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EQUILIBRANDO LAS FUERZAS SOCIALES

Ayudados por el Ministerio de Agricultura, que controlaban, los comunistas pudieron influir sustancialmente en el curso de los acontecimientos del agro español. El más resonante de los de retos promulgados por Vicente Uribe, el ministro comunista, fue el del 7 de octubre de 1936, según el cual todas las fincas rústicas pertenecientes a personas que habían intervenido directa o indirectamente en la insurrección militar quedaban confiscadas sin indemnización y a favor del Estado.[1]

«Este decreto —comentaba Mundo Obrero, órgano oficial del Partido Comunista— rompe las bases de la dominación semifeudal y del Poder de los terratenientes, de los que han desencadenado la sangrienta lucha que está devastando a España, precisamente para conservar sus brutales privilegios de casta y perpetuar en el campo los salarios de dos pesetas y las jornadas de sol a sol».[2]

Según los términos del decreto, las fincas que habían venido siendo cultivadas directamente por los propietarios o por medio de encargados, o explotadas en régimen de gran arrendamiento, eran entregadas en usufructo perpetuo a las organizaciones de obreros agrícolas y de campesinos, para ser cultivadas individual o colectivamente según la voluntad de la mayoría de los beneficiados.

En el caso en que la propiedad rústica —continuaba el Decreto— fuera llevada en régimen de arrendamiento, colonia y aparcería por agricultores que por la extensión de tierra cultivada, que no debe pasar de treinta hectáreas en secano, cinco hectáreas en regadío y tres hectáreas en huerta, y beneficio industrial anual calculable a su empresa agrícola, fuesen técnica y prácticamente clasificables como pequeños cultivadores, éstos y sus descendientes serán confirmados en el usufructo a perpetuidad. [El decreto del 7 de octubre] —afirmaba el órgano comunista Frente Rojo— es la obra más profundamente revolucionaria de lo realizado desde el levantamiento militar faccioso; … Ha sido anulada más del 40 por ciento de la propiedad privada en el campo».[3]

Aunque el lenguaje del decreto daba la impresión de que era el Gobierno el que había tomado la iniciativa de confiscar las propiedades de los apoyadores de la insurrección militar, de hecho no hacía sino poner sello de legalidad a las expropiaciones llevadas ya a cabo por los trabajadores agrícolas y arrendatarios. Los comunistas, sin embargo, presentaron a menudo esta medida como el instrumento para dar la tierra a los campesinos.

«… hemos leído en periódicos comunistas —escribía Ricardo Zabalza, socialista de izquierda y secretario general de la poderosa. Federación Española de Trabajadores de la Tierra afiliada a la UGT— cosas como éstas: “Gracias al decreto de 7 de octubre, obra de un ministro comunista, tienen hoy la tierra los campesinos”. … Todas estas observaciones, sin duda muy eficaces para la propaganda entre los ignorantes, no pueden convencer a nadie que se halle medio enterado de las cosas… Antes de haber un ministro comunista en el Gobierno, ya las organizaciones obreras del campo se habían incautado “de hecho”, de toda la tierra a los facciosos obedeciendo instrucciones de nuestra Federación».[4]

Y, en un artículo publicado después de la guerra civil, Rafael Morayta Núñez, secretario general del Instituto de Reforma Agraria durante los primeros meses del conflicto, escribe:

«… puedo asegurar, además todo el mundo lo sabe, que no fue el Gobierno el que hizo entrega de la tierra a los campesinos; éstos no esperaron la decisión gubernamental, sino que se incautaron de las fincas y tierras laborables… Así pues, el cacareado Decreto del 7 de octubre que determinado partido político casi se atribuye como obra exclusiva suya, no dio tales tierras a los campesinos, ni a nadie; los trabajadores de la tierra ya tenían esta en explotación desde meses antes, y lo único que hizo tal Decreto, aprobado en Consejo de Ministros, como es natural, es dar estado legal a tales incautaciones».[5]

Debido a que el decreto se aplicaba sólo a las haciendas de las personas acusadas de participar directa o indirectamente en la revuelta militar, y por tanto excluía de la confiscación legal las propiedades pertenecientes a los republicanos y otros terratenientes que no se habían identificado con la causa del general Franco, los anarcosindicalistas consideraban que era inadecuado a la situación.

