Monasterio benedictino de San Salvador de Leyre, Navarra
Madrugada del viernes, 11 de junio
Imposible. Que Pello Urrutia, de frágil cuerpo de anciano y templado carácter, abandonase en plena noche los muros del retiro benedictino y se internase en los parajes abiertos, parecía a todas luces imposible. Pero eso fue exactamente lo que Pello Urrutia hizo aquella madrugada de viernes; lo último que hizo antes de ser atraído por la irremediable llamada de la muerte.
Nadie comprendió el porqué. Los que tenían al menudo clérigo como ejemplo de hombre apacible y cabal se extrañaron tanto de su inesperado comportamiento que le tuvieron por perturbado. Era cierto que el padre Urrutia rara vez perdía los nervios. Nadie, ni siquiera los más allegados, le recordaban dominado por la excitación o la impaciencia, pero todos ellos desconocían los detalles que encendían su angustia; de haber estado al corriente, de haber olido el azufre, es posible que hubieran logrado salvarle.
Pero no lo estaban. Por ello, no supieron descifrar por qué, cercanas las cuatro de la madrugada, cuando aún la noche dormía sobre las colinas, el abad Urrutia no descansaba en su celda, como el resto de la comunidad. Ellos nunca comprendieron por qué, en aquella intempestiva hora, el abad emergió en el patio procedente del interior del claustro y obligó a sus titubeantes piernas a avanzar hacia el portón exterior, deprisa, al son del rumor que provocaba su gran rosario de cuentas al golpearle la cadera.
Sus íntimos no pudieron ver el testamento que sujetaba, ni vislumbraron en su frente el pavor que le ocasionaba la cercanía del mal, ni oyeron lo que rezaban los labios del abad cuando perseguía su destino; de haberlo oído, quizás hubieran entendido algo.
Pello Urrutia hablaba del humo, de uno muy especial; se refería al perfume de Satanás. Musitaba entre dientes, sin dejar de santiguarse que el aliento de azufre del rey de las tinieblas se había colado por alguna fisura en el templo de Dios y, ya dentro, trataba de perpetuarse.
Pello Urrutia comprendió enseguida que aquello era obra del maligno pervertidor, cuernos de carnero, vergajo inmundo. Pero no entrevió siquiera que a aquella realidad, misteriosa pero etérea, nada más que humo, le seguiría otra mucho más tangible: la sangre, espesa y oscura.
Contemplaba sus últimas estrellas, aunque no lo sabía. Los que sostenían que su rostro, a juego con su níveo cabello, era fruto de alguna suerte de combinación genética, se equivocaban. Pello Urrutia tenía la memoria poblada de momentos en que ciertos sucesos habían reconcomido su alma. No eran sus genes sino la clausura benedictina la que había logrado que la dulce paz germinara en su alma. Al atravesar aquellos muros de vieja raigambre monástica, había sido tocado por la magia de la vida contemplativa y comprendido que la mitad del éxito estribaba precisamente en proscribir cualquier atisbo de precipitación, la lujuria del tiempo.
Lo que para Pello Urrutia había sido simple convencimiento, terminó haciéndose regla cenobítica cuando, por unanimidad, fue nombrado abad del monasterio benedictino de San Salvador de Leyre. Iban para diez los años en que se había consumado aquella designación y, desde entonces, su estilo monástico había fascinado a medio centenar de hombres, obligando a ampliar las primitivas instalaciones para acoger a la abundante cosecha de mansos frailes.
Pero cuando aquella madrugada de viernes los pies de Pello Urrutia pisaron sagrado y sus ojos comprobaron la tropelía que allí había tenido lugar, se vio invadido por un rosario de síntomas mundanos. Comenzó por sentir una desagradable sensación de peso en el estómago; luego sus piernas tiritaron como hojas de otoño; y sus flacos tobillos se negaron a sujetarle, obligándole a apoyarse en el muro. Hasta su nariz, de por sí aguileña, se inclinó peligrosamente hacia su boca, abierta por el estupor y la sorpresa.
Y lo peor fue que, al toparse con aquella sinrazón, su mente se apagó como claudica la pasión: de improviso. Ciego, trastornado sin remedio hizo lo que nunca habría aconsejado a otros: abandonó raudo el templo en dirección al infierno. Hacía mucho tiempo que no sentía aquella íntima turbación; ésta sería su experiencia terminal.
A trompicones, corriendo con toda la fuerza que permitía su exigua anatomía, consumida por la enfermedad y los años, se dirigió al garaje, una insulsa construcción adherida al magno edificio principal.
