VIII

Puerto de Bayona, Pontevedra

Sábado, 12 de junio

El rostro del inspector Juan Iturri, torturado por el impreciso olor de la traición, se debatía entre la ira y el asco. Con los móviles de sus hombres retenidos, sellados en una bolsa de pruebas, quemándole en la mano, acababa de derrumbarse en una de las sillas de mimbre que adornaban la terraza del club náutico de Bayona. A aquellas horas, el lugar parecía deslucido y frío con las pequeñas butacas en alto, sobre las mesas, mostrando las zonas que el barniz no había tocado.

Aún con la respiración agitada a causa de la rabia, introdujo la mano en los bolsillos de su chaleco antibalas, descuidadamente abrochado, hasta localizar el paquete de tabaco y su vieja y ennegrecida pipa. Luego llenó la cazoleta y aplastó con el dedo índice las hebras que desbordaban la cavidad. Acercó el mechero al depósito y aspiró. El tabaco estaba seco y un crujiente sonido cuarteó el aire.

Tratando de amagar su frustración, fumó con ansia. Sin embargo, aquel placer no le satisfizo. Sumergida en una maraña de sentimientos, su mente no podía digerir aquellos hechos. ¿Cuál de sus hombres sería el traidor? ¿Cuántas monedas habría recibido el nuevo Judas por ésta felonía?

La duda le exasperaba. Como policía de altos vuelos, Juan Iturri jamás se había enfrentado a algo similar. Conocía, por supuesto, que a ciertos agentes con elevadas cargas familiares o vicios caros les resultaba duro llegar a fin de mes. Pero el porcentaje de quienes tomaban la salida más rápida era tan pequeño que, pese a esos casos, el cuerpo componía una figura digna y respetable. El inspector podía llegar a comprender que algunos recibieran minúsculas inyecciones de fondos procedentes de manos negras; podía admitir algún beneficio en especie pero pensar que, por dinero, uno de los suyos ayudara a escapar de su cerco al pederasta más buscado de Europa, al criminal al que llevaban persiguiendo tres largos años, excedía los límites de lo razonable.

Una idea cruzó fugazmente su mente. Quizás no fuera por dinero… Acaso los motivos que animaban al traidor fueran mucho más sucios.

El inspector observó el horizonte. Empujado por los crecientes vientos, el oleaje merodeaba la costa intentando trepar por los encrespados muros de la fortaleza, suspendida sobre el Atlántico, con sus tres torres desafiando al océano. Al chocar contra los hoscos peñascos, las olas dejaban tras de sí una estela de nieve marina que brillaba en la oscuridad.

Fascinado por aquella luz, Juan Iturri se olvidó por un momento de su angustia. Con los ojos prendidos en el espectáculo, le sorprendió la amanecida. Llegó súbitamente. Perfilando trazo a trazo el litoral, sus rayos fueron asiendo los arenales, incendiando las playas cercanas con su luz de estreno. La claridad barría la bahía, la sembraba de motoras, veleros y pequeños pesqueros que aprovechaban el contraluz para lanzar sus potas a la caza del apreciado calamar de la ría.

El traicionero viento roló a éste y entró en el puerto. Su fuerza comenzó a izar olas que removían la mar como si se tratase de una marmita de lacón con grelos. En sus amarres, las embarcaciones deportivas cimbreaban alzándose peligrosamente para caer de nuevo en las redes del abismo negro. Uno tras otro, los pesqueros recogieron a toda prisa sus aparejos. Luchando contra las duras corrientes, docenas de gaviotas seguían a los botes en su vuelta a puerto, esperando su festín matutino.

Una de aquellas enfurecidas rachas de viento trajo agua hasta su redondeado rostro y mojó su cuidada barba corta. Juan Iturri no se movió. Con sus gruesas manos, extendió el salitre por sus pómulos, quemados por las largas horas a la intemperie y se secó después los restos en sus pantalones.

Se puso en pie y, sujetando fuertemente la bolsa que contenía los móviles, atravesó los edificios del selecto club de yates. En unos minutos se encontró en la avenida que discurría paralela al mar. Tomó una de las bocacalles laterales y se sumergió en el corazón de la villa, aún en duermevela. Angostas callejuelas cobijaban edificios de piedra y solera. El número de tabernas era tan grande como el de portales. Pocas estaban abiertas. Escogió una, situada en los bajos de una casa de nombre rimbombante, muy en la línea con los escudos que festoneaban su fachada nobiliaria. La elección, no obstante, poco tuvo que ver con el arte; se trató, más bien, de los suculentos olores que invadían la callejuela.

Entró y se acercó a la barra. Pidió una tortilla de bacalao y se sentó en el fondo. Cuando se la servían, observó cómo la cocinera sacaba una gruesa ristra de churros de una enorme sartén y, tras escurrir el exceso de aceite, cortaba y espolvoreaba las porras con azúcar. No pudo resistirse, y se comió también media docena. Los nervios encendían su apetito. Permaneció varias horas en aquel local medio desierto, reflexionando, al mismo tiempo que pasaba, sin fijarse, páginas de un periódico atrasado. Recurrentemente venía a su mente una queja: ¡no se lo merecía!

Cerca de las once, con el estómago repleto, se levantó. Recordando a su madre, camarera durante años, dejó una generosa propina y abandonó el local.

