ESPERANZA PARA LA CLASE MEDIA
Por lo dicho en los capítulos anteriores, es fácil comprender el pesimismo, rayano en la desesperación, que se apoderó de una gran parte de la clase media urbana y rural desde el principio de la revolución. Ante la dura realidad, encontraron poco consuelo en las palabras del jurista conservador republicano, Ángel Ossorio, según el cual en vista de la «revolución social inmensa» que había ocurrido, «lo único que nos cabe hacer a las clases medias es colocarnos en la situación de los trabajadores».[1] Ni tampoco podían consolarse con las promesas expuestas por los revolucionarios acerca de un mundo nuevo y mejor, en cuanto que la propiedad y el comercio privados hubieran desaparecido; porque, en su inmensa mayoría, los pequeños fabricantes, artesanos, comerciantes, agricultores y arrendatarios colocaban sus esperanzas de una vida mejor, no en la abolición, sino en la acumulación de propiedad privada. A fin de desenvolverse según sus deseos necesitaban libertad de comercio, libertad frente a la competencia de los grandes negocios ahora colectivizados por los sindicatos, libertad de producir géneros para su lucro personal, libertad para cultivar tanta tierra como quisieran y para emplear personal asalariado sin restricción. Sobre todo, necesitaban, para defender esa libertad, un régimen a su propia imagen, basado en su propio cuerpo de policía, sus propios tribunales de justicia y su propio ejército; un régimen en el que su propio poder no se viera amenazado ni diluido por comités revolucionarios. Pero ahora, toda esperanza de un régimen semejante había desaparecido y a la clase media no le quedaba más alternativa que retirarse a un segundo plano. Fueron demasiado prudentes para nadar contra corriente y aun adaptaron su manera de vestir a la nueva situación.
«El aspecto de Madrid —observó un republicano de derechas— era increíble: la burguesía saludaba con el puño cerrado… hombres en mono y alpargatas que imitaban el uniforme adoptado por los milicianos; las mujeres sin sombrero; sus vestidos viejos y ajados; una invasión total de fealdad y de miseria, más moral que real, de gentes que humildemente pedían permiso para seguir viviendo».[2]
Y refiriéndose a Barcelona, un observador de izquierdas escribió:
«Las Ramblas ascienden en suave y gradual pendiente durante más de kilómetro y medio hacia la Plaza de Cataluña. Desde el extremo opuesto se puede ver una interminable masa de cabezas humanas. Hoy nadie lleva sombrero, ni cuello duro ni corbata; los símbolos sartoriales de la burguesía han desaparecido; la libertad proletaria ha invadido la calle del Hospital y la calle del Carmen desde el Paralelo. O como sugiere Puig, la burguesía, a fin de disfrutar de mayor seguridad se ha disfrazado de proletaria, dejando sombrero, cuello y corbata en casa».[3]
De no arriesgar su libertad o su vida oponiéndose abiertamente a la revolución, la clase media no podía hacer otra cosa sino ajustarse al nuevo régimen, con la esperanza de que con el tiempo la corriente pudiese cambiar. Desde luego no podían buscar apoyo en ninguno de los partidos de derechas que hasta el estallido de la guerra hacían representado sus capas más conservadoras, porque dichos partidos habían perecido en las llamas de la revolución. Ni podían volverse hacia los partidos liberales republicanos, tales como la Izquierda Republicana, la Unión Republicana y la Esquerra, el más fuerte de los partidos de la clase media de Cataluña, porque la mayoría de sus jefes, o bien se acomodaban al radicalismo de la situación[4] o se caracterizaban por una inercia nacida del miedo, mientras otros, considerándolo todo perdido, habían huido del país, o se apresuraban a escapar hacia los puertos.[5] Incluso Manuel Azaña, Presidente de la República y hasta hacía poco el ídolo del sector liberal de la clase media, quedó paralizado por el pesimismo y por el miedo y había caído de un día para otro desde su pedestal de jefe popular.
«… desde el primer momento —afirma Ángel Ossorio, jurista republicano— (Manuel Azaña) nos vio perdidos. Además, los inevitables y justificadísimos extravíos que se producían en nuestras filas, a impulsos de la bien explicable indignación de los primeros instantes, le sublevaban y le descomponían».[6]
Desde luego muchos de los jefes de los partidos republicanos liberales hubieran sido pilotos hábiles en una mar en calma pero se habían visto impotentes en las tormentas que azotaron a la República antes de la guerra civil y más aún ahora frente al huracán que había hecho trizas los órganos coercitivos del Estado:
«La escasa resistencia que prestábamos ante las arremetidas de los demás, nuestro silencio y nuestro apartamiento ante los avances temerarios de los audaces, hicieron creer a muchas gentes que nosotros no existíamos —declaró el presidente de Izquierda Republicana—. No podían comprender el fin noble que nos inducia a sofocar nuestra indignación. El sentido de responsabilidad y cordura que otros no tenían había de estar presente en nuestro espíritu, a fin de que no se derrumbara el muro que habíamos de oponer al embate del adversario que con las armas en la mano teníamos enfrente».[7]
Pero envueltos por la marea de la revolución, los miembros liberales y conservadores de la clase media sólo veían entonces la manifiesta impotencia de sus partidos y pronto empezaron a buscar una organización que les sirviera de rompeolas para contener la marea revolucionaria puesta en movimiento por los sindicatos anarquistas y socialistas.
