palacio arzobispal, Pamplona
Sábado, 12 de junio
Como todas las mañanas, Lucas Andueza, secretario personal del arzobispo de Pamplona, salió puntualmente de la elegante casa donde residía para dirigirse a su lugar de trabajo, en el casco antiguo de la ciudad. Tenía por costumbre ir a pie; se trataba de un corto paseo de apenas quince minutos. Además, no le quedaba más remedio que rendirse a la evidencia: la hazaña de encontrar aparcamiento en la zona rayaba en lo milagroso.
La sede episcopal se situaba en uno de los puntos más altos de la villa, en el envejecido barrio de La Navarrería, a escasos metros de la catedral gótica, construida sobre las ruinas de otra más antigua, de traza románica. La zona, de extraña belleza, tomada por okupas y radicales provascos, poseía el encanto que el tiempo confiere al arte y el mal olor que otorga el descuido.
Pese al calor de la mañana y a la inclinación de la cuesta, el padre Andueza subía resuelto. A paso ligero, ni siquiera sudaba. Las horas de gimnasio cumplían su función: el secretario exhibía una envidiable figura. Delgado y alto, siempre que se presentaba la ocasión se complacía en afirmar que, a sus cuarenta años, seguía en plena forma.
Quedaban escasos metros para coronar la ascensión cuando, sin previo aviso, de uno de aquellos descascarillados edificios emergió un grupo de extraños personajes ataviados con vestimenta de guerrilla y parafernalia metálica clavada en el cuerpo. Al padre Andueza un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, pero no se detuvo. Preocupado por parecer natural, evitó bajar la vista y caminó con fingida tranquilidad por entre aquellos individuos. Mientras los dedos ganchudos recolocaban sus indómitos cabellos y arrancaban temblorosos las lentes de la cara, les miró de reojo. Había ensayado el comportamiento que debía adoptar ante aquellas situaciones comprometidas, pero no pudo evitar mostrarse nervioso.
No llevaba sotana, de hecho sólo se la ponía en ocasiones especiales; vestía pantalón y camisa oscuros. Su alzacuello permanecía oculto dentro de la cartera de documentos que llevaba en la mano (se lo pondría al entrar en el palacio arzobispal) pero, aun así, en aquel barrio su aspecto evidenciaba su condición clerical. Antaño, esa alcurnia le hubiera granjeado reverencias al pasar, pero los tiempos habían cambiado y el péndulo de la historia se hallaba en el extremo opuesto: ahora los curas eran objeto de mofas, dianas improvisadas cuando se presentaba la ocasión.
Salvo por la pedrada, cuyo impacto le había costado tres puntos de sutura y un par de gafas recién estrenadas, en realidad Lucas Andueza no había sufrido percances de consideración y no se sentía vituperado o perseguido. Pero el secretario opinaba que era mejor no tentar al destino vistiendo sotana o llevando alzacuello.
Desde su insondable ignorancia al aroma de cannabis, los habitantes de La Navarrería veían en el clero a su enemigo, pero solían conformarse con algún insulto grueso. Por si acaso, Lucas Andueza se quitaba siempre las gafas. Los cristales rotos podrían incrustarse en sus miopes ojos azules.
El secretario tragó saliva. La maniobra le ocasionó un golpe de tos. Consideró de inmediato las repercusiones de su tonto forcejeo con la saliva, y, pensando en que aquellos individuos le partirían la boca, inició una asustada oración.
Sin embargo, el grupo, basculando entre vapores de droga y alcohol, no le prestó atención, siguiendo su marcha con la vista perdida en algún extraño hueco de la conciencia.
«¡Tan temprano y colocados!», suspiró Andueza, mientras, complacido, aceleraba el paso. Volvió a colocarse las lentes, mientras con un impoluto pañuelo blanco secaba las pruebas de su miedo.
La calle Curia condujo al clérigo hasta el mismísimo pórtico neoclásico de la catedral. El templo estaba abierto; las verjas de hierro, de par en par, invitaban al caminante a cruzar el atrio y adentrarse en la historia y el culto. Un nutrido grupo de turistas admiraba la fachada dieciochesca, mientras escuchaba las explicaciones de la joven guía. La políglota azafata aseguraba que, pese a la primera impresión, dentro del templo se ocultaban tesoros finísimos que nunca habían defraudado a un visitante amante del arte. Lucas Andueza sonrió al oír el comentario, por otro lado acertado, pero no hizo ademán de entrar. Por el contrario, pasó de largo sin tan siquiera volver la mirada.
Antaño, cuando era más joven, sobre todo en sus años de seminario, al llegar a ese punto solía detenerse, atravesando el pórtico para disfrutar, ya dentro, de lo auténtico. Arrodillado en alguna esquina, le gustaba saborear el claroscuro y paladear el silencio de la cruz latina. Pero con los años, Lucas Andueza se había convertido en un adulto con demasiadas cosas en la cabeza para perder el tiempo paseándose entre las policromadas columnas, bajo el reflejo de las vidrieras. Mil veces observadas, para él, las bóvedas de crucería se habían convertido en piedra; el fervor infantil, en madura razón.
Continuó su marcha, esta vez cuesta abajo, por la calle Dormitalería, hasta la plaza de Santa María la Real. Anduvo siempre por el lado izquierdo, ya que los edificios de esa posición eran de titularidad eclesial y, por tanto, más seguros. Enseguida, el palacio arzobispal se materializó ante sus ojos, majestuoso y, al mismo tiempo, humilde en sus formas. De planta rectangular, construido en piedra y ladrillo y rematado por una lucida galería de arcos barrocos, poseía una bonita puerta churrigueresca que parecía querer transmitir simultáneamente la pobreza y la riqueza de la Iglesia.
En el mismo dintel de la puerta, Lucas Andueza extrajo el alzacuello, que se colocó en la camisa negra. Atusando sus indisciplinados cabellos, penetró en el palacio.
Dámaso, el anciano bedel, ocupaba como siempre su puesto. Saludó al secretario afectuosamente, abandonando la estrecha garita acristalada para acompañarle por entre las arcadas hasta la puerta que daba acceso a las escaleras. Había un pequeño ascensor, que solían tomar los visitantes y los clérigos de piernas cansadas, pero Dámaso sabía que Luis Andueza, por la razón que fuese, subía a pie las dos plantas. El sacerdote correspondió a la delicadeza del bedel con una media sonrisa. El contratiempo con los trogloditas del lugar había sido ya olvidado.
—Buenos días, don Lucas… ¿Se ha fijado? Ni una nube en el cielo. Este fin de semana podrá ir al monte.
—Veremos si el trabajo nos lo permite… —contestó el secretario, fingiendo abatimiento.
Tenía meticulosamente preparada la excursión del domingo. Se había citado con dos amigos, ambos seglares, con los que mantenía una cortés competencia, para subir el monte Perdido. Situado en la provincia de Huesca, contaba con la nada despreciable altura de 3355 metros.
—Espero, padre, que el paquete que ha llegado esta mañana no se lo impida —replicó el bedel, compungido.
Le caía bien aquel curita. Resultaba obvio que necesitaba otro hervor para desprenderse del orgullo, pero ya vendría el tiempo con su inexorable hacha.
—¿Paquete, qué paquete? —los ojos del eclesiástico se clavaron en el anciano evidenciando incisivamente su malestar—. ¡Hoy es sábado, Dámaso, y los sábados no hay correo! —enfatizó.
—Lo sé, don Lucas. ¡Ya tenemos bastante trabajo con las cartas durante la semana! Pero este envío lo ha traído un mensajero, ¿comprende?, de los del servicio exprés.
—Bien, lo veré enseguida —contestó el secretario, quejoso—. ¿Está en su despacho el arzobispo?
