22

INFILTRANDO EL EJÉRCITO

Aun cuando el Quinto Regimiento era importante para el Partido Comunista como elemento de poder armado, había razones de carácter político y militar que hicieron que el Partido propusiera que las milicias independientes de los partidos y de los sindicatos fuesen integradas en una fuerza controlada por el Gobierno. No sólo sostenía que la guerra no podía llevar a la victoria sin un mando único que pudiera decidir sobre la disposición y empleo de todas las fuerzas combatientes —sin lo cual no podía haber nunca ni ejército organizado ni estrategia planificada—, sino que sabía que mientras los partidos y los sindicatos poseyeran sus propias milicias, bajo el control de sus propios líderes, y mientras estas fuerzas no se fusionaran en un ejército regular consolidado por la fuerza de la disciplina y la autoridad y de cuyos cuadros de mando se proponía asegurarse el control, nunca serían los comunistas la fuerza gobernante en la zona antifranquista, ni determinarían tras la pantalla de instituciones democráticas su política interior y exterior.

Durante la administración del Gabinete Giral, como se recordará, los comunistas se habían abstenido de pedir la fusión de las milicias dentro de un ejército controlado por el Gobierno, debido a la desconfianza de los socialistas de Largo Caballero respecto a las intenciones de ese Gabinete,[1] pero una vez que el mismo Largo Caballero llegó al poder pudieron hacerlo sin posibles malentendidos.[2] En realidad, gracias en buena parte a la insistencia de los ministros comunistas y los consejeros militares soviéticos, que al reiterar sus demandas hicieron valer la serie de derrotas en el frente del centro —subrayadas el 27 de septiembre con la toma de Toledo, a unos ochenta kilómetros de la capital— se promulgaron medidas disponiendo la militarización de las milicias y la creación de una fuerza militar, o Ejército Popular, como se le llamó, sobre la base del reclutamiento forzoso y bajo el mando supremo del Ministro de la Guerra.[3] Pero hubo —como demostrarían los acontecimientos— un largo espacio de tiempo entre la publicación y la ejecución cabal de estas medidas, y en los meses sucesivos los comunistas en cuarteles y trincheras, en discursos públicos y en el mismo Gabinete presionaron para su aplicación.[4]

A fin de dar ejemplo a los demás, el Partido Comunista disolvió progresivamente su propio Quinto Regimiento,[5] cuyos batallones, junto con otras fuerzas, fueron fusionados dentro de las «Brigadas mixtas»[6] del ejército regular embrionario, siendo nombrado comandante de la primera de estas unidades[7] (asistido de un oficial soviético)[8] Enrique Lister, jefe entonces del Quinto Regimiento. Debido a que tomaron la iniciativa en disolver sus propias milicias, los comunistas se aseguraron el control de cinco de las primeras seis brigadas del nuevo ejército.[9]

Mientras reunían en sus manos el control de estas primeras unidades del nuevo ejército, los comunistas no olvidaban a los mandos superiores. En efecto, durante las primeras semanas de Largo Caballero en el Ministerio de la Guerra, ya se habían asegurado una posición prometedora. Pudieron hacer esto en parte porque sus relaciones con el Ministro de la Guerra, a pesar de que éste tenía muchos motivos de desagrado, eran aún tolerables a consecuencia de que dos de sus militantes, Antonio Cordón y Alejandro García Val, estaban destinados a la Sección de Operaciones del Estado Mayor central,[10] pero principalmente porque en los puntos clave del Ministerio de la Guerra había hombres de supuesta fidelidad indiscutible a Largo Caballero, como el teniente coronel Manuel Arredondo, su ayudante de campo, el capitán Eleuterio Díaz Tendero, jefe del vital Departamento de Información y Control,[11] y el comandante Manuel Estrada, jefe del Estado Mayor Central,[12] que ya habían girado o estaban girando en la órbita comunista.[13]