Había poca gente como él, deambulando por las calles. El ventarrón había estropeado la mañana. Unas letras de neón se encendieron de improviso: anunciaban los servicios de una agencia de viajes. Entró y pidió un coche de alquiler. No le dio tiempo a la mujer a quitarse siquiera la chaqueta. Tenía ante sí un viaje de 800 kilómetros, pero cada día le daba más miedo volar.

Con las llaves en la mano, sin pensarlo mucho, buscó el teléfono de Lola MacHor. Hacía semanas que no pensaba en otra cosa, pero cuando su nombre apareció en la pantalla del móvil dudó. Se alisó la barba con los dedos. Como los de sus sienes, los cabellos que nacían a partir del labio inferior eran entrecanos y le recordaban cada mañana que el tiempo de ser feliz se agotaba. Debería haberse fijado en una persona accesible, sin compromisos. Su trabajo no le dejaba mucho tiempo libre; había conocido a algunas mujeres, pero en cada una de ellas había visto una imitación barata de la jueza Lola MacHor.

Deseaba llamarla, oír su voz, probar suerte. El oráculo del sueño aseguraba que la encontraría receptiva a sus encantos. En aquellos momentos, Iturri sonreía mientras se la comía a besos. La versión gris sólo presagiaba que le costaría trabajo conquistarla; la negra, que ya había un hombre en su cama.

Él prefería apuntarse al sueño y, por eso, cogió el teléfono. Sin embargo, con él en la mano se preguntó qué iba a decirle. Tras casi seis meses sin verse, debía buscar una excusa creíble que justificara la llamada. No se le ocurrió ninguna, de modo que se quedó allí, arengado por el viento, mirando el visor.

Pensando en la jueza, le sorprendió la llamada. «Identidad oculta», rezaba su pantalla. ¿Quién tenía su número? Todos los que conocían su teléfono estaban fichados por la memoria del aparato. Dejó que sonara, pero quien le buscaba no cejó.

Su enemigo tenía la insana costumbre de regodearse en sus triunfos. Otras veces lo había hecho por e-mail, o dejando mensajes en el contestador de la central… Quizás hubiera cambiado de táctica. Pero ¿cómo había conseguido su número? Tenía que haber sido el traidor. Sí, seguro que había sido Judas.

Una rabia irrefrenable fue alzándose hasta arrollar el resto de sentimientos. Apretó la clavija oportuna y sin esperar contestación chilló:

—¡Esta vez te has librado, hijo de puta! Has ganado este asalto, pero has de saber que seré yo quien gane la guerra. ¡Te cazaré, mal nacido; te juro por mis muertos que probarás en la cárcel tu propia medicina! Cuando tus colegas de prisión conviertan tu asqueroso culo en una boca de metro, estaré allí ¡Te lo juro, estaré allí, observando, disfrutando!

Al otro lado de la línea, respondió una voz indecisa.

—¿Inspector Iturri? ¿Juan?

Quien llamaba hablaba en tono amable. En él se percibía una amabilidad que le extrañó.

—¿Sí? —respondió el policía, sorprendido.

—Inspector Iturri, veo que no he escogido un buen momento para llamarle. Lo siento, pero el asunto que tengo entre manos es urgente y no me ha quedado más remedio que importunarle. Necesito su ayuda.

—¿Quién es usted, con quién hablo? —preguntó Iturri irritado.

—¡Ah, perdone mi torpeza, inspector! No se lo he dicho. Soy Blas de Cañarte, arzobispo de Pamplona.

—¡Arzobispo! Eminencia, no esperaba su llamada. De hecho, tengo su teléfono memorizado, pero al indicar que era una identidad oculta… En fin, tengo un caso entre manos… Por favor, olvide lo que ha oído, si puede —se disculpó, incapaz de ofrecer una explicación plausible para sus exabruptos.

—Desde luego ha transmitido usted una imagen impactante, inspector, justo lo que yo preciso en estos momentos… Finjamos que no he oído nada, querido Juan. En realidad, no puedo perder el tiempo. Dirigirme a usted es mi mejor recurso, si no el único. Inspector: necesito urgentemente su ayuda. ¿Podría decirme dónde está?

Iturri no respondió de inmediato. El arzobispo esperó, apretando los labios.

—Estoy en España —contestó al fin, sin ofrecer más detalles—. Curiosamente, acabo de alquilar un coche para desplazarme hasta Pamplona. Voy a pasar allí una semana de vacaciones.

—¡Bendito sea Dios! ¡Gracias, Señor; antes de que le pidamos ayuda, ya nos atiende! ¿Se da cuenta, inspector? —contestó alegre el eclesiástico.

—No exactamente, eminencia. Pero si me hace partícipe de sus preocupaciones, estoy seguro de que me haré una idea más precisa.

—Sí, sí, perdone. Trataré de ser preciso. Es un asunto complejo.

—Adelante, no se inquiete. Me haré cargo —contestó el policía, conciliador.

—De acuerdo, allá voy. Hoy, esta misma mañana, hemos recibido un paquete inesperado. Un cofre de madera en forma de ataúd. Contiene un dedo ensangrentado. El índice, para hablar con precisión, y es de verdad, inspector. Quiero decir que es humano.

—Extraño regalo, eminencia.

Iturri acostumbraba ralentizar las conversaciones interrumpiendo a su interlocutor. Los estorbos le ofrecían un valioso tiempo, necesario para procesar la información recibida.

