VII

La arquitectura de la cárcel se duplica fielmente en los sótanos. Abajo, el puntal no alza los cinco pies: arriba llega a diez. Abajo no hay ventanas. Dos columnas de luz se cuadriculan en la reja de acceso y taladran desganadas el aire enrarecido. Al sótano se penetra por el camino de la luz. Adentro todos los movimientos son vejaminosos, humillantes: se entra de nalgas y se camina encorvado. Hay un fuerte olor a orina: los rincones saben de tres siglos de uretras. La piedra ha conservado el castigo con avaricia aberrante. Una capa de moho abriga con un abrazo verde todas las paredes. Ratas flacas engullen toda clase de desperdicios. Ratas hinchadas, descompuestas, flotan patas arriba en seis pulgadas de agua sucia. Los veleritos tienen las extremidades dobladas sobre el buche redondo: el rabo, lánguido, se enquilla manimuerto. Dos sabandijas rijosas fornican: un resbalón y al agua. Una rata ciega chilla de dolor.

—Hace cien años que no se abren las rejas. Habrá que quebrar los candados —Juan “el barbero” hablaba quejoso. Junto a él, Carrillo y Moleón, tres guardias con escopeta y una bomba móvil de succión. Acodados en las galeras, los presos encerrados, observan la rara operación.

—En la carretilla hay una mandarria y un cincel —contestó un guardia secamente. Moleón se apartó del grupo y regresó al instante con los instrumentos.

Con las dos manos apretó Carrillo el cincel presionando contra el lomo del candado. Moleón levantó la mandarria en alto y la dejó caer con fuerza. Hizo falta una docena de mandarriazos. Cuando cedió el cerrojo, Moleón tenía la cara cubierta de sudor. Los tres presos se quedaron inmóviles mirando hacia el jefe de los guardias.

—¿Qué miran? Levanten la reja y a limpiar. Primero extraerán el agua con la bomba de succión. Después dejarán los sótanos totalmente limpios.

—¿Se puede saber para qué? —preguntó Carrillo con irritación.

—No, no se puede saber. Claro que no se puede saber. La misión de ustedes es limpiarlos, no hacer preguntas Así que ¡andando!

—¿Y por qué nosotros? —volvió a preguntar Carrillo.

—Porque el jefe personalmente les hizo el honor de escogerlos —el cabo quería ser agudo y resultaba plúmbeo—. Y no replique más, ¡cállese de una vez!

Con la mandarria como palanca, y halando Moleón y “el barbero” a un tiempo, lograron levantar la reja. Una escalera con los peldaños cariados se metía en la negrura. Moleón bajó unos escalones, pero emergió a los pocos segundos:

—Necesito una linterna.

El cabo miró a un soldadito achaparrado que se abrazaba a una escopeta gigantesca:

—Ve a mi cuarto. Dentro del armario hay una linterna grande de cinco pilas. No te tardes —el soldadito vaciló un segundo mirando el fusil—. Llévalo, imbécil, no se lo vas a dar a uno de éstos, ¿no?

Moleón aprovechó el descanso para extraer del bolsillo una colilla requemada. La primera bocanada le supo agria; la segunda fue amable; la tercera llevó la candela hasta la piel encallecida. Mirando fijamente la parábola que recorría, abismó el cigarrillo en el silo oscuro. Con un galope torpe —fusil en una mano y lámpara en la otra— llegó jadeante el soldadejo diminuto.

—Aquí estoy, cabo —anunció con una sonrisa estúpida a la que no asistieron dos incisivos y un canino. El cabo lo miró de arriba a abajo. Le resultaba más fácil:

—Bueno, désela, no piensa quedarse toda la mañana con la linterna en la mano ¿no?