—Allí está, sí, con una visita.
—¿Una visita? ¿Pero es que aquí nadie cumple con las normas establecidas? —exclamó irritado—. ¡No había audiencias previstas para el día de hoy: la agenda estaba vacía…!
—Me temo que ha sido un encuentro inesperado, forzoso, diría yo. Vino un matrimonio con un chavalillo. Ya conoce el carácter de su eminencia. El niño venía en silla de ruedas. Me presionaron para que le avisara. Lo hice. No es necesario detallar el resto. Les he tenido que ayudar a subir, dejando sin vigilancia la entrada. El ascensor es pequeño y las ruedas de la silla de inválido son demasiado anchas.
—Lo comprendo, Dámaso, no se preocupe —contestó Andueza, dando por concluida la conversación, al tiempo que pensaba que el arzobispo y sus buenas obras terminarían por estropear el fin de semana.
«En fin, a ver qué nuevo problema contiene ese paquete», se dijo mientras subía la escalera. Aunque estaba cubierta por una estrecha alfombra roja, la añosa madera de roble crujía a su paso.
En el arzobispado, la llegada del correo marcaba el inicio del trabajo duro, por eso, los sábados se consideraban días de poco trabajo. Los envíos recibidos los días de labor se medían en docenas. El cartero dejaba una o dos sacas repletas en la entrada del palacio arzobispal. Las cartas llegaban desde distintas procedencias y con los más diversos propósitos. Había peticiones de dinero de las parroquias para celebraciones especiales, avisos de actividades litúrgicas, quejas de fieles, algún agradecimiento, pocos… Pero, sobre todo, a su despacho acababa por fondear una ingente colección de documentos que relataban problemas internos del clero; unos, simples; otros, tremendamente complejos. Al final, el oído y la vista del pobre arzobispo se convertían en el vertedero general de la diócesis.
Lucas Andueza llevaba tres meses escasos en el cargo, pero ya se había convertido en un maestro de la clasificación. En poco más de dos horas, era capaz de organizar la correspondencia por temas y prioridades, de forma que el arzobispo empleara el mínimo esfuerzo en despacharlos, y dedicara el resto del tiempo a la búsqueda de soluciones para las muchas cuestiones espinosas. Al principio, los asuntos —más por su materia que por su número— agobiaron al secretario hasta quitarle el sueño. Con tiempo y disciplina, consiguió imponerse un implacable distanciamiento y llegó a ver temas asépticos donde antes veía personas afligidas. De esa manera, había logrado mantener a buen recaudo su psique y su fe.
Su inmediato superior, el arzobispo Blas de Cañarte, afable y bondadoso a sus setenta años cumplidos, se dejaba organizar humildemente, siempre, eso sí, que el secretario observara rigurosamente su horario de oraciones y lecturas y se abstuviera de cuestionar sus decisiones, por intrascendentes que fueran. Los enemigos del purpurado se burlaban de él afirmando que estaba más cerca del cielo, con los ángeles, que de la tierra entre los mortales. Andueza sabía que iban desencaminados. El hombre al que servía era un místico, sin duda, pero sus pies pisaban el barro como cualquiera de sus detractores. Ni una sola vez, en aquellos tres meses, le había hecho falta bajar a su superior a ras del suelo, insistiendo en la importancia de un presupuesto o en las variables psicológicas que afectaban a tal o cual clérigo. Su eminencia estaba convencido de que la Iglesia era una organización compleja que debía ser vigilada, planificada y controlada, amén de rezada.
¡Si sus enemigos le conocieran como él, no dirían aquellas sandeces! Era un sacerdote santo, desde luego, pero tenía manías y debilidades… ¡Si los que le tachaban de arrebatado estuvieran al tanto de aquellas facetas de su eminencia! Tenía curiosas costumbres que la mayoría ignoraba y que Andueza se esforzaba por lograr que permanecieran ocultas. Claro que no sabía de cuan atrás venían, pues él llevaba poco en el cargo; pero, desde luego, la información era suculenta. Por lo visto, el arzobispo admiraba que su secretario nunca hubiera hecho mención a esos detalles, aunque por él pasaba también ese tipo de correo.
En una comunidad donde abundaban las canas y las barrigas voluminosas, Lucas Andueza era considerado una sólida apuesta entre las jóvenes promesas de la Iglesia, y el sacerdote no andaba falto de ambición. Abogado de profesión, había recibido tardíamente la llamada, cuando cursaba un máster en derecho fiscal, que finalmente terminó compaginando con los estudios de teología. Luego se había trasladado a Roma para hacer un doble doctorado en teología y filosofía. Doctorados que obtuvo con meritisimus. Más tarde, había vuelto a su Pamplona natal.
A diferencia de otros colegas de vocación, el padre secretario no había perdido la fe en la Ciudad Eterna, pero, recorriendo los pasillos vaticanos, había llegado al convencimiento de que la Santa Madre Iglesia se sostenía en pie a pesar de sus hombres. Eso le había hecho madurar, comprender, por ejemplo, las inclinaciones de su superior, pero también alimentar sus antiguas aspiraciones. Aunque trataba de mantenerlos a raya, le asaltaban a menudo sentimientos de superioridad, pensamientos sobre dónde llegaría cuando, finalmente, los demás se dieran cuenta de su gran valía humana e intelectual.
De momento, recién llegado de Roma, el venerable arzobispo le había concedido el rango de secretario particular, cargo que ejercía con eficiencia y silenciosa prudencia. Era un papel modesto, pero digno de atención y con perspectivas. En su condición de colaborador cercano, era, para muchas cosas, la mano derecha de su eminencia. Por él pasaban innumerables asuntos a los que atribuía grado de importancia, concediéndoles prioridad o, por el contrario, despreciándolos. De hecho, en los escasos meses en los que ocupaba el despacho contiguo al de su eminencia, había conocido a más gente influyente que en todos sus años de pamplonés de a pie. Y, aunque el arzobispo disponía de un Consejo que convocaba para consultar sobre asuntos diversos, sabía que a él le concedía tanto crédito como a aquellos pesos pesados de la Iglesia.
Era sábado, iba a empezar el verano. Andueza pensaba que, sin correo, previsiblemente, su trabajo en el palacio arzobispal habría de ser mucho más ligero, y a eso de la una, plegaría los bártulos y se marcharía al pueblo, a casa de su madre, a dejarse cuidar, y a comer aquellos guisos que nunca conseguían engordarle, pero que le fortalecían para las duras escaladas de los domingos.
Subió con brío los dos largos tramos de escalinata, escuchando a su paso los quejidos de la deformada madera. Su despacho estaba muy cerca de la balaustrada, abierto, ya que el arzobispo tenía que pasar necesariamente por él para acceder al suyo. Dentro olía a limón y a cera de abeja. Su mesa, perfectamente ordenada, brillaba como un espejo: disponían de un magnífico servicio doméstico. Sobre la antigua pieza de caoba maciza, que pedía a gritos una restauración, se destacaba una pantalla de TFT de última generación. La Iglesia moderna estaba reñida con la maldad, no con la tecnología. En aquel momento, el ordenador estaba apagado. Junto al teclado, como Dámaso había referido, descansaba un pequeño paquete, un sobre acolchado.
Lo cogió y giró por ambos lados. No traía remitente ni dirección; sólo figuraban en él dos palabras escritas por una máquina perfectamente amaestrada: «SR. ARZOBISPO».
Lo observó más de cerca. Extrañado, cogió el teléfono y marcó una extensión interna.
