IV

—Dame más —hablaba “Mikoyan”. En algún momento de su vida el nombre del armenio se le pegó como una ventosa. Tal vez por el color cetrino y la nariz ganchuda. Tal vez porque el nombre le correspondía a él y por algún error imperdonable lo usufructuaba el político. Mikoyan quería otro buche de alcohol. Alcohol endulzado con azúcar para calmar las protestas de las tripas.

—Espera que tomen todos —el del jarro no fue áspero, pero tampoco amable.

—¡Que me des más, coño! —dijo Mikoyan y le arrebató la bebida. Todos se quedaron callados. El jarro se fue empinando hasta que parecía colgar del techo. Mikoyan lo estrelló con rabia contra el suelo.

—¡Me cago en mi suerte! Mañana voy a la Doctrina —miró en torno de sí, desafiante y volvió a repetir, gritando esta vez—: ¡Mañana voy a la Doctrina! ¡Mañana me sumo al hatajo de pendejos! ¿Quiere alguien reprochármelo? ¿Hay algún hijo de puta en esta galera que quiera decirme algo?

—Estás borracho como un perro —dijo con cierto desprecio Iván “el psicólogo”.

—Sí, estoy borracho, pero tengo más valor que todos ustedes. Todos miran con envidia al grupo de los adoctrinados. Ya no son cincuenta, ¡ya son trescientos! Y mañana serán quinientos o seiscientos y ustedes los miran con envidia porque no tienen cojones para dar el salto.

—Cállate ya —habló Habach. En la cara se le vieron los deseos de saltarle arriba.

—¡No me da la gana de callarme! —gritó Mikoyan—. Mañana el guapo Mikoyan se va al carajo.

Campesino duro, Mikoyan comenzó a trabajar el campo cuando sus manos de niño pudieron abarcar el mango de un machete.

—¿Cuánto ganaré?

—Cuarenta centavos. Lo que ganan todos los chamacos. Los hombres, ochenta.

—Es poco.

—Crece rápido. No es culpa nuestra.

Creció sin salir del surco. Allí se enteró un día que los abusos se acaban a tiros.

—Cuando se caiga el gobierno habrá justicia para todos.

—¿Habrá tierras?

—Sí, es lo primero: repartir la tierra.

—Me voy con ustedes.

En un recoveco de la guerra empezó a llamarse Mikoyan. Cosechó tres balazos en el cuerpo, una sombra en el pulmón y las barras de capitán.

—¿Cuándo reparten la tierra?

—Pronto, no te desesperes.

Esperó con paciencia. Algunos de sus hombres volvieron al monte.

—Vamos, nos engañaron.

—No sé, esperaré.

No dieron tierras, sino discursos. Largos, retóricos, floridos. El patrón antiguo había desaparecido, pero ahora mandaban unos funcionarios silenciosos con sus maletas negras.

—¿Cuándo van a repartir las tierras?

—Ya lo hemos hecho. ¿No sabe usted lo que es una comuna?

Mikoyan lo miró de arriba a abajo. Sacó el revólver y le dio dos tiros. Se escondió en un cañaveral. El calor abrasaba. Oía la conversación de los que fueron en su busca. Cuando se alejaban pelaba las cañas y las masticaba. Las hojas filosas le cortaban la piel y el jugo de la caña le ardía. Una noche silenciosa salió de su escondite y caminó dos leguas, hasta la caseta abandonada. Puso el fusil —un M-2, mañoso, con mango de metralleta y mecanismo de repetición— sobre el marco de la ventana. Se derrumbó de cansancio, Al salir el sol, entre sueños, oyó una voz pelona, desgañitada:

—Mikoyan, Mikoyaan, sabemos que estás ahí. La casa está rodeada. Sal con las manos en alto, tira el arma por la ventana.

El miedo le comió las telarañas del sueño. Se paró frente a la ventana y vio unos diez hombres que avanzaban con los fusiles en la mano. De reojo, miró el tabique que hacía de pared. “Si empujo fuerte me lo llevo”, pensó y dijo cogiendo el revólver con dos dedos, como si le diera asco:

