero son mensajes inofensivos. Es como tirar piedras a las ventanas de los colegios o a las farolas; hechos lamentables que, no obstante, son comprensibles a algunas edades.
—Entonces debo inferir que han recibido alguna llamada amenazadora en las últimas semanas.
—En efecto, así es.
—¿Hombre, mujer, joven o anciano, nacional o extranjero? ¿Puede darme algún dato más concreto?
—Suelen ser hombres, aunque a veces lo hace alguna mujer, de mediana edad, casi siempre con acento español.
—¿Y cuál ha sido el mensaje, el texto de las amenazas?
—Nada que se salga de lo común. Insultos a los curas, a la Iglesia, al celibato…
—¿Algún seminarista resentido, por ejemplo?
—Es difícil de precisar, aunque yo diría que no. Si hay alguien resentido, antes de insultarnos suele venir a hablar con el arzobispo. Últimamente no ha habido visitas de ese género. En fin, no sé, ésta es una dura vocación, no todos pueden con ella, no todos aciertan al escuchar la llamada. Si se han equivocado se van, y vuelven a ser cristianos corrientes, no tienen por qué…
—Matar al arzobispo, comprendo. Padre Andueza, ¿qué habían exigido a cambio del rehén? ¿A cuánto asciende la prenda del rescate?
—¡Era algo… imposible!
—¿Qué cantidad, padre? Dentro hay mucho dinero.
—No pidieron dinero, señoría. Las exigencias eran entregar el relicario del Lignum Crucis de la diócesis.
—¿Un relicario? ¿Todo esto por un relicario? —estallé.
—Así es, pero no pedían un relicario cualquiera. Es una obra excepcional, gótico francés, de gran valor material y mayor valor espiritual, que perteneció a la Corona de Navarra.
—¿Se lo dieron?
—Sí. El arzobispo retiró la reliquia, que está a buen recaudo en el palacio arzobispal, y trajo consigo el relicario.
—La pieza de la que me habla, ¿es la que hemos encontrado junto al cadáver del arzobispo? —pregunté nerviosa.
Su contestación fue escueta y seca:
—Así es.
—¿Por qué iba alguien a abandonar una obra que, como usted acaba de decir, es tan valiosa?
—No puedo contestar a eso, señoría; lo desconozco.
Me armé de paciencia y volví a la carga.
—Muy bien, como quiera. Déjeme que le plantee mis dudas. Le ruego que me ilumine: estoy en tinieblas y necesito ver la luz —dije con ironía—. El relicario era el precio, ¿lo he entendido bien, padre?
—Perfectamente, señoría.
—Y el arzobispo y usted vinieron a pagar el precio.
—En efecto
—Entonces, ¿por qué trajeron también dinero? —pregunté recordando la escena, con aquel billete flotando sobre la sangre oscura.
Esta vez se tomó unos segundos para contestar:
—Su eminencia creyó que así les convencería y se olvidarían del relicario. Iba a ofrecerles el dinero, por si lo sabían… En fin, no puedo hablar de eso… ¡Yo le avisé que no funcionaría, pero no me hizo caso!
—Disculpe, pero sigo sin comprenderlo, ¿por qué iban ustedes a ofrecerse a pagar más de lo que se les exigía? ¡No tiene ningún sentido! Si no hubieran traído el relicario, sería lógico, pero trayéndolo… Confieso que no acierto a adivinar los motivos.
El secretario episcopal guardó silencio y bajó la vista.
—¿No me contesta, padre?
—Lo siento, no tengo contestación para eso, señoría; así es como lo dispuso el arzobispo y así es como se hizo.
—Pero usted era su secretario personal; debió de participar en esto…
—Era su secretario, pero no me permitía participar de sus decisiones. Las tomaba él solo casi siempre.
—De acuerdo, señor Andueza, dígame: ¿por qué, habiendo sido ustedes tan generosos, los secuestradores no se llevaron ni el relicario ni el dinero?
—Lo desconozco, señoría.
—¿Sabe usted cómo se llama, padre? ¿Conoce su nombre completo?
Me miró con extrañeza.
—Por supuesto que lo sé: me llamo Lucas Andueza del Castillo —respondió altivo.