—Pues aún hay más, inspector. Junto al miembro, venía un pergamino con unas extrañas frases de reivindicación, escritas en arameo y latín.

—Perdone, arzobispo, ¿me está usted hablando de un secuestro? —se apresuró a preguntar.

—Sí, eso es lo que parece, inspector: un secuestro y una nota de rescate.

—Y esas extrañas frases…

—Siento interrumpirle, inspector, pero no he terminado. Creo que será mejor que le cuente toda la historia.

—Sí, por supuesto, adelante.

—En la parte trasera de ese pergamino, venía pegada una bolsita de plástico, una de ésas con cierre. Contiene una forma redonda de pan ácimo.

—¿Quiere decir una hostia?

—Eso es lo que quiero decir. Desconocemos si está o no consagrada, aunque hemos concluido que lo está. En suma, inspector, que se han llevado a Dios presente en la hostia santa y a una persona, un vicario dice la nota.

—Un vicario… —repitió el inspector.

—La nota es imprecisa, sólo habla de un vicario, pero tras muchas cavilaciones, hemos concluido que se trata de un abad.

Iturri miró hacia el mar encrespado. Transcurridos tantos años debería haberse acostumbrado a estas situaciones, pero no lo había hecho.

—De acuerdo, arzobispo. Vayamos por partes: dígame exactamente qué decía esa nota.

—Como le narraba, afirman que retienen a un vicario. Sin duda, no es la única posibilidad, pero hemos telefoneado a la docena de abadías y monasterios que existen en la comunidad foral. Hemos podido hablar con las cabezas de todos los centros, menos con uno: el abad de Leyre, Pello Urrutia. Según los frailes, Pello ha salido de viaje; el destino, un sanatorio francés donde está ingresada su anciana hermana. Mi secretario se ha puesto en contacto con ella. La mujer, aunque paciente de un psiquiátrico, parece lúcida, y dice desconocer por completo la visita. Nos ha contado que el abad acude rara vez a verla, y, cuando lo hace, avisa con suficiente antelación.

—Es decir que Urrutia es el más firme candidato, aunque deberíamos plantearnos otras opciones…

—Creo que acertamos con Urrutia, inspector. Verá, el pergamino viene firmado por un tal Azenar. Hemos investigado un poco; se trata de un nombre vulgar en la región por los siglos XI y XII. Un historiador nos ha contado que ese apellido figura cincelado en uno de los contrafuertes del muro norte del monasterio de San Salvador de Leyre. El nombre parece pertenecer a una familia de maestros canteros de la Edad Media, uno de cuyos miembros murió quemado por blasfemo en una de las últimas etapas activas de la Inquisición… En fin, creemos que es Leyre; creemos que retienen a su abad.

—¿Han hablado con los monjes?

—No, usted es el primero que conoce estos detalles. Hemos preferido confirmar los datos, para no asustarles innecesariamente.

El mar seguía embravecido. En la bahía, las embarcaciones subían en picado, para caer derrotadas partiendo las olas. Iturri preguntó con interés casi morboso:

—¿Cuánto dinero exigen, eminencia?

El silencio no duró mucho.

—En realidad, inspector, lo que fundamentalmente quieren es un relicario que está custodiado en el museo diocesano, una pieza de incalculable valor artístico, amén del espiritual. Contiene el mayor Lignum Crucis de la diócesis.

—¿Qué dice que contiene, eminencia? No he oído bien.

En Galicia comenzaba a llover.

—Un Lignum Crucis, inspector.

—Disculpe mi ignorancia, arzobispo, pero desconozco el significado de ese término.

—¿Lignum Crucis? ¡Ah, es una expresión latina! Quiere decir el leño de la cruz; la cruz de Cristo, por supuesto. El relicario contiene una astilla. La tradición dice que el santo madero fue encontrado por santa Helena, madre del emperador Constantino, en unas excavaciones tras una intervención milagrosa. Los restos de la misma fueron distribuidos por toda la cristiandad. Nuestra reliquia pertenece a la madera que rodeó la mano izquierda del Salvador. Naturalmente, la guardamos como oro en paño.

—Rara petición —insistió el policía.

—Sí, tiene usted razón. Yo tampoco creo que sea esa pequeña astilla lo que buscan los secuestradores… Es mucho más lógico que pretendan el continente que el contenido. El fragmento se conserva en una bella pieza de traza gótica del siglo XIV, confeccionada en plata y oro. Es muy similar a la que se puede observar en San Pedro del Vaticano. Como puede imaginar, se trata de una pieza extremadamente valiosa.

—Puedo imaginarlo, eminencia… Perdóneme que le interrogue, pero me gustaría conocer más detalles. Usted ha dicho que los secuestradores fundamentalmente querían un relicario. Si no me equivoco, ha empleado esa expresión. ¿Quería indicar que hay otras exigencias no fundamentales?

—¡Sabía que no me equivocaba llamándole! ¡Las caza usted al vuelo! Siempre le he recordado como el hombre de los detalles. Pero, en este caso, no ha sido más que una frase desafortunada. No sé por qué lo he expresado de esa manera. Habrá sido mi subconsciente.

—Eso es lo que me preocupa, eminencia. Nuestros subconscientes son mucho más listos que nosotros.

De nuevo abundaron los silencios. Cañarte se tomó unos segundos para contestar:

—Tiene usted razón, desde luego, en todo… En fin, no lo sé… Como le decía, la pieza en cuestión es muy valiosa. Sólo las piedras que lleva incrustadas, vendidas en el mercado negro, sobrepasarían con creces un precio razonable, pero…

—¿Pero? —repitió Iturri.

