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—¡A sus galeras! ¡Todos a sus galeras! —los altavoces agredían a pedradas a la mañana límpida.

Los presidiarios, con paso lento, comenzaron a abandonar el patio mirando con odio hacia las cajas negras. Cuando el último hombre desapareció en su celda, el cabo Troncoso y dos ayudantes armados traspasaron el portón y comenzaron a cerrar las galeras.

—¿Qué ocurre, cabo? —el cabo Troncoso ni siquiera miró al de la pregunta, rebuscaba en el enorme llavero con la seriedad y gesto de quien realiza una operación delicada.

—¿Por qué a esta hora, cabo? —preguntó otro, inútilmente.

—¿Pasa algo, cabo?

—Por qué nos encierran

Troncoso cerraba galeras implacablemente. Estoy aquí para cumplir órdenes ¿no? No para contestarle a esos zánganos ¿no? O se creen estos malditos presidiarios que voy a hablar con ellos y darles informes ¿no? ¡Que se jodan! Para eso están presos ¿no? Cuando terminó el recorrido el sol le había pulido su calva con rabia. Desde la última galera abrió la boca —dos dientes de oro brillaban, vanidosos— y dio un grito casi alegre, o no tan alegre pero con cierto entusiasmo:

—¡Que entre el camión!

—Así, así, más al centro, junto a la reja del piso —a pocos pasos de la entrada del sótano el camión se detuvo.

—Cabo, abra la reja —ordenó el teniente Wong al descender del camión. Desde las galeras, en tensión, los presos observaban.

Wong se pasó una mano por el cuello empapado en sudor.

—Ya, teniente —anunció el cabo con su calva brillosa, con sus dientes de oro y tal vez con su voz cascada.

—Bajen dos del camión. Uno que se quede adentro para entregarle las cajas a los otros. Cabo —la voz del teniente Wong también le raspó la calva—, ayúdelos.

En la galera octava Luis Izquierdo achicó sus ojos miopes para leer en las cajas:

—Son explosivos —exclamó sorprendido. El descubrimiento de Izquierdo taladró las paredes de todas las circulares. Nos vuelan en pedazos. Esto se jode. Yo lo sabía. Dinamita. Nos harán picadillo. Pero, no pueden volarnos a todos. Los de la Doctrina volarán también. Hijos de puta. ¿Por qué? Nos jodimos. Nos tocó. No creo que se atrevan. Reza, pendejo. Una chispa y a tomar por el culo. No lo harán. Sí lo harán. Es un buen sistema: ¡cataplum!, y a joder a otra parte. Yo se lo decía, viejo: el día menos pensado nos daban matica de café. No se salva ni el gato. Han bajado más de cien cajas.

Las cajas fueron apiladas cuidadosamente. Las fatídicas letras canturreaban en letras rojas el contenido de las cajas de madera: Nitrogelatina. Nitroglicerina 93%. Nitrocelulosa octonírica 7%.

—Teniente —dijo el cabo con voz de sapo miedoso—, están sudados.

—¿Qué es lo que está sudado? —preguntó el teniente con cara de no-me— joda-más.

—Los cartuchos, teniente, están sudados. Sudan nitroglicerina… —Wong sin mucho esfuerzo, se puso pálido.

—Y me lo dice ahora, ¡so pendejo!

—Yo, teniente…

—Están al sol, cabo, hay mucho calor…

—Sí, teniente, yo…

—Consiga rápido una tienda de campaña.

—En seguida, teniente.

—Soldados —dijo el teniente Wong con voz temblequeante—, quítense los cinturones, los zapatos y todo lo que contenga metal —los dos soldados se miraron extrañados—. Apúrense, coño —insistió el teniente.

A los quince minutos, el cabo, un hombrecillo pequeño, oculto tras una máscara de pelos y cristales, el funcionario Barniol y otros dos soldados —que llevaban la carpa arrollada— entraron al patio del presidio dando brinquitos nerviosos.

