I

Carrillo se sintió a gusto en la soledad de la minúscula celda. Un catre de campaña y un hoyo en el piso era todo el mobiliario. Parado sobre el catre hubiera podido ver, a través de los barrotes de la ventana, un prado verde, uniforme, interrumpido por rítmicas garitas, donde se apostaban los soldados en una monótona vigilia. Ocho horas cada día —un tercio de sus vidas— los soldados, como animales raros, se sumergían en las cuevas de piedra para escudriñar el horizonte de cuando en vez, sacando la cabeza como los moluscos cuando se asoman fuera de sus conchas. Pero pararse en el catre hubiera sido rasgar la vieja lona y Carrillo se conformó con observar un cielo azul vestido a rayas negras, verticales. Manoseó unos recuerdos intrascendentes hasta que su memoria ancló en lo de siempre:

Tienes que hacer tú el trabajo. No hay otro remedio. Estrada murió de la paliza que le dieron y a Valcárcel no hay quien le encuentre. Se ha metido debajo de una piedra o ha huido al extranjero. Hay que darle un escarmiento al Coronel Goitía. Es muy duro que nos maten como conejos o nos torturen sin piedad, pero los esbirros no pueden alardear de sus crímenes impunemente. A Goitía es difícil matarlo, pero su ayudante, el capitán Azcárate, se regala todos los días.

Carrillo se levantó del catre y se sentó en el suelo, en la pared opuesta a la ventana. Recordar era doloroso y le excitaba, pero no había forma de escapar a sus fantasmas. Hacía unos años de aquella conversación. Tal vez siete. Tenía entonces veinte años y un odio furioso contra la opresión y el abuso entronizados. Recordó que había aceptado la encomienda con cierto aire de orgullo:

—Bien, yo me encargo de la cosa pero a mi manera. Yo lo cazo y lo mato, pero que nadie intervenga en el asunto.

—Como quieras. Tú decides cómo has de correr el riesgo.

—Otra cosa: después del atentado tengo que desaparecer porque me buscarán debajo de las piedras.

—Pierde cuidado. Orta te llevará al monte, o te esconderá en la ciudad.