Con la misma ocupación abierta y disfrazada de los puestos directivos, los comunistas encajaron firmemente en el Comisariado General de Guerra, creado con el propósito de ejercer el control político-social sobre las fuerzas armadas a través de comisarios, o comisarios-delegados como se les llamaba oficialmente.[14] La costumbre de crear comisarios en las unidades de milicias fue adoptada ya por los diferentes partidos y organizaciones sindicales al comienzo de la guerra civil, con objeto de mantener una vigilancia constante sobre la moral de los milicianos y la lealtad de los oficiales profesionales,[15] pero ahora, de acuerdo con la tendencia general hacia la centralización, se creó un cuerpo gubernamental en octubre de 1936, para regularizar esta práctica. Aunque a los comisarios se les considerara encargados de imposibilitar la deslealtad de los oficiales profesionales,[16] también se esperaba de ellos que establecieran la concordia entre los oficiales y los soldados del nuevo ejército regular, sosteniendo el prestigio y autoridad de los primeros.[17] Pero, además de estos deberes, aparte de la labor de reforzar la disciplina[18] y vigilar la moral de los soldados,[19] el comisario tenía a su cargo otras responsabilidades.

«El comisario de guerra es el alma de una unidad de combate, su educador, su agitador, su propagandista —decia Carlos Contreras, comisario político del Quinto Regimiento—. El comisario de Guerra es siempre (o debe ser siempre) el mejor, el más inteligente, el más capaz. Debe ocuparse de todo y saber todo. Debe interesarse del estómago, del corazón, del cerebro del soldado del pueblo. Debe acompañarle desde el momento que se enrola, se instruye y se encuadra, hasta cuando marcha y regresa del frente; se interesa de cómo duerme, se educa y pelea. Él procura que se satisfagan sus necesidades políticas, económicas, culturales, artísticas».[20]

A decir verdad, no todos los comisarios se comportaron en la forma que se esperaba.

«Hay comisarios políticos —afirmaba Contreras— que no tienen una estrecha relación con la masa de los soldados, que no están con ellos en las trincheras y que se preocupan únicamente de estar cerca del jefe militar».[21]

Teniendo en cuenta la influencia que el comisario podía ejercer sobre las tropas, por no hablar de la oportunidad que le daba su puesto para influir en las mentes y los corazones de los oficiales,[22] no es extraño que el predominio en el Comisariado de Guerra fuera para el Partido Comunista un factor vital para sus anhelos de control del ejército regular. Este predominio quedó bien asegurado, en parte porque Antonio Mije, miembro del Politburó, ocupaba la jefatura del Sub-Comisariado de Organización —el más importante de los cuatro Sub-Comisariados creados—[23] pero principalmente porque Felipe Pretel, Secretario General, y Julio Álvarez del Vayo, Comisario General, nombrados los dos por Caballero porque poseían su absoluta confianza, fomentaban secretamente los intereses del Partido Comunista.[24] En poco tiempo este último incrementó aún más su influencia, debido al nombramiento de José Laín, un líder de la JSU y comunista recién convertido, como Director de la Escuela de Comisarios,[25] y a la enfermedad de Ángel Pestaña, líder del Partido Sindicalista,[26] que había ocupado uno de los cuatro Sub-Comisariados, sustituido luego por Gabriel García Maroto, amigo de Álvarez del Vayo y socialista del ala izquierda, con pronunciadas inclinaciones comunistas aunque no estaba de acuerdo con algunos de los métodos del partido. Como Largo Caballero no se enteró hasta algunos meses después de la defección de Álvarez del Vayo y Felipe Pretel, y del consiguiente alcance de la penetración comunista en el Comisariado de Guerra,[27] el Partido Comunista y sus aliados pudieron explotar su posición privilegiada sin obstáculos, nombrando un abrumador número de comisarios comunistas a expensas y con el desagrado extremo de otras organizaciones,[28] cuyas quejas, puede añadirse, no podían llegar a Largo Caballero a través del propio comisariado, pero, finalmente, llegaron por conductos independientes.[29]

Debido a que las funciones precisas y los poderes del comisario político no estaban limitadas estrictamente por la ley, poseía una independencia amplia que el comisario comunista —que estaba instruido para ser «el organizador del Partido en su unidad realizando un trabajo de reclutamiento sistemático entre los mejores combatientes, con audacia, y proponiéndoles para puestos de responsabilidad»—[30] utilizó al máximo para ayudar a extender el dominio de su partido en las fuerzas armadas.

