COMO SE FRAGUÓ EL DRAMA
Las fisuras que dieron lugar a la guerra civil española en julio de 1936, no se produjeron de manera repentina. Habían ido ampliándose de manera constante en el curso de los años, si bien apresuraron su ritmo desde la caída de la Monarquía y la proclamación de la República en 1931, y más especialmente desde la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936.
En los meses transcurridos entre las elecciones de febrero y la guerra civil, la República había experimentado, tanto en las ciudades como en el campo, una serie de disturbios laborales sin precedentes en su historia, disturbios debidos, en gran parte, a la reacción ante la política de los gobiernos de derechas que habían regido el país desde diciembre de 1933. En dicho período, no sólo se habían derogado, modificado o dejado caducar[1] las leyes que fijaban los salarios y las condiciones de trabajo, sino que muchas otras disposiciones de la República quedaron anuladas.
«Los Jurados Mixtos —atestigua Salvador de Madariaga, republicano conservador— tomaron un color político distinto y sus laudos vinieron a resultar tan lesivos para los obreros como otrora lo habían sido para los patronos. Simultáneamente, se había privado de fondos al Instituto de Reforma Agraria. Vistos desde el campo y en términos de experiencia vivida, de pan en la mesa del campesino, estos cambios eran desastrosos. Hubo muchos, demasiados terratenientes que ni habían olvidado ni habían aprendido nada, y se producían de modo tan desalmado y desaforado para con su gente obrera, quizá en venganza de los insultos y perjuicios recibidos durante la etapa de izquierdas, que la situación empeoraba no sólo en lo material sino también en lo moral. Los jornales del obrero del campo volvieron a caer a niveles de hambre; la seguridad del trabajo desapareció, la esperanza de la tierra huyó para siempre».[2]
«… en España —declaró el diario republicano de derechas El Sol— desde que advino la República oscilamos peligrosamente entre dos exageraciones, sobre todo en las campiñas. El primer bienio impuso a la agricultura jornales absurdos. Y la ola de pereza e indisciplina que pasó por ella acabó por arruinarla. El bracero cobraba mucho y trabajaba lo menos posible. Y el labrador, desesperado, renunciaba a la labranza. Dados los precios de los productos del suelo le resultaba antieconómico sembrar y cosechar… Llegó el segundo bienio y caímos en el otro extremo. Las peonadas de diez y doce pesetas disminuyeron bruscamente. Y fueron en, pocos meses, de cuatro, de tres, incluso de dos.[3]
La propiedad vengábase de la mano de obra, y no se daba cuenta de que apilaba combustible para las hogueras sociales de un porvenir cercano. Al mismo tiempo numerosos arrendadores que habían tenido que sufrir rebajas en sus rentas, ordenadas desde arriba, dedicábanse a desahuciar a los arrendatarios… Aquellos errores prepararon el triunfo del Frente Popular, debido, más que a la fuerza efectiva de las izquierdas, con todo y ser considerable, a la escasez de sentido político de las derechas».[4]
Y José María Gil Robles, ministro de la Guerra durante el segundo año de gobierno derechista, declaró luego de haber terminado su mandato:
«Hay muchos, muchísimos de estos (patronos y terratenientes) que saben cumplir sus deberes de justicia y de caridad. Pero hay también muchos que, con un egoísmo suicida, tan pronto como legaron a tener las derechas participación en el Gobierno, bajaron jornales, elevaron rentas, intentaron desahucios injustos y olvidaron la triste experiencia de los años 1931-33. Por eso en muchas provincias aumentaron los votos de izquierda entre los cultivadores humildes y los obreros agrícolas, que con una política social justa habrían estado siempre con nosotros.[5]
Debido en gran parte, a las razones ya mencionadas, la victoria del Frente Popular en febrero de 1936 fue seguida de una grave crisis en el campo, crisis que encontró su expresión, no sólo en las huelgas de los trabajadores del agro que querían salarios más elevados y horas de trabajo más cortas —a las que los empresarios replicaban con frecuencia, dejando que el trigo fuera quemado o se pudriera en el campo—[6], sino también en la actitud rebelde de los campesinos sin tierra que estaban ya descontentos de la ley de reforma agraria de la República y de lo que ellos consideraban procedimientos dilatorios por parte de los funcionarios gubernamentales en el asunto de la distribución de la tierra.