No tuvieron que buscar mucho tiempo. Antes que transcurrieran muchas semanas, la organización que consiguió concentrar en si misma las esperanzas inmediatas de la clase media fue el Partido Comunista.
Un factor relativamente poco importante en la política española al iniciarse la guerra civil, con tan sólo dieciséis escaños en las Cortes y un número de miembros estimado oficialmente en cuarenta mil,[8] el Partido Comunista iba muy pronto a moldear de manera decisiva el curso de los acontecimientos en el campo antifranquista. Erigiéndose en campeón de los intereses de la clase media urbana y rural —actitud que pocos republicanos se atrevían a asumir en aquella atmósfera de apasionamiento revolucionario— el Partido Comunista se convirtió en breves meses en refugio, según sus propios datos, de 76 700 campesinos (propietarios y arrendatarios) y de 15 485 miembros de la clase media urbana.[9] Es indudable que su influencia entre dichas capas sociales superó a las cifras mencionadas, porque millares de miembros de las clases intermedias, tanto en la ciudad como en el campo, se colocaron bajo las alas del partido, aunque sin convertirse en miembros del mismo.[10] Desde el momento de iniciarse la revolución, el Partido Comunista, al igual que el PSUC, el Partido Socialista Unificado de Cataluña, dominado por los comunistas,[11] defendió la causa de la clase media que se veía arrastrada al torbellino del movimiento de colectivización, o deshecha por el colapso del comercio, la falta de recursos financieros y las requisas llevadas a cabo por la milicia obrera.
«Los pequeños comerciantes e industriales —declaró Mundo Obrero, el órgano comunista en Madrid— constituyen dentro de la sociedad capitalista, una clase que tiene muchos puntos de contacto con el proletariado, y, desde luego, está al lado de la República democrática.
Siendo esto así, es deber de todos respetar la propiedad de esos pequeños comerciantes e industriales, ya que son afines nuestros y tan enemigos como nosotros de los grandes capitalistas y capitanes de empresas fuertes y del fascismo.
Por tanto, recomendamos muy encarecidamente a nuestros afiliados y a los milicianos en general que piden, que exijan, si llega el caso, respeto para esos ciudadanos de la clase media, trabajadores todos ellos, que no pueden ser molestados y perjudicados en sus intereses modestos con requisas y exigencias, a las que la exigüidad de sus medios les impide atender cumplidamente».[12]
«… seria imperdonable —dice Treball, el órgano comunista de Cataluña— olvidarse de la multitud de pequeños industriales y pequeños comerciantes que hay en nuestro país. Muchos de ellos, pensando tan sólo en crearse lo que creían una posición de independencia, han conseguido establecerse por su propia cuenta Viene luego el cambio precipitado por el intento de golpe de estado de los fascistas y son los pequeños fabricantes y pequeños comerciantes los que se muestran más desorientados que nadie, porque habiendo vivido completamente al margen de los acontecimientos, la inmensa mayoría de aquella gente se considera perjudicada y en una situación de evidente desventaja en comparación a los trabajadores asalariados. Dicen que nadie se preocupa de su suerte. Son elementos que pueden tender a favorecer cualquier movimiento de carácter reaccionario, porque les parece que cualquier cosa será mejor que el régimen que se intenta implantar en la vida económica de nuestro país…[13]
La situación angustiosa de muchas de aquellas familias es evidente. No pueden atender a sus talleres y negocios, porque no disponen de reservas de capital; apenas tienen lo suficiente para comer, sobre todo los pequeños fabricantes, porque la obligación de pagar los jornales a los pocos obreros que emplean, les impide atender a sus propias necesidades diarias…
Cabe conceder una moratoria a todas aquellas personas que se han puesto al servicio de las milicias antifascistas, a fin de que las requisas impuestas por la lucha no vayan a caer únicamente sobre sus espaldas. Cabe concederles una moratoria y abrirles un crédito a fin de que sus negocios no tengan que ser liquidados».[14]
Como medio de proteger los intereses de la clase media urbana en esta región, los comunistas organizaron a dieciocho mil comerciantes, artesanos y pequeños fabricantes en la Federación Catalana de Gremios y Entidades de Pequeños Comerciantes e Industriales (conocida como GEPCI)[15] algunos de cuyos miembros eran, según frase de Solidaridad Obrera, órgano de la CNT «… patronos intransigentes, feroces antiobreristas…» incluyendo en esta clasificación a Gurri, el expresidente de la asociación de sastrería.[16]
En el campo, los comunistas emprendieron una vigorosa defensa del propietario pequeño y mediano y del arrendatario contra el impulso colectivizador de los obreros agrícolas, contra la política de los sindicatos que prohibía a los campesinos poseer más tierra de la que podían cultivar con sus propias manos, y contra el comportamiento de los comités revolucionarios que requisaban cosechas, interferían en el comercio privado y cobraban rentas a los arrendatarios. Mientras los republicanos liberales se mostraban precavidos hasta la timidez,[17] los comunistas no andaban remisos de aprovecharse de cualquier descontento en el campo.