—No sé, inspector; es valiosa, pero no lo suficiente; no como para cortar un dedo y enviarlo así. Esto es una pequeña provincia y yo un arzobispo de pueblo.

—Le comprendo, eminencia. Es posible que, en efecto, haya algo extraño en esa petición. —El inspector seguía hablando en voz alta, mucho más para sí mismo que para ser escuchado por su interlocutor—. Puede que esa petición no tenga sentido para usted o para mí, pero estoy completamente seguro de que lo tiene para el secuestrador. —Y sin esperar los comentarios del arzobispo, preguntó—: Eminencia, usted, ¿qué es lo que piensa?

El arzobispo no contestó de inmediato. Parecía estar buscando en su memoria alguna conexión con ese Lignum Crucis.

—No sé qué decirle, inspector.

En aquel mismo instante, Iturri confirmó lo que llevaba rato royendo su razón: que el arzobispo mentía o, al menos, ocultaba algún dato vital. Se limitó a tomar nota. A ciertas edades y ocupando determinados puestos, se tiene mucho más pasado que futuro. Y del pasado, siempre cuelga un handicap.

—Hábleme del dedo, eminencia… ¿Está totalmente seguro de que es humano?

—Lo es. La sangre que salía de él aún no estaba coagulada. El hombre… En fin, comprendo que lo que voy a decir suena fatal, pero… se mordía las uñas.

—Y junto a la nota de secuestro, una hostia.

—Sí. En una pequeña bolsa con autocierre —aclaró el prelado.

—Curiosos envases para tan extraños presentes. Me decía que desconocen si la hostia está consagrada.

—Lo desconocemos, es cierto. ¡Pido a Dios que sólo sea pan; suplico desde que la he visto que no sean manos satánicas o blasfemas! Sin embargo, me temo que el cielo no oirá mis súplicas.

—¿Por qué piensa así?

—En la nota de rescate, la palabra «sacramento» está escrita con mayúscula. Eso sólo puede tener una explicación: que quien lo ha hecho sabe lo que hace. De ser un seguidor de Cristo, nunca lo hubiera hecho, de modo que…

Al arzobispo se le quebró la voz.

—Comprendo, eminencia —concluyó Iturri con preocupación—. Un dedo, un secuestro, una sagrada forma, una reliquia. Si he de serle sincero, lo que me cuenta no tiene muy buen aspecto. Debería usted llamar a la policía enseguida, cuanto antes. Ése es el mejor consejo que puedo darle.

—Sí, sí… Sé que es eso exactamente lo que debería hacer. Pero ya sabe cómo son estas cosas. ¡Si la prensa se entera, quizás el secuestrado corra peligro! ¡Y mi Señor, perdido entre los malhechores!

—No tiene por qué enterarse. La policía, cuando quiere, es capaz de ser extremadamente discreta.

—Ésa no es la única razón…

«¡Lo sabía! —pensó Iturri alborozado—. Ocultaba algo, pero ha llamado a Poirot y le he pillado».

—¿Hay algo que no me haya contado, don Blas? —dijo, tratando de que su voz no denotara su excitación.

—Verá, querido Juan, la palabra está escrita con mayúsculas.

—Bueno, no veo en ello ningún problema grave —contestó el inspector.

—Quizá no, o quizá sí. Pero nuestro extorsionador empleó el arameo y el latín para escribir su nota, dos lenguas extrañas para el común de los mortales. Es probable que sea o pueda ser uno de…

—De los suyos…

—Así es, cabe la posibilidad, no demasiado remota, de que sea de los nuestros, un miembro de la Iglesia.

Iturri guardó silencio. Ya lo comprendía; el arzobispo temía que se tratara de alguna venganza interna y que, al salir a la luz, la propia Iglesia se viera perjudicada. Por eso, prefería esperar dejando al margen a la policía. El arzobispo, que se había mantenido respetuosamente callado al otro lado del teléfono, volvió a intervenir:

—En fin, inspector, no quisiera que pensara que desprecio a los cuerpos de policía; no es así, de hecho debo decir que admiro su valentía y su abnegación, pero no puedo decir lo mismo de su discreción. ¿Me entiende si afirmo que me es imposible arriesgar tanto? Usted conoce la institución policial por dentro y también la Iglesia. Ambas son complejas estructuras. El riesgo es alto. Si finalmente el culpable fuera uno del grupo, podríamos causar daños irreparables a las sencillas almas de muchos fieles.

El inspector ya no podía ver la costa. La lluvia arreciaba sobre los cristales de su coche de alquiler.

—Le comprendo, arzobispo —respondió con simpatía—. Pero también ha de comprenderme usted a mí. En cierta medida, me siento aprisionado por los zapatos que calzo.

—Iturri, querido inspector. ¡Por favor!

Éste se tomó unos segundos para contestar. Extrañado por la evasiva de su interlocutor, el arzobispo apretó los labios y esperó en silencio.

—De acuerdo, eminencia, ¿qué es lo que sugiere?

—¿Podría venir, por favor? —suplicó el eclesiástico tratando de que su tono de voz sonara convincente.

—Estoy fuera de mi jurisdicción, no quisiera ponerme a mal con la gente de Pamplona. Supongo que conocerá que, en nuestro cuerpo, los celos profesionales causan mil y un problemas.