Entonces comencé a acechar a Azcárate. Me convertí en su sombra. Supe que salía de su casa, rumbo al cuartel, todos los días a las seis de la mañana. Le esperaba siempre el ordenanza negro, sumiso, que brillaba el jeep como si se tratara de un par de zapatos o de un espejo. Desde el bar “Europa”, frente a su casa, observé jugar a los dos niños rubios de Azcárate. Escuché sus nombres. Manolín, te vas a caer. Elenita, la hora de la comida. No se peleen. Y vi llegar a Azcárate, quizá con las botas manchadas de sangre, y cargar a los dos chiquillos rubios y besarlos amorosamente y besar a su esposa joven y bella, y sentarse a cenar tranquilamente, como si en los talones de las botas no hubiera sangre seca y cabellos pegados, como si yo no estuviera espiándolo para elegir el momento de quitarle la vida. Lo conocí a fondo, mejor que nadie, porque nunca lo oí hablar. Lo veía gesticular, moverse, conocía su itinerario, sus hábitos, sus manías. Llegué a sentir el olor de lo que comía y a percibir su obsesiva pulcritud, su uniforme impoluto, sus camisas implacablemente blancas. Descubrí que su hijo Manolín le esperaba todos los días para correr a sus brazos y llenarle la cara de besos. Y conté tres miércoles consecutivos en que Azcárate se despojaba de la guerrera, vestía traje de civil y se marchaba por una puerta lateral, con Manolín cogido de la mano, hacia el cine de barrio que daba a la calle Luz. El cuarto miércoles, a las cinco de la tarde, fui al cine sin vacilar, sin esperar siquiera a comprobar si Azcárate reincidiría en el pequeño ritual, en la inocente liturgia de los miércoles. Me senté atrás, junto a la pared, para observar a todos los que fueran llegando. La sala oscura, medio vacía. Parejas de novios que se manoseaban lúbricamente. El cine como pretexto de la lujuria. En la pantalla unas figuras grises se movían incesantemente y se repetían los diálogos sin imaginación de las películas mediocres. Déjeme, que me hace daño. Te necesito, tendrás que ser mía Primero muerta. Azcárate demoró más de la cuenta. Sin soltar la mano de su hijo caminó junto a mí, por el pasillo, y se sentó en medio del teatro. Nunca me quitarán la finca de mis padres, la tierra de mis antepasados, aunque las reses se mueran de sed me negaré a venderle mis propiedades a ese desalmado. Un jinete se acercó cabalgando a toda velocidad. Sentí por primera vez el frío de la pistola en la ingle. Una P-38, siete balas blindadas y dos peines de repuesto en el bolsillo de la chaqueta. Desde mi puesto, apoyado en el respaldar del asiento delantero, el blanco no sería difícil. Bastaría halar el gatillo una sola vez. La cabeza inmóvil, recortada por la claridad de la pantalla, era una silueta excepcionalmente fácil de perforar. Mucho más que las que utilizábamos como práctica en el sótano del frigorífico de Ascunce. La cabecita rubia se acercó a su padre y le dijo algo al oído. Azcárate tenía un hijo. Tenía dos hijos. Tenía una mujer joven y bella. Azcárate, el esbirro, el asesino de Miguel Tobías y de Estrada, tenía una familia hermosa. Azcárate, que amarró en un taburete, desnudo, a Tobías y le puso un brasero bajo el asiento y lo fue cocinando a fuego lento mientras Tobías lloraba y daba gritos y pedía que le soltaran. Por Dios, que me voy a morir de dolor, los huevos me van a reventar, no puedo más, capitán, le juro que no sé dónde están las armas, capitán, por su madrecita, suélteme que me estoy muriendo de dolor. No puedo más, capitán Azcárate, si lo supiera se lo diría, pero no lo sé. Nunca me lo han dicho. Por favor, se lo ruego, tengo un hijo, una madre, suélteme, coño, que estoy ardiendo, suélteme que se me quema la vida. Y Azcárate resulta que tiene una familia, que tiene un hijo, que tiene un hijo como el de Tobías, que tal vez tenga una madre como la de Tobías, que ama a su familia y resulta que tengo que matarlo hoy, ahora, cuanto antes. Saco la P-38 y la rastrillo dentro de la chaqueta para ahogar los ronquidos del mecanismo. Siento el pulso firme, pero me sudan las manos. El miedo, como un pájaro negro, me revolotea en el pecho. El cabo fino, ranurado, de la pistola no me resultaba familiar tras haberlo apretado mil veces. Siento que mis músculos están tensos como la cuerda de un ahorcado. Una pareja comienza a abrirse paso en la fila posterior a la de Azcárate. La cabeza de la muchacha se interpone entre mi pistola y la vida de Azcárate. Se ha sentado exactamente tras Azcárate. Mascullo una blasfemia y tomo una resolución drástica. Guardo la pistola en el bolsillo interior izquierdo de la chaqueta, me levanto y marcho con lentitud hacia donde se sienta Azcárate. Tomo el sitio a su derecha y él me mira cortésmente, como aceptando la presencia inevitable de un vecino. Por unos segundos la trama tonta de la película logra adueñarse de mi conciencia. Los vaqueros desplazan la presencia inmediata de Azcárate. Siento alivio, pero esa descarga de tensión sirve para recordarme que Azcárate está ahí y que tengo que matarlo y que de nada vale refugiarse unos minutos en el drama ficticio de unos vaqueros calcados de otros vaqueros, porque mi drama —el real, el irrevocable, el sangriento drama mío— está a unas pulgadas de mi hombro y ha rozado varias veces la tela de mi chaqueta. Le miro la cara de reojo. En sus pupilas he visto otra vez el drama de la pantalla, por un segundo la trama gris del celuloide se ha reflejado en sus pupilas y las dos realidades se me mezclan absurdamente. Trato de odiarlo, no es asunto de valor, sino de odio. Recuerdo la cara de Tobías, rubio, pelo rizado, mirada generosa. Luego recuerdo cuando fui con su madre a la morgue. Tenía los testículos y las nalgas carbonizados, Las manos azules, apretadas, sometidas a un iracundo rigor mortis que hizo imposible zafarlas. Recuerdo a Estrada, apaleado día tras día, rodando a puntapiés en el centro de la rueda fatídica. Un macabro crimen con una rara coreografía de juego infantil. Estrada en el medio. La rueda de los quince hombres comenzó a golpearlo a patadas. La vida se le escapó de puntillas mientras trataba inútilmente de protegerse los ojos o los testículos. Seguramente, por un buen rato patearon un cadáver. Creo que he logrado odiarlo lo suficiente como para matarlo, pero morbosamente se asoma a mi conciencia la mujer joven y bella. Y los dos chiquillos rubios. Y el propio Azcárate, humano, comiendo, jugando con sus hijos, sin la guerrera, sin la fusta, sin las botas manchadas. Y entonces descubro el horror tremendo de que Azcárate es un ser humano. Un ser humano que orina como yo, que ama como yo, que mira llover y acaricia a su perro, un ser humano que es cruel y que mata y que yo tengo que matar y con el que la vida me exige que sea cruel. Y con una angustia intensa percibo que mientras cazaba a Azcárate, mientras le atisbaba, mientras le espiaba, iba incorporando parte de su vida, parte de sus vivencias a mi vida y a mis vivencias, y entonces me doy cuenta que hemos coincidido demasiado tiempo en la empresa de víctima y victimario, que no lo odio, que no lo odio a pesar del cadáver quemado de Tobías, a pesar del crimen horrible de Estrada. No lo odio, no puedo odiarlo y hasta en un rincón miserable de mi ser, en un rincón que no debería existir en el alma de nadie, ha empezado a brotar un poco de compasión, un poco de afecto por aquel bárbaro. Rápido, como un relámpago, incapaz de soportar un minuto más, saco la pistola, se la pego a la sien y escucho un estampido hondo, prolongado, que rebota en las paredes del teatro y logra empatarse con los gritos histéricos de la gente, con los berridos de las mujeres, con los alaridos de los niños. En la confusión no es difícil guardar la pistola y salir mezclado con la muchedumbre. Me alejo rápido del lugar. No tengo miedo, pero siento unas profundas ganas de llorar. Me siento en un parque sombreado. Lo hago.