—Dámaso, le habla don Lucas. Quisiera preguntarle algo; es sobre el paquete que ha dejado sobre mi mesa. Dígame, ¿ha sido pasado por el detector? Hay algo en él que levanta sospechas: sin remitente, sin inflación de datos, sin los muchos sellos que estas cosas suelen traer…
Al otro lado del teléfono, Dámaso sonrió. Había adivinado que se produciría esa llamada y se oyó decir a si mismo lo que ya había pensado:
—A mí me ha causado la misma sensación que a usted, don Lucas: no me ha parecido un paquete corriente y he llamado a la empresa de transportes. Me han confirmado que ha pasado el filtro. Los de la compañía dicen que analizan sistemáticamente los paquetes cuando el destinatario es de riesgo. Parece que tienen registrado al señor arzobispo en esa categoría, y, por ello, lo han escaneado. «Nada sospechoso»; eso es exactamente lo que me han dicho.
—Muy bien, estupendo. Es usted un gran bedel, Dámaso. ¿Sabemos quién lo envía?
—Pues sí —su voz mostraba abiertamente su satisfacción—, decidí ir algo más allá en mis pesquisas. En mi llamada a la compañía de transportes, he aprovechado para preguntar por el remitente. Me dicen que la factura va a cargo de «Compassion, no sacrifices», una sociedad domiciliada en Dublín. Nunca antes había oído ese nombre, pese a que sirvo en este arzobispado desde hace treinta años. ¿No le parece un nombre curioso? Desde luego, suena evangélico, pero raro. Pero no se fíe de mí. Seguro que se trata de alguna nueva institución caritativa. ¡Ya sabe que las monjas y frailes navarros se diseminan por todos los rincones de la tierra!
—¡Gracias, ha hecho usted un buen trabajo! Dámaso, y ahora que lo pienso, ¿por qué no se va? Es tarde; cierre el portón, tengo llave. Hace una mañana magnífica.
—Gracias, don Lucas. Se lo agradezco mucho, y no por aprovechar el sol. ¡Ya me gustaría! Mi esposa no se encuentra bien, ya conoce que su salud es delicada. La he dejado en la cama, con fiebre. Subiré a comprobar que todas las estancias están cerradas y las persianas entornadas, este sol se come vorazmente el barniz, y luego me marcharé.
—Muy bien, que pase un buen fin de semana. ¡Y que se mejore su esposa!
Salvada la duda, Lucas Andueza se sentó y tomó con decisión el abrecartas, una moderna pieza de plata dorada que ya estaba allí cuando él llegó. Sin embargo, cambió de idea y en vez de abrir el paquete abrió el ordenador para consultar su cuenta de correo.
No había mensajes interesantes, pero el secretario arzobispal se entretuvo leyendo los titulares de los dos diarios digitales que recibía periódicamente. Quedaban pocos minutos para el mediodía, cuando cerró la conexión a Internet y recuperó el abrecartas, con el que rasgó el sobre acolchado. Lo inclinó ligeramente y dejó caer sobre la mesa su contenido: un pequeño cofre confeccionado toscamente en madera sin cepillar.
—¡Santo Dios, qué gente! ¡Con tantas modernidades y tanto diseño, sólo consiguen traspasar las lindes de lo macabro! —increpó al aire, al percatarse de que el cofre adoptaba la forma de un ataúd en miniatura.
Despreocupadamente, desató el minúsculo gancho que sujetaba la tapa y lo abrió. En cuanto vio su contenido se echó hacia atrás, tratando de alejarse de aquel espectáculo. La silla giratoria se movió haciéndole perder el equilibrio. Le salvó la pared trasera. A ella quedó pegado, petrificado, sin atreverse a mover un músculo. Una andanada de arcadas sacudió su estómago.
Iba a salir corriendo, la náusea ya en la boca, cuando su cabeza le obligó a retomar las riendas de la situación. En pie, frente a la mesa, se convenció de que aquello no era más que una broma. Algo tétrica, pero sólo una broma pesada. Con aplomo, se apartó el flequillo, se ajustó las gafas e inclinó ligeramente la espalda para ver mejor el interior del cofre. Cuando percibió los restos de sangre en el fondo plastificado, salió corriendo en dirección al despacho del obispo.
Aunque sólo debía atravesar un espacioso salón, llegó jadeando y visiblemente azorado. Tan honda había sido la impresión, que olvidó sus suaves maneras, su sutil diplomacia. Ni la puerta, cerrada, ni la autoridad de quien ocupaba en aquel momento la estancia le frenaron. Ni siquiera tuvo la precaución de avisar de su llegada con unos toques en la hoja de madera. Entró por sorpresa y de forma ruidosa:
—Señor arzobispo, ¡no va usted a creerlo! Perdone la interrupción, pero es preciso que venga conmigo un momento. ¡Enseguida! ¡Es urgente, muy, muy urgente!
El arzobispo era afable, paciente y rico en evangélica clemencia, pero no estaba acostumbrado a que sus subordinados interrumpiesen sus conversaciones privadas de aquella manera. Su primera reacción fue de dureza y enfado:
—Perdonen a mi secretario, queridos amigos, es proclive a dejarse llevar por los impulsos —se disculpó ante su visita—. Don Lucas, como usted bien sabe, todo lo urgente puede y debe esperar. Estoy ocupado en este momento. Le avisaré cuando termine. Entonces, podrá hacerme partícipe de lo que le venga en gana. ¿Me he expresado con claridad?
El sacerdote respondió a la observación con una encendida queja.
—Arzobispo… Eminencia, si no fuera importante no le molestaría, pero es que…
Sus minúsculos ojos miopes habían doblado su tamaño, y parecían querer salirse de su órbita. Su azul, normalmente apagado, brillaba como un cristal expuesto al sol.
—No se preocupe, señor arzobispo, nosotros ya nos íbamos —intervino el caballero sentado de espaldas a la puerta—. No queremos robarle más tiempo.
—No se preocupe, Alfredo, no me roba nada. Verles a ustedes me hace descansar.
—Insisto —afirmó el hombre, levantándose—. Le agradecemos mucho que nos haya recibido sin pedir cita y que nos haya escuchado de una forma tan atenta. Su testimonio eleva siempre nuestro ánimo, ¿no es así, Rosa?
—Así es, querido. Gracias, eminencia, por su tiempo y sus palabras. Jorge también le da las gracias… a su modo.
—Gracias a ustedes, por venir. Don Lucas les entregará un rosario bendecido. He traído varios de mi viaje a Tierra Santa. Y para Jorge, seguro que hay algún caramelo blandito. ¿No es así, don Lucas?
Pero el abatido sacerdote no prestaba atención. El eclesiástico repitió la pregunta elevando el tono de voz:
—¿Cómo dice, eminencia?
—¡Rosarios, Andueza, rosarios! Y unos caramelos para el pequeño.
—¡Rosarios! ¡Sí, claro, por supuesto! Inmediatamente les hago entrega de unos rosarios bendecidos. Los ha traído su eminencia de Tierra Santa… —reiteró—. ¡Vengan conmigo! Por aquí, por favor.
Lucas Andueza salió del despacho de su superior, seguido del matrimonio y el niño enfermo. Como la marcha de los visitantes era lenta a causa de la silla de ruedas, el secretario se adelantó y entró solo en su despacho. Evitó dirigir la vista hacia la caja de madera. Quería impedir a toda costa que los inoportunos visitantes se detuvieran en su cuarto de trabajo, buscó en el primero de los cajones del buró, de donde sacó dos rosarios en sus consabidas fundas. No disponía de caramelos blanditos. ¡Por Dios, estaban en un palacio arzobispal, no en una guardería! Sin embargo, a la carrera cogió unas bonitas estampas de colores. Al salir, los visitantes se acercaron. En la antesala del despacho, entregó satisfecho los rosarios al padre y las estampas a la madre de la criatura. Mientras observaban sus regalos, aprovechó para volver a entrar.
—Disculpen un segundo, por favor. Avisaré para que les acompañen.
