LOS COMUNISTAS SOCAVAN EL MOVIMIENTO SOCIALISTA
No cabe duda alguna de que la política del Partido Comunista encaminada a enmascarar la revolución, sólo pudo haber sido iniciada con la aquiescencia o el apoyo activo de otras organizaciones; tampoco puede dudarse de que a fin de sentirse seguro de la continuación victoriosa de esta política, debía convertirse en partido gobernante del campo izquierdista. Esto podía lograrse sólo a expensas del movimiento socialista y más especialmente de su predominante ala izquierda, la fuerza más poderosa en Madrid al iniciarse la revolución.
En los meses anteriores a la guerra civil, las relaciones oficiales entre los socialistas del ala izquierda y el Partido Comunista se habían mantenido en un ambiente de la mayor amistad, hasta el punto de que su jefe, Francisco Largo Caballero, secretario general de la Unión General de Trabajadores y jefe virtual del movimiento juvenil socialista, había prestado su apoyo a la fusión de los sindicatos socialistas y comunistas,[1] así como a la fusión de las dos organizaciones juveniles.[2] Además, en marzo de 1936, la sección madrileña del Partido Socialista, presidida por Largo Caballero, había decidido proponer en el siguiente Congreso Nacional, la fusión de los partidos socialista y comunista.[3] El propio Largo Caballero había abogado personalmente por esta fusión en varias declaraciones públicas,[4] respondiendo favorablemente a una propuesta comunista en favor de «la constitución de un Comité de Enlace; sobre la base de un programa que facilite el desarrollo de la revolución democrática y la lleve hasta sus últimas consecuencias».[5] Esta política del jefe socialista de izquierda, en contraste estridente con la de Indalecio Prieto, jefe de la facción centrista del Partido Socialista numéricamente inferior, que por aquel entonces era totalmente hostil a los comunistas, había sido calurosamente alabada por el jefe comunista José Díaz, como «la que más se acerca a la senda revolucionaria, a la senda del Partido Comunista y de la Internacional Comunista».[6]
Socialista moderado durante más de cuarenta años, excepto por un brote ocasional de actividad revolucionaria, blanco de anarquistas y comunistas en los primeros años de la República, Largo Caballero se había visto iluminado, a fines de 1933, después de dos años de desilusiones como ministro de Trabajo durante la coalición republicana-socialista, por ideas revolucionarias, transformándose de la noche a la mañana en exponente del ala izquierda del socialismo español.[7] Reunió a su alrededor a la masa de obreros socialistas que, no satisfechos por los resultados de la colaboración con los republicanos liberales, deseaban llevar el movimiento socialista por un camino revolucionario y que se habían visto atraídos hacia él por su sencillez, incorruptibilidad e integridad personal.[8] En marzo de 1936, cuatro meses antes de estallar la guerra civil, la organización socialista madrileña presidida por él, había redactado un nuevo programa para el Partido Socialista que había de ser presentado en el siguiente Congreso Nacional, proponiendo la inmediata conquista del poder político por la clase trabajadora y la dictadura del proletariado a través del Partido Socialista.[9] En los meses siguientes, Largo Caballero recorrió las capitales provinciales, proclamando ante entusiastas auditorios que el problema del Frente Popular no podía solucionar los problemas de España y que era necesaria una dictadura del proletariado.[10]
Los comunistas, que por entonces se afanaban en fortalecer el Frente Popular reforzando sus contactos con los republicanos liberales e impulsando al Gobierno a una vigorosa acción contra la derecha,[11] se sentían, no obstante el suave curso de las relaciones oficiales entre ellos y Largo Caballero, secretamente desconcertados por su ardor revolucionario. En realidad, José Díaz, mientras alababa la colaboración con el Partido Comunista declaraba en una referencia indirecta a la conducta revolucionaria del jefe socialista, que los comunistas se opondrían «a toda clase de manifestaciones de impaciencia exagerada y contra todo intento de romper el Frente Popular prematuramente».[12] Sin embargo, no podían permitirse forzar sus diferencias con Largo Caballero porque la popularidad de éste había ya llegado a su cúspide, y evaluaban su utilidad como lazo de unión entre ellos y las masas que le seguían.[13] Además, la idea de la unidad de la clase obrera había captado su imaginación y la misma prometía facilitar la fusión de los Partidos Socialista y Comunista como había facilitado ya la de sus respectivas organizaciones sindicales y movimientos juveniles.