—¡Menos mal! Al escuchar sus variadas respuestas, por un momento he llegado a sospechar que había olvidado la cabeza en el interior de la ermita. Ya veo que no… Bien, veamos, ¿cuánto dinero les ofrecieron? No se preocupe, puede contestar; este interrogatorio es confidencial —aclaré, tratando de tranquilizarle sobre las consecuencias jurídicas de su respuesta.
—También lo desconozco, señoría, el dinero lo preparó el arzobispo. Lo único que sé es que no causó el efecto que esperaba. Tanto él como el otro clérigo están muertos.
—Ese dinero, padre, ¿procedía de la diócesis? ¿Son recursos de la Iglesia los que están diseminados por la ermita?
—Lo siento, tampoco puedo hablar de eso.
—¿Por qué? —pregunté, enfadada.
—Acerca de estos asuntos, tengo vedado pronunciarme.
—¿Quién se lo prohíbe?
—Mis sagradas promesas. He conocido esos extremos en confesión… Debo guardar el secreto.
—¡No me joda! —exclamó Galbis.
No le reñí; en realidad, yo había pensado lo mismo, aunque con una expresión más afortunada.
—¿Quién se ocupa de los dineros de la diócesis? —inquirí.
—La administración concreta de los bienes de la Iglesia corresponde a la persona jurídica a la que pertenecen, señoría; es decir, al obispo competen los bienes diocesanos; a los párrocos, los de las parroquias. Normalmente, los obispos nombran a un administrador para esos fines, que les rinda cuentas cada año de su gestión.
—¿Por qué dice normalmente, es que en Pamplona no se aplica ese principio?
—Sí, señoría, se aplica. Lo que ocurre es que el administrador diocesano falleció hace unos meses y aún no se ha nombrado un sustituto.
—De manera que, en este caso, el arzobispo es el único responsable de los fondos.
—Así es.
—De acuerdo, lo investigaré —contesté muy tranquila.
Ni siquiera los secretos de confesión son capaces de ocultarse a los ojos de la real Hacienda.
—Una última cosa, don Lucas: en el monasterio de Leyre, ¿tienen noticia de estos hechos?
—Me temo que no, al menos no que yo sepa, señoría.
—¿Me quiere hacer creer que ustedes no les informaron?
—Don Blas pensó que era mejor confirmar la noticia antes de llamarles. No servía de mucho asustar a los pobres monjes si no teníamos certeza de que el secuestrado fuera su abad. En el monasterio de Leyre creen que su superior ha ido a visitar a su hermana enferma que vive en el sur de Francia.
—Muy bien, don Lucas, descanse unas horas. Hablaremos por la tarde. Creo que tendrá que contarnos muchas más cosas, pero pueden esperar. Vuelva a su casa. Recuerde los detalles; con el tiempo suelen emerger. Le agradeceré que tome nota por escrito de todo lo que se le ocurra, por insignificante que parezca. Cuando uno está confuso, se olvidan los pensamientos. El agente Galbis le tomará los datos y nos pondremos en contacto con usted para que declare. Le llamaré esta misma tarde.
—De acuerdo, le facilitaré el número de mi móvil. Prometo anotar todo lo que recuerde.
Ya me marchaba, cuando me di cuenta de que no había formulado una pregunta esencial. Desanduve el camino y me encaré de nuevo con el clérigo, sin preámbulos de ningún tipo.
—¿Por qué no llamaron a la policía?
El cura se ruborizó.
—¿Cómo dice, señoría?
—Digo que por qué usted o su superior no llamaron de inmediato a la policía. Un secuestro, un dedo, un hermano en la fe, la petición de un rescate… ¿Por qué no llamaron pidiendo ayuda? Habría sido lo lógico. Él no sabía manejar algo así.
—Ya no sirve de nada, pero ha de saber que yo le aconsejé vivamente hacerlo.
—Pero, por lo que veo, su arzobispo no escuchó el consejo.
—Desgraciadamente, no.
—Quiero saber las razones, padre Andueza.
—¿Razones? Ya sabe cómo son estas cosas…
—No, padre, no lo sé; dígamelo usted.
—Bueno, siempre existe el riesgo de que el secuestrador se entere y de que, avisando a la policía, contribuyas a la muerte del rehén.
La rabia se enroscó en mi garganta. Hube de respirar profundamente para que mi voz sonara tranquila.