—Por eso no se preocupe, ¡déjelo en mis manos! Haré las llamadas pertinentes y será usted destinado temporalmente a ésta comisaría; en comisión de servicios o algo por el estilo. Además, si viene de vacaciones, quizá pueda… extraoficialmente, ya me comprende. ¡Por favor, inspector, querido Juan, necesito su ayuda! ¡Ya ve lo que tengo entre manos!

Juan Iturri permaneció pensativo un momento, repasando los muchos inconvenientes que le acarrearía aceptar aquella invitación y, también, el reto que ella entrañaba. Había activado los limpiaparabrisas delanteros. En la mar, los elementos se comportaban de manera revolucionaria. Reflexionaba sobre los hechos y el contexto, cuando, sin saber por qué, la jueza Lola MacHor se inmiscuyó en su pensamiento. Quizá pudiera llevar con ella el caso. Se decidió casi de inmediato. Blas de Cañarte no podía verlo, pero una gran sonrisa iluminaba su rostro quemado por el sol:

—Eminencia, mañana por la mañana me tendrá allí. De momento, le ruego que no haga nada. Intentaré averiguar desde aquí qué grupos de delincuentes operan en la zona de Navarra. Lo que me ha narrado huele a Europa del Éste. Aserrar dedos no es muy civilizado, ni muy occidental. Podría tratarse de un encargo de algún coleccionista caprichoso o, quizá, de algún radical religioso. En fin, le mantendré al corriente de mis averiguaciones. Lleve el móvil con usted si abandona el Palacio episcopal, aunque le recomiendo que, en la medida de lo posible, evite salir. Es posible que los malos puedan querer ponerse en contacto con usted y la vía más sencilla es el teléfono. En ese caso, llámeme de inmediato.

—Siento ser impaciente, inspector, pero ¿no podría coger un avión ahora?

En el diccionario de Juan Iturri, la palabra avión no encabezaba la lista de palabras agradables. Aun así, lo hubiese hecho. Pero antes de viajar a Pamplona, debía dejar encauzado el asunto del pederasta y de su traidor.

—Lo siento, monseñor, no me es posible acudir en este momento. Tengo un caso entre manos que he de rematar. No se preocupe, el día pasará rápido. Todo se solucionará para bien. Y, por favor, ¡no haga nada sin consultarme!

—¡Dios le bendiga, inspector! —respondió el arzobispo Cañarte, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas.

Juan Iturri colgó el teléfono y fijó sus ojos en el mar grisáceo, completamente desquiciado. Pero, a los pocos instantes, el móvil volvió a sonar. No miró quién llamaba, supuso que el arzobispo había olvidado contarle algún detalle.

—¿Eminencia? —contestó.

—¿Ahora me llamas así, querido amigo? ¡Te lo agradezco; es un término arrogante! En realidad, tienes mucha razón: lo que hago es casi religioso, y por lo que veo, eres incapaz de frenarme. ¡Creo que para mi próxima filmación me vestiré con una larga sotana negra! Querido inspector, a estas alturas ya debes de estar convencido de tu ineptitud. Pero no te inquietes, aun así te pagaré. Enviaré a tu oficina mi última creación. Es una monada, ¡sólo tiene dieciocho meses! ¿Te imaginas lo bien que lo vas a pasar?

—¡Cabrón, hijo de puta! ¡Te juro que te cortaré ese vergajo de mierda que llamas pito! ¡Hijo de puta!

Un toque le indicó que su interlocutor había colgado, pero siguió descargando su ira. Luego, se echó a llorar. Aún con los ojos húmedos, olvidándose de la lluvia y de la ventisca, salió del coche y entró en el primer bar que encontró. Tras sacudirse el agua del cabello, pidió un coñac. «Caro y doble», matizó. El licor penetró suavemente, le calentó de inmediato la garganta. Lo terminó en dos tragos. Pagó y volvió al automóvil. Buscó la bolsa que contenía los móviles y la levantó hasta dejarla a la altura de los ojos.

—¡Te voy a coger y te pudrirás en el mismísimo infierno, cabrón! —exclamó.

Estaba cansado, pero se puso al volante y enfiló la carretera que unía la bahía de Bayona con la ciudad de Pontevedra, donde tenía instalado su centro de operaciones.

Deseaba llegar pronto, por eso aceleró. En la tercera curva le detectaron. La velocidad a la que marchaba no pasó desapercibida al radar del coche patrulla de la policía de tráfico, que se encontraba camuflado tras un enorme cartel publicitario. A los pocos minutos, las sirenas y el ruido del megáfono le obligaron a detenerse a la derecha. Lo hizo entre maldiciones. Permaneció dentro del coche. Por el espejo retrovisor, observó cómo un jovencísimo agente salía del coche patrulla y se le acercaba. La lluvia caía en cascada desde su gorra hasta su cara. Su compañero se quedó dentro. Sin duda, comprobaba la matrícula del vehículo retenido.

—Buenos días, caballero…

Su voz sonó suave, casi infantil.

«¡Dios mío, cada vez son más jóvenes!», pensó Iturri.

El agente continuó:

—¿Es consciente de que ha rebasado con creces los límites de velocidad? Documentación, por favor.

—Agente…

—Documentación, por favor.