«El punto más importante para el movimiento de unidad —escribió José Díaz— y para el avance de la revolución en España es que la línea representada por Largo Caballero, obtenga la victoria en el Partido Socialista».[14]
Y escribiendo poco después de la fusión de la Unión de Juventudes Comunistas y de la Federación de Juventudes Socialistas en abril de 1936, Santiago Carrillo, jefe de la organización unificada, declaró con referencia a conversaciones sostenidas previamente en Moscú por él y otros representantes de los dos movimientos juveniles:
«Como nos decía Manuilski, el viejo bolchevique… lo importante ahora para el movimiento de unidad y para todo el curso de la revolución española es que la tendencia que encarna Largo Caballero triunfe en el seno del Partido Socialista. Si no se produjere el triunfo, la unidad y el porvenir mismo de la Revolución —sigo repitiendo palabras de Manuilski— quedarían comprometidos».[15]
Pero en vista de las grandes diferencias existentes entre los comunistas y los socialistas del ala izquierda respecto al celo revolucionario de Largo Caballero, no es sorprendente que al iniciarse la revolución tan dispares actitudes quedaran situadas en un primerísimo plano.
—Los socialistas, una gran parte de nuestros camaradas socialistas —declaró José Díaz en un informe al Comité Central algunos meses después—, cuando el Partido Comunista planteaba la necesidad de abrazar la República democrática, mantenían la posición de que la República democrática ya no tenía razón de ser y abogaban por la instauración de una República socialista, divorciando así, por tanto, a las fuerzas obreras de las fuerzas democrática, de las capas pequeño burguesas y populares del país. Era natural que nuestra política de agrupar a todas las fuerzas democráticas con el proletariado tropezase con ciertas dificultades al no comprender algunos camaradas socialistas… que no era éste el momento de hablar de República socialista».[16]
Aunque no existe prueba alguna de que, al estallar la revolución, ningún destacado socialista hiciera una declaración pública oral o escrita, pidiendo el establecimiento de una República socialista, es concebible que una propuesta de tal naturaleza tuviera lugar en discusiones privadas sostenidas con los comunistas. Desde luego hubiera estado en completo acuerdo con la política de Largo Caballero y con los propósitos de la mayoría de sus más ardientes seguidores hasta el momento de iniciarse el conflicto y es significativo que el aserto del jefe comunista no fuera nunca puesto en tela de juicio. Ni tampoco, ciertamente, el aserto de André Marty, jefe comunista francés y organizador de las Brigadas Internacionales en España, de que, como resultado de la influencia comunista,[17] los socialistas abandonaron su propósito de establecer una República socialista, provocó negativa alguna.[18]
De todos modos, a mediados de agosto, Largo Caballero había atenuado de tal forma el lenguaje que empleara antes de la guerra civil, al menos por lo que concernía al mundo exterior, que llegó a declarar en una carta a Ben Tillett, jefe de los Sindicatos ingleses, que los socialistas españoles combatían sólo por el triunfo de la democracia y no abrigaban pensamiento alguno de establecer el socialismo.[19] Los argumentos que los comunistas pudieron aducir con el fin de influir sobre Largo Caballero, no fueron revelados por André Marty, pero si su aserto es verdadero, como parece muy posible, sin duda alguna opinaron que la proclamación de una República socialista hubiera antagonizado contra ellos a las potencias occidentales y destruido las ventajas ganadas al mantener en vigor el Gobierno legalmente constituido de José Giral, que, de acuerdo con las normas de derecho internacional aplicadas a casos de rebelión contra un Gobierno legítimo, tenía derecho a comprar armas en el mercado mundial.
