LA MILICIA REVOLUCIONARIA
Recordará el lector que el Gobierno de republicanos liberales formado por José Giral a principios de la rebelión militar heredó un régimen sin ejército. En consecuencia, el peso de la lucha en los frentes caía sobre los sindicatos y los partidos proletarios que organizaron fuerzas de milicias, bajo mandos nombrados o elegidos entre los más resueltos y respetados de sus hombres. Estas unidades de milicias o «columnas», como se llamaban, a las que se agregaban oficiales del ejército bajo el ojo vigilante de representantes de los partidos o sindicatos,[1] estaban controladas exclusivamente por las organizaciones que las habían creado, siendo el cargode Ministro de la Guerra un titulo vacío sin ninguna autoridad en lo que a ellas se refería.[2]
A fin de crear un contrapeso a las milicias revolucionarias, no menos que para organizar unidades armadas adicionales para el servicio en el frente, el Gobierno liberal y de clase media presidido por José Giral decidió, en los últimos días de julio, llamar a dos quintas,[3] medida que encontró una respuesta insignificante, no sólo porque muchos de los llamados estaban ya en las milicias, sino también porque el Gobierno no poseía ningún mecanismo coercitivo para el reclutamiento. Además publicó un decreto disponiendo la creación de «Batallones de Voluntarios»,[4] y dos semanas después, en un paso más significativo todavía, dictó una serie de decretos encaminados a la formación de un «ejército voluntario» que se formaría con los hombres de la primera reserva, con cuadros compuestos por jefes y oficiales retirados y suboficiales entonces fuera del servicio activo, cuya lealtad había sido acreditada por un partido o grupo sindical afecto al Frente Popular.[5] Pero los efectos de estas disposiciones fueron poco alentadores porque los voluntarios en general preferían alistarse en las unidades de milicias organizadas por su partido o sindicato; además, la idea de un ejército bajo el control del Gobierno —un Gobierno cuyo Primer Ministro, José Giral, y cuyo ministro de Guerra, Henández Sarabia, eran firmes seguidores del presidente de la República, de mentalidad conservadora, Manuel Azaña— fue vista con alarma no sólo por los anarcosindicalistas de la CNT,[6] sino también por los socialistas del ala izquierda de la UGT, cuyo secretario, Largo Caballero, tuvo varias entrevistas violentas con José Giral sobre este particular.[7] En un editorial publicado dos días después de la promulgación del decreto, Claridad, portavoz de Largo Caballero, declaró que las medidas no podían justificarse ni desde el punto de vista de que las milicias no eran suficientes numéricamente hablando, para llevar adelante la guerra, ni desde el punto de vista de que carecieran de eficacia; que el número de hombres incorporados a ellas o que deseaban incorporarse podía considerarse virtualmente ilimitado, y en cuanto a su eficacia militar se refiere «no puede ser más elevada y dudamos que ninguna otra organización armada pueda superarla». Afirmaba también que los soldados de la reserva, que todavía no se hubiesen inscrito en ninguna otra fuerza armada, «no están animados, por grande que sea su lealtad a la República, del mismo ardor político y de combate que indujo a los milicianos a alistarse», y que el derecho preferente que les concedía el decreto para incorporarse a las unidades del ejército regular que seria organizado después de la guerra, no estimularía el celo combativo de las milicias. Habiendo discutido los argumentos militares en favor del ejército voluntario, el editorial continuaba:
«El nuevo ejército, si ha de existir, ha de tener por base los que ahora luchan y no sólo los que aún no han luchado en esta guerra. Ha de ser un ejército correspondiente a la revolución… a la cual debe ajustarse el futuro Estado. Pensar en otra clase de ejército, que sustituya a los actuales combatientes y en cierto modo controle su acción revolucionaria, es pensar contrarrevolucionariamente. Ya lo dijo Lenin (El Estado y la Revolución): “Toda revolución, al destruir el aparato del Estado, nos demuestra cómo la clase gobernante trata de restablecer Cuerpos especiales de hombres armados a su servicio, y cómo la clase oprimida intenta crear una nueva organización de este género capaz de servir no a los explotadores, sino a los explotados”».[8]
