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Comisaría central de policía, Pontevedra

Tarde del sábado, 12 de junio

—Inspector, mis técnicos han terminado de examinar los teléfonos que nos ha traído. Ninguno de ellos coincide con los datos que buscamos. Le presento a Santiago Barrios, jefe del equipo, él le aclarará todas las dudas —terminó, señalando al informático.

—En efecto, inspector —musitó éste—. Todos estos móviles están limpios, puros como patenas. En torno a la hora D, sólo uno de sus agentes realizó una llamada y fue a uno de sus números habituales. La conversación duró cinco largos minutos y su interlocutora era una mujer: yo apostaría por su novia. Si alguien le traicionó, desde luego, no fue con uno de esos aparatos.

Iturri trató inútilmente de ocultar su alegría. Preguntó:

—¿Tenemos algún dato que nos permita identificar quién hizo la llamada?

—Ninguno —respondió el especialista en comunicaciones, agitando su brazo derecho en el aire, como queriendo indicar la infinitud del dominio de las ondas—. Pero, si quiere saber mi opinión, resulta mucho más que probable que esas llamadas fueran un aviso y que el soplo saliera de aquí. He nacido en estas tierras. Le aseguro que nadie en su sano juicio se lanza al mar con viento del este, si no es para escapar de sus garras, inspector.

Levantando los talones hacia arriba como tenía por costumbre, Iturri dijo:

—Sí, es muy posible. ¿Ha comprobado los movimientos de las cuentas bancarias de mis hombres? —preguntó dirigiéndose al policía.

—Hemos hecho lo que usted nos indicó.

El agente insinuó una sonrisa, pero se contuvo, dejando el suspense en el aire.

—¿Algo destacable? —preguntó el inspector con voz ligeramente trémula.

La duda aún le acechaba.

—Bueno, todo se mantiene dentro de los límites de la normalidad.

Iturri respondió a la información mirando al agente inquisitivamente.

—Aunque el agente Strong tuvo un ingreso extraordinario de 9000 euros. He hecho las averiguaciones pertinentes: la entrada proviene de la apertura de un crédito.

—¿Otro más? ¡Por todos los santos! ¿Cuántos lleva?

—Según el banco, éste es el cuarto. Los tres anteriores permanecen activos.

—¡Maldita sea! ¡O este hombre educa a su esposa o ella acabará con él!

—Así es, inspector. ¿Y sabe qué es lo peor de todo? Que cuando su agente esté completamente exprimido, ella buscará otro pánfilo, dejándole el resto de su vida atado a una depresión y a una colección de créditos.

—De acuerdo, dejemos que Strong resuelva sus conflictos familiares y volvamos a nuestro asunto. ¿Algo más que reseñar de la investigación?

—No, nada más. Tendré redactado mi informe el lunes por la mañana.

—¿El lunes por la mañana? —preguntó Iturri extrañado.

—Sí; es tarde, querría irme a casa.

—Dejaremos el informe, no me importa que lo haga mañana o pasado mañana. Pero no puede irse de momento, todavía tengo otro trabajo que encomendarle.

—¡Inspector, es sábado! —protestó el policía.

Iturri paseó la vista por la estancia mientras contestaba en susurros.

—Lo sé, agente. Pero para usted que está de servicio y para mí, que siempre lo estoy, ese dato resulta irrelevante. —El agente bajó la vista, avergonzado—. Además, no le llevará demasiado tiempo.

—De acuerdo, ¿en qué puedo serle útil?

—Quiero que haga lo mismo que acaba de hacer, pero subiendo la escala. Ya tengo en mi poder la orden judicial… Ha de investigar la cúspide.

—¿A nuestros superiores? ¿A todos?

—No, sólo a aquéllos que tenían noticia de la operación. Pero en esta nueva fase, quiero que proceda a la inversa. Empiece por las cuentas, luego intervenga sus teléfonos. Y piense a lo grande: ya sabe, altos jefes, altas cifras.

—Es decir, que puedo buscar hasta en Suiza.

—Por ejemplo.

—De acuerdo, tiendo las redes de inmediato, aunque los peces tardarán en venir. Supongo que todo extraconfidencial.

—Supone bien… y cambiando de tercio, ¿hay nueva información sobre el otro asunto?