Marcó el número de la extensión telefónica de Damián, para rogarle que condujera a aquella familia hasta la salida y ahorrarse, así, el inconveniente y el retraso.
Cuando el bedel no respondió, Andueza recordó que le había dado permiso para que se marchara. Le tocó hacer personalmente los honores; de no haber sido un cura en un palacio episcopal, hubiera obligado a aquellos visitantes inoportunos a salir a la carrera. Pero como lo era, se limitó a animarles, con su ejemplo, a caminar deprisa. Luego de ayudar a los padres a introducir la silla de ruedas en el pequeño ascensor, lo que no fue tarea sencilla, bajó corriendo los dos tramos de escalera y llegó a tiempo de abrirles. En un santiamén, les mostró la salida, cerró el portón del palacio y subió de dos en dos los escalones, desandando el pasillo hasta llegar al despacho del arzobispo. Allí, ante la puerta abierta, se detuvo en seco.
—Eminencia… Don Blas… ¡No se lo va usted a creer! —musitó, inclinado hacia delante a fin de recuperar pronto el aliento.
—Es posible que no, pero eso poco importa. Le exijo… Le suplico —se corrigió— que no vuelva a entrar en mi despacho sin llamar previamente. Bajo ninguna circunstancia, ¿me ha comprendido?
—Sí, lo siento, eminencia, pero…
—¿Qué ha sido esta vez: una capilla incendiada, un accidente de tráfico, otra vocación truncada? —preguntó el prelado, dolido.
Algunos años atrás, la primera opción racional al explicar aquella extraña actitud del secretario habría sido el abandono de su puesto por parte de algún sacerdote, producidos en masa tras el Concilio, pero, gracias a Dios, aquella ignominiosa época había pasado.
—Nada de eso, eminencia.
—Entonces, ¿qué? ¡Esperaba tener un fin de semana pacífico!
—Eso será, me temo, del todo imposible… —Andueza se disponía a relatar los hechos, pero finalmente se arrepintió—. Eminencia, si es tan amable de acompañarme hasta la secretaría, creo que es preferible que lo vea con sus propios ojos. No creo que sea bueno que lo toquemos.
—Me sorprende usted, querido don Lucas —respondió el arzobispo, arrastrando las palabras.
—¡Pues no ha hecho más que empezar…! —concluyó en voz baja el secretario, colocando nuevamente en su sitio sus desmandados cabellos.
Muchos años más tarde, Lucas Andueza recordaría nítidamente la expresión de horror en el rostro de su eminencia Blas de Cañarte, arzobispo de la diócesis de Pamplona y Tudela. Le fue imposible adivinar en qué pensaba, puesto que casi no mencionó palabra, pero cuando, colocándose las gafas, tomó la caja en su mano y se la acercó a la cara, hubo de sentarse para tomar aliento.
—Andueza, esto… ¿es de verdad? —preguntó con mirada acuosa.
—Me temo que sí, señor arzobispo. Parece un dedo humano… Recientemente serrado, habida cuenta los restos de sangre que la caja tiene por debajo, y que parece… en fin, bastante… fresca.
—¡Pero qué barbaridad! ¿Y qué hace ese dedo aquí? ¿Ha visto el cofre? ¡Tiene forma de ataúd!
Con cada pormenor, la voz del arzobispo se iba tornando más y más borrosa.
—Sí, me he fijado en ese detalle —confirmó el secretario.
Ambos guardaron silencio unos instantes, aunque no afrontaban la tensa calma de idéntica manera. El arzobispo estaba en pie, erguido, con los brazos cruzados sobre el pronunciado abdomen, sin moverse lo más mínimo. Andueza intentaba mantener la calma, pero caminaba de un lado a otro, frotándose convulsivamente las manos. Al fin, los nervios le vencieron.
—¡Por Dios, eminencia, hemos de avisar de inmediato a la policía! —exclamó.
Condescendiente, el arzobispo puso los ojos en su secretario, con un gesto amable. Con una mueca, contestó:
—Creo, don Lucas, que no es la mejor opción en este momento.
—Le ruego, eminencia, que lo reconsidere. ¡Es un dedo humano, un trozo del cuerpo de una persona, lo que significa que…!
—Andueza, escúcheme, por favor. Por descontado que a su debido tiempo haremos lo que usted sugiere. Colaboraremos con la policía y las autoridades en todo lo que sea menester, pero quizá sea prudente esperar un poco…
—Pero, señor arzobispo, ¡hay que tomar medidas de inmediato! Jurídicamente, la ausencia de denuncia podría ocasionarnos…
—Supongo, querido Andueza, que en su larga estancia en Roma habrá aprendido que la Iglesia, como cualquier otra institución milenaria, no juzga con simpatía la precipitación.
—Sí, eminencia —contesto el ayudante—, se que es tradicional en ella la prudencia en opiniones y actuaciones…, pero lo que tenemos delante no es la declaración de algún retorcido político o de un sociólogo anticlerical. Permítame que le recuerde que se trata de una prueba inequívoca de que la integridad de un ser humano se halla en grave peligro. Como ciudadanos, tenemos el deber de denunciar hechos ilícitos, sobre todo si son de esta magnitud.
—Observo, don Lucas, que el adiestramiento jurídico que ha recibido ha dejado mayor impronta en su mente que la formación eclesial.
—Es muy posible, eminencia, lo siento —se sometió el secretario, mostrando con la cabeza gacha que el arzobispo había acertado.
—Verá, querido Andueza, debemos esforzarnos por aclarar este asunto antes de hacerlo público, porque, en otro caso, la ignorancia de algunos buenos cristianos y la maldad de otros que no lo son pueden lanzar sobre la Iglesia culpabilidades injustas.
—¿Por qué, eminencia? ¡Nada tenemos que ver con esto! ¡Nosotros también somos víctimas! ¿Dónde se ha visto que el que cumple con el cívico deber de denunciar acabe culpabilizado?
El arzobispo dejó que el secretario se diera cuenta por sí mismo de la falsía de su aseveración. No hizo falta mucho tiempo. Como abogado, Andueza había comprobado que el mismo acto de la denuncia ponía en no pocas ocasiones en un brete a los ciudadanos que no pretendían otra cosa que colaborar con la justicia.
—Actuar con prudencia, querido Andueza, estriba en gran parte en saber aplicar las experiencias del pasado al momento presente. No tengo reparos en reconocer que nunca antes del día de hoy me había enfrentado a un hecho similar, pero sé que la precipitación no es nunca buena, menos cuando los hechos son tan trascendentes como éste.
—Sí, eminencia, como siempre tiene usted razón —acató el colaborador, maldiciéndose a sí mismo por haber violado su propia regla de mantener la boca cerrada.
—No se entristezca, padre, la prudencia es una virtud; como tal, se aprende ejerciéndola en situaciones como ésta. La Iglesia ha tardado milenios en alcanzarla, nosotros no vamos a lograrlo en cinco minutos…
—Sí, eminencia —repitió.
—Verá, lo que ha de tener siempre presente es que usted y yo, todos los que de una u otra manera formamos el gobierno de la Iglesia nos debemos a Cristo y al bien de su obra… Ni en éste, ni en ningún otro asunto, estoy dispuesto a echar carnaza a la prensa para que achaque a la Iglesia lo que no son más que posturas aisladas e inexplicables en un seglar o en un miembro de la jerarquía, que para el caso, son lo mismo simples individuos.
—Eminencia, ¿acaso sospecha que este dedo tiene algo que ver con la Iglesia?
