Miras el techo de la galera. Han pintado una mujer desnuda. Un preso que en la vida civil había hecho fortuna como dibujante comercial, se trepó sobre una litera y con enorme paciencia, como si fuera la bóveda de la Sixtina, perfiló el cuerpo y el rostro de una hembra lasciva. No un desnudo corriente para anunciar jabones, sino un animal apetente. Has estado unas horas detenido en una celda especial, aislado como si tuvieses una enfermedad infecciosa, y al cabo te han sacado sin decirte media palabra. En el trayecto a la galera has vuelto a ver a Moleón, también de regreso. La sonrisa grande del parco campesino te indica que tampoco le ha sucedido nada. La detonación que oíste —piensas preocupado— debe haber acabado con la vida estúpida de Matías. Después, a la entrada, has dicho lo que sabes —la detonación, tus temores— y te has dirigido hacia tu litera a librarte de un cansancio indeterminado. Te has quedado dormido y despiertas ahora, de madrugada, entre un mar de ronquidos y el crujido desacompasado de las literas. Hay luna llena. Su palidez se rompe en los dientes de los barrotes y se pega a las paredes, sumisa, astillada e indiferente. Miras el techo curvo y te detienes en la hembra. Quizás muy gruesa para tu gusto. Quizás tiene los senos muy grandes. Quizás la nata negra de su pubis ha sido exagerada por la lujuria contenida del pintor. Nadie necesita tanto vello ensortijado. A no ser que esté preso. En la cárcel cualquier símbolo sexual multiplica su afectividad por mil. Has visto a Margarito Fangio escribirle a su mujer pidiéndole unos vellos. Ha leído la carta en voz alta frente a la risotada de unos cuantos imbéciles, y tú, en medio de toda aquella vileza has encontrado donde descolgar una sonrisa.
El dibujo del techo te recuerda que hace mucho tiempo que no te acuestas con una mujer. Has estado rehuyendo el tema, esquivándolo dentro de tu conciencia, pero ahora se te asoma ineludiblemente. Los sueños eróticos de nada sirven. Son manipulaciones de la subconsciencia que no te dejan satisfecho. Orgasmos fantasmales que ocurren en las tinieblas de ti mismo y de los cuales te percatas cuando un líquido frío comienza a coagularse entre tu piel y la ropa, formando una costra dura, pegajosa, desagradable. Al principio, cuando la sensación caliente te moja el vientre el contacto es grato, luego se torna incómodo. En todo caso las poluciones nocturnas son una mecánica descarga de tus conductos seminales que nada tienen que ver contigo. El sexo es siempre una operación volitiva. Si no, se convierte en otra cosa cualquiera. La cárcel te priva de la hembra. Fue cruel el dibujante. Los dibujos eróticos estaban bien en el Lupanar de Pompeya, frente al albergue de Sittium, o en la Villa de los Misterios, pero no en una cárcel donde el erotismo es una forma de tortura. No puedes evitar que los recuerdos lascivos vuelvan como gavilanes y te picoteen el pecho. Todas las mujeres que tuviste comienzan a desfilar por la litera. La mulata gorda y vieja que te desnudó cuando tenías trece años. ¿Es la primera vez? Sí, pero yo sé cómo hacerlo. Así que sabes, ¿y cómo aprendiste? Leyendo novelitas; viendo fotografías. Y luego la luz roja en el cuarto en penumbras y el jadeo sofocante de la mulata gorda y vieja. Sobre la cama vigilaba un Cristo con el corazón traspasado y entonces tuviste miedo de lo que hacías. De lo que te hacían. No quiso cobrarte. Afuera esperaban los otros que se habían escapado de la escuela y casi te aplauden cuando emergiste del oscuro pasillo. El domingo siguiente volvió el grupo completo. Entre los seis reunieron los tres pesos que costaba un rato con una mujer. Tú te acostarías con ella mientras los demás miraban sobre un tabique. Preguntaste por la mujer vieja y gorda y sentiste un gran alivio cuando te dijeron que se había marchado al interior. Escoger otra mujer sin procurar a tu mulata vieja y gorda te parecía una forma baja de traición. Se apareció una mujer delgada, huesuda y de senos fláccidos. No te atreviste a rechazarla. Los seis hablaron atropelladamente. Hay dinero para uno, somos seis; los otros cinco miran desde el tabique. Senos-fláccidos les dirigió una mirada profesional y asintió con un movimiento de los labios. Pasaste al cuarto. Luz roja. “No se ve nada, más luz” gritaron desde el tabique. Te desnudaste. Senos-fláccidos estaba acostada en la cama con una actitud indefinible que servía para tomar un autobús o para preguntar la hora, pero muy lejos de aquella cálida tensión que la mulata, con ser vieja y gorda, ponía en sus posturas. Te acostaste con cierto temor. Te acarició con vigor. Gritos desde la galería. Senos-fláccidos se incorporó en la cama. O se callan o se van: me están poniendo nervioso al hombre. Trataste de concentrarte en lo que hacías. Pensaste en la mulata vieja y gorda y en las fotografías que te regaló la mujer del jardinero. Cógelas, mi hijito, si te gustan yo tengo más. Tenía fotos, pero no tenía dientes. Eran fotos hermosas. Mujeres jóvenes, ayuntadas con hombres y con otras mujeres. Gracias, señora. No sabes por qué el “señora” te sonó ridículo. La mujer del jardinero, entonces, te cogió una mano y se la pasó por los senos. Se fue riendo. Seis meses después conocerías a la mulata vieja y gorda y una semana más tarde a Senos-fláccidos. De un salto te levantaste de la cama. ¿Qué te ocurre? Nada, me voy. “Eso no vale”, gritaron desde el tabique. Hagan lo que quieran pero a mí me pagan. Te sentiste humillado; y lamentaste que la mulata vieja y gorda hubiera decidido irse al interior. Tratas de hacer una lista de las que has llevado a la cama. Marcia fue la última y fue la mejor. La primera debe haber muerto de vieja, de mulata o de gorda. No son tantas. La vida agitada ha dejado poco lugar al sexo. La imagen de la hembra voluptuosa que ha pintado el presidiario no alcanza a convertirse en estímulo. El contorno negro que él creyó dejara es demasiado fuerte. Los perfiles de la carne son menos nítidos que los de los dibujos. Sientes la necesidad física de acercarte a una mujer, de montarla, de amarla en la dimensión más honesta: en la cópula. Sabes que eso no es posible. Un pensamiento atemorizado se te asoma al espíritu: no podrás amar nunca más. No escucharás otra vez los susurros anhelantes, ni sentirás en tus espaldas los dedos crispados de placer. Piensas que la ausencia de la hembra se te irá haciendo más y más dolorosa hasta que algún secreto mecanismo de defensa te mate los deseos a las puertas mismas de la locura. Todos los denuestos lanzados por la humanidad contra el amor carnal te parecen absolutamente estúpidos. El valedero es ése de los cuerpos trenzados y la palabra tremulante. No hay otro amor que el de las alcobas. El sudoroso y cálido que convierte la ternura en caricias y el dolor en placer. Tú lo sabes porque lo has perdido para siempre. Estarás solo y triste en medio de la gente. Te faltará la hembra. Piensas que se vive realmente entre dos. La criatura humana sigue siendo bisexuada aunque en la evolución se haya fragmentado. Necesita el otro sexo porque en el fondo sólo se realiza en la cópula. Sientes el horror tremendo de la continencia. Amanece. El dibujo sobre tu cabeza sigue ahí. Los senos abultados no son hermosos. Tienes los ojos rojos y te arden. Todavía miran azorados.