—Nada, inspector. Lo que nos dijeron de oído se confirma. Nadie tiene constancia de mafias organizadas procedentes del este de Europa o de otros emplazamientos que operen en la zona norte española empleando ese tipo de métodos. De ser así, habríamos oído algo. Es complicado mantener un secuestro en secreto. Para empezar, hay que buscar un lugar para ocultar a la persona sin levantar sospechas. Lo mismo le digo respecto al robo de obras de arte religioso. En fin, creo que en esa instrucción suya, hay alguna pieza que no encaja.

—Sí, eso mismo pienso yo. En todo caso, nos resta investigar el otro elemento. ¿Quién tenemos en sectas o en esoterismo que pueda orientarme?

—El mejor es Emilio de la Huerta. No sé por dónde anda en estos momentos, pero localizo su teléfono enseguida y se lo paso.

—De acuerdo, espero en ese despacho —indicó Iturri.

Cerró la puerta tras de sí y miró en torno. El lugar se asemejaba a la mayoría de las comisarías europeas que conocía. Impersonal y pulcro. Sólo un raído sofá de cuero resultó lo bastante distinto para llamar su atención. Sonrió, siempre le había gustado la forma del chester. Se sentó en él. La ventana estaba abierta y dejaba entrar una brisa húmeda que agradeció. Si hubiera estado en su despacho, habría puesto algo de música ligera. Era un buen antídoto para su estrés, pero hubo de conformarse con los sonidos exteriores. Echó la cabeza hacia atrás y buscó apoyo en el respaldo de capitoné. Ya había conseguido controlar la furia despertada por la llamada del pederasta, aunque no se había repuesto. Quería olvidarse de eso. Pese a verse obligado a auxiliar al arzobispo, iba a tomarse unas merecidas vacaciones. Debería estar contento por ello; sin embargo, había algo que le inquietaba, una sensación interior que lo mantenía despierto. Juan Iturri conocía qué era. Un escalofrío recorrió su cuerpo, mientras aquella voz interior le recriminaba su deseo.

Iturri había conocido a Lola MacHor en aciagas circunstancias. Entonces ella no era jueza, sino una simple abogada acusada de un delito que no había cometido. Le habían asignado el caso.

Hasta que se topó con Lola, en el alma de Juan Iturri no había lugar para sentimientos. Hoy estaba aquí, mañana allí, siempre en ningún sitio. No había sido por falta de ocasiones, más bien por una convicción racional. Se sabía un buen sabueso y aspiraba a progresar y a llegar a la cima. Allí el amor podía interpretarse como un símbolo de debilidad, casi una enfermedad. No obstante, desde que se topó con la jueza MacHor, padeció el mal con toda virulencia.

Según los clásicos cánones de belleza, Lola no era una mujer hermosa. Los rizos pelirrojos, las mejillas pecosas y la figura redondeada la alejaban de la estampa del figurín. Sin embargo, a Iturri le gustaba la forma en que Lola intentaba domar sus alborotados cabellos; su manera de llorar; la inclinación de la cabeza cuando le miraba; la dignidad con que se comportó cuando la conoció, pese a estar detenida y esposada; su ternura. Iturri recordaba todas esas cosas y muchas más. En realidad, los detalles que su memoria había guardado habían ido deformándose hasta elevar a Lola al altar de la perfección. Su olor a jazmín; sus frases entrecortadas con doble sentido; su voz, de timbre profundo y a la vez inocente… Todo aquello enmarcaba el retrato que conservaba en su corazón.

Sabía que su pasión estaba prohibida tanto por la moral al uso como por las circunstancias. Lola estaba casada y era madre de cinco hijos. Además, para su desgracia, amaba a su marido, Jaime. Éste, acostumbrado a su presencia, parecía no apreciarla. Al menos eso pensaba Iturri, eso era con lo que contaba en su haber.

La última vez que visitó al matrimonio, ella acababa de dar a luz a su última hija, nacida a destiempo. La deformidad de su cuerpo no hizo sino aumentar su encanto.

Iturri desconocía qué impresión causaba él en la juez MacHor, pero siempre había notado ternura en su mirada. No era amor, claro, pero estaba seguro de que existía algo; algo pequeño e incipiente, quizás indescriptible, pero algo. Desde que, con sus pesquisas y buen hacer, Iturri la librara de aquella acusación injusta, la jueza MacHor pareció cogerle un cariño especial.