«El tiempo pasa —escribió un jefe campesino local— y la tierra sigue en poder de los caciques; ya empieza otra vez la decepción, vamos por el mismo camino que el 31. ¿Es que el gobierno del Frente Popular va otra vez a matar la ilusión de los campesinos? ¿Están los campesinos dispuestos a que nuevamente se esfumen sus esperanzas? No. Los campesinos quieren tierra, y tengan en cuenta lo encargados de dársela que si no aceleran más la marcha, que no les extrañe que los campesinos se lancen por lo que el Gobierno no les da y que tanta falta les hace».[7]
En muchos pueblos la paciencia había llegado a su término y los campesinos se negaron a esperar hasta que el gobierno, compuesto enteramente de republicanos liberales, viniese a satisfacer sus necesidades.
«[Los jefes campesinos] —escribió un comunista— calculan que la ley agraria tiene planes para 50 000 asentamientos por año, lo que significa veinte años para asentar a un millón de campesinos y más de un siglo para dar tierra a todos. Dándose cuenta de esto, los campesinos ocupan la tierra»[8].
«Los campesinos de Cenicientos, provincia de Madrid —informó el órgano de la Federación Española de los Trabajadores de la Tierra (organización socialista)— han invadido en masa la dehesa “Encinar de la Parra” de mil trescientas diecisiete hectáreas y han empezado a trabajar en ella. Hecha esta ocupación dirigieron al Ministro de Agricultura un escrito que en resumen decía así:
“En nuestro pueblo hay una extensa dehesa susceptible de cultivo y ya cultivada en tiempos, que hoy se destina a caza y pasto. Inútiles han sido nuestras frecuentes demandas de arriendo al propietario, que, junto con dos o tres terratenientes más poseen la casi totalidad del término municipal perteneciente en otras épocas al común de los vecinos. Con nuestros brazos y yuntas paradas, con nuestros hijos hambrientos no nos quedaba otro recurso que invadir estas tierras. Y las invadimos. Con nuestro trabajo producirán lo que antes no producían, acabará nuestra miseria y aumentará la riqueza nacional. Creemos que con ello no perjudicamos a nadie y sólo pedirnos a V. E. que legalice esta situación y que nos conceda créditos para hacer en paz nuestros trabajos”.[9]
Y un artículo aparecido en un periódico comunista decía:
«… los obreros agrícolas de un pueblecito cercano a Madrid mostraron el camino apoderándose de las tierras. Dos semanas más tarde, los trabajadores de ochenta pueblos de Salamanca hicieron lo mismo. Cuatro días después, los habitantes de algunos pueblecitos de la provincia de Toledo siguieron este ejemplo, y, al amanecer del 25 de marzo, ochenta mil campesinos de las provincias de Cáceres y Badajoz se apoderaron de las tierras y comenzaron a cultivarlas.[10]
La sublevación unánime de los campesinos de Extremadura produjo un verdadero pánico en los círculos gubernamentales… En vez de emplear la fuerza el gobierno se vio obligado a enviar un equipo de ingenieros y de funcionarios del Instituto de Reforma Agraria para dar una apariencia de legalidad a la apropiación de la tierra».[11]
Si la intranquilidad en el campo era fuente de aguda preocupación del gobierno, no lo eran menos las disputas laborales en los centros urbanos.
