El sabor del coñac te hizo entrar en la galera con un trotecito rápido de indio sorprendido robando pan. El miedo a despertar sospechas miserables te pone gestos sospechosos en la cara. Eso te irrita y reaccionas con una enorme hostilidad hacia todo. Enfrente se te asoma alguien a los ojos y te dice algo vacuo que no alcanzas a interpretar. Le contestas con alguna vaguedad opaca, lejana, y sigues tu camino entre el dibujo de piernas desnudas, vestidas, lampiñas, largas, cortas, deformes, zambas, tiesas, peladas, rotas, torpes, que el cansancio ha ido tejiendo a todo lo largo del pasillo. Cincuenta literas de tres pisos —veinticinco a cada lado— escoltan tu paseo. La última será la tuya. No te quejas porque al fin tienes cama y es mejor dormir sobre una lona tensa, con la bóveda del techo a dos palmos de tus ojos, que en el suelo asqueroso. Un obsequio del funcionario Barniol. Barniol te ha parecido astuto y en el fondo te ha halagado su franqueza. Le agradeces —y eso te confunde— que te haya escogido como su oponente. Los dos, piensas, necesitan jugar a la literatura de antes, necesitan jugar a la novela antigua con su protagonista, su antagonista, su trama, su lucha agónica y su desenlace. Sólo que la perspectiva fabrica dos novelas distintas. Tú, el protagonista de la tuya; Barniol, el héroe de la suya. Él, tu antagonista en tu ficción. Tú, su antihéroe en la suya. Su novela trata de la eficiencia con que un funcionario inteligente manipula a un grupo peligroso de antisociales hasta incorporarlos a la sociedad, con sus cerebros limpios de la mugre secular, o incorporarlos con sus cerebros mugrientos, pero incapaces de seguir siendo antisociales. En su libro, tú eres la oportunidad de demostrarse su talento, su astucia, su habilidad para cumplir la misión encomendada. Necesita un contraste. Por eso te ha llamado. En el fondo tu “influencia” en el grupo no es para tomarse en cuenta. Él, como tú, necesita alimentar su ego con algunas victorias. No le bastaba la masa informe a la que se dirige por los altavoces. Eso no es un enemigo. Un enemigo tiene que ser alguien, algo no sirve. Tiene que ser una cara, y unos ojos odiosos, y una boca detestable, y una mirada hostil y un cuerpo al cual machacar, o acuchillar, o escupir, o pisotear. Al enemigo se le odia, pero para ello hay que figurárselo, hay que darle figura. Es como amar: se ama una mujer, ésa, aquélla, unos senos, unas nalgas, una manera de desnudarse, o de hablar por teléfono, o de reír. Hace falta el sujeto. El amigo o el enemigo abstractos no existen. Barniol te ha elegido como su sujeto. Te inquieta imaginarte las excusas que se habrá dado para justificar su proceder. Tal vez ninguna. No todos se someten, como tú, a estos “ejercicios” espirituales. Esa liturgia obsesiva de observar los estratos de la realidad meticulosamente, como en un rito sagrado y repugnante, no es frecuente, la gente se conforma con lo que ve y lo que siente. Verse actuar, verse ser, es más bien raro. Pero más aún verse viéndose ser. Y ver viéndose ser al otro. Tu intelectualismo te echa a perder la vida, te la pudre. La mosca, con sus ojos poliédricos, ve mil facetas de la realidad al mismo tiempo, pero no pierde el tiempo explicándolas. Tú, con tu mirada chata, ves un solo aspecto, pero entonces empiezas a desarmarlo y a observarlo pieza por pieza, y un ojo monstruoso te sale desde adentro y comienza a verte desarmando la realidad en piezas; y otro ojo más monstruoso, más negro, más oscuro, comienza a observar que te estás mirando mientras desarmas la realidad en piezas, y así te vas llenando de ojos que se espían, que te espían y que velan por tus actos, mientras se espían ellos mismos y velan por sus actos.
En tu novela Barniol claro, es el antagonista. Tu argumento es diferente. Trata de un hombre medio muerto hace muchos años, que sólo siente la vida rebelándose, negándose, apretando los puños, indignándose, protegiendo su intimidad con las uñas, defendiendo su dignidad a puñetazos. Tu luzbelismo, Ernesto, tu incorregible luzbelismo. Pero un día los barrotes y los muros le convierten la rebelión, la sustancia de su vida, en un acto suicida, y entonces te das cuenta, Ernesto, que tu novela es deficiente porque no tiene un desenlace imprevisto, como las novelas de antes. Sabes que tu antagonista te machacará, te acuchillará, te escupirá, te pisoteará… y te derrotará, pero no tienes otro camino que entregarte a tu destino, o a la “mecánica de las cosas” como te gustaba decir. Jugarás tu papel en tu novela hasta el final. Hasta el último capítulo. Ahora te acuestas en tu litera. La más elevada de las tres. Con el cielo amarillento de la bóveda a dos palmos. A tus pies hay un paisaje raro, amarillo, con unas Pes negras, y se oye una brisa de palabras. Viento ensalivado, incoherencias, tonterías que se dicen en lo que viene el silencio, en lo que viene la muerte. Dentro de un rato hablará Barniol por los altavoces.