A veces, soñaba con que Jaime moría en un accidente y ella se quedaba sola. Entonces, él iba a su encuentro y la abrazaba, y todo rodaba suavemente.

Pero Lola no era suya ni lo sería nunca. Salvo que ocurriese un milagro, tendría que conformarse con adorarla a escondidas. Ya había tomado la inútil determinación de tratar de olvidarla, cuando le pasaron la llamada.

—Al habla Juan Iturri.

—Buenas tardes, inspector: soy Emilio de la Huerta; Unidad Central de Crimen Organizado, Comisaría de Alcalá. Me dicen que anda buscándome.

—Así es, gracias por llamar. Quisiera hablar con usted unos minutos, si tiene tiempo: me gustaría recabar su opinión sobre algunos temas de su especialidad.

—Siempre estoy a disposición de los colegas de la Interpol. Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?

El timbre de voz del agente mostraba amabilidad, pero a la vez un innegable agotamiento. Iturri presumió que De la Huerta llevaba muchas horas encadenando casos.

—No le molestaré mucho, descubro en su voz que está usted exhausto —se excusó Iturri.

—¿Exhausto? —Al otro lado del teléfono, el agente se sumergió en sus pensamientos unos segundos y luego respondió—: En realidad, inspector, no lo estoy. ¡Si mencionando el agotamiento pudiera describir mi estado de ánimo, otro gallo cantaría! Pero no es así. No estoy cansado, ni agotado, ni exhausto.

—Perdone, inspector De la Huerta; no quise ofenderle.

—No lo ha hecho. Lo que ocurre es que no ha acertado con su diagnóstico. En realidad, me siento hastiado, descorazonado, rendido —confesó.

—Le comprendo.

—Me pregunto cada día, invariablemente, adónde va a parar este mundo nuestro. No sé si se ha dado cuenta, inspector, pero lleva su propia destrucción prendida en la solapa. ¡Nos vamos a la mierda sin remedio! Me comprende, ¿verdad?

—No quisiera que me juzgara como un soberbio si le llevo la contraria sin apenas conocerle, pero creo que se equivoca: en realidad, le hacen falta unas largas vacaciones.

—¿Sabe qué, inspector? Cada día me resulta más difícil llegar a casa. Mi esposa está a punto de dar a luz a nuestro primer hijo. Ella me echa en cara mi falta de ilusión. Sin embargo, no es así. No me falla la ilusión, lo que ocurre es que me sobra el miedo. Siento un miedo exasperante, casi enfermizo. ¿Qué le espera a ese niño que va a nacer? Le voy a colocar en medio de gentes sin escrúpulos de las que no va a poder defenderse. Mala gente. ¿Me entiende, inspector? ¡Sí, usted sí puede hacerlo! ¿No es así? ¡Estas leyes nuestras, a las que usted y yo servimos fielmente, no protegen más que a los delincuentes! No obstante, no protegerán a mi hijo de ellos.

Iturri dejó que hablara. Un agente de campo no tenía muchas ocasiones de abrir su alma y volcar su bilis al exterior.

—¿Tiene usted hijos, inspector?

Se esperaba la pregunta. Siempre la hacían los casados, la mayoría de las veces, aunque al parecer no en ésta, para quejarse del peso de las cargas familiares.

—Soltero, de momento —respondió de inmediato.

Llevaba el latiguillo bien aprendido.

—¿Y cómo lo resiste? ¿Toma tranquilizantes, bebe, se droga?

Iturri pensó fugazmente en su afición al coñac, pero de inmediato borró esa idea de la cabeza.

—Lo cierto es que hago algo más sencillo y más sano: pienso en los porcentajes; ellos me consuelan.

—¿Porcentajes? ¿Es usted el agente Iturri de la Interpol o me han pasado con el profesor de matemáticas?

—Emilio, lo que usted y yo nos vemos obligados a contemplar son los comportamientos desviados, los que se encuentran en las colas de la campana de Gauss. Muy separados del comportamiento normal, no representan más que una ínfima parte de las conductas ordinarias. Lo habitual, lo frecuente, lo que hace la mayoría es actuar decentemente y apreciarse los unos a los otros. Lo normal, lo frecuente es que las mujeres sean heroicas y, como la suya, tengan hijos, les quieran, les cuiden y den su vida por ellos. Lo normal, lo frecuente es que los padres como usted se alegren de poner una gota más de bondad y belleza en el mundo. Ése es el porcentaje correcto: el noventa y nueve por ciento. Pero usted y yo tenemos la desgracia de ver el mundo con el cristal de los descarriados, siempre de color negro, siempre lleno de dolor. De vez en cuando es conveniente pensar en el noventa y nueve por ciento restante.