—Estoy cansada, padre, y no creo que pueda descansar en breve. De modo que no me haga perder el tiempo, contándome estupideces, ¿vale? Quiero conocer las razones por las que su jefe decidió no llamar a la policía y las quiero ahora. O venga con un buen abogado y aténgase a las consecuencias.
Respondió de inmediato y sin circunloquios.
—Fue por la nota, señoría.
—¿Se refiere a la nota del rescate?
—Sí, me refiero a la nota que recibimos junto al dedo. Estaba escrita en latín y arameo.
—Eso ya me lo ha dicho.
—Lo sé, pero me ha pedido razones y yo se las doy: el latín y el arameo explican que no llamáramos a la policía.
—Don Lucas, reconozco que es una extraña forma de pedir un rescate, pero no acierto a entender qué importancia tiene y, sobre todo, por qué el uso de esos idiomas les impidió hacer lo correcto.
—El latín es un idioma muerto, señoría, sólo lo emplea la Iglesia, que lo tiene como lengua oficial… El arzobispo quiso disponer de más tiempo para recabar información precisa.
—¿Está usted insinuando que barajaban la posibilidad de que el ataque viniera de dentro? ¿De sus propias filas?
—Sí, así lo creyó don Blas y, por ello, decidió averiguar algunas cosas antes de llamar a la autoridad competente.
—¿Y llegaron a ese convencimiento únicamente por el latín?
—Únicamente no, claro.
—¿Cuáles eran los demás indicios?
—Bueno, la palabra «Sacramento» estaba escrita con mayúscula.
—¿Sacramento?
Al padre Andueza le abandonó el color súbitamente.
—Me temo, señoría, que no le he contado toda la historia. No ha sido mala intención, se lo aseguro. Simplemente, no me había acordado de ello hasta ahora.
—Vale, haré que le creo. Pero le aconsejo que se dé prisa y que sea convincente; en este momento, su crédito es bastante escaso.
Escuché en silencio el relato de la cada vez más inquietante historia. Luego, con la angustia en el alma, me fui en busca del forense. Necesitaba hablar con alguien. En el pórtico de la ermita, me topé con los de la policía científica, con sus guantes de látex y sus potentes cámaras fotográficas escupiendo destellos en cada esquina. Me saludaron sin mucho afán; aunque era su trabajo, no estaban acostumbrados a tanta violencia gratuita. Busqué entre ellos a Ramiro. Descansando sobre el muro, las manos hacia atrás, el pie apoyado en la pared, parecía sumido en hondas reflexiones. Al verme, se acercó con un gesto animoso.
—¿Qué tal el curita, cantó?
—No toda la sinfonía, pero lo suficiente. Si se confirma su testimonio, es posible que empecemos a ver la luz. Dice que la macabra escena es el resultado de un secuestro que, por motivos desconocidos, ha concluido funestamente. Alguien, el cura no sabe quién o quiénes, retuvo contra su voluntad a un abad, cree que el del monasterio de Leyre, exigiendo un rescate al arzobispado. Curiosamente, pese al montón de dinero que has podido ver ahí dentro, la prenda que debían entregar era un relicario de no sé qué siglo custodiado en el Museo Catedralicio. Les enviaron un dedo para motivarles a entregarlo.
—¿Te refieres al templete que hemos encontrado dentro, con el que tú tropezaste?
—El mismo.
—¿Y dices que el que está junto al altar es el abad del monasterio de Leyre? —preguntó Ramiro, llevándose las manos a la cabeza.
—Eso parece. Al menos, ésa es la hipótesis más probable del cura secretario.
—Amén de por la cruz pectoral que tú señalabas antes, cuadra que sea un religioso por las marcas de cilicios que tiene en las piernas y los latigazos grabados en su espalda, ambos antiguos. Sin embargo, resulta curioso.
—¿Curioso, qué es curioso, Ramiro? ¿Tienes otra identificación?
—No, no se trata de eso. Ven, vamos para allá y hablamos —dijo señalando con el dedo en dirección a un descampado contiguo—. Aquí no puedo fumar.
Anduvo delante de mí como si tratara de llegar pronto a una cita. Ésos son los efectos de la nicotina en el ánimo; yo los conocía bien. Le seguí en silencio. Cuando encendió el cigarrillo y aspiró profundamente el humo, se fue de la lengua y me dio su opinión.