—No sospecho nada, querido Andueza, nada de nada. Sólo afirmo que deberíamos tomarnos algo más de tiempo para recabar toda la información que nos sea posible. Antes de avisar a la policía, hemos de comprobar los hechos. Serrar un miembro entraña un modo extremo, rabioso, de violencia. Que nos lo hayan enviado a nosotros, un arzobispado de provincias, no deja de ser… chocante. Puede que todo este galimatías tenga un origen interno, o puede que no. Lo comprobaremos. Quizá…
El arzobispo no trasladó a palabras sus postreros pensamientos. Lucas Andueza, tragándose su vergüenza, esperó estrujándose las manos hasta enrojecerlas. Finalmente, los penetrantes ojos de su superior se dirigieron hacia él.
—Don Lucas, ¿venía alguna nota reivindicativa acompañando al… paquete?
—Bueno… No lo sé. No he mirado en el sobre, pero…
—Pues hágalo, pero con cuidado, por favor.
No hubiera hecho falta que el arzobispo hiciera tal comentario: Andueza estaba aterrado. Tras ver el dedo seccionado en aquella macabra envoltura, todos sus sentidos se hallaban en estado de excepción. Con un recelo próximo al miedo, pero con el mayor cuidado que consiguió recabar, cogió el sobre acolchado y volvió a inclinarlo. No cayó nada de él.
—Está vacío, arzobispo.
—Debe mirar bien, Andueza, los papeles suelen engancharse en ese tipo de sobres acolchados.
Alentado por el arzobispo, tragando saliva, el secretario introdujo el largo estilete de metal dorado en el envoltorio acolchado. Esta vez sus pesquisas dieron fruto: un documento (a primera vista parecía muy antiguo) se desprendió de sus paredes, cayendo sobre la mesa. Instintivamente, ambos clérigos dieron un paso atrás.
Pero de inmediato, el arzobispo, ávido de examinar el hallazgo, se precipitó sobre la mesa. Andueza hizo lo contrario que su superior, se alejó todo lo que pudo de aquel objeto que no presagiaba nada bueno; como si evitar mirarlo pudiera mitigar los terrores que ocultaba.
Pese a sus naturales reticencias, en pocos instantes, su curiosidad le condujo a estirarse en aquella dirección; después a tentar un paso y, más tarde, a darlo. Logró ver un pergamino que, pese a estar avejentado por los años, parecía bastante bien conservado. En mitad de aquella superficie, caracteres pintados en color negro rubricaban su suerte tronchada. Dio otro paso. En aquella incursión, creyó reconocer los dos tipos de escritura con los que se les comunicaban las nuevas.
No sabía traducir el primero, su conocimiento de aquella lengua se agotaba en unas cuantas palabras nostálgicas. Como todos sus compañeros de seminario, había jugado con aquellos caracteres aprendiendo a escribir su nombre o el de Jesucristo. La situación del arzobispo era muy distinta, y Andueza no se extrañó de que mantuviese fija la vista en el extraño documento: Cañarte era uno de los pocos especialistas en arameo con los que contaba la Iglesia española.
Otra parte de la escritura estaba escrita en latín; esas frases sí era capaz de leerlas, por lo que se inclinó ligeramente hacia delante. Al notar su presencia, el arzobispo se irguió y le miró sin verle. Andueza notó que lloraba decorosamente. No le pareció que fuera el miedo el que causara aquellas lágrimas, más bien la sorpresa; quizá, la decepción.
—¡Por Dios santo! ¿Cómo es posible que…?
No llegó a terminar la frase. Don Blas se apostó las lentes sobre el extremo de su pequeña nariz, encorvó ligeramente la espalda y fijó de nuevo la mirada en aquel pliego para releerlo. Inmediatamente, se llevó las manos a la cara sollozando.
Lucas Andueza continuó a su espalda, con los ojos tan abiertos como la boca. Al ver cómo evolucionaban los acontecimientos, se debatió entre acercarse a su escritorio, leyendo la parte del contenido del pergamino que era capaz de descifrar, o consolar a su superior, que se había alejado hacia la gran ventana de la sala. Su corazón le indicaba que, probablemente, la actitud más correcta y caritativa sería emplearse en esta segunda labor. No obstante, llevado por la creciente curiosidad, optó por averiguar por sí mismo la razón del contundente impacto en su prelado.
El pergamino era pequeño, más o menos del tamaño de una cuartilla. Fabricado en piel —de carnero o cabra, quizás de asno—, Andueza juzgó por su textura y color que era muy antiguo, del siglo XII o XIII. Pero aparentaba estar en muy buen estado: en realidad, la piel era mejor material que la pasta de papel para resistir los embates del tiempo y las secuelas destructoras de la manipulación constante. El fondo denotaba limpieza, aunque eso no indicara que se empleara por primera vez. Era conocido, desde la Alta Edad Media, que los pergaminos ya escritos se reutilizaban frecuentemente para producir nuevos códices: se borraba la antigua escritura sumergiendo el material en leche y restregando posteriormente la tinta con piedra pómez.
El mensaje estaba escrito con pluma gruesa; la parte alta recogía los trazos que Andueza había tildado de grafemas arameos. Había identificado las letras Mem (), Shim (
) y Qoph (
) pero no tenía ni idea de qué mensaje incluía aquella inscripción.
Después, en letra gótica bastarda, especialmente rotunda en sus curvas, en un modesto latín eclesiástico, había un texto de pocas líneas. El secretario dejó escapar un suspiro.
—«Iesus Christi Sacramentum et vicarius cohibiti sunt. A peccato liberatus, apostolis suae debet satisfacere. Mera iustitia boc exigit. Lignum Crucis relicarium navarrensis. Azenar» —leyó. Aunque su superior conocía el idioma oficial de la Iglesia mucho mejor que él, instintivamente, Andueza tradujo en voz alta el texto, pero el arzobispo no pareció inmutarse. Permaneció impertérrito en la ventana, mirando la calle con los ojos perdidos.
«¿Pero de qué va esta burla macabra?», pensó el secretario, sin atreverse a verbalizar en voz alta sus pensamientos. Como el prelado seguía en silencio, Andueza comenzó a buscar por sí mismo la lógica de aquel extraño texto.
«Iesus Cristus Sacramentum et vicarius cohibiti sunt». La expresión resultaba inusual. Cohibiré significa reprimir o sujetar; Andueza lo recordaba por una frase de De Officiis de Cicerón que había estudiado en el instituto, y repasado más tarde en su paso por el seminario: «Cohibere motus animi tur batos, ac appetitus obedientes efficere rationi». «Sujetar los desórdenes del alma y someter los apetitos a la razón».
Textualmente, el pergamino informaba que tanto Jesucristo sacramentado como su vicario, fuera éste quien fuera, estaban sujetos o contenidos. ¿Qué significaba eso? Obviamente, sujetar podía entenderse como encerrar: encerrar los desórdenes del alma, o a Jesucristo y a su vicario. Quien hubiera escrito aquel mensaje, ¿quería decir que los habían secuestrado y eran sus rehenes? Hacía tiempo que no se dedicaba a la lengua latina, pero Lucas Andueza recordaba haber visto el verbo cohibere empleado con el sentido de encerramiento físico y también con el de impedimento moral: ¿querían decir que les impedían actuar? En ese caso, ¿qué les vedaban hacer y por qué? Cuanto más lo pensaba, el secretario arzobispal menos comprendía el mensaje.
Por otro lado, ¿de quién estaban hablando exactamente? Las lacónicas frases no hacían más referencia a la identidad de la persona encerrada o impedida que su supuesta pertenencia a la Iglesia. El término vicarius resultaba también sumamente impreciso; en realidad, había muchas personas que podían responder a ese título: sacerdotes, obispos, el mismo Papa… El secretario no tenía idea de a quién se referían, pero dio por sentado que, fuera quien fuera, le debía pertenecer el miembro aserrado. ¿Y qué significaba lo de Jesús sacramentado? Eso sí que le resultaba un completo galimatías: ¿qué sentido tenía encerrar a Jesucristo con su vicario?