—Sí, tiene razón, inspector. Lo siento, me ha pillado en un mal momento. Quizá sea verdad que estoy cansado. ¿En qué puedo ayudarle?

—En realidad, no lo sé. Tengo entre manos un posible robo sacrílego y me dicen que usted sigue ese tipo de cuestiones.

—En efecto, lo hago, pero necesitaría que enfocara algo mejor el objetivo.

—Pregunte, intentaré contestarle.

—Bien, veamos; cuando dice robo sacrílego, ¿está hablando de la sustracción de obras de arte religioso, de instrumentos de culto, de dinero procedente de los cepillos de las iglesias? ¿De qué se trata?

—Mi caso no se inscribe en ninguno de esos asuntos. Siento confesar que se trata de algo mucho más serio.

—Comprendo —atajó Emilio de la Huerta, imprimiendo la mayor seriedad a su respuesta.

—¿De veras comprende lo que quiero decirle? —preguntó Iturri extrañado.

—Sí, por supuesto. Es obvio; si no se trata de arte, y tampoco de dinero, sólo cabe una posibilidad: me está usted hablando del hurto de una hostia consagrada.

—En efecto, de eso estamos hablando. ¡Veo que no se han equivocado al pasarme con usted! ¡Está al día de estos asuntos!

—No es que esté muy puesto, como usted dice: es que el delito está a la última. Sin embargo, es curioso, inspector, esa categoría de cuestiones no suele llegar hasta nosotros. La Iglesia rara vez interpone una denuncia por profanación de hostias; la mayoría de las veces, porque lo desconoce; el resto, porque no se fía de nosotros.

—Para ser franco, inspector De la Huerta, debo decirle que el asunto es algo más complicado que lo que acabo de exponerle, pero pensamos que la pista de la hostia puede ayudarnos a despejar algunas incógnitas. ¿Qué puede decirme de ese tipo de robos?

—Estas actuaciones son propias de los ambientes satanistas, hoy en plena efervescencia. Aunque los periódicos nos recuerden a cada paso que éste es un país laico, lo sagrado vuelve a estar de moda. Y de la mano de lo sagrado, viene lo diabólico. Son movimientos que surgen con facilidad; sólo necesitan reunir algunos incautos, un poco de dinero y un pequeño local. Muchos se marchitan o se dividen en muy breve tiempo, tras las primeras orgías; otros, permanecen, crean relaciones entre países y ritos. Todo muy complejo. Y, en su punto de mira, naturalmente, las misas negras.

—¿Habla en general, o se refiere también a España?

—Hoy por hoy, nuestro país no es un territorio especialmente propicio; eso es cierto. La gente tiene aquí más cultura religiosa que en otros sitios. Ese tipo de rito prolifera sobre todo en Estados Unidos; en Inglaterra existen dos potentes organizaciones satánicas, también en Italia hay un número considerable de adeptos. Pero del mañana nada podemos decir.

—¿Y qué es lo que pretende esa gente? —preguntó Iturri, sorprendido.

—¿Quién puede saberlo? Hay grupos que dicen tratar de encontrar la armonía con las fuerzas ocultas de la naturaleza; otros que, simplemente, pretenden transgredir el orden establecido. Los hay que afirman adorar a un ser simbólico, poco importa que se llame Satán o Zeus. Finalmente, existen otros grupos, los más peligrosos, que definen su esencia como oposición al Dios de los cristianos. Son grupos muy dispares, pero es posible meterlos a todos en el mismo saco.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál es el criterio?

—Algún experto dijo que el satanismo se comporta siempre como una religión de la carne. Por ello, invariablemente dejan las mismas pistas: les gusta la noche, el ocultismo, las drogas, los hechizos, el sexo duro y variado, los cementerios, los niños y las jóvenes vírgenes.

—¿Y qué son exactamente las misas negras?

—Una burda y extravagante copia de las auténticas, inspector. En realidad, estas gentes son muy poco originales.