Pero por mucho que Largo Caballero se dejara influir por estas importantes consideraciones en sus discusiones entre bastidores con los comunistas, resulta claro, leyendo el siguiente artículo de fondo de su periódico Claridad, que no estaba dispuesto a volver por completo la espalda a la revolución.
«Algunos dicen por ahí: “Aplastemos primero el fascismo, acabemos victoriosamente la guerra, y luego habrá tiempo de hablar de revolución y de hacerla si es necesaria” —afirmó dicho artículo en una velada referencia a los comunistas—. Los que así se expresan no se han percatado por lo visto del formidable movimiento dialéctico que nos arrastra a todos. La guerra y la revolución son una misma cosa, aspectos de un mismo fenómeno. No sólo no se excluyen o se estorban, sino que se complementan y ayudan. La guerra necesita de la revolución para su triunfo, del mismo modo que la revolución ha necesitado de la guerra para plantearse.
La revolución es el aniquilamiento económico del fascismo, el primer paso, por tanto, para aniquilarle también militarmente… El pueblo no lucha ya por la España del16 de julio, que era todavía una España dominada socialmente por las castas tradicionales, sino por una España en que esas castas sean raídas definitivamente. El más poderoso auxiliar de la guerra es ese desarraigamiento económico y total del fascismo, y eso es la revolución. Es la revolución en la retaguardia la que hace más segura y más estimulante la victoria en los campos de batalla».[20]
Largo Caballero tampoco estaba dispuesto a marchar junto al Partido Comunista cuando, en agosto de 1936, aquél se opuso a su sugerencia de que socialistas y comunistas entraran a formar parte del Gobierno.
«… el Partido Comunista —escribió César Falcón, redactor jefe durante los primeros meses de la guerra del órgano comunista Mundo Obrero— mantuvo una posición contraria a la de Largo Caballero. ¿Por qué cambiar el Gobierno cuando, en realidad, las circunstancias nacionales e internacionales no eran oportunas, por varios motivos, para la participación de socialistas y comunistas en el poder?»[21]
Esta divergencia de opinión se hizo manifiesta cuando poco después de la conquista de Badajoz, el 14 de agosto por las fuerzas del general Franco y el rápido avance de éstas por el valle del Tajo hacia Madrid, José Giral, cansado de presidir un Gobierno carente de la confianza de las organizaciones obreras, informó al presidente Azaña de que deseaba dimitir y a sugerencia de este último rogó a Largo Caballero encabezara un nuevo Gobierno.[22] Pero, aunque al principio los comunistas se opusieron al jefe de izquierda socialista cuando éste ofreció formar un nuevo Gabinete bajo la condición de que aquéllos compartieran las responsabilidades del Gobierno,[23] finalmente convinieron en hacerlo en vista de su actitud inflexible y obrando bajo las órdenes de Moscú.[24] El nuevo Gabinete en el que Largo Caballero ocupó el Ministerio de la Guerra, además del cargo de Primer Ministro y en el que puestos menores quedaron reservados para los partidos republicanos liberales, tenía seis ministros socialistas y dos comunistas.[25]
Pero las dos carteras aceptadas por el Partido Comunista no significaban un índice real de la fuerza del mismo en el país ni en el momento de constituirse el Gabinete, cuando el número de sus afiliados había aumentado extraordinariamente respecto a los cuarenta mil de antes de la guerra[26] ni tampoco unos meses después, cuando al estimarse oficialmente que los mismos sumaban cerca del cuarto de millón se convirtió en el partido político más fuerte de la zona antifranquista.[27] Si bien un gran número de estos nuevos adheridos, como pequeños agricultores, arrendatarios, comerciantes, pequeños industriales, funcionarios, oficiales del Ejército y de la Policía, médicos, maestros, escritores, artistas y otros intelectuales, habían sido miembros de los partidos republicanos liberales o incluso eran simpatizantes de las derechas antes de la guerra civil, y habían sido atraídos por el Partido, con la esperanza, o bien de rescatar algo de las ruinas del viejo régimen o de compartir el creciente poderío comunista;[28] si bien, por otra parte, gran número habían sido miembros del Partido Socialista o de la UGT antes de la guerra, un número todavía mayor nunca puso su fe en ningún molde político y al igual que los conversos del movimiento socialista se sintieron atraídos hacia el Partido Comunista por su celo proselitista; su propaganda inmensamente hábil, su vigor, su capacidad organizadora y el prestigio derivado de las armas soviéticas vendidas al Gobierno.