«… se volcaron sobre los frentes y en cada unidad del Ejército decenas y centenas de “organizadores” del Partido y de 1as Juventudes —declaraba Jesús Hernández, ministro comunista del Gobierno de Largo Caballero en un discurso pronunciado algunos años después, cuando había dejado de pertenecer al Partido— y se dieron a nuestros jefes militares órdenes concretas para promover a mandos superiores al máximo de comunistas disminuyendo la proporción de todos aquellos otros de filiación política o sindical distinta. Debemos decir, porque es obligado, que toda esa política descabellada se efectuaba sin cesar de combatir al enemigo. Y demostrando los comunistas una decisión y disciplina en el combate que los hacía los primeros entre los primeros, lo que facilitaba la tarea de proselitismo que nos habíamos propuesto.

En esa política absurda de atraer sin convencer, el celo de algunos jefes y comisarios del Partido Comunista era tan desmedido y poco político que se llegaba a la incalificable coacción de deponer a mandos o de mandar a primera linea a los hombres que se resistían a tomar el carnet del Partido Comunista o de las Juventudes Unificadas.[31]

«Por este procedimiento la fuerza del partido se “reforzó” en los frentes con millares de nuevos adheridos, pero al igual que en la retaguardia el partido rompió la unidad, sembró la discordia y enconó las rivalidades entre las unidades militares de distinta significación política.[32]

Este fue el resultado práctico de la política que se nos mandaba hacer y que estúpidamente realizábamos».[33]

Además de la labor de los comisarios políticos comunistas y los oficiales y la ayuda de los criptocomunistas y los socialistas filocomunistas en la promoción de la influencia del Partido en las fuerzas armadas, había otro factor más importante que militaba en su favor: la llegada, primero de oficiales y luego de armamento soviéticos.

«Poco tiempo después [de la formación del Gobierno de Largo Caballero en septiembre de 1936] —escribe Luis Araquistáin, amigo y correligionario político de aquél durante muchos años— el embajador ruso le presentó a un titulado general soviético [Goriev], diciendo que era agregado militar de la Embajada y ofreciendo sus servicios profesionales. Más tarde fueron surgiendo espontáneamente, sin que los pidiera nadie, nuevos “auxiliares” que se introducían motu proprio en los Estados Mayores y en los Cuerpos de Ejército, donde daban órdenes a su antojo».[34]

Aunque seria incorrecto inferir que los oficiales rusos actuaron invariablemente según su propio criterio, sin el previo consentimiento del Ministerio de la Guerra o del Estado Mayor Central, hay evidencia irrefutable de que en muchos casos desatendieron los puntos de vista de estos dos organismos y se comportaron despóticamente. El coronel Segismundo Casado, Jefe de operaciones del Estado Mayor Central del Ministerio de la Guerra, afirma que

«… su influencia llegó a tal punto que controló todos los proyectos del Estado Mayor Central y a menudo trastocó por completo los planes técnicos, reemplazándolos con los suyos propios. Estos contenían, por lo general, una finalidad política; en las cuestiones de organización, el nombramiento de mandos; en las noticias, hacer la propaganda en forma partidista; en las operaciones, dejar a un lado las consideraciones tácticas y estratégicas incontrovertibles para imponer su política».[35]

Y el propio Ministro de la Guerra testifica:

«El Gobierno español y en particular el ministro responsable de la marcha de las operaciones, como también los Estados Mayores, especialmente el Central, no han podido proceder con absoluta independencia, pues han tenido que estar sometidos, contra su voluntad, a una injerencia extraña, irresponsable, sin medios de emanciparse de ella, so pena de poner en peligro la ayuda de Rusia que recibíamos vendiéndonos material de guerra. Algunas veces, so pretexto de que no se cumplían sus órdenes con la puntualidad que deseaban, la Embajada y los generales rusos se permitían manifestarme su disgusto, diciendo que si no considerábamos necesaria y conveniente su cooperación lo dijéramos claramente, para ellos comunicarlo a su gobierno y marcharse».[36]

No cabe duda que la conducta amenazante e imperiosa de los oficiales rusos,[37] aceleró el deterioro de las relaciones de Largo Caballero con el Partido Comunista, que se había iniciado ya como resultado de la absorción por los comunistas del movimiento socialista en Cataluña, de la JSU y de muchos de los seguidores del líder socialista en la UGT y el Partido Socialista.[38]

Aunque durante algún tiempo estas relaciones no manifestaran su empeoramiento, pronto apareció una grieta significativa en su, aparentemente, lisa superficie. Ésta fue el nombramiento, el 12 de octubre, del general José Asensio para el cargo de Subsecretario de Guerra.