—Digo que es curioso, Lola, porque los monjes de Leyre pertenecen a la orden benedictina y, por tanto, no dependen del arzobispo.
—Son curas y frailes, ¿no? ¿De quién van a depender, si no es del ordinario de la diócesis? —pregunté.
—¿Qué nota sacó su señoría en Derecho canónico?
—Saqué notable… pero, confieso que copié descaradamente. Nunca me gustó esa asignatura. Además, fue hace mucho tiempo…
—Pues mientras copiabas, te perdiste el capítulo que explicaba las relaciones entre las órdenes religiosas y los obispados.
—Refréscame la memoria, Ramiro.
—Es un placer, señoría. Verás, muchas órdenes religiosas no están sometidas a la autoridad del obispo diocesano, sino a la de un superior, nombrado por la orden misma y, en última instancia, dan cuenta al papa. Como prelados, los abades tienen rango inmediatamente inferior a los obispos, pero, dentro de los límites de su territorio, poseen, con pocas excepciones, todos los derechos, obligaciones y privilegios de un obispo.
—Lo que me estás queriendo decir, Ramiro, es que van por libre.
—Con relación al obispo, sí.
—¡Qué cosas se aprenden en esta profesión! Yo pensaba que en la Iglesia la autoridad era irrenunciable. No sabía que un monasterio pudiera nacer y mantenerse creando sus propias normas.
—En realidad, no es exactamente así. Los monasterios son autónomos; mantienen su independencia en todo lo relativo a costumbres, tradiciones, actividades, estructuras, etcétera, pero sí viven bajo una autoridad. Normalmente, los distintos monasterios regionales o nacionales se unen en una especie de confederación, bajo la autoridad común de un Capítulo general y de un abad presidente, sin renunciar por ello a su independencia. Por ejemplo, en Leyre al abad se le elige democráticamente con dos tercios de los votos del Capítulo. La Santa Sede confirma al nuevo abad, sin que el arzobispo tenga ninguna misión en esa elección.
—Vale, ¿y eso qué tiene que ver con nuestro asunto? No sé adonde quieres ir a parar.
—Lo que sugiero, Lola, es que se equivocaron de fiador…
—¿Lo que estás insinuando, Ramiro, es que la petición de rescate debiera haberse hecho al superior de la congregación benedictina y no al arzobispo?
—Exactamente. El rescate debería haberse exigido al abad primado, en este caso, al de la abadía de Solesmes, en Francia, o a la abadía misma: San Salvador de Leyre posee relicarios, ostensorios, cálices y otras piezas de orfebrería de valor similar al relicario demandado.
—¡Eres una caja de sorpresas, Ramiro! Para ser forense, sabes mucho de arte sacro y de órdenes religiosas.
—Estar casado con una navarra, profesora de historia del arte, causa este tipo de estragos, Lola —bromeó—. En fin, es sencillo, yo he aprendido algo de la materia escuchando a Chiqui, del mismo modo que tú has hecho lo propio con la medicina, escuchando a Jaime.
—Sí, eso es verdad. Bueno, resumamos… Según tu opinión, aunque el que está tendido ahí dentro es el arzobispo, no tenía que haber sido él.
—En efecto, eso es lo que pienso.
—Curiosamente, Andueza me ha dicho que su arzobispo creía que todo esto tenía algo que ver con él directamente. Es decir, no con su cargo, sino con su persona. Quizás él se hizo las mismas preguntas que estamos haciéndonos tú y yo en este momento… ¡Un interrogante más entre los muchos que se han planteado!
—¿El cura ha dejado muchos cabos sueltos? —preguntó el forense.
—Sí, se ha agarrado a la confidencialidad de la confesión y no suelta prenda. ¿Te das cuenta del tamaño de mi mala suerte?
Ramiro me miró con cara de pena y exhibiendo una irónica sonrisa, dijo:
—Sí, querida mía, definitivamente estás gafada. Estimo que un caso como éste acontece en la pacífica Navarra cada 300 o 400 años y, mira por dónde, te ha tocado instruirlo a ti.
—Bueno, con estos bueyes habrá que arar. Y de lo de dentro, ¿qué más me cuentas?
