Condujo el Land Rover hasta un camino forestal de difícil acceso situado en Lumbier, a los pies de la sierra de Leyre, distante sólo unos kilómetros del punto de origen; allí, semioculto por la hojarasca, le aguardaba el coche que había alquilado para la ocasión. Las primeras luces asaltaban la noche con sus cimitarras blancas, pero en aquel paraje la fronda era especialmente espesa.
Bajó del vehículo, abrió la puerta trasera y verificó que su víctima siguiera aletargada. Lo estaría bastante tiempo más: había empleado una dosis muy elevada de anestésico teniendo en cuenta el peso del sujeto. No había sido su propósito; en realidad, se trataba de una mala pasada de su memoria. Los antiguos recuerdos le habían devuelto la estampa de un monje más alto y mucho más grueso. Pero, claro, desde la última vez que se habían visto, el reloj había corrido diez años… En el funeral de su madre; allí había sido. Una punzada de dolor recorrió su cuerpo y las lágrimas acudieron en tropel sin ser convocadas. Se dominó enseguida; no podía perder el tiempo dejando que anidaran en él sentimentalismos inútiles, tenía cosas urgentes que hacer.
Sacó las llaves de su propio vehículo y abrió el maletero. Un hábito marrón de la orden benedictina, perfectamente doblado, reposaba envuelto en unos plásticos transparentes, decorados con el nombre de una tintorería en chillones tonos amarillos.
Lo miró detenidamente, con el interés de quien contempla un hermoso Matisse por primera y última vez. Levantó el plástico y acarició la tela; no la recordaba tan burda. Tomó el cíngulo entre sus manos y lo revisó de extremo a extremo. Suspiró, al tiempo que sacaba el hábito y lo depositaba en el asiento de atrás. No quería que el peso del abad lo arrugara. Después, volvió al Land Rover y cargó con el cuerpo de su enemigo.
Al desembarazarse por fin de él, tras depositarlo en el maletero de su propio coche, sentía en la sien un doloroso latido. Con el tiempo, el abad se había convertido en un hombre pequeño y consumido, pero aun así pesaba mucho para transportarlo como un peso muerto. Lo peor no había sido sacarle del Land Rover, sino izarle. Conducía un vehículo todoterreno; como todos los de su clase, poseía una considerable altura de brecha.
Jadeando, se detuvo para contemplarle. Al verle dormido pacíficamente, dudó de si su acción le permitiría culminar sus propósitos de venganza. Deseaba contemplar el comportamiento del abad en el momento crucial. Esperaba que fuera patético, plagado de fantasmas de cuencas vacías. Había soñado verle rogar, como cualquier hombre corriente situado a la fuerza al borde de la muerte. Pero, al advertir su halo, le acecharon las dudas.
El abad Urrutia siempre había gozado de un singular signo de paz en el rostro y quienes le oían olvidaban de inmediato su nariz aguileña, su pequeña estatura y sus insulsos ojos. Sólo percibían lo que de él irradiaba: sosiego, alegría, paz.
La rabia le invadió. Sacó de nuevo la cinta aislante, cortó un generoso fragmento y amordazó a su víctima. Luego le propinó una fuerte bofetada. El abad no se movió.
—¡Hijo de puta! —musitó en voz baja, aunque estaba a considerable distancia de cualquier lugar habitado.
Se despojó del jersey negro de cuello alto y de la capucha, que había quedado arrebujada en su cuello; con ella tapó el rostro de su víctima, no quería verlo. Los guantes no se movieron de sus manos. La camiseta blanca que llevaba debajo se ceñía a su cuerpo sudoroso, mostrando unos músculos bien formados por muchas horas de esforzado ejercicio. Bajó el capó, cerró con llave y finalmente subió a su vehículo. Dos gatos siameses dormían sobre una cesta, colocada en la parte baja del asiento del copiloto. Cogió a uno de ellos con cariño y le acarició el lomo, extendiendo el movimiento desde la cabeza hasta la cola. El animal se arqueó al recibir la conocida caricia de su amo.
—Tú lo harás, ¿verdad, gatita?, y nuestra será la venganza.
El felino maulló, demandando más caricias, pero fue nuevamente depositado en la cesta. Se hizo un ocho y volvió a sumergirse en su pacífico letargo.
Tras el ronroneo del motor diesel que había conducido, los 300 caballos de su vehículo sonaron a música celestial. Sonrió. Por teléfono, el agente de la compañía de alquiler le había tratado de convencer de que eligiera un Mercedes diesel, de menor consumo. Se había negado en redondo: ¿quién podía preferir un diesel?
Metió la marcha atrás; soltó suavemente el embrague y apretó al mismo tiempo el acelerador. Cuando llevaba recorridos escasamente cien metros, frenó en seco. ¡Qué torpeza! Tiró con rabia del freno de mano y bajó del vehículo. Corrió hasta el Land Rover. Debía recoger el pergamino; con la excitación del momento, lo había olvidado. No lo encontró. Se agachó y buscó bajo el asiento, debía de haberse caído por segunda vez. El pergamino no estaba. Lo comprobó nuevamente; mientras lo hacía, se acordó de que antes de llegar se lo había metido en el bolsillo. Sí, efectivamente estaba allí.
Todo estaba en orden.
Comenzaba a levantarse el día. Su plan funcionaba a la perfección y, no obstante, se extrañó de seguir embargado por la ira. No importaba; estaba dispuesto a disfrutar de su venganza aunque resultara dolor osa. Era ya imposible volver atrás.
Desde luego, se tenía por bastante egoísta y algo egocéntrico, pero su orgullo no era suficiente motivo para matar. Claro que las últimas noticias le habían afectado profundamente, pero sabía que, antes o después, las garras de Satán habrían de alcanzarlo; por ello, las nuevas sólo habían jugado el rol de aceleradores del proceso.
No lo hacía por sí mismo, sino por ella. Se lo debía; y ella estaba por encima de todo, incluso del mismo Dios.