El embrollo de la primera frase no era nada en comparación con la segunda: «A peccato liberatus, apostolis suae debet satisfacere. Mera iustitia hoc exigit». «Para liberarse del pecado, el apóstol debe satisfacer; la pura justicia así lo exige…». ¿Pecado, de qué pecado hablaba? ¿Qué pecado merecía satisfacerse por justicia? ¿Qué pecado y de quién? Porque decía el apóstol, pero ¿qué apóstol? Todo cristiano, por definición, era discípulo y apóstol de Cristo.
La nota tampoco señalaba datos acerca de la autoría del hecho, más que aquel garabato que, a modo de rúbrica, manchaba la esquina inferior izquierda del pergamino. Azenar, ¡qué extraña palabra! ¿Qué querría decir? Si era una expresión latina, el secretario episcopal desconocía su significado. En realidad, lo único que la nota describía con claridad era un objeto: «Lignum Crucis relicarium navarrensis».
Lo conocía de sobra porque lo había visto muchas veces en el museo catedralicio diocesano, unas dependencias próximas a la basílica, donde se custodiaban las joyas de la diócesis. Era una de las dos perlas preciosas de la colección: un valiosísimo relicario del siglo XIV fabricado en plata sobredorada y adornado con esmaltes, preparado para la custodia y exposición del Lignum Crucis de la diócesis navarra. Esa frase aparecía suelta en el texto. ¿Querían con ella indicar la naturaleza de la prenda o las condiciones de un supuesto rescate, en el hipotético caso de que el verbo cohibere significara efectivamente encerrar? ¿Se referían con ella a la restitución por un desconocido pecado? La frase del pergamino decía que el pecado cometido exigía expiación. No tenía idea de a qué pecado se refería, pero fuera cual fuera parecía alegar que la reparación del mal exigía justicia: el relicario bien podía ser el objeto de la reparación (que tratara de enmendar la situación causada por aquel pecado desconocido).
Andueza buscó con la mirada al arzobispo. Seguía impasible, junto al ventanal, sus finos labios mascullaban indescifrables oraciones.
Mientras el prelado rezaba, las neuronas de Lucas Andueza funcionaban a toda velocidad. Sabía que lo correcto era guardar silencio y esperar acontecimientos, pero no lo hizo. Con la humildad de quien pregunta lo que no sabe, se dirigió a su superior:
—Eminencia, ¿qué significan estas extrañas frases? Y el encabezamiento parece arameo…
—Lo es —sentenció Cañarte.
—¿Usted lo entiende?… Quiero decir si usted es capaz de traducirlo…
—Naturalmente; Eli, Eli, ¿lama sabactant? «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» —tradujo el arzobispo—. Eso es lo que dice.
La respuesta, lejos de aclararle algo, lo confundía aún más.
—Don Blas, ¿cómo ha de entenderse todo esto? ¿Qué quiere decir que han secuestrado a Jesucristo sacramentado? No alcanzo a comprender a qué se refieren. ¿Y quién es ese vicario al que aluden? ¿Se supone que tenemos que adivinar de quién se trata? ¿Y lo del pecado? ¡Eso sí que es rarísimo! ¿Y esas palabras en arameo? Son las que pronunció Jesucristo casi antes de expirar… ¿Por qué las transcriben?
Cañarte pareció salir de su letargo y contestó muy despacio:
—Yo tengo las mismas dudas que usted, Andueza.
—¿Y qué hacemos?
—No lo sé… Debo confesar que no sé qué hacer…
El arzobispo exhaló un suspiro y dirigió la mirada hacia la calle. Tras unos instantes estalló:
—¡No es lógico! Se supone que deben ofrecernos pruebas indiscutibles que nos fuercen a tomar las decisiones que ellos desean…
Andueza le interrumpió de inmediato.
—Permítame recordarle, eminencia, que un dedo aserrado y sanguinolento, enviado en un cofre en forma de ataúd, resulta una prueba bastante sólida.
—Es una prueba, ciertamente, pero con ella no nos han transmitido la suficiente información. Desconocemos a qué vicario se lo han arrancado y por qué lo han hecho. Tampoco sabemos nada acerca del pecado cuya restitución reclaman. Y, además, ¿por qué habrían de meter en esto al Santo Sacramento?
—Quizás esperen que lo adivinemos, como si se tratara de un acertijo.
—¡No diga sandeces, Andueza! —bramó el prelado.
Él no fue capaz de responder nada comprensible. Bajó la cabeza, avergonzado.
—Lo siento, don Lucas, me he dejado llevar… Quizá tenga usted razón; es posible que la información esté ahí y no la hayamos visto.
—No, no, eminencia; era un tontería.
—Podemos considerar suposiciones, lo único que perdemos es tiempo. Pensemos; ellos esperan que nosotros atemos cabos ya que nos mandan esas frases y no otras. En primer lugar, intuyo que, cuando aluden al Señor sacramentado apuntan a la sagrada hostia. Lo que no consigo imaginar es cómo pueden secuestrarla. Quizás estén haciendo referencia a la profanación de algún sagrario de la diócesis que aún no se haya descubierto, o puede que el lenguaje que emplean sea figurado. Pero, si es así, ¿por qué no dan más datos?
—Lo siento, eminencia, creo que no puedo ser de utilidad en esto. Estoy absolutamente desconcertado. Quizá…
—¿Qué piensa, Andueza?
—En realidad, eminencia, era otra tontería.
—Bien, oigámosla.
Evitando mirar a su superior, el secretario respondió:
—Pensaba que quizás el reverso incluyera algún otro mensaje que pudiera aclarar las extrañas frases.
El arzobispo abandonó de inmediato su posición junto al ventanal, volvió sobre sus pasos y se encorvó sobre la mesa. Releyó por tercera vez el texto y luego, tratando de rozar con sus dedos la mínima superficie posible, tomó el grueso pergamino por las dos esquinas superiores y lo levantó, volviéndolo con suavidad para comprobar la sugerencia de su secretario. No podía imaginar la sorpresa que el dorso de aquel pergamino le deparaba.
Dicen que es rasgo inequívoco de la verdadera esperanza no verse alterada por contrariedades o circunstancias inesperadas sino marchar indiferente ante las actuaciones exteriores. Si es de ley, sugieren, se abre paso entre las adversidades sin prestarles la más mínima atención. Sin embargo, quienes tales cosas afirman, se olvidan de precisar que sólo los verdaderamente santos, si alguna vez existieron, esperan de esa manera. El común de los mortales vive momentos en los que, sin motivo aparente, se adueña de su ánimo una dulce y serena esperanza, mientras que corren otros en los que ésta merma hasta el punto de desaparecer por completo. Entonces, sin poder controlarlo, todo se vuelve negra noche y el alma pierde definitivamente el compás. A medida que Lucas Andueza fue consciente de lo que el adverso de la nota de rescate ocultaba, un intenso frío se apoderó de su cuerpo, desangrando su esperanza. Al contemplar el rostro del hombre que tenía enfrente, el secretario intuyó que la suya no era la única esperanza que estaba herida de muerte.
Blas de Cañarte seguía con la nota de rescate levantada, sujeta por los dos extremos superiores, pero ahora no contemplaba letras escritas por un puño estándar, veía una forma redonda e inmaculadamente blanca, que, cubierta por una pequeña funda de plástico similar a las empleadas en joyería, estaba adosada a la parte de atrás de la misma.
—Creo que ahora ya sabemos a qué se refería la nota —musitó el prelado, sin despegar la vista de la nívea hostia.