«El ministro de Agricultura —comentaba CNT— acaba de promulgar un Decreto resolviendo la expropiación, a favor del Estado, de todas las fincas rústicas cuyos dueños hayan intervenido directa o indirectamente en la insurrección fascista del 19 de julio. Desde luego, y como siempre el Estado llega tarde Los campesinos no han esperado a que tan vital problema se resolviese por decreto. Se han adelantado al Gobierno y, desde los primeros momentos… se lanzaron sobre las tierras de los propietarios haciendo la revolución desde abajo. Los campesinos, con un sentido real del problema de la tierra fueron más expeditos que el Estado. Expropiaron sin establecer limitaciones entre los propietarios que han intervenido y los que no han intervenido en la conjura facciosa. Nos encontramos abocados a un problema de justicia social de destrucción de la estructura feudal que aún prevalece en España, y este problema se resuelve con la socialización de la tierra. La expropiación como castigo a los que han intervenido directamente o ayudado a los fascistas, deja sin resolver el problema cumbre de la revolución española.

Nuestras autoridades tienen que convencerse, de una vez para siempre, que el 19 de julio ha roto la continuidad del régimen de los privilegios injustos y que una nueva vida está germinando en toda la superficie del suelo ibérico. Y, mientras no comprendan esto, mientras continúen enquistadas en las instituciones y en los procedimientos que quedaron fuera de la realidad el 19 de julio, llegarán siempre tarde en relación con los avances populares…»[6]

Críticas sobre las limitaciones del decreto salieron también de la Federación Española de Trabajadores de la Tierra, controlada por los socialistas del ala izquierda. En una Conferencia Nacional celebrada en junio de 1937, la Federación pidió que el decreto debía ser modificado en el sentido de considerar como facciosos no solamente a los complicados en el levantamiento militar «sino todos los que hasta esta fecha se caracterizaron como enemigos de los trabajadores, atropellando sus bases, despidiéndolos injustamente por sus ideas, denunciándolos sin motivo, fomentando el esquirolaje, etcétera, etc.»[7]

Pero era imposible para el Partido Comunista considerar tal enmienda. Al buscar el apoyo de las clases propietarias de la zona antifranquista, no le convenía repudiar a los propietarios pequeños y medianos que habían sido hostiles al movimiento obrero antes de la guerra civil, y, además, a través del Ministerio de Agricultura y el Instituto de Reforma Agraria, que controlaba, secundaba muchas de sus demandas para la devolución de sus tierras.

«Yo puedo hablaros de las tierras de Castilla —declaraba un líder de las Juventudes Libertarias— porque estoy pasando diariamente por ellas; porque estoy diariamente en contacto con todas esas tierras castellanas, a las que los delegados del Ministerio de Agricultura van, en primer lugar a apoderarse de las cosechas. Y, en segundo lugar, con sus Juntas calificadoras, a entregar a la burguesía, a los fascistas, a los terratenientes, a entregarles otra vez las posesiones que tenían anteriormente y a esto alega el ministro de Agricultura que son pequeños propietarios: ¡Pequeños propietarios que tienen magníficas hectáreas de tierra! Son pequeños propietarios los que conspiran contra los trabajadores y los caciques del pueblo; son pequeños propietarios los que tienen veinte o veinticinco obreros y los que tienen tres o cuatro pares de yuntas. Yo he de preguntar a dónde llega la política agraria del ministro de Agricultura, hasta dónde llega el calificativo de pequeño propietario».[8]

La protección dada por el Partido Comunista incluso a los agricultores que habían pertenecido a partidos de derecha antes de la guerra civil —en particular en la provincia de Valencia, donde los organizó en la Federación Provincial Campesina—[9] irrevocablemente tenía que enemistar a un gran sector de la población rural.