—Que el asesino es cuidadoso, presumido y que calza un 45.
—¡Espera, espera, que me pierdo! ¡Vamos por partes!
—De acuerdo, vayamos por partes; primero: el asesino es cuidadoso, no ha dejado ni una huella; aun así, no contaba con el polvillo que el tiempo deposita indefectiblemente en los sitios cerrados. El sujeto calza un 45. Eso quiere decir que es grande; además, debe de ser fuerte para poder desplazar el cadáver, si es que es uno solo, y eso es lo que demuestran las huellas.
—¿Desplazar el cadáver? ¿Piensas acaso que al abad no le mataron aquí?
—Puede que sí o puede que no, pero, desde luego, a ese cadáver lo arrastraron por la ermita y, probablemente, lo colocaron cuidadosamente en su posición… Se ve el rastro a simple vista, junto a sus huellas.
—Las del número 45.
—Sí, aunque en realidad hay otros dos juegos de huellas. Tenemos que confirmarlo, pero creemos que el primer par pertenece al cura; el segundo, al labriego que encontró los cadáveres.
—¿Y las huellas del arzobispo?
—No hay huellas suyas en el pasillo.
—¡Qué raro! Si no hay huellas suyas es que no le dejaron siquiera entrar. Si el abad estaba tendido bajo el altar, lo lógico es que se hubiera acercado a socorrerle, como hicieron las otras dos personas que entraron.
—Sí, eso habría sido lo lógico, pero no hay huellas del arzobispo por el pasillo; sólo tres pisadas en la entrada.
—Debían de estar esperándole y, al verle, sin mediar palabra, le descerrajaron dos tiros.
—Sí, es probable que ocurriera como lo cuentas. Quizás el secuestrador se asustara al verle; quizá le pilló desprevenido. ¡Vete a saber!
—Vale, lo estudiaremos. Las huellas del 45, las del labriego y las…
—Del curica…
—De curica, nada, Ramiro. Dice que es el secretario del arzobispo.
—Vale, pues las otras huellas son de su excelencia el secretario. Pisó la sangre del arzobispo y su propio vómito y llevó el rastro allá donde fue.
—¿Y dónde fue?
—Lo que narran sus huellas es que se acercó al altar y luego volvió sobre sus pasos, moviéndose en círculos alrededor del cadáver del arzobispo, un movimiento histérico diría yo.
—Es decir, que los criminólogos piensan que el asesino es uno solo.
—Bueno, opinan que, quien fuera, entró solo en la ermita, que no es lo mismo.
—¡Esto huele fatal! —dije, sin atreverme a pronunciar las palabras que tenía en mente.
—¡Aciertas, Lola! Secuestro, extorsión, arte sacro, miembros amputados…
—¡A mí me huele a Europa del Éste, Ramiro! Esos individuos se ganan la vida de esta manera.
—Puede que sí o puede que no.
—Explícate.
—Antes te decía que el asesino es presumido…
—Es cierto, lo había olvidado.
—Pues lo es: en la ermita huele a colonia. Cara, de las que mantiene el perfume. Yo diría que Esencia de Loewe; lo sé porque yo mismo la usé durante una temporada.
—¿A colonia? ¿Cómo que huele a colonia? ¡A mí el hedor de ahí dentro casi me arranca el vómito!
—Te lo aseguro, Lola, creo que huele a Esencia de Loewe. Tengo un olfato finísimo y estoy acostumbrado a detectar olores. Repito, esa colonia es cara, de las que dejan rastro, como reza el anuncio. No creo que los monjes benedictinos usen ese tipo de colonia, ni tampoco que lo hagan los obispos, por tanto debemos suponer que pertenece al asesino. Sinceramente, no me veo a unos rusos despiadados perfumándose con Esencia de Loewe.
—No, eso es verdad… Lo del coche es otra cosa; a los mafiosos les gustan los coches caros.
—¿Qué es eso del coche?
—El cura dice que oyó salir a toda prisa a un coche potente; dice que sonaba muy bien. Como bien sabes, a mí no me gustan los coches, pero supongo que querría decir que es un coche de alto precio.
—¿Cuánto dinero habían pedido?
—Como te decía, no habían pedido dinero, sino obras de arte de la catedral de Pamplona.