Desde fines de mayo hasta el estallido de la guerra civil, la república se había visto agitada por huelgas que afectaron a casi todos los ramos y a casi todas las provincias. Las columnas de la prensa abundaban en informes de huelgas en marcha, antiguas huelgas solucionadas, nuevas huelgas declaradas y otras que amenazaban estallar; de huelgas parciales y de huelgas generales; de huelgas de brazos caídos y de huelgas de solidaridad.[12] Había huelgas no sólo reclamando mayores salarios, menos horas de trabajo y vacaciones pagadas, sino también exigiendo la puesta en vigor del decreto del 29 de febrero, según el cual los empresarios debían reintegrar e indemnizar a todos los obreros despedidos por razones políticas después del 1 de enero de 1934.[13]
Una de las más graves de estas interrupciones de trabajo fue la de la construcción en Madrid, que se prolongó varias se manas no sólo por la actitud inflexible de los obreros anarcosindicalistas,[14] muchos de los cuales fueron encarcelados y cuya central clausuró el gobierno, en estéril tentativa para terminar la huelga, sino también por la intransigencia de los contratistas, quienes se negaron a aceptar la decisión del gobierno, y cuya «rebeldía», citando una declaración publicada por su Asociación Nacional después del estallido de la guerra civil, «contribuyó a preparar el ambiente propicio de España, de esta España inmortal, para la cruzada de su reconquista».[15]
Un poderoso factor psicológico contribuyente a la turbulencia que prevalecía en el país, era sin duda alguna el recuerdo de la represión que siguió al levantamiento izquierdista de Asturias en octubre de 1934. Esta represión, según escribe un republicano conservador, que había sido diputado a Cortes e inflexible enemigo de las izquierdas; utilizó métodos salvajes y despiadados.
«Se torturaba a los acusados en las prisiones; se fusilaba a los presos sin formación de causa en los patios de los cuarteles y se cerraron los ojos a las persecuciones y atrocidades perpetradas por la policía durante aquellos dieciséis meses. Hubo sólo tres ejecuciones oficiales. ¡Cuánta clemencia! Pero hubo millares de presos y centenares de muertos, torturados y mutilados. ¡Execrable crueldad! He aquí el trágico balance de una represión, que, de haber sido severa, pero legal, limpia y justa en sus métodos, hubiera causado mucho menos daño al país».[16]
Como resultado de los sentimientos de venganza que engendrara la represión, como resultado de la animosidad entre obreros y patronos en las ciudades y zonas rurales, y, finalmente, como consecuencia del arraigado antagonismo entre los partidos de derecha e izquierda, la primavera y verano siguientes a las elecciones de febrero de 1936 transcurrieron en una conmoción continua, una conmoción incrementada por las provocaciones y represalias de ambos bandos. Ni siquiera la detención de cientos de miembros del partido fascista de Primo de Rivera, La Falange Española, que hasta cierto punto contribuía al fermento reinante, consiguió calmar la situación, y el estado de alarma que había sido proclamado a la mañana siguiente de las elecciones se prolongó un mes tras otro a expensas de las libertades civiles. Día tras día y semana tras semana se sucedieron escenas de violencia y apasionamiento, mítines en masa y manifestaciones, incendios y destrucción, cierre de centrales de partidos y sindicatos, expropiaciones e intentos de expropiaciones de fincas, tumultos y choques sangrientos con la policía, asesinatos y contraasesinatos que culminaron con la muerte del jefe monárquico Calvo Sotelo, como represalia por la del teniente José Castillo, un miembro izquierdista de la Guardia de Asalto republicana.[17]
«Todos cuantos conservan el sentido común —escribe un oficial del ejército republicano— sabían que España, lejos de ser un país feliz y venturoso, vivía sobre un volcán».[18]
Fue en medio de este torbellino cuando la revuelta militar contra la República, apoyada por un amplio sector del cuerpo de policía, por los poderes de las finanzas y los negocios, por los monárquicos terratenientes; una gran parte del clero católico, los falangistas y otras fuerzas de derecha, estalló en Marruecos español el 17 de julio de 1936, iniciándose la guerra civil.