—¿Podría ser más preciso? —pidió Iturri—. No consigo hacerme a la idea.

—Es fácil; sus ritos son una grosera y estrafalaria imitación de una misa católica. Celebrante, diáconos, cirios, casullas, cáliz con vino, campanilla, espada… un crucifijo, colocado de manera invertida. Recitan oraciones en latín y otros idiomas, cantan, se disfrazan con vestiduras negras y grandes capuchas a lo benedictino. Naturalmente, en lugar de invocar el nombre de Dios invocan el de Satanás y sus demonios.

—¿Y la hostia consagrada?

—Como le decía antes, inspector, la esencia de estos movimientos radicales estriba en su oposición a la Iglesia de Cristo y a Cristo mismo. Por ello, roban o adquieren hostias para profanarlas de todas las maneras posibles. Le ahorro los detalles escabrosos; son ingeniería malévola que poco pueden aportarle. Lo que sí debo decirle, para que comprenda mis datos, es que esos ritos suelen acabar en orgías más o menos violentas. Sin ir más lejos, suelen emplear como altar el cuerpo de una mujer desnuda. Y en los casos más extremos, la sangre de un niño.

—¿Adquieren? ¿Dónde se adquieren hostias?

—En Internet, inspector. Hubo una línea abierta hace unos meses. Se cerró porque los católicos finalmente tomaron cartas en el asunto. Aun así, durante el proceso se intercambiaron varias de ellas. Siete para ser exactos; supongo que se emplearían en alguna de sus orgías. Ninguna de ellas tenía destinatario español.

—¿Y dice que hay mucha gente que participa en ellas?

—Mucho o poco son siempre medidas relativas. Sólo puedo apuntar que, aunque sean pocos en número, siempre son demasiados. Entre ellos se incluyen los que creen que de esa práctica obtendrán ventajas materiales, los excéntricos, los transgresores, los estúpidos. Al final, muchos terminan pasando la línea, relacionándose con el crimen y colándose en mi despacho sin pedir permiso.

—¿Y le consta algún movimiento de ese tipo en España?

—Me constan ensayos en las Islas, en ambos archipiélagos; algún conato en Madrid y Málaga, poca cosa en el norte. Por haber, hay hasta un modelo que circula en Internet, que permite vender el alma al diablo únicamente conectándote y firmando una solicitud electrónica.

—¿Y en Pamplona, le consta alguna iniciativa de esa naturaleza en esta ciudad?

—Tendría que consultar la base de datos, pero, a primera sangre, apostaría por una respuesta negativa. No lo creo, sinceramente. Es un sitio inusual. ¿Se ha planteado la posibilidad de que ese robo no sea tal, que esté solapando algún otro propósito mucho más ordinario: dinero, poder, placer, venganza?

Iturri no contestó, aunque pensaba que De la Huerta había dado en el clavo. Si lo que tenían delante era una suerte de culto satánico, ¿por qué los secuestradores habían devuelto la hostia consagrada? ¿Por qué esforzarse tanto en robarla, para luego retornarla a sus legítimos dueños? ¿Y qué tenía todo eso que ver con el dedo de un abad?

—¿Me mantendrá informado si de sus investigaciones se desprende algún dato interesante, Emilio? —preguntó el inspector de la Interpol con voz tenue, casi suplicante.

—Sí, claro, por supuesto. ¿Quiere que le llame a este número de móvil o dejo recado en algún otro sitio?

—Prefiero que hable conmigo directamente, lo llevo siempre encendido. No se preocupe por la hora, no me molestará. Es importante.

—¿Y qué no lo es hoy en día, inspector? La Interpol, Policía Nacional, Guardia Civil, Cuerpos Especiales… ¿qué más da? ¡Hasta los contratados para poner multas de tráfico están estresados!

—¿Puedo decirle algo, Emilio? —ensayó Iturri.

—Sí, por supuesto, uno está siempre dispuesto a aprender de los mayores. Sin ánimo de ofender, claro.

—De acuerdo, pues ahí va un consejo gratis. Váyase a casa, es sábado. Concédase tiempo para una larga ducha, lleve a su esposa a un buen restaurante y dígale que le hable de la criatura. Mienta si hace falta, pero hágala feliz, aunque sea sólo por un día. Y no me ofendo, yo también constato que el tiempo pasa.