—¡Es cierto, me lo habías dicho ya! Algún coleccionista caprichoso. Oye, Lola, y entonces, ¿qué hacen ahí dentro tantos billetes?
—Un regalo del arzobispo.
—¿Tú lo entiendes?
—No, Ramiro, en absoluto.
Ambos nos quedamos callados unos instantes. Sudábamos; el calor apretaba en aquel altozano desprotegido y bellísimo. El pulcro brillo del sol y el impecable cielo, sin rastro de nubes, hacían olvidar las miserias del mundo, que yacían ocultas bajo aquellos muros de piedra cargados de historia.
—¡Qué precioso paisaje! —exclamé con la vista fija en el cóncavo infinito—. Estas cosas no deberían pasar en días como éste.
—Sí, es un día magnífico para ir de excursión.
—¿Cómo dices? —contesté extrañada.
—Mira hacia la carretera, Lola. Viene un autobús; lleva un cartel de transporte escolar. Seguro que esos chavales vienen a ver las ruinas romanas y a pasar el día.
—¡Pues la hemos hecho buena! —chillé.
Dejé a Ramiro con la palabra en la boca y salí corriendo en dirección a Galbis, que no se había dado cuenta de la visita. Cuando llegamos, una veintena de niños (entre diez o doce años) había descendido del autobús, diseminándose por la explanada. Algunos, los más atrevidos, habían cruzado la cinta azul y blanca con el habitual letrero —«POLICÍA. PROHIBIDO EL PASO»— y se acercaban a la ermita.
—¡Lo siento, no se puede pasar! —chilló Galbis—. ¡Todos de nuevo al autobús!
Sólo dos de los niños le obedecieron; el resto siguió curioseando sin prestar la menor atención a la voz de mando. Por fin, un adulto bajó del autobús y se dirigió a Galbis.
—Buenos días, soy Josu Serrano, profesor de estos chavales. Venimos de excursión para visitar…
—Lo siento, señor Serrano, pero esta zona está clausurada por orden judicial. Le ruego que se lleve inmediatamente a sus alumnos de aquí, antes de que estropeen la escena.
—¿La escena… la escena de qué? ¿Es que ha pasado algo grave? Nosotros venimos de Pamplona… —preguntó curioso.
—La escena, señor. Le ruego que saque a sus chicos de aquí de inmediato. ¿Me comprende? De inmediato.
El profesor lo hizo de manera más o menos diligente, pero ya era inútil. La mitad de los niños llevaba móvil con cámara incorporada; la otra mitad, incluyendo al profesor, disponía de cámara fotográfica. Eso significaba que en pocas horas la prensa estaría husmeando el asunto y que en la portada de la edición matutina de todos los periódicos podríamos leer la crónica de los asesinatos.
—¿Sabes qué estoy pensando, Lola? —terció Ramiro.
—Imagino que lo mismo que yo: éramos pocos y parió la abuela.
—Bueno, eso también. Pero, sobre todo pensaba en que con un arzobispo y un abad oliendo a podrido, un relicario de por medio y la prensa husmeando, te hará falta un buen inspector. Y el que acaba de llegar vale su peso en piedras.
—¿Ha llegado un inspector? —pregunté extrañada.
No se había presentado ante mí, lo cual era preceptivo, ya que estaría bajo mis órdenes,
—Sí, Álvarez ha llegado hace un rato. Está dentro de la ermita, curioseándolo todo. Ya sabes cómo es.
—¡Álvarez! ¡Maldita sea! Pues por eso no paso, desde luego. ¡No, no señor!
—Yo no lo dudaría… En fin, señoría, ¿me das la orden de levantar? Tenemos mucho trabajo y el calor hará irrespirable el viciado aire de la ermita.
—De acuerdo, levantamos y tú mañana te vas a visitar al dentista.
—Mañana, mañana… —dijo imitando a un vampiro.
—Acabemos; luego me voy al juzgado, llámame en cuanto tengas algo. ¡Ay, que me han robado el móvil! ¡Llama al de Jaime, se lo pediré prestado!
—De acuerdo, vamos allá. ¿Quieres una mascarilla?
—Sí, necesitaré una, pero antes me gustaría oler ese perfume.
—¡Lola, pero si todavía te va a gustar la patología forense!