No pretendo sugerir que los jefes de la revuelta hubieran esperado a que el alboroto llegara a su punto culminante para planear su golpe de estado. En realidad, según testimonio de un historiador en el bando del general Franco, las principales directrices para el levantamiento se habían preparado a fines de febrero de 1936, poco después de las elecciones, «en caso de que las circunstancias lo hicieran necesario, como se presumía fácilmente por aquel entonces».[19] Por otra parte, el mismo historiador revela que la idea de una rebelión estaba presente en las mentes de los jefes militares y políticos desde la malograda sublevación del general Sanjurjo contra la República en agosto de 1932.[20] Pero si bien es cierto que los jefes antirrepublicanos habían sopesado la idea de un levantamiento desde la insurrección de Sanjurjo, y que este último —según su biógrafo— con el fin de impedir una posible victoria del Frente Popular estuvo instando a que el golpe de estado se llevara a cabo antes de las elecciones de febrero[21], no es menos cierto que el triunfo electoral de la coalición izquierdista aumentó la resolución de los jefes de derechas para llevar sus designios a la práctica. Los terratenientes sabían que las medidas adoptadas por las derechas desde diciembre de 1933 para suprimir la reforma agraria de los primeros años de la República serían revocadas[22]. Los patronos sabían que las leyes fijando salarios y condiciones de trabajo, rescindidas o dejadas caducar, volverían a entrar en vigor[23]. La Iglesia sabía que las disposiciones anticlericales de la Constitución, hasta entonces dejadas sin cumplir, volverían a ser impuestas[24]. Los oficiales del Ejército sabían que sus agravios contra las reformas militares de la República no serían atendidos[25]. Y, finalmente, todos sabían que aunque el gobierno liberal formado después de las elecciones deseara ceñirse al programa del Frente Popular[26], amplios sectores de la clase obrera y de los campesinos estaban decididos a ir más allá, y que el curso de los acontecimientos, a juzgar por el fervor revolucionario que se había apoderado del país, sólo podría ser revertido por la fuerza, o como expresó cierto libro favorable a la revuelta militar, mediante «una operación quirúrgica»[27].
Observada desde este ángulo de antagonismos sociales, la guerra Civil fue estrictamente española en su origen. No fue necesaria ninguna intervención extranjera para encender la tea de la enemistad social, aunque es cierto que las potencias extranjeras utilizaron la guerra para sus propios fines. Semanas antes del estallido de la rebelión militar, semanas antes de que el primer aeroplano o el primer tanque llegara a España, el país estaba maduro para la conflagración. Sólo faltó que la revuelta fracasara en algunas ciudades principales —fracaso que arruinó toda posibilidad de victoria decisiva planeada por los insurgentes—[28] para provocar una revolución social de gran alcance. En vez de proteger a las clases adineradas de las incursiones de la izquierda, la revuelta, según frase de Federica Montseny, una de las jefes de la FAI, la formidable Federación Anarquista Ibérica, «ha tenido como consecuencia adelantar la revolución que todos ansiaban, pero que nadie esperaba tan pronto»[29].
Ella hablaba, por supuesto, por la poderosa federación sindical, de orientación anarquista, la CNT[30], sobre la que la FAI ejercía una influencia decisiva, y no por el elemento considerable de opinión representado por la coalición del Frente Popular. Desde luego, el Presidente de la República, Manuel Azaña, no deseaba una revolución, ni tampoco la deseaba su íntimo asociado, Santiago Casares Quiroga, Presidente del consejo y ministro de la Guerra, quien en una tentativa para mantener cierta estabilidad entre la derecha y la izquierda, de acuerdo con la política de Azaña, había evitado siempre cualquier medida que pudiera perturbar el ya precario equilibrio social[31], y quien al estallar la rebelión en el Marruecos español el 17 de julio se había negado a armar a las organizaciones obreras en Madrid por miedo a que el poder pasara a sus manos.[32] Tampoco deseaba la revolución el partido de Izquierda Republicana de Manuel Azaña y Casares Quiroga, cuyos miembros eran reclutados principalmente entre funcionarios civiles, profesionales liberales, pequeños propietarios y arrendatarios agrícolas y pequeños comerciantes e industriales. Tampoco la deseaba Diego Martínez Barrio, presidente de las Cortes y vicepresidente de la República, cuyo partido, la Unión Republicana, formaba la sección más moderada de la coalición del Frente Popular, y junto con el partido de Azaña había declarado su oposición, dentro del propio programa del Frente Popular, al control obrero de la producción, así como a la nacionalización de la tierra y a su entrega gratuita a los campesinos[33]. Tampoco deseaba una revolución Indalecio Prieto, jefe de la facción moderada o centrista del Partido Socialista quien, a diferencia de los socialistas de izquierda, numéricamente superiores y dirigidos por Francisco Largo Caballero, secretario de la poderosa federación de sindicatos, la UGT[34], había seguido una política de contención durante los meses anteriores al alzamiento[35], y denunciado las huelgas y desórdenes que asolaban al país[36].
