Taboada hizo la afirmación de la manera más rotunda: “Moleón tiene tifus”.
luego agregó: “Si estuviera en el hospital le recetaría unas cuantas cosas; como aquí no hay nada, manténganse alejados de su cama”. Taboada era un hombre enigmático, extraño. Sus diagnósticos eran respetados, especialmente desde que predijo el día y la hora en que Casañas moriría. Dos meses antes de terminar la carrera fue a dar a la cárcel, acusado de curar insurrectos heridos.
De este modo se convirtió en algo así como el médico del presidio. Carrillo, sin otra alternativa, le había explicado el plan sin rodeos.
—Necesitamos llegar hasta la dinamita antes de que esto vuele en pedazos.
—¿Qué puedo hacer yo?
—Ayudarnos a fabricar una coartada para que la gente se mantenga alejada de mi cama. Una enfermedad infecciosa… tuberculosis tal vez.
—No, nadie le haría caso a eso. Abundan los tuberculosos en el presidio y todos lo ven como una cosa inevitable.
—En fin: para eso he venido a verte.
—¿Quién será el enfermo, tú?
—No, Moleón, que es quien duerme en la litera de abajo. Excavaremos bajo su cama.
—Diré que tiene tifus. Cualquier idiota sabe que es altamente infecciosa. ¿Quiénes cavarán?
—Martínez, Masa y yo.
—Todo esto es una locura, pero nada se pierde por intentarlo.
—Bien, a los que pregunten por qué usted no se aleja de Moleón díganles que pasaron por la enfermedad, y por lo tanto son inmunes. Estarán junto a él para “cuidarlo”.
La historia del tifus resultó enclenque, débil, poco convincente. Moleón tuvo que reforzarla con quejidos lastimosos y delirios febriles. Las herramientas rudimentarias —cuatro hierros agudos y uno contundente— fueron subrepticiamente escondidos bajo la cama de Moleón. Masa, Martínez y Carrillo se irían turnando bajo la cama de Moleón. Podrían raspar sin tregua, pero el uso del hierro contundente, a manera de martillo, estaba reservado para las horas de comida, cuando todos se alejaban lo suficiente como para no oír los golpes.
El trabajo resultaba más arduo de lo que suponían. Comenzaron sustituyéndose cada tres horas y luego decidieron reducir los turnos a sesenta minutos. Los contornos del piso de cemento reticulado definieron de inmediato la dimensión de la excavación. Bastaría con ahuecar el perímetro de uno de los cuadrados, cuyos lados tendrían unas veinticuatro pulgadas aproximadamente. Comenzaron a devastar por los bordes de la retícula y con infinita paciencia, milímetro a milímetro, la labor fue progresando. Moleón, aconsejado por Taboada, había llevado los síntomas de la enfermedad hasta una simulación preagónica. A los tres días de haber comenzado, el agujero y Moleón parecían acercarse a su fin. La cuarta tarde, Carrillo, tras deshacerse disimuladamente de unos puñados de escombros, lanzándolos por la reja trasera, hacia los fosos, le anunció en voz baja al “moribundo” Moleón:
—Hoy se termina el hueco —Moleón le miró con ojos entreabiertos y exhaló un “me muero” malicioso—. No, no te mueres, Taboada te dará de alta esta noche —dijo Carrillo.
Al cabo de un rato, por la abertura ascendió una bocanada fétida de ratas muertas.
—Hay que cubrir rápido esto —dijo Carrillo asqueado hasta las náuseas.
—La tapa de un baúl servirá —intervino Masa, levantándose como si supiera dónde hallarla.
—El hueco dio sobre un sitio inmundo —dijo Carrillo con cierta preocupación.
—¿Bajamos esta noche? —preguntó Moleón mirando a Carrillo fijamente.
—Sí, cuanto antes mejor —respondió Carrillo tragando en seco.
—Habrá que iluminar con fósforos —volvió a decir Moleón.
—Claro —dijo Carrillo.