—Verá, agente…

—Salga del coche. Huele usted a alcohol. ¿Tiene inconveniente en que se le practique un test de alcoholemia? ¿Quiere darme de una vez su documentación?

El joven comenzaba a dar pruebas de nerviosismo. Juan Iturri no insistió. Abrió la guantera, y le entregó los papeles del coche. Luego, sacó su carné oficial.

—Inspector Iturri… —leyó el joven policía—. ¿Pertenece usted a la Interpol?

—Sí, así es —contestó.

—Me alegra conocerle, inspector, siempre es un honor saludar a alguien de la Interpol, pero se da la circunstancia de que ha violado usted las normas de tráfico. He de multarle. Y por lo que veo ha bebido.

—Agente, estoy de servicio. Me he visto obligado a beber con un sospechoso —mintió.

—Le comprendo, inspector, pero, si ése es el caso, no debería usted haber cogido el vehículo. Supongo que ni en la Interpol estará permitido.

La radio empezó a emitir incesantes palabras entrecortadas. El policía se alejó del coche para contestar, pero no lo suficiente. Iturri pudo escuchar el hilo de la conversación. Su compañero le preguntó algo y él respondió con la palabra Interpol. Desde el coche patrulla, recibió la orden de dejar seguir al agente «de inmediato»; Iturri lo oyó bien, señal de que el jefe había chillado. Pero el joven agente no pudo resistirse:

—Mi sargento dice que puede marcharse. Pero yo le recomendaría que tomara un poco el aire antes de seguir. Puede tener un accidente, y lo que es peor, provocarlo. Debería aparcar en la próxima área de descanso y dormir un poco.

—Gracias, agente; le prometo que lo haré —contestó, evitando cruzarse con su mirada fija y despreciativa.

Juan Iturri no se movió de la cuneta. Sometido al ruido de la lluvia, con los párpados cerrados, se dejó invadir por el creciente sopor. Estaba verdaderamente cansado.

En su sueño era de noche y no llovía. Estaba en aquel altozano de roca rodeado de mar. Dirigía alternativamente sus prismáticos al último de los pantalanes flotantes y al puerto. En el primero fondeaba lo que esperaba contuviera su trofeo, una lujosísima embarcación de nombre Destino. No parecía haber actividad a bordo: la motora auxiliar y la moto de agua seguían en su hangar, junto a la grúa retráctil que permitía botarlos, pero la vigilancia había confirmado que el sospechoso no había desembarcado. En el otro extremo del puerto deportivo, en una zodiac amarrada a un velero portugués, estaban sus hombres. Preparados para un pronto abordaje, se asían como podían a los cabos que bordeaban la eslora.

Todos esperaban nerviosos que llegara la orden. Pero el móvil del inspector Iturri seguía sin sonar. «Maldita sea, ¿qué demonios están haciendo?».

El inspector se había resguardado del viento tras uno de los cañones de bronce que bordeaban el castillo de piedra. Se habían disparado por última vez durante las guerras carlistas. Se lo había explicado uno de los vigilantes jurados de la fortaleza. Convertido en parador de turismo, sus muros cobijaban gentes de alto standing, cuyos bienes necesitaban protección. A medianoche, había venido a traerle una copita de aguardiente de hierbas. «No se que hace usted ahí, pero esto no le vendrá mal —le había dicho—. Los marineros lo llaman consolante. La verdad es que lo que más consuela es el frío».

Mientras degustaba el aguardiente, Iturri fingió el ademán de apuntar el cañón hacia la imponente nave valorada en tres millones de euros, la envidia del puerto. «Fuego», dijo en voz alta, imitando el ruido de un disparo. Luego volvió a contemplar la pantalla de su móvil, que dormía pacífico. «¡Por Dios! ¡A qué coño esperan!».

En realidad, la conclusión de la operación Humo no estaba prevista hasta unos días después. Sin embargo, el desenlace fue inopinado. A bordo del Destino, el teléfono había sonado tres veces consecutivas, con pocos segundos de diferencia. Ninguna de las llamadas había recibido contestación. La central había confirmado que procedían del mismo número: un móvil no fichado. Teniendo en cuenta que habían sido realizadas a las cuatro de la madrugada, Iturri decidió intervenir de inmediato, lo cual no era sencillo, porque la operación se desarrollaba simultáneamente en cinco países.

El inspector de la Interpol llevaba meses estudiando cada detalle de la misma: habían seguido con paciencia a docenas de personas y estudiado los movimientos de sus cuentas bancarias y sus conexiones informáticas; conocían la estructura de los edificios donde habitaban o trabajaban y tenían datos de sus clientes, empleados e incluso del servicio doméstico. Por conocer, conocían hasta sus gustos culinarios. Acumular información tenía una finalidad: evitar que un cabo suelto estropeara la redada. Por ello, desconocer quién y por qué llamaba a su presa a aquellas horas había encendido todas sus alarmas mentales.

Desde que hacía cinco años abandonara la policía científica pamplonesa para incorporarse a la Interpol, para Juan Iturri «Humo» era su primer caso de envergadura y estaba decidido a resolverlo. Por ello, observando la bahía desde su escondite mientras recibía las bofetadas del viento, pensaba insistentemente en esas tres llamadas. «Joder, ¡cuánto tardan!», se dijo ansioso. La señal de confirmación que había de venir de Praga se retrasaba.