“Reclusos —la voz se largó en ancas de la estática hasta que los controles la dejaron sola, clara—: el Gobierno cree que ha llegado la hora de darle a los presos políticos la oportunidad que no merecen, la que nunca hubieran dado ellos si sus oscuros designios hubieran triunfado —los presos, en tensión, escuchaban atentamente formados por galeras en los dos tercios superiores del gran patio—, pero el Régimen es generoso, y está dispuesto a ofrecerles alternativas a los condenados. Hoy se inauguran los cursos doctrinarios. Hemos preparado para este fin el antiguo pabellón de castigo. En él se dictarán los preceptos de la Doctrina; en él algunos de ustedes comenzarán a abrir los ojos por vez primera; algunos de ustedes se percatarán de la bárbara ignorancia que padecían y que les condujo hasta su estado actual. Otros, que apenas arañaban la superficie de nuestra Doctrina, la única genuinamente científica, la única con un método válido de análisis, podrán salir de sus dudas. Sin embargo, además del conocimiento que impartiremos, además de traer la luz a vuestros cerebros, daremos algo menos importante, menos significativo, pero que acaso les complazca. A los que acudan a los cursos, durante los tres primeros meses, recibirán visita doble semanal. Al cabo de los tres meses, si los instructores así lo acreditan, si los progresos son satisfactorios, serán sacados del Presidio Central y llevados a una granja penal donde se incorporarán al trabajo fructífero. Allí en contacto directo con la tierra, con las plantas, con los frutos, la Doctrina cobrará su exacto contenido. Después de seis meses en las labores agrícolas y sometidos a estudios diarios, cada vez más intensos, podrán abandonar la granja un día al mes para pasarlo en sus casas. Esto continuará durante tres meses, al cabo de los cuales podrán trasladarse los domingos a sus casas. Así pasarán el segundo año completo. Al finalizar el segundo año un Comité de Libertad estudiará los progresos realizados y determinará si pueden incorporarse a la sociedad nuevamente. A partir de ahí, sólo tendrán que acudir una vez a la semana al sitio que se les indique para testimoniar su buen comportamiento y su adhesión a la causa. Voy a hacer la primera llamada pública a los que tengan el buen juicio de acogerse al programa de rehabilitación. Reclusos —la voz sonó imperativa—, los que deseen sumarse al “Plan de Rehabilitación” agrúpense al frente del patio.”
El calor sofocante se enredó en los murmullos de los presidiarios, en las vacilaciones de unos pocos y en la negativa de los más. El parloteo devino griterío.
—¡Traidores!
—¡Cobardes!
—¡Pendejos!
—¡Maricones!
De la masa amarilla, moteada de Pes negras, comenzó torpemente a desprenderse, a desmembrarse, porciones cabizbajas. Empujones, gritos, saliva. Cincuenta silencios al frente. Mil ciento cincuenta aullidos detrás.
—¡Miserables!
—¡Vendidos!
—¡Vendepatrias!
—¡Mueran los traidores!
—¡Mueran!
Veloz, un pelotón de soldados, con las bayonetas caladas, se interpuso entre los gritos y los silencios. La cancela de hierro giró y unos cincuenta hombres se pusieron en marcha mirando hacia el piso, como en busca de algo que comenzaban a encontrar. Al frente, Larrauri, un sastre envejecido, sintió el olor de su taller, el sonido de la tijera, el sabor metálico de los alfileres entre los labios. Una piedra caprichosamente redonda y pulida le recordó la tiza de hacer marcas. El dentista gordo sudaba copiosamente. Un campesino azorado, de orejas grandes y paradas, miraba intermitentemente a la masa hostil que no cesaba de gritar, y al suelo rajado por los efectos del calor. Un jovencito de ojos verdes, grandes pero estúpidos, cerraba la fila. Murmuraba algo, o mascaba, o simplemente abría y cerraba la boca. El vejete de la pierna seca trató de seguir el ritmo de su grupo mientras anulaba los remordimientos con el peso increíble de aquella protuberancia inútil que le colgaba de la cadera. Media hora después de haber desaparecido los cincuenta hombres, la masa amarilla seguía compacta, sujetada por centenares de gargantas roncas. Los gestos furibundos dirigían los compases de la cólera. Carrillo se empinó en un silencio grave para observarlo todo desde cierta altura.