Cuando lo alcanzó, desaliñado y sudoroso, el alto dignatario exhibía un aspecto lamentable. Jadeante, con el color extraviado, levantó manualmente el portón y se acercó al Land Rover, propiedad del monasterio. Se le saltaban las lágrimas cuando subió al vehículo. Se sentó en el asiento del conductor y dejó el documento en el contiguo. Introdujo la llave en el bombín y se colocó el cinturón; tenía un chófer a su entera disposición y, por ello, falto de costumbre, estar al volante le causaba cierta desazón. Arreciaron las lágrimas; aun así, decidió seguir. Cogió con ambas manos su cruz pectoral y la obsequió con generosos besos, mientras decía en voz alta:
—El humo de Satanás, Señor, se ha vuelto a colar en tu casa… ¡Protégeme!
Iba a girar la llave cuando notó el aliento en su nuca. Se volvió y topó con la máscara negra. Sobre la base oscura, unos brillantes ojos verdes, por un momento, le recordaron tiempos pasados.
—Buenos días, abad —escuchó de una voz melódica, extrañamente tranquila—. Le agradezco que acepte mi repentina invitación.
El anciano no tuvo tiempo de responder. Unas manos enguantadas surgieron de la oscuridad y le sujetaron con fuerza por ambos lados. El clérigo trató de defenderse, pero era de complexión frágil y su oponente contaba con la ventaja de la sorpresa. El brazo izquierdo de su adversario le atenazaba el pecho; el derecho le obligaba a respirar a través de un pañuelo impregnado con una solución de fuerte olor.
Dominado por el pánico, el fraile clavó las uñas en su agresor, mientras sus ojos se agrandaron hasta adquirir cerca del doble de su tamaño. Pero el anestésico realizó enseguida su función. Los largos y huesudos dedos del abad se aflojaron hasta soltar por completo a su presa; luego se desmayó y su cabeza cayó hacia delante.
Al aminorar lentamente la presión, su asaltante permitió que la nívea cabellera del monje se rindiera ante el salpicadero. A pesar de la apariencia, el agresor esperó unos segundos, para confirmar que definitivamente el abad Urrutia cedía en la lucha. Cuando estuvo seguro de que su víctima se había sumergido en el sueño, pasó al asiento delantero por el amplio espacio que separaba los dos lados.
Antes de sentarse en el lugar del copiloto, retiró el pergamino y lo dejó sobre el salpicadero. Luego, se acomodó en el asiento y sacó del bolsillo un rollo de cinta aislante, con la que ató las muñecas y los tobillos del clérigo. Sólo entonces, soltó el cinturón del abad y arrastró el cuerpo, cogido por las axilas, hacia la parte de atrás. Finalmente lo tumbó en el suelo y lo tapó con la desgastada manta de cuadros verdes y rojos que encontró en el asiento trasero.
Sudaba cuando ocupó el puesto del conductor; se quitó la capucha y se secó el rostro. Sus ojos felinos resplandecían con el metálico brillo de las luciérnagas. No arrancó de inmediato. Esperó hasta acompasar su respiración. Mientras lo hacía echó un vistazo a su antebrazo, que sangraba ligeramente a causa de los arañazos del abad. Pensó en sacar el pañuelo y vendarse la herida; luego cambió de opinión: cicatrizaría mejor en contacto con el aire.
Se serenó; debía completar su plan. Extendió la mano para recoger el pergamino, pero no estaba. De nuevo, el corazón le dio un vuelco. Miró hacia abajo, el documento había resbalado al suelo; lo recogió e introdujo en uno de sus bolsillos.
Giró la llave. El coche renqueó varias veces, pero al fin el ronroneo del motor diesel rompió el silencio de la noche. Apretó el mando a distancia, sujeto al salpicadero del Land Rover por una clavija. En el momento de trasponer la cancela y abandonar las tierras del monasterio, el asaltante detuvo el coche y miró hacia atrás.
Todo estaba en silencio; no obstante, las sombras de los muros de piedra parecían amenazarle, recriminando su acción. No fue ira lo que sintió; aun así, estalló como si aquella visión le hubiera dañado irremediablemente. Apretó con fuerza el acelerador. Una nube de polvo se elevó indecisa sobre el aire purísimo de la montaña.
El monasterio quedó atrás, durmiendo su pacífica soledad, erguido sobre la agreste balconada de la sierra de Errando, dominando Navarra y Aragón desde su altozano, ignorando las oscuras siluetas que se cernían sobre sus milenarios edificios de piedra y espíritu.