Doscientas personas, una cuarta parte de nacionalidad española, tenían ya anudado el lazo al cuello. Pero esta vez la redada tenía como primera finalidad dar caza al cerebro de la red, más que a sus usuarios. En tres ocasiones, había logrado zafarse de la justicia, pero esta vez el inspector tenía la esperanza de que el mayor pederasta del mundo occidental, conocido en los medios policiales por su capacidad de esfumarse, sería detenido.

Los datos le habían situado en el puerto de Bayona, en las rías bajas gallegas, embarcado en un lujoso Pershing 88 de 27 metros de eslora. Se habían desplazado hasta allí y en aquel momento lo vigilaban. El viento y la humedad, muy alta, intensificaban la sensación de frío; los golpes de las olas contra el acantilado, la de peligro.

Mientras se frotaba las manos, pensó en la nueva situación. Se alegraba de que la operación llegase al final, porque, tras concluir el caso, iba a tomarse unas merecidas vacaciones. No pensaba visitar una exótica playa, ni irse de pesca a algún lugar solitario. Pese a la belleza del lugar, había tenido suficiente mar. Llevaban meses con la operación, semanas de vigilancia a corta distancia. En el interior de aquella embarcación, sus ocupantes disfrutaban de una lujosa estancia; ellos, por el contrario, se veían obligados a tragar salitre y humedad, ocultos en lugares que siempre olían a pescado podrido. No, no quería sol ni playa. Lo que deseaba era volver a casa, a Pamplona, y por unos días olvidarse de la Interpol, de las jarcias y drizas, y de los pederastas.

Juan Iturri no tenía demasiados amigos. Era un hombre callado, ávido lector y cazador voluntario de soledades. Sin embargo, a pesar de sostener que un policía debía evitar ataduras, en la capital navarra contaba con un pequeño grupo de personas que se alegrarían de verle. Pachi, su compañero de pelota, a quien nunca había conseguido vencer; su tía Alicia, que a sus ochenta y dos años seguía bordando las pochas… y Lola MacHor.

El teléfono se hacía de rogar. Desde su posición, pudo comprobar los problemas de sus hombres. Cuando enfocó los prismáticos, uno de ellos vomitaba por babor, sin que aquello disminuyera la concentración del resto.

«Sin embargo —quiso convencerse—, se les ve alegres. A todos nos sacan de quicio los pederastas». Tratando de consolarse por las incomodidades, el sueño atrasado y el nerviosismo que le roía, cargó su pipa con una buena dosis de tabaco negro.

No conocían su nombre, tenía más de diez. Tampoco su rostro, sólo una fotografía desenfocada de hacía una década. Se decía que era rumano, aunque había quien le atribuía nacionalidad rusa, y hasta danesa. La policía científica había advertido en una de sus últimas grabaciones que parecía tener acento gallego o quizá portugués. Cuando su pista apareció en un lujoso yate, creyó que le habían cazado. Sorprendentemente para él, había mucha gente que podía permitirse un lujo como aquél. El astillero italiano del que procedía, les había proporcionado dieciséis páginas completas de ilustres nombres y apellidos, cuando no de pomposas fundaciones.

En ocasiones, Iturri había dudado de que su oponente fuera real. Pero esa duda sólo había existido unos instantes, porque las pruebas resultaban aplastantes. Distribuía películas que él mismo filmaba. Los niños eran cada vez más pequeños, las prácticas más atroces y el beneficio mayor. Infiltrado en la red como un usuario más, y previo pago de una suculenta cantidad de dinero, Juan Iturri había accedido a todo aquel repugnante material. Al ver alguna de aquellas cintas, había tenido que abandonar en el acto la sala con el vómito en la garganta. Para dormir, se había visto obligado a abusar de los tranquilizantes o del coñac francés. Pero ahora, la red estaba tejida y en su papel de araña vengativa esperaba pacientemente a la presa. Pronto todo acabaría.

De inmediato, se dio cuenta de que su pensamiento era una quimera. Aquella barbaridad no acabaría nunca. La maldad humana podía ser infinita. «Al menos —pensó—, retrasaré su desarrollo algunos meses, y decenas de niños podrán vivir una existencia infantil, donde el balón o los peluches sean los únicos entretenimientos. Y yo volveré a casa, y ganaré a Pachi y amaré a Lola, si ella me lo permite».

El tenso silencio continuaba mientras la zodiac daba tumbos en el mar encrespado, ahora iluminado. Su trabajo resultaba desesperante en muchos casos, estéril en otros; siempre, demasiado lento. Repasó mentalmente los detalles. La persecución y el cerco habían ofrecido datos sorprendentes. No serian psicópatas los detenidos, sino consumados pervertidos en busca de nuevos retos. Personas de apariencia corriente; trabajadores infatigables, honrados cumplidores de sus responsabilidades laborales y cívicas. Había abogados, estudiantes, carpinteros, profesores universitarios, cantantes y hasta una puntual conexión en un ministerio español. Uno de los que caerían aquella noche encabezaba la lista de los contribuyentes a las obras de caridad a favor de la infancia; otro, era un juez de menores.

El ruido del teléfono le sobresaltó, pese a que lo esperaba.

—Estamos listos, inspector —escuchó al otro lado del aparato.

—De acuerdo, todos a la vez; coordinación extrema en todos los puntos. Recuerden que es prioritario alejar a esos cerdos de los ordenadores. Quiero que sigan el procedimiento al milímetro. Cualquier fallo será empleado por los abogados defensores para cortarnos los cojones. Ok. Esta vez, amarraremos el humo. Adelante.