Como uno de los comandantes de las fuerzas milicianas de la Sierra de Guadarrama, que defendía las proximidades noroeste de Madrid, Asensio, entonces coronel, se había ganado tanto la confianza del líder socialista durante las frecuentes visitas de éste a la Sierra, que al hacerse cargo de la Presidencia del Consejo y Ministerio de la Guerra en septiembre, Largo Caballero le ascendió a general y le dio el mando del frente del centro amenazado. Los comunistas que habían estado luchando ya por ganárselo para su Partido aclamaron su promoción y nuevo destino, ensalzaron las realizaciones militares de «este héroe de la República democrática»[39] bajo cuya dirección sus Compañías de acero de la Sierra habían «ganado victoria tras victoria»,[40] y le nombraron comandante honorario de su Quinto Regimiento.[41] Sin embargo, cuando en las semanas siguientes Asensio no mostró ninguna inclinación a seguir la trayectoria de otros militares profesionales que habían sucumbido al cortejo de los comunistas e incluso mostró hacia ellos una antipatía profunda, pidieron su destitución del mando del frente central,[42] demanda en la que fueron ayudados por la serie de desastres militares que a finales de octubre permitieron a las fuerzas del general Franco asomarse a las puertas de Madrid. Sin embargo, a pesar de estas derrotas, los más imparciales críticos de Asensio están de acuerdo en que poseía gran capacidad militar y excepcionales dotes intelectuales[43] y que sus fracasos eran inevitables ante los defectos del sistema de milicias y la falta de tanques, artillería y aviones.[44] Éstos, en realidad, no llegaron de Rusia hasta finales de octubre, y las Brigadas Internacionales, que bajo el mando comunista iban a desempeñar un papel primordial en la defensa de Madrid, no entraron en batalla hasta los primeros días de noviembre.[45]

Aunque Largo Caballero se resistió algún tiempo a destituir a Asensio, al final accedió. Pero mientras complacía a los comunistas por un lado, disminuía su victoria por el otro al elevarle a la Subsecretaría de Guerra. Su determinación de actuar de manera independiente, halló expresión práctica en dos golpes ulteriores: el restablecimiento de Segismundo Casado, a quien había destituido a instancias de los comunistas de su puesto de jefe de Operaciones en el Estado Mayor Central,[46] y el reemplazo del comandante Manuel Estrada, jefe del Estado Mayor Central —que un mes antes se había alistado en el Partido Comunista—[47] por el general Martínez Cabrera, amigo de Asensio. Estos cambios, que en el giro de los acontecimientos pasaron casi inadvertidos por el público en general, dieron a los comunistas motivos de inquietud y les convencieron de lo difícil que iba a ser tratar con un enemigo como Largo Caballero.

Pero mientras fortalecían la autoridad de Largo Caballero dentro del propio Ministerio de la Guerra, estos cambios no hicieron nada para limitar el poder de los comunistas en el vital frente del centro y esto por las siguientes razones: el 7 de noviembre, con el enemigo en los alrededores de Madrid, el Gobierno se dirigió a Valencia, dejando la capital en manos de una Junta de Defensa, presidida por el general José Miaja, comandante militar. Aunque el general —que merece decirse había pertenecido secretamente a la organización militar de derechas, la Unión Militar Española, antes de la guerra,[48] y había, en sus comienzos, rehusado desempeñar el cargo de ministro de la Guerra en el Gobierno de Giral bajo el pretexto de que la victoria de la insurrección militar era inevitable—[49] había lamentado al principio la actitud de Largo Caballero al darle un puesto que en aquellos días de peligro para la capital parecía prometer un fin fatal,[50] pronto se convirtió, por un giro singular de la fortuna, en la figura más glorificada de la defensa de Madrid.[51]