A diferencia de los socialistas del ala izquierda, los comunistas no sintieron recelos hacia el proyectado ejército, y en realidad ayudaron al Gabinete Giral a dar cumplimiento a sus decretos.[9] Sin embargo, si como ya se ha demostrado, su defensa de este Gobierno partía de la necesidad de mantenerle en el poder como velo democrático para influir en el mundo occidental;[10] si en particular su apoyo a los decretos militares estaba inspirado por el deseo de crear una fuerza centralizada de mayor eficiencia combativa que las milicias, tenía también un motivo más sutil, pues los comunistas no sólo consideraban los decretos como un paso hacia un ejército permanente y organizado del Estado, sobre el cual esperaban que en el curso del tiempo, mediante una penetración sistemática y acertada, podrían establecer su supremacía, sino que sabían que mientras los sindicatos y los partidos poseyeran sus propias unidades armadas, mientras estas unidades no se agruparan en un ejército regular, cuyos puestos destacados controlaran ellos mismos, su propio Partido no sería nunca cabeza rectora en el campo antifranquista.
En sus esfuerzos por tranquilizar los temores de los socialistas del ala izquierda, con referencias a la creación de un ejército voluntario, los comunistas cuidaron de encubrir el motivo político de su apoyo bajo el único y poderoso argumento de la eficiencia militar, y se abstuvieron por el momento de pedir con demasiada insistencia la fusión de las milicias en un ejército controlado por el Gobierno, sin perjuicio de que esta petición se convirtiera en poco tiempo en importante factor de su programa.
«… creemos —escribía su órgano central Mundo Obrero— que todos los partidos y organizaciones que integran el Frente Popular estarán de acuerdo con nosotros, los comunistas, en la necesidad de crear un ejército con toda la eficiencia técnica que exige la guerra moderna en un período lo más corto posible. Nadie puede dudar que el eje de nuestro Ejército son hoy nuestras heroicas Milicias populares. No se trata de loar románticamente su abnegación y su heroísmo, sino de estudiar los medios que deben ponerse inmediatamente en práctica para aumentar la eficiencia del pueblo en armas…
Algunos camaradas han querido ver en el hecho de la creación del Ejército voluntario algo así como un menoscabo del papel que juegan las Milicias. Es posible que haya dado lugar a ello la parquedad de las aclaraciones y exposiciones del decreto. Pero es natural e indiscutible que las Milicias son las primeras que deben gozar de todas las ventajas que se concede al Ejército voluntario y no abrigamos la menor duda de que el Gobierno lo dirá así inmediatamente, pues a nadie puede caberle hoy en la cabeza que en las condiciones actuales de la lucha se pueda crear algo que vaya contra nuestras gloriosas Milicias Populares. De lo que en realidad se trata es de complementar y reforzar el Ejército popular para darle mayor eficacia y terminar cuanto antes la lucha».[11]
Pero la promulgación de un decreto ulterior, concediendo a los milicianos los mismos derechos preferentes que los concedidos a los miembros del ejército voluntario,[12] nada hizo para aplacar la intranquilidad que el proyecto del Gobierno había creado en la mente de los socialistas del ala izquierda; y la designación de Diego Martínez Barrio —que había formado el desafortunado Gabinete de conciliación en la mañana del 19 de julio,[13] y cuyo partido, la Unión Republicana, formaba parte del flanco derecho de la coalición del Frente Popular— para presidir la comisión encargada de la organización de este ejército,[14] sólo vino a profundizar las sospechas respecto a las intenciones del Gobierno. Estas sospechas, unidas a la inminente amenaza que para Madrid representaba el rápido avance de las fuerzas del general Franco —avance que las había llevado más de 450 kilómetros en veinte días, después de la toma de Badajoz el 14 de agosto—, indujeron a José Giral, cansado de presidir un Gobierno, cuya autoridad era sólo nominal y que ciertamente cargaría con la responsabilidad de la caída de Madrid, a dimitir de su cargo.