—La nitrogelatina está “pasada” —anunció Wong desprendiéndose de su responsabilidad con un enérgico manoteo.

—No sea usted imbécil —dijo sin alterarse el hombrecillo de lentes y bigote.

—El calor… —se atrevió a terciar el cabo. El hombrecillo, Barniol, y el teniente Wong lo estaquearon entre tres miradas.

—La nitrogelatina —dijo el hombrecillo quitándose los lentes para abocinar el desprecio que sentía— estalla por detonación. Los cartuchos resisten hasta 204° sin peligro. Tampoco “sudan” nitroglicerina. Lo que les asustó es la humedad que ataca la superficie del cartucho, pero sólo la superficie porque la nitrocelulosa forma una capa protectora en torno a la nitroglicerina. He traído los planos del sótano —diciéndolo, extrajo de la chaqueta un pliego grande de papel—. Comenzaremos a colocar las cargas según las instrucciones —la última palabra se deslizó hasta los oídos del cabo por un tobogán de firmeza que indicaba que cerrara la boca.

En la galera séptima Moleón y Carrillo, sentados en el suelo junto a media docena de amigos, hablaban en voz baja:

—Hay que evitar que nos vuelen —dijo Moleón.

—Aún así no creo que lo hagan —dijo Carrillo.

—Si se hace algo tendrán que ser ustedes, que son los que conocen el terreno —afirmó Carlos Masa.

—Sí, claro —contestó Moleón—; nadie más iría —agregó con sarcasmo.

—Habrá que abrir un hueco; tendremos que levantar las piedras —dijo Carrillo paseando los ojos por el piso de la galera—. No hay otra alternativa.

—Nos descubrirán —afirmó, demolido, Martínez.

—Es lo más probable —asintió Carrillo, y agregó—, pero tendremos que intentarlo. Es preferible que nos sorprendan y nos castiguen antes de despertar un día del otro lado.

—¿Cómo lo haríamos? —preguntó Carlos Masa.

—Escarbando bajo una cama: no hay otra forma —respondió Carrillo.

—Bien, ya hemos hecho el hueco y tú y Moleón han descendido, ¿entonces qué?

—Depende —dijo Carrillo con la rapidez del que ya había pensado en todas las respuestas—, si han utilizado mecha corriente y detonadores individuales sería ridículo no tratar de poner en uso la gelatina. Es decir, fugarnos o tomar el penal. Si han utilizado conexiones eléctricas, con un detonador por mazo de cartuchos, muy poco podremos hacer. Si utilizan cordón detonante, que es lo que me figuro, tendremos que conformarnos con cortarlo en los sitios claves.

—Necesitamos instrumentos para abrir el hueco —dijo Carlos Masa aceptando tácitamente las posibilidades que enunciara Carrillo. Carrillo sintió el ligero nerviosismo que no le abandonaba en los trances peligrosos. Se dijeron algunas cosas. Tal vez la manera de iniciar la excavación; tal vez el modo de deshacerse de los escombros; tal vez la forma de encubrir la tarea. En cualquier caso sería muy difícil conocer con precisión lo que se habló.