Otra razón, además de todos esos factores, como fuente del poderío comunista, era la relativa debilidad e incluso la impotencia de otras organizaciones. Los republicanos liberales, faltos de influencia entre las masas, se habían retirado a un segundo plano, cediendo a los comunistas la delicada tarea de oponerse al ala izquierda de la revolución y defender los intereses de la clase media. No sólo ofrecieron una publicidad favorable al Partido Comunista[29] cuya política declarada coincidía con la suya,[30] sino que no pocos de ellos, para citar al jefe socialista Indalecio Prieto, sirvieron las apetencias de la Unión Soviética.[31] Además, los anarcosindicalistas, no obstante su fuerza numérica, constituyeron, debido en gran parte a su falta de dirección centralizadora, un rival poco temible para los comunistas con su organización monolítica, su disciplina y su cohesión.
En cuanto a los socialistas, que al empezar la revolución eran la fuerza más poderosa en la capital, en Castilla la Nueva y en Castilla la Vieja, no sólo estaban minados por las defecciones declaradas o encubiertas al campo comunista, y de las que hasta cierto punto eran responsables por su propia pasividad,[32] sino que se veían enzarzados en una lucha interna, puesto que el Comité Ejecutivo del partido en manos de los centristas, dirigidos por Indalecio Prieto, se hallaba en estado de irreconciliable beligerancia con unidades locales, simpatizantes de Largo Caballero.[33]
«… la vibración ciudadana del socialismo —escribe Gabriel Morón, miembro prominente del partido—, había quedado reducida a un débil aliento, acusado no más que en desvaríos internos…[34] En la retaguardia como en los frentes de la guerra, imponían su criterio, hacían valer su influencia, destacaban su significación, los más audaces, los más vehementes y también los más desaprensivos».
Y en un pasaje posterior atestigua:
«Al Partido Socialista, no le quedaba gente con ninguna de estas características temperamentales o de conciencia. El partido comunista, por el contrario, disponía de ella hasta la congestión».[35]
En vista de todos estos factores, el movimiento que los comunistas iniciaron para engullir a los socialistas, comenzó bajo los más prometedores auspicios. Era, desde luego, inevitable que los éxitos que alcanzaron con toda rapidez, en especial a expensas de la predominante ala izquierda del movimiento socialista, irritaran a Largo Caballero; porque cuando antes de la guerra abogó por la fusión con los comunistas, debió creer, como más tarde dijo, que podría absorberles,[36] pero nunca pudo imaginar que fuera a suceder a la inversa. Grande era, por tanto, su resentimiento cuando a los pocos días de iniciarse la guerra, la Federación Catalana del Partido Socialista Español, dirigida por Rafael Vidiella, hasta entonces un partidario decidido, se fusionó con la sección catalana del Partido Comunista y otras dos organizaciones, formando el PSUC, o Partido Socialista Unificado de Cataluña, que aceptaba la disciplina de la Internacional Comunista[37] y que situó bajo su dominio a la organización local de la UGT.[38] Pero fue en otras partes de la zona izquierdista, especialmente en Madrid, reducto de los socialistas de izquierda, donde el peligro a la influencia de Largo Caballero se reveló en todas sus proporciones. Faltos de directrices de su propio partido que se veía desgarrado por discordias internas, gran número de obreros socialistas de izquierda, atraídos por el dinamismo y métodos proselitistas del comunismo,[39] se alejaban del socialismo para pasarse al movimiento rival. Para que las cosas resultaran aún peor, algunos de los más fieles ayudantes de Largo Caballero, tanto en el Partido Socialista como en la UGT, habían traspasado su adhesión al comunismo, en secreto o sin tapujo, tal como ocurrió con Julio Álvarez del Vayo, ministro de Asuntos Exteriores y vicepresidente de la sección madrileña del Partido Socialista,[40] Edmundo Domínguez, secretario de la Federación Nacional de la Edificación y Presidente de la Casa del Pueblo de Madrid, central de la UGT, Amaro del Rosal, miembro del Comité Ejecutivo de la UGT, Felipe Pretel, tesorero de la UGT[41] y también Margarita Nelken[42] y Francisco Montiel,[43] dos conocidos diputados a Cortes e intelectuales.