Al igual que Casares Quiroga, Martínez Barrio e Indalecio Prieto, Manuel Azaña era hombre de tendencias moderadas que trataba de mantener a España dentro de un tono medio. «Quiero gobernar dentro de la ley, sin innovaciones peligrosas. Queremos la paz social y el orden», había declarado a un periodista extranjero cuando era Primer Ministro, después de las elecciones de febrero[37], y en las Cortes había condenado los actos de violencia y la incautación de propiedades que tanto perturbaban su gobierno[38]. Desde luego deseaba reformas sustanciales dentro del cuadro de la Constitución republicana, pero no un diluvio que ahogara dicha constitución. Fue por este motivo por lo que, después de haber estallado la rebelión en el Marruecos español el 17 de julio y cuando se extendía a la Península, el Presidente Azaña seguía buscando una solución que evitara a la República verse colocada entre las dos ruedas del molino, representadas por la derecha y por la izquierda. La víspera del 18 de julio, en una tentativa de última hora para impedir que el país se hundiera en la guerra civil y la revolución, hizo dimitir al gobierno de Casares Quiroga[39], confió a Martínez Barrio —cuyo partido, la Unión Republicana, constituía, como se recordará, el segmento más moderado de la coalición del Frente Popular— la formación de un nuevo gabinete de tendencia más bien conservadora, con la esperanza de que ello indujera a los jefes insurgentes a transigir.
«He aceptado el encargo —declaró Martínez Barrio por la radio— por dos razones esenciales, para evitar a mi Patria los horrores de una guerra civil y para poner a salvo la Constitución e instituciones de la República»[40].
No había tiempo que perder si quería cumplir dicho propósito. A cada minuto transcurrido aumentaba el peligro para la República, conforme guarnición tras guarnición se rebelaba y las organizaciones de izquierda movilizaban a sus miembros y pedían armas con creciente insistencia a fin de combatir la insurrección militar. En Madrid, la clase trabajadora ya se había asegurado cinco mil fusiles, contraviniendo las órdenes de Casares Quiroga[41], y estaba tomando las funciones de policía en sus propias manos.
«Patrullaban por las calles grupos de obreros que empezaban a detener los coches —recuerda Martínez Barrio—. No se veía un soldado y, lo que me pareció más sorprendente, un solo guardián de orden público. La ausencia de los poderes coactivos del Estado era notorio…»[42]
Y un comunista atestigua:
«Al punto de medianoche quedan guardadas todas las salidas de la Puerta del Sol, los alrededores de los cuarteles, los centros obreros, los barrios populares y las entradas de la ciudad. Los obreros armados controlan el tráfico de vehículos. Coches y tranvías son minuciosamente registrados. Patrullas volantes recorren en automóviles los distintos barrios llevando órdenes, revistando los puestos de guardia»[43].
Atrapado entre la rebelión militar y la acción contraria de la izquierda, Martínez Barrio se enfrentaba a un doble peligro. Para conjurarlo, tenía no sólo que impedir la distribución de armas por las que clamaban los obreros frente al Ministerio de la Gobernación —punto alrededor del cual se centraban sus conversaciones con futuros miembros de su Gabinete—[44] sino que, sobre todo, debería disuadir a los jefes militares de su drástica acción. Con esta finalidad a la vista, sostuvo conversaciones telefónicas con varias guarniciones, intentando, según su propio testimonio, asegurar la fidelidad de los Jefes de las Comandancias regionales que parecían indecisos, y detener en su marcha a los generales sublevados[45]. De estas conversaciones la más importante fue la sostenida con el general Mola en Pamplona, quien, como más tarde se supo, estaba encargado de realizar los planes rebeldes en la Península[46]. Pero fue en vano tratar de obtener el apoyo del general.
«Si yo acordase con usted una transacción —repuso Mola— habríamos los dos traicionado a nuestros ideales y a nuestros hombres. Mereceríamos ambos que nos arrastrasen»[47].