—Me rindo —tiró el revólver hacia afuera y levantó las manos como cualquier prisionero; sus dedos acariciaron el M-2 sobre el marco de la ventana. A lo sumo tres segundos para rastrillarlo, disparar y echar abajo las tablas que tenía a sus espaldas. La escuadra seguía avanzando, ahora a ninguno le temblaban las piernas. Mikoyan, increíblemente rápido, comenzó la balacera. De la primera ráfaga debió haber herido a dos hombres (uno murió luego en el hospital). Le ripostaron con un infierno de balas, todos disparando desde el suelo. Mikoyan se tiró con toda su alma contra el tabique, pero no pudo derribarlo a la primera embestida. Se paró, sintió como un golpe seco en la mano izquierda y volvió a arremeter. Esta vez cedió. Por la rendija se metió como pudo y a cuatro patas echó a correr rumbo a una zona boscosa. Agitado, con cien sapos bailándole en el pecho, se tiró bajo un árbol. La mano izquierda había sido perforada. Orificio de entrada y salida. Bala rápida y dura, probablemente un Garand. La mano empezó a latirle. Se amarró un pañuelo ayudándose con los dientes. Escuchó voces y decidió huir hacia la loma del pedregal, en los predios de Juancho. Allí se escondió en la guerra pasada cuando una patrulla del ejército le perseguía. A la “Cueva del Ahorcado” la conocía medio mundo, pero a la del “Niño” casi nadie. Llegó empapado en sudor y con la mano mordida por perros rabiosos. Con los pies, con la mano sana, con el hombro dolorido de golpear las paredes, arrastró una piedra grande hasta la boca —un gigante silbando— de la “Cueva del Niño”. Se metió y tapó la entrada utilizando el cinturón para halar la piedra desde adentro. La abertura entre la piedra y la cueva era suficiente para que pasara aire y casi ninguna claridad. Más que cueva —ahora la examinó bien— aquello era una especie de rebarba en la roca, en la que apenas cabía un hombre en cuclillas y resultaba muy difícil acostarse. La mano dolía más en la tranquilidad del escondite. El pañuelo lleno de tierra estaba empapado en sangre. Mikoyan se arrodilló sobre la muñeca para contener la hemorragia. Sobre el dolor intenso sintió un cosquilleo como de adormilamiento en todo el brazo. Durante varias horas alternó la postura hasta que la mano dejó de sangrar. Estaba negra e hinchada. Los dedos casi habían desaparecido. Sentía una sed enorme y un hambre feroz. Debió haber estado inconsciente por mucho tiempo. Cuando despertó —estaba acostado con los brazos abiertos en cruz— volvió a sentir un lejano cosquilleo en la mano. Sin saber por qué esto le llenó de temores. Se miró la mano y no pudo contar los gusanos que se la comían. Pensó en empujar la piedra y salir, pero descubrió que estaba muy débil para moverse. Empezó a gritar:

—Auxiliooo… auxilio… auxiliooo…

La voz se escapaba por la rendija, vestida con andrajos, pobre, con un dejo asmático. Mikoyan insistía en su letanía con toda la fuerza que da el terror. Algún tiempo después —nadie puede precisar cuánto— un soldado percibió un gemido a cinco metros de sus botas. Con la culata apalancó la piedra de la cueva y llamó a gritos a su gente:

—¡¡¡Ya lo tengo, sargento!!!

Tuvo que meterse, para arrastrarlo, por los sobacos, a la intemperie.

—¡Mírale la mano!

—Busca creolina —le ordenó el sargento, campesino viejo, chiquito y prieto, a un soldado de expresión bobalicona.

Le vertieron la botella de creolina sobre la mano.

—Así se te acaba la gusanera. Después no dirán…

Mikoyan se mordió los labios y sintió como un chorro de candela que le subía por todo el brazo.

No le mataron por su ascendencia entre los campesinos, pero pasaría treinta años entre rejas, contemplándose cuatro de los cinco dedos de su mano izquierda inmóviles y apretados, en un abrazo negro y lleno de cicatrices.

—¿A ver quién me dice a mí que soy una puta, como le llaman a los adoctrinados? —no logró Mikoyan que nadie le respondiera. Estaba desesperado (se le veía en los ojos a punto de llorar) por conseguir alguien para matarse la angustia a patadas. La mano negra se agitaba insensible a un extremo del brazo gritón.

—¿Quién me dice que soy una puta? Vamos, ¿quién me lo dice? Nadie me lo dice… nadie me lo dice. Pues bien, me lo digo yo: soy una puta. ¡Soy una perra puta! —se acercó caminando despacio a la cama vacía de “el Piloto” y metió la cabeza en la almohada destripada. Empezó a sollozar. Mikoyan —un amasijo de leyendas, balazos y coraje— lloraba con gritos, mocos y saliva alcohólica. El grupo se apartó en silencio.