«El Partido Comunista —se quejaba un socialista, refiriéndose a la Federación Campesina— se dedica a recoger en los pueblos a los peores residuos del antiguo Partido Autonomista, que además de reaccionarios eran inmorales, y organiza con ellos una nueva sindical campesina, a base de prometer a los pequeños propietarios la propiedad de sus tierras».[10]

No ofrece duda que la defensa del Partido Comunista del pequeño, por no decir también del propietario medio, con independencia de sus antecedentes políticos, fue una de las razones más importantes de la amarga lucha que pronto se desató entre dicho partido y el ala izquierda del Partido Socialista, que controlaba la Federación Española de Trabajadores de la Tierra.[11]

Mientras los comunistas pedían que la colectivización fuese enteramente voluntaria,[12] implicando, por tanto, que la propiedad del agricultor de derechas como del republicano sería respetada,[13] los socialistas del ala izquierda, al tiempo que iban en contra de la colectivización obligatoria de la tierra del pequeño agricultor republicano,[14] se oponían a sacrificar el desarrollo del movimiento colectivista al pequeño propietario que había estado en conflicto manifiesto con los trabajadores rurales antes de la guerra civil. Declaraba el periódico socialista Claridad, portavoz de la UGT:

«No forzar al pequeño propietario leal a entrar en las colectividades, pero dar franca ayuda técnica, económica y moral a todas las iniciativas que surjan espontáneas en pro de la colectivización. Hemos dicho “al pequeño propietario leal”. Con ello excluimos deliberadamente a los pequeños propietarios que han actuado descaradamente como enemigos de la clase trabajadora; a los caciquillos venenosos que ahora se agazapan y gimotean, verdadera quinta columna de las zonas rurales. A ésos hay que cortarles uñas y dientes. Sería una verdadera catástrofe que, a base de ellos, se intentase crear una organización de auténticos “kulaks”; que se dejase a un lado a los valerosos luchadores campesinos que han conocido la cárcel, los tormentos y la miseria, para atraer a quienes sólo buscan la manera de salvar sus posiciones fascistas mediante un “camuflage” más».[15]

La política de los comunistas, expresada por el decreto de 7 de octubre del ministro de Agricultura y su aplicación práctica, fue criticada por otras razones que las dadas en las páginas anteriores. Ricardo Zabalza, secretario general de la Federación de Trabajadores de la Tierra, que enrolaba tanto a los pequeños arrendatarios como a los obreros agrícolas, afirmaba al ser entrevistado sobre las condiciones de la provincia de Albacete:

«Hay muchos propietarios a quienes no se han incautado sus tierras; unos porque son de izquierda, otros porque se han pasado por tales. Sus arrendatarios tienen legalmente la obligación de seguir pagándoles las rentas y esto provoca otra situación injusta; pues los arrendatarios de los facciosos están dispensados de pagarlas».[16]

Zabalza censuró también el decreto, en el sentido de que impedía una distribución de la tierra en favor del pueblo pobre. Esta crítica se basaba en el hecho de que los arrendatarios y aparceros que se beneficiaban del decreto fueron autorizados legalmente a retener toda la tierra que habían cultivado antes de la revolución siempre que no excediera los límites especificados y, en consecuencia, no estaban dispuestos a ceder ni una parte mínima de las tierras que llevaban en renta a los obreros agrícolas.

«[En consecuencia] —argüía Zabalza— en muchos sitios, éstos quedan, de ese modo, sin tierra o tienen que conformarse con la peor o la más alejada de los pueblos; pues toda la demás o casi toda está en manos de los pequeños propietarios y arrendatarios. Esto hace inevitable el conflicto, pues no hay nadie que sea capaz de aceptar la irritante injusticia que significa el que los incondicionales del cacique de ayer disfruten de una situación de privilegio en perjuicio de los que, precisamente por ser rebeldes, no pudieron lograr de los amos la menor parcela».[17]

Pero más importante aún como fuente de fricción en el campo, fue el hecho de que los comunistas utilizaran el decreto para estimular el interés personal de los granjeros, arrendatarios y aparceros, que antes de su publicación habían sido cogidos por el movimiento colectivista y habían accedido a una redistribución de la tierra en favor de los trabajadores agrícolas.