«En los primeros momentos de iniciarse el movimiento militar faccioso —escribió Julio Mateu, miembro del Comité Central del partido, refiriéndose a la provincia de Valencia—, cuando una cadena interminable de comités y más comités pretendían hacer tabla rasa de todo en el campo, convertir inmediatamente a todos los pequeños propietarios en obreros agrícolas, despojándoles de las tierras y cosechas que poseían, hubo un verdadero peligro de enfrentar a todos los campesinos con las organizaciones antifascistas. Los modestos agricultores, que habían sido durante mucho tiempo sometidos política y económicamente por los caciques y usureros reaccionarios, eran nuevamente maltratados, por incomprensión, por quienes tenían la obligación de ayudarles en su desenvolvimiento. El error de conceptuar a los simples campesinos católicos como enemigos, llevó a algunas organizaciones a tomar acuerdos tan injustos como el de cobrar a los arrendatarios las rentas que pagaban a los propietarios de las tierras…
Puede decirse que hemos pasado por momentos de verdadero peligro, estando a dos pasos de desencadenar otra guerra civil en la retaguardia entre los campesinos y los obreros agrícolas. Por fortuna todo esto ha sido evitado, aun a costa de destrozar nuestros pulmones por los pueblos, de realizar una intensa propaganda de esclarecimiento político para lograr el respeto a la pequeña propiedad».[18]
Hablando en una reunión pública, Vicente Uribe, miembro del Comité Central del Partido Comunista y ministro de Agricultura desde septiembre de 1936, declaró:
«La política de violencia, hoy, contra los campesinos representa dos peligros: uno, el que apartemos de nosotros por esa política a esa parte que está a nuestro lado, al lado de la causa antifascista; y el otro es aún más grave, y es que con esta política de violencia se está comprometiendo el pan y la comida de todos los españoles para mañana…; no es tolerable que mientras en los frentes los soldados del pueblo están dando su vida y su sangre por la causa de todos, lejos del frente haya gentes que cojan los fusiles que son del pueblo para imponer por la violencia al pueblo, métodos que el pueblo no acepta.
Pero yo os digo a vosotros, campesinos; os digo, trabajadores del campo, que a pesar de los atropellos que algunos cometen, a pesar de las barbaridades, que algunos realizan, vuestra obligación, porque está amparada por el Gobierno, está amparada por los partidos y organizaciones, porque tenéis a vuestro lado al Partido Comunista, es trabajar la tierra y sacar el máximo de producto… Y aunque haya violencia, vuestro deber patriótico, vuestro deber republicano, vuestro deber antifascista, es llamar al Gobierno, llamar a los comunistas, y tened la seguridad de que estaremos a vuestro lado fusil al hombro para que trabajéis tranquilamente la tierra».[19]
Y, hablando días después en otro mitin, declaró refiriéndose al establecimiento del Comunismo Libertario por los anarcosindicalistas en algunos pueblos de la provincia de Valencia:
«Sabemos que hay algunos Comités que han instaurado de por sí un determinado régimen, que significa tener a todo el mundo doblegado a merced de su voluntad. Que se incautan de cosechas, que cometen otra serie de atropellos, como el de apoderarse de pequeñas propiedades campesinas, el imponer multas, el pagar con vales, en fin, un montón de cosas anormales. Bien sabéis que todos esos hechos no cuentan ni pueden contar jamás, jamás —oídlo bien— con la aquiescencia ni siquiera con la transigencia del Gobierno… Y decimos que la propiedad del pequeño campesino es sagrada y al que ataca o atenta a esta propiedad o a este trabajo tenemos que considerarlo como adversario del régimen».[20]
Era natural que la defensa comunista de los intereses del propietario agrícola y del arrendatario, llevara al partido una amplia oleada de simpatizantes. Desde luego la campaña fue un éxito en aquellas zonas donde predominaban las fincas pequeñas y medianas. Por ejemplo, en la rica provincia de Valencia, con sus cultivos de naranjas y de arroz, donde los campesinos eran prósperos y habían apoyado las organizaciones de derechas antes de la guerra civil, cincuenta mil habían ingresado para marzo de 1937, según datos oficiales, en la Federación Provincial Campesina,[21] que los comunistas habían organizado para protegerlos en los primeros meses de la revolución.[22] Además de proporcionar a sus miembros fertilizantes y semillas y asegurarles créditos del Ministerio de Agricultura —también controlado por los comunistas— la Federación Campesina también servía como poderoso instrumento para contener la colectivización rural promovida por los trabajadores agrícolas de la provincia. Es comprensible que la protección ofrecida por esta organización indujera a muchos de sus miembros a solicitar la entrada al Partido Comunista.