Con el olor de la aventura has vuelto a la vida. Eres un aficionado al miedo. Necesitas el temblorcillo en el vientre y el ligero parpadeo involuntario del ojo izquierdo, como el adicto a la heroína necesita el pinchazo. El peligro te retarda la existencia para que la paladees segundo a segundo. La vida sin riesgos se te va de un tirón grisáceo, liso y opaco; horro en aristas de las que se pueda colgar un recuerdo. El temor, en cambio, te burila trabajosamente cada tramo de la existencia para que la memoria se aplaste servilmente en las ranuras. Recuerdas hasta el jadeo de tu respiración cuando temblabas junto a Azcárate y sin embargo has olvidado años enteros de tu vida. Recuerdas cada milímetro de las manos de Oscar y acaso no puedas siquiera recordar la configuración de las tuyas. Jamás olvidarás cada uno de los instantes dedicados al terrorismo. El miedo comenzaba a atenazarte desde que te dirigías a la casa de Orta. Allí, en el último cuarto, sucio, como todo lo de Orta, lleno de santos e imágenes religiosas, se fabricaban las bombas. Eran los tiempos del otro gobierno: los enemigos eran torpes en la matanza y crueles en la captura. Te aterraba que te torturaran como a Tobías; que te sacaran las uñas o te quemaran los testículos. Cuando tocabas la puerta de Orta —siempre en el último cuarto, distraído, ausente— aguardabas convencido de que te abriría algún soldado y que todo habría llegado a su fin. Luego Orta, con sus ojitos de ratón y su increíble presbicia abría la puerta, se reía con aquel ruidito estúpido y te mandaba a pasar. Era gigante en todo: en sus espaldas; en sus manazas; en su estulticia. Te enseñó todo lo que sabes de terrorismo y sabotaje. Primero aquellas bombas caseras de clorato de potasio y ácido sulfúrico. Luego te recordó los principios de la física aplicados a la destrucción: dentro de ciertos límites, mayor será la explosión en la medida en que el explosivo esté más encerrado. Las bombas de minio y aluminio: nueve partes de minio y una de aluminio, con un detonador 6 u 8; los alemanes usaron la fórmula cuando escaseó la pólvora, hay que usar mucha cantidad pero es útil. Te explicaba la lección con la naturalidad con que un preceptor educa a su pupilo. Si los cartuchos de dinamita vienen sin horadar, o con el hueco muy estrecho, con una madera aguda y afilada, nunca con metal, ahondas el agujero, luego introduces la mecha en el detonador, aprietas la corona con una tenaza y metes el detonador dentro del cartucho; después le sellas con esparadrapo: utiliza, para mayor seguridad, detonadores número 6, de los que tienen dos gramos de fulminato. Siempre insistía en que probara la mecha: cada rollo es distinto, nunca pongas una bomba sin probar antes las condiciones de la mecha: cortas dos pies, prendes un extremo y cronometras lo que demore en consumirse; si piensas prenderla con un cigarrillo, no olvides abrir el extremo con una cuchilla. Y seguía enojado: las bombas que no estallan es porque los que las ponen se echan a correr antes de que la mecha haya comenzado a arder en firme: nunca te vayas hasta que surja el chisporroteo. Luego llegaba la hora de marcharte y en lo que recorrías el patio largo, flanqueado de cuartos atestados de trastos y libros viejos, las piernas comenzaban de nuevo a temblarte y la sensación de que al abrir la puerta te estarían esperando se cernía implacable sobre ti. Cerrabas los ojos sin que Orta, siempre locuaz, siempre parloteando, se diera cuenta. Con los ojos cerrados tomabas la determinación de no volver más a la maldita casa; de alejarte de todo; de separarte del Movimiento con cualquier pretexto confuso. Y de pronto te veías en la calle, sudando, dichoso de que nadie estuviera esperando para aprehenderte; seguro de que no habías despertado sospechas; de que la casa de Orta era un sitio al margen de todo riesgo. Entonces olvidabas las promesas hechas al conjuro del miedo y regresabas, periódicamente donde tu maestro. Se le quita el minutero al reloj; en la esfera se inserta un tope de metal donde tropiece el horario; el detonador eléctrico tiene tres terminales: el amarillo a la batería, el rojo al horario y el azul al tope de metal. Cuando el horario tropiece con el tope se cierra el circuito y el impulso