En estas circunstancias, como ya se ha dicho, se formó un nuevo Gobierno el 4 de septiembre, con Largo Caballero como presidente y ministro de la Guerra.
Los mayores problemas con que tuvo que enfrentarse Largo Caballero fueron, indiscutiblemente, los defectos de las milicias; a pesar de la proclama de Claridad, de que la eficiencia de las milicias no podía ser mayor, estos defectos constituían indudablemente las principales razones del rápido avance del general Franco por el valle del Tajo hasta la capital española. Ciertamente no era por falta de combatividad, puesto que en las luchas callejeras o en las pequeñas batallas contra un enemigo localizado, los milicianos mostraron gran coraje; era más bien por falta de adiestramiento y disciplina,[15] por la ausencia de una unidad efectiva de concepto o de acción entre las unidades de milicias, y la rivalidad existente entre las diversas organizaciones. En el frente de Aragón, por ejemplo, según Jesús Pérez Salas, oficial profesional y republicano leal que mandaba la columna Macia-Companys en los primeros meses de la guerra, era imposible llevar a cabo una operación combinada que comprendiera las diferentes unidades. «Cada vez que el E. M. decidía hacer una operación de este género… se veía obligado a llamar a [los jefes de milicias] al cuartel general y en presencia de todos se exponía la idea fundamental de la operación y la parte reservada a cada columna. Inmediatamente se abría una discusión, en la que manifestaban su conformidad o disconformidad los jefes de milicias, que obligaban muchas veces, con sus negativas, a modificar el plan inicial. Después de grandes forcejeos se llegaba a un acuerdo, siempre en más reducida escala y para una operación más limitada. A pesar de esto, jamás se cumplía lo acordado, pues llegada la hora de iniciar la operación, no faltaba quien se retrasase en la acción, descomponiendo la unidad que es la clave del éxito.
«Esta circunstancia obedecía a que las órdenes aun dentro de cada sector, no se cumplían jamás con exactitud, y también a que hallándose el frente formado por fuerzas de muy distinta ideología, cada una de ellas veía con cierto agrado el fracaso de las restantes. La CNT, que formaba el grueso de las fuerzas, deseaba con toda su alma la derrota de sus enemigos políticos del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) y del PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña) y éstos a su vez odiaban a muerte a los cenetistas».[16]
«… el espíritu de partido, la diferencia de interpretaciones, el ansia absorcionista —escribía un destacado miembro de la CNT y la FAI— hacían que estas propias milicias se ignorasen entre sí, olvidándose de que su enemigo era común, y que en muchas ocasiones se produjeran situaciones verdaderamente peligrosas entre ellas».[17]
«El orgullo de partido parecía más fuerte que el sentimiento de la defensa común —escribe Arturo Barea, que mantuvo frecuentes contactos con los milicianos que volvían del frente de Madrid—. La victoria de un batallón anarquista era alardeada ante los comunistas; la victoria de una unidad comunista se lamentaba secretamente por los otros. La derrota de un batallón se convertía en el ridículo del grupo político al que pertenecía. Esto fortaleció el espíritu de lucha de las unidades individuales, pero también creó un foco de resentimientos mutuos que ponía en peligro las operaciones militares en conjunto y eludía la unificación del mando».[18]
Pero la relación que más bien representaba la situación en los frentes durante los primeros meses de la guerra civil, nos la da el comandante Aberri, republicano, que fue enviado desde Barcelona a colaborar en la reorganización del frente de Aragón:
«Cerca de Cariñena [Cuartel general de las fuerzas milicianas] encuentro un camión detenido en la carretera y en dirección contraria a la mía. Me detengo, a petición de un grupo de soldados. El camión tiene una avería y no saben de qué se trata…
—¿Dónde vais? —les pregunto extrañado.
—A Barcelona, a pasar el domingo.
—Pero ¿no estáis en el frente?