A pesar de esta respuesta. Martínez Barrio procedió a la formación de lo que él más tarde llamó su gobierno de conciliación[48]. Si poseía un tono distintamente moderado no lo debía tanto a la presencia de cinco miembros de la Unión Republicana, todos conocidos por sus puntos de vista relativamente conservadores, como por la inclusión de tres miembros del partido Nacional Republicano que se habían negado a adherirse al programa del Frente Popular[49].
Pero el nuevo gobierno estaba condenado desde su creación, porque el dominio de los acontecimientos había pasado ya a manos de hombres atentos sólo a la idea de un ajuste final de cuentas entre derechas e izquierdas.
Durante cerca de dos días se fueron desarrollando los planes de los jefes insurgentes del ejército. Después de la conquista del Marruecos español, el viernes, 17 de julio, se habían levantado en Sevilla el sábado a las tres de la tarde; en Cádiz a las cuatro; en Málaga a las cinco; en Córdoba a las seis; en Valladolid, el domingo, a las doce treinta de la madrugada, y en Burgos a las dos de la madrugada. En dos de estas capitales provinciales, Burgos y Valladolid, no sólo la Guardia Civil, la gendarmería creada por la monarquía, sino también la Guardia de Asalto, la fuerza policíaca creada por la República; se habían unido a la rebelión[50]. Incluso cuando a las cinco de la madrugada Martínez Barrio anunciaba a la Prensa la composición de su gobierno[51] los acontecimientos se precipitaban con más celeridad que sus palabras. En Zaragoza, donde la Guardia de Asalto había llevado a cabo detenciones en los sindicatos y centrales de los partidos de izquierda poco después de medianoche[52], las tropas mandadas por el general Cabanellas acababan de declarar la ley marcial y en Huesca, el general Gregorio de Benito se había sublevado también, secundado por una pequeña guarnición de Guardias de Asalto y Guardias Civiles. En Barcelona los insurgentes salían de sus cuarteles para ocupar puntos estratégicos y en el Sur una fuerza de tropas moras, que desempeñaría un papel decisivo, asegurándose Cádiz para la causa rebelde, se encontraba ya cerca de este puerto vital. Además, el general Franco volaba desde las Canarias al Marruecos español para asumir el mando de las fuerzas moras y de la legión extranjera, y a las siete de la mañana llegaría a su destinó.
Si el gobierno de Martínez Barrio fue rechazado por la derecha, también lo fue por la izquierda. En los círculos obreros la alarma y la indignación eran extremas cuando se dio a conocer la lista del nuevo Gabinete[53], a porque la desconfianza provocada por algunos de aquellos nombres no era escasa[54]. Incluso en el seno de Izquierda Republicana había una marcada hostilidad, a pesar de la presencia de cuatro de sus miembros en el gobierno.
«En el local de Izquierda Republicana —escribe Marcelino Domingo, presidente del partido, representando a su ala derecha, y ministro del nuevo gabinete— muchos correligionarios míos, al tener noticia de la constitución del Gobierno y sin detenerse a considerar los motivos de respeto y las garantías que, para ellos, había de significar, por lo menos, mi nombre en él, rompían con ira escandalosa su carnet de afiliados. Entendían el deber y los sacrificios que el deber impone de modo distinto a como los entendía yo»[55].
En las calles la atmósfera se iba enrareciendo, conforme miembros de las organizaciones izquierdistas voceaban su oposición.
«Espontáneamente se forman enormes manifestaciones —escribe un testigo presencial—. Van como avalanchas contra Gobernación y Guerra. Gritan: “¡Traidores! ¡Cobardes!” Surgen oradores improvisados que arengan a las masas. “¡Nos han vendido! Tenemos que empezar por fusilarlos a ellos”.»[56]
Enfrentado a esta tormenta de indignación popular y desalentado en sus esperanzas de un arreglo pacífico con los jefes insurgentes del ejército, Martínez Barrio no podía hacer otra cosa sino dimitir.
«Sólo Prieto hizo un último esfuerzo para disuadirme. Intento inútil que se estrelló contra mi actitud. En pocos minutos la manifestación de los partidos había consumado la ruina de mi gobierno y era absurdo pedirme que yo combatiera la rebelión militar con la ayuda de unas sombras, despojadas de autoridad, a las que irrisoriamente se conservaba el nombre de ministros»[57].