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—Castillo, necesito dormir en la séptima. Pásate tú esta noche para mi galera —el Ronco Matías disfrazaba su voz peculiar con un tono piano, confidencial. El viejo Castillo no sabía para qué era, pero accedió encogiéndose de hombros. En el conteo nocturno todas las camas estarían ocupadas; los guardias no notarían nada anormal. El sargento Estévez vendría con el cabo Troncoso y sus seis soldaditos feroces y contaría cama por cama, como todas las malditas noches. ¿Quién falta ahí? Emerardo Reyes, sargento. ¿Dónde está? Cagando, sargento. Cabo, vaya al excusado y cerciórese de que Emerardo Reyes está cagando. ¿Y aquí quién falta? Mario Estenoz, sargento. ¿Dónde está? Murió, sargento. Ahh. Están completos. Soldado, anote: la séptima completa.

—Bien, Ronco, después de la podrida.

El Ronco asintió bajando la cabeza. Después de la comida cambiarían de puestos. A Castillo le latía que el Ronco Matías manoseaba algún proyecto oscuro. “Tal vez un plan de fuga”, pensó sin mucho entusiasmo. Le dio mala espina. Tras la cena —la podrida, la apestosa o la “jedionda”, dependiendo del menú— los presos eran encerrados en sus galeras hasta la mañana siguiente.

El día que se fugó Vilar los contaron treinta y seis veces. Falta uno, sargento. Me cago en mi alma. Empiece otra vez, cabo. Sargento, falta uno. Revise el excusado. Sargento, lo he hecho diez veces. No hay nadie. No replique, carajo: revise otra vez. Al fin se fue con una carrerita nerviosa y regresó con el pelotón de asalto y toda la noche estuvieron interrogando prisioneros hasta que algún confidente les relató lo ocurrido.

Hasta la llegada de Barniol la “estrategia” penal era rudimentaria. Los presos, aislados del mundo para que no lo contaminaran, y los custodios velando afuera que nadie pudiese escapar. Los intentos de fuga fracasaban por la idoneidad de la cárcel. Hasta lo de Vilar sólo el polaco Berman y el gallego Junqueira lo habían logrado. Berman al principio, cuando no estaban incomunicados, disfrazándose de mujer con un vestido que su esposa trajo cosido bajo el que llevaba puesto, y unos chanclos de madera que talló pacientemente. Resultó una mujer fea, desabrida, con una peluca rubia que más parecía estropajo, pero con la ventaja a su favor de dos nalgas grandes, bamboleantes, y unas caderas anchas, un tanto sensuales. El gallego Junqueira se fue en un tacho de basura. Al oscurecer, se sumergió entre las inmundicias del enorme tacho y horadó uno de los costados con un hierro agudo. Sacó, apenas perceptiblemente, un tubo de cobre que había arrancado de una vieja conexión eléctrica, lo mordió con vigor y soportó heroicamente que sus compañeros rellenaran el bote y le colocaran la tapa hermética. Luego, en la noche, cuando el camión de recogida entró en el patio Junqueira sintió que las tenazas metálicas de la grúa levantaban en vilo su escondite y le depositaba bruscamente en la cama del camión. En algún sitio, antes de llegar al crematorio, abandonó el vehículo y desapareció en la noche. ¿Qué haces aquí? ¡Mira cómo estás! No preguntes nada, préstame una muda e índícame dónde está el baño. Pero, ¿cómo te fuiste? Entre la mierda; pasé inadvertido entre la mierda. ¿Dónde está el baño, que me muero de asco? Desde que descubrieron la fuga de Junqueira los custodios ensartan los botes de basura con sus bayonetas, anhelando sacarlas con las tripas de algún presidiario bailando en la punta.

Aquilino, Vallar y Suria casi lo logran. Aserraron un barrote tras una labor silenciosa de meses. La novia de Suria trajo una hoja fina de segueta entre las dos capas de piel de un cinturón ancho. Los barrotes aserrados constituían la “ventana” del final de la galera. El viejo Castillo era el único, fuera de los tres, que conocía el plan, pero no se incorporaba por su avanzada edad.