Un acontecimiento todavía más importante que afectaba la influencia política de Largo Caballero, fue la pérdida de la autoridad que ejercía sobre la Federación de Juventudes Socialistas Unificadas, conocida como JSU, que se formó poco antes de estallar la guerra civil, como resultado de la amalgama de la Unión de Juventudes Comunistas y de la Federación de Juventudes Socialistas, cuyos representantes se habían entrevistado en Moscú con el Comité Ejecutivo de la Internacional Juvenil Comunista, con el fin de trazar planes encaminados a la fusión de ambas organizaciones.[44] Las operaciones preparatorias para dicha fusión —escribe Luis Araquistáin, intimo colaborador de Largo Caballero— fueron llevadas a cabo en casa de Álvarez del Vayo.
«Yo vivía en Madrid en un piso encima del suyo y fui testigo de las visitas diarias que le hacían los jóvenes dirigentes socialistas para entrevistarse allí, en su casa, con el agente del “Comintern” entonces destacado en España, un tal Codovila que usaba el nombre falso de Medina y que hablaba el español con fuerte acento sudamericano. Allí recibieron los jóvenes socialistas las primeras lecciones de catequesis comunista; allí se les organizó un viaje a la Meca moscovita; allí se pactó la entrega de la juventud socialista, la nueva generación obrera de España, al comunismo».[45]
No obstante todo cuanto desde entonces se ha dicho en contra, Largo Caballero había favorecido la fusión de los dos movimientos juveniles, aunque es cierto que en una declaración conjunta publicada en marzo de 1936, antes de dicha fusión, se convino que hasta que un Congreso Nacional de Unificación hubiera determinado democráticamente los principios, programa y definitiva estructura de la organización unificada, y elegido un cuerpo directivo, la fusión se efectuaría sobre la base de la entrada de los jóvenes comunistas en la Federación de Juventudes Socialistas.[46] Sin embargo, estimulada por la política de Largo Caballero respecto a unificar el movimiento de la clase trabajadora, la fusión de las dos organizaciones se llevó a cabo de modo precipitado, sin celebrarse antes ningún congreso de unificación.[47] Largo Caballero no se había opuesto a ello, porque la Unión de Juventudes Comunistas era incomparablemente menor que su propia Federación de Juventudes Socialistas —sólo 3000 miembros contra 50 000—[48] y porque había creído que a través de sus partidarios podría controlar el movimiento unificado. Pero se vio gravemente desengañado en todo ello, porque al cabo de unos meses de haber estallado la guerra civil, Santiago Carrillo, secretario general de la JSU y hasta entonces admirador incondicional suyo,[49] se pasó calladamente al Partido Comunista, junto con otros antiguos jefes de la Federación de Juventudes Socialistas[50] —algunos de ellos, incluyendo al propio Carrillo, se convirtieron más tarde en miembros de su Comité Central—[51] y transformaron a la JSU en uno de los promotores principales de la política comunista. Comentando dicha defección, Carlos de Baraibar, jefe socialista de izquierda, quien según confesión propia se sintió muy influido por los comunistas al principio de la guerra, recuerda:
«… un grupo de dirigentes de la Juventud Socialista Unificada me visitó para hacerme saber que habían decidido, en masa, ingresar en el Partido Comunista… a mí me parecía monstruoso que esto se hubiera realizado sin una previa consulta a los demás compañeros de posición, y sin más conocimiento que el que después supe fue tenido, paso a paso, por el precitado Álvarez del Vayo, asesorados todos por el que nosotros llamábamos “ojo de Moscú”, el representante secreto del Komintern, vale decir de Stalin (Codovila)».[52]
Antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo, los comunistas consolidaron todavía más su dominio de la JSU.