Colgó, cogió la moto policial y bajó hasta el puerto deportivo. Se subió a la zodiac, se dirigió a los hombres con los que compartía misión y ordeno:

—Si fuera posible, quiero silencio y calma. Salvo que peligre gravemente vuestra vida, mantened el arma en su funda. El último análisis de infrarrojos dice que nuestro hombre está solo. Los datos son frescos, de hace una hora, y no hemos visto subir a nadie a bordo. Espero, por ello, que la operación sea sencilla. Suerte a todos.

Pese al oleaje, el potente motor de la zodiac les condujo a la embarcación en un santiamén Abordaron el barco por popa, ayudados por la plataforma de baño. Tenían una orden judicial; entraron como un ciclón. Su batalla, sin embargo, acabó antes de iniciarse. El barco, cuyos planos habían estudiado en tantas ocasiones, estaba vacío. En el salón de cubierta, sobre el mueble bar, descansaba un vaso bajo de cristal con abundante hielo y restos de algún licor. Junto a él, un cenicero metálico lanzaba un humo blanquecino. Dos pequeñas luces rojas demostraban que el vídeo y el ordenador portátil estaban enchufados, pero ninguno de ellos mostraba actividad. La pieza había vuelto a esfumarse.

Emplearon dos largas horas en registrar el barco al milímetro y buscar huellas. Nadie habló durante el proceso. Fueron testigos de un modo de vida que a todos ellos les estaba vedado. «Nunca he visto un trabajo de carpintería como éste —pensó Iturri—. Aunque esté pagado con el llanto de bebés mancillados, es verdaderamente sublime».

Descolgaron los cuadros, unas hermosas acuarelas con motivos náuticos, pero no ocultaban más que su arte y una caja de seguridad vacía. Cuando la abrieron, una alarma silenciosa sonó en alguna compañía de seguridad. En poco más de veinte minutos, desplegando luces y sonidos estridentes, una embarcación se personó en la propiedad. Iturri les despidió con cajas destempladas. Le llamaron desde la cocina: en la basura, uno de sus hombres acababa de encontrar un CD roto. Era difícil extraer datos válidos de discos dañados pero, en todo caso, lo intentarían. Por curiosidad, abrió el frigorífico de doble puerta: las cigalas eran enormes; las dos botellas de champán llevaban la etiqueta Möet-Chandon. Lo cerró con suavidad mientras reflexionaba. Resultaba evidente que la operación había fallado. Su presa había escapado nadando. No habían pensado en esa salida dado el tiempo y a esa distancia de la costa. Hasta ese momento, había mantenido la calma, había estado incluso más tranquilo de lo razonable, pero estalló furibundo al escuchar la primera observación de su segundo. Los demás fijaron sus ojos en el suelo enmoquetado sin saber qué decir.

—¿Un error? ¡No, no y no! No ha habido ningún error. Los datos eran exactos. Simplemente, hemos sido descubiertos.

—¡Eso es imposible! —protestó el agente Strong—. ¡La operación se ha llevado a cabo en el más estricto de los secretos; pocas personas, aparte de nosotros y del juez encargado, conocían la redada, y todos son de confianza!

—Strong, mire a su alrededor, y verá cuál es el fallo de su razonamiento —dijo tratando de calmarse—. Alguien ha violado esa confianza. Pero no se inquiete, seguiremos al acecho. La próxima vez, le cazaremos.

Todos levantaron la mirada, con ánimo de retirarse, pero Iturri les detuvo. Recolocó los guantes de látex en sus dedos regordetes, sacó del bolsillo una bolsa de pruebas y la abrió con parsimonia. Más tarde, miró a su alrededor, girando sus manos pedigüeñas.

—Señores, les agradeceré que depositen aquí sus teléfonos móviles. Todos ustedes. La central les entregará otros, a la mayor brevedad.

—Inspector, ¿qué está sugiriendo?

—¡Cállese, Loire, y comience por el suyo! Agente Sádaba: veo por las marcas de sus pantalones que usted tiene dos aparatos.

—¡Pero éste es particular! —exclamó el policía, tratando de ocultar con la mano las manchas de vómito que llenaban la pernera—. Tengo la libreta de direcciones, el teléfono de mi madre y mi novia.

—No se inquiete, se lo devolverán pronto. Es por su bien; ahora todos somos sospechosos. Supongo que estarán tan interesados como yo en ser exculpados cuanto antes de esa carga.

—De acuerdo, inspector, está en su derecho… —La voz del policía sonó agria—. Aunque se equivoca con nosotros.

—Así lo espero, agente, pero Strong tiene razón. La operación estaba bien tejida. Sólo hay una explicación para este fracaso: entre nosotros hay un traidor. Esas tres llamadas perdidas eran una señal. Supongo que no se enfundó en un traje de neopreno y se echó al mar porque sí. Ahora, estará desayunando en algún hotel de lujo. No pararé hasta localizarle. Y que Dios le pille confesado.

Con los móviles a buen recaudo, Juan Iturri abandonó el barco y se dirigió al puerto. Antes ordenó que recogieran la moto, aparcada cerca del pantalán.

Un potente trueno despertó al inspector. Miró en rededor. No recordaba dónde se encontraba. Fuera seguía lloviendo y la humedad enfriaba el ambiente, pero el policía estaba sudando.