«… vino el Decreto de 7 de octubre, que ofrece a los arrendatarios la posibilidad de quedarse en usufructo perpetuo toda la tierra que cultivaban al no exceder de treinta hectáreas de secano, cinco de regadío y tres de huerta —declaraba la Federación de Trabajadores de la Tierra—. Esto significaba… la seguridad de que ningún arrendatario que no fuera declaradamente faccioso pudiera ser desposeído de su tierra, Es decir, que el efecto práctico del decreto ha sido crear en los arrendatarios y aparceros que se habían conformado con el nuevo orden de cosas, el anhelo de recuperar sus antiguas parcelas».[18]

Animados por el apoyo que recibían de los comunistas, muchos arrendatarios y aparceros del ala derecha, que habían aceptado la colectivización en los primeros meses de la revolución, pidieron que se les devolvieran sus primitivas parcelas. En la cumbre de la ofensiva comunista contra las colectividades, Ricardo Zabalza declaró:

«Hoy, nuestra ilusión más cara está en afianzar las conquistas de la Revolución, sobre todo las Colectividades organizadas por nuestras Secciones y contra las cuales se está levantando un mundo de enemigos: los reaccionarios de ayer y los que, por ser lacayos incondicionales de caciquismo, disponían de tierras en arriendo, mientras a los nuestros se les negaba o se les lanzaba de sus míseros lotes, cuentan hoy con asistencias oficiales insospechadas, y, al amparo del célebre decreto del 7 de octubre, pretenden tomar por asalto las fincas colectivizadas, parcelarias, distribuirse al ganado, los olivos, las viñas y las cosechas y dar la puntilla a la Revolución agraria, convirtiendo a España en un país de pequeños propietarios —que es como decir de grandes esclavos—, aprovechando, para ello, la ausencia de los mejores compañeros que luchan en los frentes, y que llorarían de rabia si, al volver, se encontraran con que sus esfuerzos y sacrificios no hubieran servido más que para entronizar a sus enemigos de siempre, respaldados, para más escarnio con carnets de proletarios».[19]

En su campaña contra las colectividades, los comunistas también trataron de movilizar a los trabajadores agrícolas. A principios abril de 1937, Mariano Vázquez, Secretario del Comité Nacional de la CNT, los acusó de ir a zonas donde la CNT y la UGT habían establecido granjas colectivas por acuerdo mutuo y de «atizar la pasión egoísta de cada ser humano, por prometerles ventajas personales a los trabajadores y por excitarle al reparto de una tierra que ya están trabajando en colectividad».[20] Pero los comunistas no se contentaron con este procedimiento; Vázquez también les acusó de haber asesinado a docenas de anarcosindicalistas en la provincia de Toledo[21] y unos meses después, el secretario general de la Federación de Campesinos de Castilla de la CNT, declaraba:

«Hemos sostenido batallas terribles contra los comunistas, especialmente contra las brigadas y divisiones que ellos controlan, que nos destrozaban salvajemente las colectividades y las cosechas, logradas a costa de infinitos sacrificios, y nos asesinaban a nuestros mejores militantes campesinos».[22]

Era inevitable que los ataques a las colectividades tuvieran un efecto desfavorable en la economía y la moral rural, pues mientras es cierto que en algunas zonas la colectivización era anatema para la mayoría de los campesinos, no es menos cierto que en otras, las granjas colectivas fueron organizadas espontáneamente por la masa de la población campesina.[23] En la provincia de Toledo, por ejemplo, donde aún antes de la guerra existían colectividades rurales,[24] el ochenta y tres por ciento de los campesinos, según fuente afecta a los comunistas, se decidió en favor del cultivo colectivo del suelo.[25]

Cuando la campaña contra las colectividades llegaba a su punto más alto, exactamente antes de la cosecha de verano —período del año en que aun las granjas más afortunadas estaban asediadas por dificultades económicas—, una nube de desaliento y aprensión se cernía sobre los trabajadores agrícolas. El trabajo del campo quedaba abandonado en muchos lugares o realizado sólo apáticamente, y existía el peligro de que una parte sustancial de la cosecha, vital para los esfuerzos de la guerra, se dejara perder.