—Sí, pero allí no hay nada que hacer, y nos vamos para allá.
—Pero ¿os han dado permiso?
—No. Ya se ve que somos milicianos.
No comprenden mi pregunta. Para ellos es lo más natural del mundo marcharse del frente porque no hay nada, que hacer. No comprenden otra disciplina. Claro es que nadie se ha preocupado de enseñárselas. Se aburren y se van…
… Me presento al jefe del frente y le doy cuenta di misión. Le digo lo que pienso hacer, lo que es necesario hacer.
Me mira con una especie de compasión, y me dice:
—Ya veremos, ya veremos. Esto no es como antes, y hay que tener cierta habilidad para entenderse con ellos. De todos modos ahora tengo una reunión con los jefes de las columnas y tendrá usted oportunidad de hacerse una idea. Mientras, quédese a comer conmigo…
Hablamos largamente durante la comida, y me cuenta su tragedia. No manda a nadie, no puede hacerse obedecer de nadie. Cada jefe de columna es un semidiós que no admite órdenes, ni consejos, ni indicaciones.
—Ya verá usted. Así no se puede hacer la guerra. No dispongo pongo de nada. El armamento se lo distribuyen sus propios partidos o sindicatos. Las armas no van donde hacen falta, sino donde quieren ellos… Ya verá, ya verá…
Llegan los jefes de algunas columnas a dar cuenta… La mayoría de ellos no han sido militares nunca. Algunos van acompañados por “técnicos” militares profesionales, pero, desgraciadamente, sin autoridad. Su papel es secundario y sus consejos inútiles. Estériles, igualmente, las vejaciones que han tenido que sufrir, después de haber demostrado su lealtad a los juramentos prestados y haberse jugado todo. Nadie tiene confianza en nosotros. Cualquier quídam se encuentra en el derecho de espiarnos y poner en cuarentena todas nuestras observaciones…
El jefe del frente de Aragón expuso la conveniencia de una operación decisiva sobre Huesca. Todo demostraba que la histórica plaza aragonesa estaba casi por completo desguarnecida. Un ataque inteligente y coordinado podía ponerla en manos de la República…
El plan fue oído por los presentes. Se discutió ampliamente… y lamentablemente, y terminó diciéndose por parte de los interesados que primeramente tenían que consultar con sus respectivas organizaciones sindicales antes de aceptar nada. Finalmente, la discusión tomó un sesgo tristísimo, pues a los requerimientos del jefe para que algunas de las columnas entregasen a otras el material que estas últimas necesitaban más, se respondió de manera rotunda con una firme negativa. Es decir, el jefe del frente no tenía autoridad ninguna para disponer ni de las fuerzas ni del armamento.
Hago hincapié en estos comentarios, aunque sea brevemente, pues ello refleja perfectamente la situación en que se encontraba un pueblo que tenía que multiplicar su heroísmo y su buena voluntad, para poder resistir a un ejército absolutamente regular con tamaña falta de elementos técnicos y con tan lamentable indisciplina… ¿Qué hubieran hecho con buenos jefes, con material suficiente y con una disciplina de guerra?
Pude verlo después, cuando fui visitando los diferentes sectores del frente. Las fortificaciones eran nulas en aquel entonces. A fuerza de valor, se tomaba una posición. Nadie se encargaba de hacerla fortificar. Y, como es lógico, se perdía en el inmediato contraataque enemigo. La utilización del material era, igualmente, absurda. Estuve en una posición donde había algunas piezas de 10.5. Pero no había munición. Esta estaba en poder de una columna vecina que no quería entregarla a pesar de no disponer de artillería…
El sistema de trincheras era también a medida de las circunstancias. En algunos puntos se habían hecho defensas mirando a las columnas vecinas, que pertenecían a otro sector político. Casi había una cierta satisfacción cuando un sector sufría una zurra enemiga…
Una de las noches, durante mi misión en el frente de Huesca, tuve que pasarla muy cerca de las líneas enemigas. Estaba cansado y me quedé a dormir en una posición. Al poco rato de envolverme en mi manta: oí cantar a pulmón herido. Me levanté y me encontré con un centinela que atacaba furiosamente una jota.