Aunque hubiera querido, Andueza no habría sabido qué decir, así que se quedó callado, rumiando una intensa rabia aliñada con una singular congoja. «¡El cuerpo de Cristo! —pensó—. ¿A qué mente extraviada podría ocurrírsele tamaña barbaridad? Aunque es posible que no sea más que pan ácimo, una broma pesada. No, eso mismo dije antes, y el dedo ha resultado ser humano. Pero eso no es óbice. Quizás esta vez…». Sin saber cómo, se oyó a sí mismo pensando en voz alta. El arzobispo Cañarte negó categóricamente esa posibilidad.
—Se equivoca, Andueza; la hostia está consagrada…
Sorprendido por la contundencia de la afirmación, pero sin atreverse a preguntar cómo había llegado a esa conclusión, sin ninguna evidencia, Andueza comenzó a morderse las uñas. Cañarte habló pausadamente.
—Ha leído la nota, Andueza, al menos la parte escrita en latín. Como bien sabe, es una lengua muerta que pocos conocen, a excepción de los universitarios dedicados a su estudio y de los eclesiásticos y demás gentes relacionadas con la Iglesia católica, ya que el latín es su lengua oficial. Es obvio que no es un texto escrito por un catedrático; está mal conjugado, la sintaxis es incorrecta y es impreciso e inexacto: ningún académico lo habría escrito así; se lo hubiera impedido su orgullo. ¿Me comprende?
—Sí, por supuesto, eminencia, eso lo entiendo, pero no consigo…
—Si no es un académico, nuestro universo se restringe a quienes mantienen una relación estrecha con la Iglesia. Eso significa que conocen sus ritos y sacramentos.
—Pero que conozcan los ritos…
—¡Déjeme acabar! —se enfadó el arzobispo.
Andueza asintió:
—Conocen los ritos, eminencia.
—Bien, querido Andueza, ahora fíjese en los detalles: el texto está elaborado con sumo cuidado; la escritura gótica es casi perfecta, parece salida de una escuela catedralicia de la Edad Media. Fíjese en el grosor de las líneas, en el tratamiento anguloso de las letras, en la diferencia entre los trazos finos y gruesos, ni una sola de las letras se ha desviado mínimamente del imaginario renglón.
—Sí, tiene razón, eminencia, es una escritura muy cuidada.
—En efecto; mírelo ahora en conjunto.
Andueza musitó una excusa, sin atreverse a mirar a su superior. Parecía que la noticia le había hecho perder el juicio. Éste le lanzó una mirada cargada de reproche, pero con voz calmada siguió instruyéndole:
—Fíjese en la «s», Andueza…
El secretario intentó esforzarse. El texto contaba con varias; todas ellas descendían por debajo de la línea del renglón, como es común en la escritura gótica cursiva. Así se lo manifestó al arzobispo.
—¡No, no, Andueza; me refiero a la mayúscula!
—Lo siento, eminencia; sinceramente, no logro seguirle.
Un silencio aún más cerrado se apropió de la estancia.
—Perdóneme —dijo el prelado finalmente—, tiene razón. Verá, sólo quería hacerle notar que todas las palabras del texto se han escrito en minúscula, todas menos dos: «Iesus Christi», Jesucristo, que es un nombre propio que exige mayúscula, y «Sacramentum», «Sacramento».
—Sí, eso es cierto.
—Si la escritura es tan precisa, debemos pensar que esa mayúscula es voluntaria.
—Por supuesto.
—Pero ¿es que no lo ve? ¡Sacramento está escrito con mayúscula adornada! Quien ha hecho esto sabe lo que hace. Nadie que desconociera que, tras la consagración, el trozo de pan se transforma en el cuerpo de Cristo, lo hubiera escrito con mayúscula. ¿Lo entiende, Andueza?
—Sí, eminencia, comprendo la lógica de lo que dice. ¿Y cuál debe ser nuestra postura?
—Antes de nada devolveremos a Dios a su casa. Es lo menos que podemos hacer, tal y como le tratamos. Traedme la custodia, la capa pluvial y el paño de hombros, la mitra y un incensario.
—¿Capa pluvial, incienso? ¡Pero, eminencia, y si estáis equivocado y la hostia no está consagrada! —replicó el secretario tozudo.
—Si no es más que pan, ningún daño le hará nuestro halago —sentenció el arzobispo, muy consternado—. Mas si esta hostia fue consagrada, me pesaría toda la vida no haber desagraviado a mi Señor por estas ofensas. De modo que emplearemos todo el boato que podamos, incluyendo el incienso. Por cierto, no se olvide del ostensorium —concluyó, aludiendo al receptáculo sagrado donde se coloca la hostia para poder contemplarla y recibir adoración.
Esta vez, el secretario no replicó los argumentos de su superior. Salió de la habitación, fue derecho a la contigua capilla y volvió a los pocos minutos con los instrumentos de culto demandados. Venía muy cargado, porque el ostensorium era muy voluminoso y los adornos lo hacían aún más difícil de transportar. Cuando llegó, el arzobispo Cañarte seguía en la misma posición, con el pergamino entre las manos, envolviendo la hostia con toda su corpulencia. La sujetaba exquisitamente, como quien sostiene a un niño recién nacido, desvalido y maltratado.
—Necesitaremos unos guantes… —señaló el arzobispo al ver entrar a su ayudante.
—¿Guantes?
—Quizás haya huellas, y la policía sepa por ellas quién ha cometido esta tropelía —argumentó—. Dejaremos la hostia en la funda, pero para cogerla tenemos que usar guantes.
—Eminencia, estamos en junio. No sé dónde podremos encontrar unos guantes. Los únicos que recuerdo haber visto últimamente son los que emplean las señoras de la limpieza.
—De acuerdo, empleemos un pañuelo. ¡Mejor, coja un corporal!
—¿Yo?
—Sí, usted.
Con extremo cuidado, Andueza despegó el plástico del reverso del manuscrito y lo colocó en el ostensorium. Era un bonita pieza de oro y plata, rodeada de rayos ondulados que alternaban con otros rectos, acabados en forma de estrella.
Por el pasillo de la segunda planta, único acceso a la capilla arzobispal, discurrió la curiosa procesión. El secretario iba delante, moviendo hacia los lados el turíbulo que quemaba incienso; el arzobispo detrás, sujetando con la mano el viril, que no cerraba a causa de la bolsa de plástico. En intenso silencio, depositaron la hostia en el sagrario de la capilla arzobispal.
El arzobispo concluyó su rito y se quedó arrodillado junto al tabernáculo. Los postigos estaban entornados y dejaban penetrar una luz tibia y pacífica que envolvía la estancia. El secretario ocupó el banco situado a la derecha y mantuvo respetuoso silencio. Mientras rezaba, su móvil empezó a vibrar. Contestó.
—No, mamá —farfulló en voz queda—, hoy no puedo ir a comer. No, no pasa nada… Te lo explicaré luego, ¿de acuerdo?
El siseo distrajo al arzobispo, que giró la cabeza mirando con cierto desdén a su secretario. Éste, inmediatamente, se vio dominado por un intenso sonrojo.
—Don Lucas, por favor —susurró, aunque estaban solos—, necesito que convoque al Consejo. No creo que haya que advertirle que su madre debe quedar completamente al margen de este asunto…
—Por supuesto, eminencia, sólo era una forma de hablar. ¿A qué hora quiere que haga venir a sus consejeros?
—De inmediato.
—Así lo haré.
—Muy bien, don Lucas, otra cosa: llame a todos los monasterios de Navarra y entérese de si, en cada uno de ellos, el abad está en su puesto o ausente. De la nota se desprende que se trata de un hombre. En todo caso, el miembro que nos han enviado no parece pertenecer a una mujer, así pues, hemos de presuponer que acertamos. Empiece por los monasterios de ese género… De no encontrar nada, extenderemos la búsqueda a las comunidades femeninas.