Fue entonces cuando los comunistas cambiaron de súbito su política.

La primera insinuación de esta media vuelta apareció a principios de junio de 1937, cuando el ministro de Agricultura dictó un decreto prometiendo varias formas de ayuda a las colectividades,[26] de modo que pudieran llevarse a efecto «lo mejor y más rápidamente las faenas agrícolas apropiadas a la época».[27] Era necesario, decía el preámbulo, evitar «fracasos económicos que pudieran entibiar la fe de los trabajadores de la tierra en las formas de explotación colectiva que ellos libremente han elegido, al expropiarse las tierras a los elementos facciosos explotadores». Decía el artículo 1.º del Decreto:

«A los fines de auxilio y apoyo, por parte del Instituto de Reforma Agraria, se consideran legalmente constituidas en el Presente año agrícola,[28] todas, las explotaciones colectivas formadas a partir del día 19 de julio de 1936, no tramitándose por los servicios dependientes del Instituto de Reforma Agraria ninguna demanda de revisión de tierras ocupadas por dichas colectividades ni cosechas en pie o almacén que hayan sido requisadas en el acto de la incautación, ni aun en los casos en que se aleguen supuestos errores de carácter jurídico o definición política en relación con el antiguo poseedor o usufructuario de la tierra colectivizada». «Esto quiere decir —comentaba Frente Rojo, órgano comunista— que lo único que garantiza la legalidad de las colectividades quedan así a salvo de cualquier maniobra jurídica o política que pudiera urdirse contra ellas».[29]

Aunque la medida no ofrecía ninguna garantía de legalidad después del corriente año agrícola,[30] se produjo una sensación de alivio en el campo durante el período vital de la cosecha, y en ese respecto alcanzó su propósito.

Pero tan pronto como se recogieron las cosechas volvió de nuevo la aprensión. El 10 de agosto, el Gobierno central, entonces en manos de los comunistas y socialistas moderados, había decretado la disolución del Consejo de Defensa de Aragón,[31] dominado por los anarcosindicalistas, y el recién nombrado gobernador general, José Ignacio Mantecón, miembro del Partido de Izquierda Republicana, pero un simpatizante secreto de los comunistas,[32] basando su autoridad en la 11 División controlada por los comunistas a las órdenes de Enrique Lister, que acababa de ser enviada a Aragón, ordenó la disolución de las granjas colectivas. Según un informe de la CNT de Aragón, las tierras, los aperos, caballerías y ganado confiscado a los elementos facciosos, eran devueltos a sus antiguos dueños o a sus familiares; los nuevos edificios erigidos por las colectividades, como establos y gallineros, fueron destruidos, y en algunos pueblos las granjas eran privadas hasta de la semilla necesaria para la siembra, mientras se encarcelaba a seiscientos miembros de la CNT.[33] De esta represión tomaron plena ventaja los arrendatarios y pequeños propietarios que habían entrado en las colectividades en las primeras semanas de la revolución. Se dividieron las tierras, así como las cosechas y los instrumentos de trabajo, y con la ayuda de los Guardias de Asalto y las fuerzas militares comunistas, hasta hicieron incursiones en las colectividades que habían sido establecidas de conformidad con los deseos de sus miembros.

La situación se hizo tan seria que los comunistas, aunque esquivando la responsabilidad personal, reconocieron después que se había adoptado una política peligrosa.