La ventana daba a un foso de unos diez metros de altura al que debían descender y luego circunvalar la prisión hasta el sitio en que cambian las postas. Pasar el primer cordón —una explanada pelada entre dos cercas de alambre de púas— y luego las postas del cuartelito de la guardia. Después del “cuartelito”, ocultarse de la soldadesca del campamento militar —la prisión estaba dentro de un gigantesco cuartel— y tratar de llegar a la bahía. Allí unos pescadores les recogerían. Cuando Suria y Aquilino descendieron, todo parecía que marcharía bien, pero Vallar resbaló y se fracturó un tobillo en la caída. Entre Suria y Aquilino le sujetaron. Vallar mordió un pañuelo y siguió adelante. ¿Puedes resistir? Sí, duele mucho, pero no hay otro camino. Arrastrarse por la explanada fue extenuante. Vallar vomitó por el esfuerzo, pero logró llegar hasta la casa de la guardia, siempre apoyado en Suria y en Aquilino. Encontraron el cuartel prácticamente desierto porque los soldados estaban en maniobras. Esto facilitó la huida. Llegaron jadeantes a la costa. Esos son, teniente. Nos pagaron por joder al gobierno y los jodimos a ellos. ¿Tienen mucha prisa? —intervino el teniente—. ¿Así que uno se partió una pierna? ¿Un tobillo? Es lamentable. Cabo, los tres a las celdas de castigo. ¿El herido, no ha oído que los tres o yo hablo chino? Cuando se suelde la fractura aprenderá que es preferible caminar treinta años normalmente, aunque sea en la cárcel, a cojear toda la vida. Vamos, andando. Eran los tiempos del capitán Bermúdez y ocurrían cosas deplorables.

Tras el inventario de fracasos, el viejo Castillo arrugó los ojos. La petición del Ronco no le gustaba. No sabía por qué, pero no le gustaba.

Musiú se acostó pensando en toda aquella cosa nebulosa que decía el instructor de la Doctrina. Le resultaba irónico que le hubieran trasladado al presidio político por matar a un inspector del ejército, y que ahora se le presentase una oportunidad de salir de la cárcel. Sonrió involuntariamente y comenzó a conciliar el sueño.

El Ronco Matías se bajó sigilosamente. Llevaba un pesado adoquín que había desprendido del empedrado viejo del patio. Se acercó a la litera de Musiú —la del medio en la penúltima cama— contempló unos segundos la cara plácida del negro. La piel brillosa, de reflejos blancuzcos, exacerbó aún más el odio del Ronco Matías; levantó el adoquín y rabioso, le golpeó con todas sus fuerzas en la cara. Musiú se incorporó y dio un grito terrible, llevándose su única mano al ojo reventado. El Ronco le seguía pegando con el adoquín para aplastarle la cabeza.

—Haitiano maricón, para que aprendas a ser traidor —y la piedra le machacaba los dedos a Musiú, que instintivamente se protegía la cara. Uno de los golpes le arrancó varios dientes; otro casi le desprende la oreja. En los segundos que Carrillo y Moleón tardaron en dominar al Ronco Matías la mano la única mano— de Musiú dejó de cubrirle la cara y quedó colgado fuera del lecho. El Ronco, embarrado de sangre, pugnaba por volver a saltar sobre el cadáver y jadeante profería insultos y blasfemias. Cuando el teniente Wong penetró con sus hombres en la galera todavía Carrillo y Moleón sujetaban a Matías.

—Cabo, lleve al haitiano a la enfermería —el cabo Troncoso se acercó al lecho de Musiú con un vago temor. Le faltaba la cara. El adoquín había apisonado las facciones del negro manco hasta confundirlas en un amasijo de sangre, carne, ojos, dientes, pelos. La cara estaba ahí, pero revuelta, mezclada. El cabo sintió una arqueada que le retorció las entrañas. Se llevó las manos a la boca. “Teniente”, iba a nunciar la muerte de Musiú, pero un torrente de vómito caliente le trepó por la garganta, le avasalló las palabras y se le adelantó. Musiú tendría un sudario tibio y pegajoso.

El cabo regresó del excusado todavía aclarándose la garganta con unos graznidos desagradables. “Perdone, teniente”, dijo con una mirada gacha, sumisa, y sin poder reprimir el asco que le causaba, puso a Musiú sobre una manta y ordenó a tres soldados que le sacaran de la galera.

—Ustedes tres —dijo el teniente Wong a Carrillo, a Moleón y a Matías—, vístanse y vengan conmigo.