«Es tal la simpatía que tenemos en el campo de Valencia —afirmó Julio Mateu, secretario general de la Federación— que a centenares y miles, si les diéramos entrada, ingresarían los campesinos en nuestro Partido. Campesinos, muchos de los cuales creían y creen todavía en Dios, rezaban y a escondidas se daban golpes en el pecho, aman al Partido como una cosa sagrada. Cuando les aclaramos que no confundan la Federación Provincial Campesina con el Partido, y que aun sin llevar el carnet de nuestra organización, trabajando por su linea política, se puede ser comunista, suelen contestar: “El Partido Comunista es nuestro partido”. ¡Qué emoción, camaradas, ponen los campesinos al pronunciar estas palabras!»[23]
Como el Partido Comunista dio a las clases medias urbana y rural un poderoso impulso de vitalidad y fuerza, no es sorprendente que una gran parte del caudal de los nuevos miembros que ingresaban en el Partido durante los meses que siguieron a la revolución procediera de dichas clase. Desde luego es casi superfluo decir que estos nuevos reclutas se sentían atraídos no por los principios comunistas, sino por la esperanza de salvar algo de las ruinas del viejo sistema social. Además, aparte de defender sus derechos a la propiedad, el Partido Comunista definía la transformación social, no como proletaria, sino como revolución democrática burguesa. A los pocos días de estallar la guerra, Dolores Ibarruri, la jefe comunista conocida como La Pasionaria, declaró en nombre del Comité Central:
«Es la revolución democrática burguesa que en otros países, como Francia, se desarrolló hace más de un siglo, lo que se está realizando en nuestro país, y nosotros, comunistas, somos los luchadores de vanguardia en esta lucha contra las tuerzas que representan el oscurantismo de tiempos pasados.
Dejen, pues, los generales, mil veces traidores, de manejar el fantasma del Comunismo como un medio de aislar al pueblo español en su lucha magnífica contra los que quieren hacer de él un país trágico, apegado al pasado, donde las castas militares, los curas y los caciques sean los dueños absolutos de las vidas y las haciendas. Nosotros, comunistas, defendemos un régimen de libertad y democracia; nosotros al lado de los republicanos, de los socialistas y de los anarquistas, impediremos, cueste lo que cueste, que España camine hacia atrás, que marche de espaldas al progreso…
¡Mentira la existencia del caos! ¡Mentira la situación catastrófica de que hablan las noticias de los traidores a la República!
En estas horas históricas, el Partido Comunista, fiel a sus principios revolucionarios, respetuoso con la voluntad del pueblo, se coloca al lado del Gobierno que es la expresión de esta voluntad, al lado de la República, al lado de la democracia.
… El Gobierno de España es un gobierno surgido del triunfo electoral del 16 de febrero, y nosotros lo apoyamos y defendemos porque es la representación legítima del pueblo que lucha por la democracia y la libertad.
… ¡Viva la lucha del pueblo contra la reacción y el fascismo! ¡Viva la República democrática!»[24]
Así fue como desde el principio el Partido Comunista apareció ante la conturbada clase media, no sólo como defensor de la propiedad, sino como campeón de la República y del todo ordenado proceso de gobierno. No es que dicha clase tuviera total confianza en su buena fe, pero se sentía dispuesta a apoyarlo mientras le ofreciera protección y le ayudara a devolver al Gobierno el poder asumido por los comités revolucionarios. Era natural que su apoyo estuviese mezclado con recelo y miedo, porque en el pasado los comunistas habían seguido una política totalmente distinta, como se verá en el capítulo siguiente.