Elevado al rango de héroe nacional por la propaganda del Partido Comunista y aguijoneado por Francisco Antón, Comisario-Inspector del Frente del Centro y secretario general del partido en Madrid, su principal activista y mentor,[52] Miaja entró pronto en el redil comunista.[53] Aún más importante para los comunistas que su control del general Miaja, presidente de la Junta, era su control de los departamentos vitales de orden público, abastecimientos y guerra,[54] y el hecho de que las operaciones que mandaba Miaja nominalmente estaban planeadas y dirigidas por el general soviético Goriev, verdadero organizador de la defensa de Madrid,[55] y por sus ayudantes rusos que controlaban las fuerzas aéreas, los cuerpos de tanques, la artillería y las defensas antiaéreas,[56] y que actuaban en todos los intentos y propósitos independientemente de los Ministerios de la Guerra y del Aire de Valencia.[57] Además, el poder de los oficiales soviéticos, el marcado favoritismo demostrado a los comunistas en la distribución de armamentos y suministros recibidos de Rusia,[58] el papel destacado de las Brigadas Internacionales bajo el general Kleber, la mayor eficiencia de éstas tanto como de las unidades comunistas españolas,[59] todo ayudó a aumentar la influencia del Partido Comunista, en particular en el frente del centro, y a atraer a su órbita no sólo a muchos de los menos conspicuos, sino también a muchos de los más prominentes militares,[60] como el general Sebastián Pozas, comandante de aquel frente,[61] y el teniente coronel Vicente Rojo, jefe del Estado mayor de Miaja —antiguo instructor militar de la Academia de Toledo—, cuya asociación constante e íntima con el general Goriev en la organización de la defensa de Madrid le habilitó para borrar un pasado conservador[62] y poder disfrutar del favor de Rusia.[63] Mientras un gran número de oficiales se alistaron finalmente en el partido, influidos por los factores antes mencionados y por su propaganda moderada,[64] así como por el hecho de que el ser miembro les capacitaba para asegurar a sus unidades suministros del material de guerra ruso,[65] otros eran arrastrados a él por motivos más personales.

«Pocos, muy pocos, fueron los jefes militares, profesionales, leales a la República, pero sin filiación política conocida antes del 1 de julio —escribe Bruno Alonso, socialista moderado y jefe-comisario político de la flota republicana— los que no se doblegaron a la influencia política preponderante. Unos por veleidad y ambición; otros, por debilidad de ánimo, muchos, por temor a que su falta de antecedentes políticos hiciera posible alguna arbitrariedad irreparable».[66]

Si la influencia de los comunistas, que en el frente del centro lo invadía todo, cansó finalmente la paciencia del Ministro de la Guerra, más irritante todavía, especialmente para un hombre del temperamento de Largo Caballero —que aun en su trato con sus propios colegas era obstinado e irascible y, según el General Asensio, su Subsecretario, deseaba dirigirlo y controlarlo todo personalmente—[67] fue la inoportunidad de sus adversarios. La obstinación con que resistía la presión a que se veía sometido constantemente le condujo repetidas veces a duros choques con los generales rusos,[68] con el embajador Marcel Rosenberg,[69] y en especial con los dos ministros comunistas durante los debates del Gabinete. Según Indalecio Prieto, quien como miembro del Gobierno debe ser considerado un testigo importante

«… una situación de tirantez increíble surgió entre los dos ministros y Largo Caballero. «Escenas violentísimas ocurrían en pleno Consejo de Ministros, al mismo tiempo que Largo Caballero tenía conferencias tempestuosas con el embajador de la URSS, señor Rosenberg. No puedo discriminar si la actitud del señor Rosenberg era reflejo del enojo de los ministros comunistas, o si el enojo de éstos era reflejo de la actitud del embajador ruso. Lo que sé… es que la acción diplomática de Rusia sobre el Presidente del Consejo de Ministros, mejor dicho contra el Presidente del Consejo de Ministros, y la acción de los ministros comunistas presionando al jefe del Gobierno eran simultáneas y parejas».[70]

Fue en esta situación de creciente conflicto con los rusos y sus colaboradores españoles, cuando Largo Caballero, ante el número creciente de seguidores que lo abandonaban, enfrentado con la callada animosidad de los republicanos liberales, se volvió hacia los anarcosindicalistas en busca de apoyo contra sus tenaces adversarios. La nueva relación así establecida entre Caballero y sus antiguos adversarios de la CNT y de la FAI fue un factor importante en su cambio hacia una política de conciliación con respecto a ellos. En particular, le impidió que llevara a cabo, a pesar de la constante presión de los comunistas, una militarización completa de las milicias anarcosindicalistas a base de brigadas mixtas, como un paso hacia la creación de un ejército regular, ejército que él sabía muy bien era anatema para el movimiento libertario.