—Oye —le dije— ¿no sabes que el centinela debe estar en silencio?
—¡Bah! ¡Qué más da! Eso era antes…
—No, hombre, no. Antes y ahora. ¿No comprendes que pueden localizarte y sacudirte un pildorazo desde el otro lado?
—¡Ca! Estamos de acuerdo en no “sacudirnos”. Además que, si no canto, me voy a dormir…
Ante tales argumentos me retiré a mi improvisado “dormitorio” —una manta, tierra y hierba— dispuesto a dormir cuando se agotara el repertorio del “peludo” de guardia. Este calló. Pero, al poco rato, le oí hablar en alta voz y como sosteniendo una discusión a distancia. Volví a salir de mi rincón y pude ver, con el natural asombro —después no había de qué asombrarse— que nuestro centinela sostenía una conversación con su colega del lado fascista. Este le preguntaba qué era lo que habían tenido para cenar y el nuestro, exagerando la nota, le describía un menú pantagruélico. Lúculo había comido en casa de Lúculo.
—¡Qué vais a comer! —le decía el otro—. Patatas “viudas” y gracias…
—Eso vosotros, que las vais a pasar negras. Aquí no falta nada… Pásate con nosotros y verás.
El otro, no conforme con la invitación, le respondió que invitase a pasarse a determinada persona de su familia, a la que dedicó un calificativo no muy académico y terminó:
—Y cállate, muerto de hambre.
—¿Muerto de hambre? —dijo el nuestro—. Para que veas que nos sobra comida ahí te va un salchichón.
Y sin más palabras le lanzó una granada de mano por encima del parapeto. Las consecuencias son fáciles de comprender. A los pocos segundos se había generalizado el tiroteo en todo el frente. Bombas de mano, fusilería y ametralladoras ejecutaron durante un buen cuarto de hora su fantástica sinfonía. Después el silencio nuevamente y unos cuantos millares de cartuchos gastados estúpidamente».[19]
Además de los defectos mencionados, el sistema miliciano tenía otras deficiencias notables. No había Estado Mayor Central en el propio sentido de la palabra,[20] ni ningún otro Cuerpo que, pudiera revisar la situación en todos los frentes de batalla, formular un plan de acción conjunta y decidir sobre la distribución de los suministros disponibles de hombres, municiones, armas y vehículos de motor,[21] de modo que produjeran los mejores resultados en el frente.
Cada partido y cada sindicato tenía sus propios cuarteles militares, sus propios servicios de abastecimiento, su propia sección de transportes, que en la mayoría de los casos atendía sólo a los requerimientos de sus propias milicias, sin tener en cuenta las necesidades de otras unidades del mismo sector o del sector vecino, y mucho menos de los frentes distantes y con frecuencia los suministros de unas unidades eran robados por otras.[22]
Mientras la base de las fuerzas del general Franco, durante los primeros meses de guerra, radicaba en gran parte en los moros y legionarios, famosos por su dura disciplina, adiestramiento y cuadros profesionales,[23] y en la aviación moderna que había estado llegando de Italia y Alemania desde las primeras semanas de la guerra,[24] las unidades milicianas, con pocas excepciones, no tenían un cuadro de oficiales en quienes pudieran confiar en el frente; eran en su mayoría ignorantes de la táctica, de la cooperación entre secciones y compañías, del uso del enmascaramiento, de abrir trincheras; no estaban sujetas a órdenes de ninguna autoridad central militar; tenían poca o ninguna disciplina y no dispusieron de aviación moderna hasta que el adversario llegó a las mismas puertas de Madrid, a principios de noviembre.[25] En tales circunstancias, no sólo fueron incapaces de sostener una acción ofensiva en los primeros meses de la guerra, y en muchos puntos gastaron meses y meses en cercos infructuosos,[26] sino que a menudo se desmoronaban bajo el ataque del enemigo.