eléctrico enrojece un filamento de platino que hace estallar al detonador. Los temblores al llegar y al despedirte eran parte del ritual. Mil veces decidiste romper con todo y mil veces quebraste la promesa. Si la bomba es incendiaria, es preferible que sea silenciosa; el mismo mecanismo con que se hace estallar la bomba reloj sirve para encender un foco potente; si el foco se rodea de una sustancia que se abrase con el calor, a la hora precisa comenzará a arder. Cuando la llamada en clave te indica que al día siguiente deberías acudir a la casa de Orta, te empezaba la comezón en el pecho, el parpadeo vertiginoso; la locuacidad y la lucidez que invariablemente acompañan tus estados de tensión aguda. Eran noches de espera angustiosa, insomnes, aplastantes y al día siguiente la voz pastosa y negra del gigantón. El cóctel molotov se hace con gasolina, aceite quemado y estopa: para lanzarlo a una distancia considerable con cierta precisión, se amarra la botella al extremo de un palo cilíndrico de unos tres pies, se vacía un cartucho de perdigones del número 16, se carga la escopeta previamente recortada y con dos patas añadidas, y por el cañón se introduce el extremo libre del palo; se debe disparar en ángulos de 45°, como un mortero, y tras haber probado el alcance varias veces. Orta sabía todas las maneras caseras de matar. Nada siniestro le era ajeno. Su habilidad increíble para bregar con la muerte le hicieron diseñar ingeniosas máquinas. Si no se cuenta con una mina submarina militar se puede fabricar con dinamita dentro de tubos herméticos, cuyas mechas impermeables coincidan dentro de una bolsa transparente de nylon, donde se guarde una lija y varios fósforos; por un mecanismo de succión se adosa al fondo de la nave y se prende la mecha impermeable. Al final de cada explicación sonreía satisfecho con una irritante expresión bobalicona. Tú esperabas inquieto la hora de marcharte, mirando el reloj con insistencia desesperada y renovado cada minuto tus temores de ser capturado al salir de aquella casa. Quizás la calma de Orta, o el color mortecino de las paredes o el desorden caótico de todos los objetos, te daban la sensación de que afuera te atraparían, pero no se te ocurría que podían entrar y sorprenderlos. La guarida de Orta era un santuario inviolable cuando estabas dentro. Sin embargo, cuando te encaminabas hacia “allá” estabas seguro de que todo había sido descubierto; de que te patearían como a Estrada, hasta matarte; o te quemarían los testículos, como a Tobías, hasta que murieras de dolor. Orta te enseñó todo lo que sabes de esos menesteres repugnantes del terrorismo y el sabotaje. Los fabricaste asqueado de lo que hacías y los pusiste en uso decenas de veces, muriéndote de remordimiento y escudándote en una capa cada vez más delgada de retórica patriótica. La noche de las manos de Oscar, cuando ya habías pasado a maestro, cuando tú mismo (tú decías que a “la vida”, excusándote con torpeza) te había convertido en un “experto”, te dio una lección como la de Azcárate, inolvidable, espantosamente inolvidable. Inolvidable como tus noches de confusión, rodeado de cadáveres amarillos en la funeraria del barrio chino. De todo aquel mundo tenebroso de la Resistencia te has llevado algo que sólo puede comprender el que lo ha vivido. Te has llevado la adicción al miedo. El infeliz que un día, sin quererlo, se acerca al peligro, huirá siempre de los horribles síntomas físicos: del sudor, de los temblores; del parpadeo; de las ganas inaguantables de orinar; del salto en el estómago; de la palidez de muerto; de la descarga de adrenalina que multiplica la vitalidad y los deseos de agresión. Pero eres un pobre vicioso, a fuerza de tentarlo sobreviene el vicio. Un hombre esclavo de esos síntomas físicos que los demás repelen. ¡Qué poco sabe el mundo de los monstruosos recovecos de la valentía! Eres un pasador del miedo; un gustador de horrores. Siempre te ha sorprendido que no sepan que tu valor es mera servidumbre; que tu arrojo es una penosa aberración, como la de todos los infelices “audaces”. Esta aventura peregrina de cavar un túnel te ha vuelto a la vida. Ya comienzas a sentir los temblores. La vida, por los síntomas del miedo, se te hace palpable. Cobra sentido.