En vez de celebrar el proyectado Congreso Nacional de Unificación, Santiago Carrillo convocó en enero de 1937 una Conferencia Nacional, a la que nombró como delegados, no sólo a los representantes de las secciones locales de la JSU, sino a un gran número de jóvenes comunistas de los frentes y fábricas, estratagema que le permitía controlar la conferencia desde el principio al fin y asegurarse la elección de un Comité Nacional atestado de delegados del Partido Comunista.[53] En este golpe se había visto indudablemente ayudado no sólo por sus alabanzas liberales a Largo Caballero[54] y por el hecho de que pocos de los delegados socialistas se dieron cuenta por entonces de que Carrillo había ingresado en el Partido Comunista, creyendo que él y otros jefes de la JSU actuaban de completo acuerdo con Largo Caballero y sus partidarios en el Partido Socialista, sino también por el hecho de evitarse allí cualquier clase de debate.
«(En la Conferencia) no se discutía nada —recuerda Antonio Escribano, delegado por la provincia de Alicante—. Lo que lo hacían, se limitaban a presentar un informe o discurso y cuando terminaban de hablar no se continuaba ninguna discusión. Un tal Carrasco habló en nombre de los antitanquistas sobre cómo derribaban los tanques; un marinero habló sobre lo suyo, un aviador ídem y así sucesivamente. Lo evidente es que no se discutió nada sobre la unificación de ambas organizaciones, sino que se dio como hecho todo lo que había ocurrido. Los representantes fieles a la política de Caballero no nos opusimos a nada en la Conferencia por dos motivos fundamentales, ambos bastante ingenuos a mi modo de ver ahora, pero justificables en aquellos momentos. Estos dos motivos son: 1. El 90 por ciento de los jóvenes socialistas que asistimos a la Conferencia de Valencia no sabíamos que Carrillo, Laín, Melchor, Cabello, Aurora Arnáiz, etc., se habían pasado con armas y bagaje al Partido Comunista. Creíamos que eran todavía jóvenes socialistas y que obraban de acuerdo con Caballero y el Partido Socialista… Si hubiésemos sabido que ese grupo de tránsfugas nos había traicionado le aseguro que otra cosa habría ocurrido. Por consiguiente, fuimos sorprendidos tranquilamente. Esta es una verdad que a mí no me duele confesar. 2. El ambiente y la forma como se desarrollaron los trabajos de la Conferencia nos tenían sorprendidos y cuando quisimos reaccionar la asamblea había terminado. Los jóvenes socialistas estábamos acostumbrados a discutir democrática y ampliamente el orden del día de nuestros congresos y asambleas, y así confiábamos que habría de desarrollarse la Conferencia de Valencia… Nada de esto ocurrió. Cuando nos dimos cuenta era tarde. La Conferencia ya había terminado».[55]
Ciertamente, no fue hasta pocas semanas después de haberse celebrado la Conferencia —cuando la lucha entre Largo Caballero y los comunistas entró en una fase aguda— que se hizo patente la primera fisura en la JSU con la publicación de cartas abiertas a Santiago Carrillo por dos de los seguidores de Largo Caballero, declinando los puestos en el Comité Nacional, para los que habían sido elegidos en la Conferencia, basándose en que sus secciones locales no fueron consultadas.[56]
Si además de todos estos acontecimientos se toma en consideración la habilidad de los comunistas para utilizar artificios y subterfugios, para azuzar a un grupo contra otro, para copar posiciones clave con miembros secretos de su partido o con compañeros de viaje, para dispensar patronazgo y para ejercer presión sobre todos aquellos que se unían a sus filas o sirvieran a sus intereses, se apreciará fácilmente el que en un breve periodo de tiempo se convirtieron en el verdadero poder dentro de la zona antifranquista.