«Fue en Aragón —escribía José Silva, secretario general del Instituto de Reforma Agraria y miembro del Partido Comunista— donde se hicieron los más variados y extraños ensayos de colectivización y socialización, donde, seguramente, se ejercieron más violencias para obligar a los campesinos a entrar en las colectividades y donde una política a todas luces errónea abrió serias brechas en la economía rural. Cuando el Gobierno de la República disolvió el Consejo de Aragón, el Gobernador General quiso dar satisfacción al hondo malestar que latía en el seno de las masas campesinas disolviendo las colectividades. Tal medida constituyó un error gravísimo que produjo una tremenda desorganización en el campo. Los descontentos en las colectividades que tenían razón para estarlo si se tienen en cuenta los métodos empleados para constituirlas, amparándose en la disposición del gobernador, se lanzaron al asalto de las colectividades, llevándose y repartiéndose todos los frutos y enseres que tenían, sin respetar a las que, como la de Candasmo, habían sido constituidas sin violencia ni coacciones, tenían una vida próspera y eran un modelo de organización.

Cierto que el Gobernador perseguía reparar las injusticias que se habían cometido y llevar al ánimo de los trabajadores del campo la convicción de que la República les protegía. Pero el resultado fue completamente contrario. La medida acentuó la confusión aún más y las violencias se ejercieron del otro lado. Como consecuencia, se paralizaron casi completamente todas las labores del campo, y, a la hora de llevar a cabo la sementera, una cuarta parte de la tierra de siembra no estaba preparada para recibirla».[34]

A fin de remediar esta situación, el Partido Comunista tuvo que cambiar su política una vez más y se restablecieron algunas de las desmánteladas colectividades.

«El reconocimiento del derecho de las colectividades —añadía Silva—, el acuerdo de devolverles lo que se les había arrebatado injustamente y la actividad del Gobernador general de Aragón en este sentido, volvieron las cosas a su cauce, renaciendo la tranquilidad y despertándose el entusiasmo para el trabajo en los campesinos, que dieron las labores necesarias para la siembra en las tierras abandonadas».[35]

Sin embargo, aunque la situación en Aragón mejoró en cierto grado, los odios y resentimientos engendrados por la destrucción de las colectividades y por la represión que le siguió, nunca quedaron totalmente desvanecidos. Tampoco pudo eliminarse por completo la desilusión consiguiente que minaba el espíritu de las fuerzas anarcosindicalistas del frente de Aragón, que sin duda alguna contribuyó al colapso de aquel frente unos meses después.

Si después de la destrucción de las granjas colectivas de Aragón el Partido Comunista fue obligado a modificar su política y a apoyar las colectividades también en otras regiones contra los antiguos propietarios que buscaban la devolución de la tierra confiscada,[36] esto se debió, no sólo al daño infligido a la economía rural y a la moral en el frente y en la retaguardia por su anterior política, sino también a otro factor importante: a pesar de lo mucho que el Partido Comunista necesitaba verse respaldado por los arrendatarios y propietarios pequeños y medios del campo antifranquista, no podía permitir que adquirieran demasiada fuerza, no fuera que, bajo la dirección de los republicanos liberales y en unión con las clases medias urbanas, intentaran tomar en sus propias manos los asuntos del Estado. A fin de dirigir la política interior y exterior conforme a las necesidades diplomáticas rusas, los comunistas mismos tenían que predominar sobre todos y esto sólo podían conseguirlo por medio de la manipulación cuidadosa de las piezas sobre el tablero; pues su influencia se basaba no sólo en la fuerza inherente de su propio partido, ciertamente poderoso, sino en el equilibrio cuidadoso de las fuerzas clasistas que, debido a sus mutuos antagonismos, no podían combinarse frente al árbitro que estaba entre ellos. Por tanto, si al principio era esencial para los comunistas destruir el poder de la extrema izquierda, mediante una alianza con los estratos medios de la población, no era menos importante en una etapa posterior impedir que estos estratos adquirieran demasiada fuerza y amenazaran la supremacía de su partido.

Pero ningún intento de los comunistas por equilibrar una clase contra otra podía tener éxito por mucho tiempo, a menos que pudieran apoderarse del control de las fuerzas armadas, tanto en el frente como en la retaguardia, e integrar las milicias revolucionarias independientes en un ejército regular, bajo el mando de un cuadro de oficiales y comisarios políticos dóciles a sus deseos.