—Comenzaré ahora mismo —la voz del secretario sonó animada. Por fin hacían algo productivo. Sin embargo, antes de ponerse manos a la obra mostró su extrañeza—: Eminencia, ¿puede decirme por qué tenemos que husmear en los monasterios de Navarra?
—Por el término vicarius, querido Andueza. En realidad, un vicario apostólico es aquél al que la Santa Sede otorga dignidad para regir con jurisdicción ordinaria a los fieles de un territorio. En esta diócesis, la autoridad me ha sido conferida a mí, pero, como puede ver, conservo todos los dedos.
—Obviamente, no hablan de usted —corroboró Andueza—, por lo que el término ha de entenderse en sentido lato, es decir, cualquiera que haya recibido algún tipo de autoridad eclesial.
—Así es, por supuesto, pero no creo que la nota haga referencia a una delegación tan genérica, porque, en ese caso, el mensaje quedaría vacío de contenido. Debe más bien de hablar de alguien que me sustituya en alguna función importante. Por tanto, la pregunta pertinente es: ¿quién, aparte de mí, tiene potestad para tomar decisiones importantes en la diócesis?
—Solamente los superiores de las órdenes monásticas de la zona poseen autoridad para ser calificados de vicarios. Aunque, quizás, no debamos circunscribirnos sólo a Navarra. En ese caso, habría más personas por las que preguntar: el presidente de la Conferencia Episcopal, el nuncio de Su Santidad, el primado de España… En fin, ¡cosas como ésta no se ven más que en sueños!
—Exactamente, Andueza.
Mientras el secretario salía, el arzobispo se incorporó, y tras realizar una leve inclinación de cabeza al altar, salió también de la capilla.
—¿Algo más, eminencia? —preguntó Andueza, al ver que su superior le seguía.
—Sí, otra cosa. Sé que usted se maneja bien en Internet. Introduzca el término Azenar, a ver qué encuentra. Si no hay nada, llame al archivo diocesano y diga que busquen si hay algún dato sobre esa palabra en Navarra.
—Ahora mismo… ¿Alguna otra cosa?
—No, nada más, vaya a hacer lo que le he ordenado. Por mi parte, trataré de localizar al inspector Juan Iturri. Está en la Interpol. Sé que tengo su móvil en algún sitio, pero no recuerdo en qué libreta. Puede que aparezca en el listín general; lo miraré.
—¿Un inspector? ¿Quiere eso decir que, finalmente, va a llamar a la policía? ¡Creía que habíamos excluido esa posibilidad!
—Y lo hemos hecho. Es inspector, pero sobre todo un amigo. Haga lo que le digo, y rápido, por favor.
No habían pasado ni treinta minutos cuando el padre Andueza ya había terminado su ronda de llamadas y su búsqueda en Internet. No había más que una docena de centros de vida contemplativa en Navarra. Desoyendo los consejos del arzobispo, había telefoneado indistintamente a los monasterios y abadías de ambos sexos, para constatar que sólo dos abades se hallaban fuera de sus respectivos conventos: el superior de La Oliva, que se encontraba en Madrid, asistiendo a unas jornadas cistercienses, y el de la abadía de San Salvador de Leyre.
Fue de inmediato a comunicar las noticias al arzobispo, que estaba sentado en su despacho, con la mirada perdida.
—Eminencia, creo que nos hemos equivocado en las hipótesis iniciales. Lo he comprobado; en sus respectivas comunidades, no se ha echado en falta a ningún abad ni tampoco a ninguna abadesa.
—¿Ha hablado con todos ellos?
El prelado parecía distraído y cansado.
—Con la mayoría. He llamado fingiendo que vuestra eminencia quería comunicarles que había pedido formalmente al Santo Padre visitar la patria de san Francisco Javier…
—Sí, ya, bien… ¿Pero ha hablado con todos?
—Con todos no, eminencia; dos estaban ausentes. El abad de La Oliva está en unas conferencias en la capital. Disertaba a las trece horas de hoy sobre el cuidado y archivo de las bibliotecas monacales. Llamé al teléfono de contacto que aparecía en la noticia de Internet y me confirmaron su presencia en el auditorio. Me ha parecido innecesario molestarle, puesto que sabemos que se encuentra bien, libre… y supongo que conservará todos sus dedos. Nada he podido averiguar respecto al abad del monasterio de Leyre, porque quien contestó había sido impreciso y, para no levantar sospechas, he obviado las preguntas más comprometidas. Pero puedo decirle que está de viaje por razones personales desde hace dos días.
El arzobispo dio un respingo; conocía bien al superior benedictino.
—¿De viaje por razones personales el abad de Leyre? ¡Qué raro, odia abandonar su claustro! Que yo sepa sólo visita la casa de Solesmes cuando no queda más remedio.
—El fraile con quien he hablado dice que, probablemente, haya ido a visitar a su familia: una hermana enferma e impedida, eminencia.
—De acuerdo, continúe.
—De los miembros de su Consejo, sólo he conseguido comunicarme con dos personas: el general de la curia, padre Antonio Mangado, y el de pastoral, padre Tomás Pastor. —El secretario guardó un respetuoso silencio, para que el arzobispo procesara la información. Ambos vicarios estaban abiertamente enfrentados—. Los demás, o no tienen móvil o no contestan. Como usted dijo, traté de convocarles de inmediato, sin embargo, el primero me ha advertido que no podría llegar a la cita antes de las dos de la tarde, se encuentra en casa de su madre, en su pueblo, a 40 kilómetros de la capital. Así pues, llamaré después de las dos.
—Bien —contestó el arzobispo—, eso nos otorga cierto margen.
«Sí —pensó el secretario—. Quizás el tal inspector Iturri pueda abrir una nueva puerta a la esperanza, aunque, en realidad, lo que necesitamos ahora es un milagro».
—A propósito, Andueza, ¿ha averiguado algo acerca de quién firma el documento? Azenar, creo que era.
—¡Pues sí, eminencia, ya me había olvidado de eso! Consulté en Internet; no había mucha información, pero he podido recabar que Azenar parece ser un apellido, ilustre en algún momento del siglo XI, quizá del XII… He localizado un documento que habla de un tal «sennor Azenar Azenarez de Funes».
—¡Del pueblo de Funes! ¿Quiere eso decir que es una familia navarra?
—No sabría decirle. Lo que he encontrado es un documento por el que se concede a esa familia un privilegio en el monasterio de Leyre.
—¡Leyre! ¿No me ha dicho que era el abad de Leyre al que no había podido localizar? —preguntó alborozado el prelado.
—En efecto, así es.
Cañarte se incorporó, dejando traslucir algo de esperanza en sus movimientos.
—De acuerdo, Andueza, vamos a hacer dos cosas: la primera averiguar dónde vive la hermana del abad. Llámela y hable con ella. Pregúntele si su hermano está allí, si le ha visto recientemente, o si espera su visita.
—Muy bien, así lo haré. El portero ha mencionado un hospital francés.
—Luego, llame a Fortún, Javier o Luis Javier, no me acuerdo muy bien del nombre. ¿Sabe a quién me refiero? —El secretario negó con la cabeza—. Es un historiador especialista en el monasterio de Leyre; colabora con nosotros en algunos temas artísticos. Supongo que en nuestros archivos encontrará dónde localizarle. Pregúntele, por favor, si le suena ese apellido Azenar y de qué…
—Voy de inmediato, eminencia.
Andueza hizo ademán de salir, pero no lo hizo. Sin más armas que el coraje otorgado por el miedo, tragó saliva y preguntó a su superior lo que le inquietaba.
—Eminencia, ¿ha hablado ya con ese inspector?
—No, pero voy a hacerlo ahora mismo.