El funcionario Barniol oyó los tres toques de nudillo y se apresuró a realizar unas cuantas operaciones estratégicas. Abrió el cartapacio que tenía delante; se arregló la corbata; carraspeó la garganta, tragó una densa bola de flema, lamentando no tener a mano una escupidera, sacó el revólver —Colt Cobra 38, cinco balas, poco alcance, mala leche— y lo guardó en la primera gaveta de la derecha tras cerciorarse mecánicamente de que estaba cargado. Mentalmente repasó la situación: la fuga del terrorista Vilar era un episodio embarazoso. Especialmente porque fue en sus narices. Especialmente porque se iniciaba el “Plan de Rehabilitación”. La confidencia llegó tarde y sólo fue válida para saber los nombres de los encartados. Los interrogatorios, otras confidencias provenientes de la galera séptima y unos cabos correctamente atados, llevaban la pista hasta un maestro, también terrorista, que comenzaba a singularizarse peligrosamente dentro de la espesura monocromática del “personal”, como se le llamaba a los reclusos. El cartapacio con la ficha particular no arrojaba nada claro. El tal Carrillo había sido profesor de Introducción de la Filosofía, en el Instituto Central y, siempre rehuyendo los primeros planos, o sin habilidad para escalarlos, o por falta de ambiciones (el funcionario Barniol nunca se casaba con una sola hipótesis) participó de todas las revueltas significativas contra el corrompido gobierno anterior, llevó a cabo el atentado a Azcárate, él solo, sin ayuda de nadie, iniciándose en el terrorismo por aquel entonces, pero —con un sospechoso desinterés— sin preocuparse luego por pasarle la factura al nuevo gobierno, no aceptando ninguno de los cargos ofrecidos.
El cuadro familiar había que analizarlo por ausencia. La madre, muerta a los cuatro años de haber parido al tal Carrillo; el padre desaparecido cuando el tal Carrillo arribaba a los diez; y luego una institución religiosa, para huérfanos, de donde le expulsaron por indisciplina y por liderear una huelga de hambre, justo en el momento de terminar el bachillerato. Trabajos usuales; vendedor de zapatos en una peletería, amanuense de un notario opulento, echado por agredir a un cliente y luego al notario opulento, cuando le pedía cuentas, y —esto era más raro— seis meses como reparador de cadáveres en una funeraria del barrio chino. Estudios nocturnos en la Facultad de Filosofía de la Universidad Central y oposiciones a una cátedra de su especialidad, ganada por talento, o acaso por suerte, quién sabe si por influencias. Soltero, pero en concubinato con una estudiante de psicología, interrogada oportunamente y al parecer al margen de las actividades del tal Carrillo. Sus alumnos, la tal estudiante de psicología y algunos de sus amigos interrogados no logran ubicar su posición política con nitidez, pero aunque no milita en ningún partido parece inclinarse hacia el anarquismo. Cuando ocurrió el último incidente en la cárcel, en época del Capitán Bermúdez, fue uno de los agitadores.
El funcionario Barniol terminó su inventario recordando en un chispazo al joven alto, delgado, de tez morena, que ordenara sacar de la celda de castigo el día que inició sus funciones de Alcaide. Con la garganta limpia tras deglutir la bola de flema, dijo con voz clara:
—Pase —y ajustó la imagen del joven que recordaba con la del que tenía delante.
—Funcionario Barniol, éste es el recluso Carrillo —dijo el escolta con el tono con que los escoltas se supone que hablen.
—Puede retirarse —dijo Barniol sin amabilidad. Cuando el escolta, caminando como se supone que caminan los escoltas cuando se van de algún sitio, abandonó el salón, el funcionario se dirigió a Carrillo.
—Siéntese —dijo y subrayó con un gesto acaso demasiado cordial tratándose de un prisionero, pero quizás adecuado a lo que se proponía. En cualquier caso hubiera preferido no haberlo hecho.
Carrillo se sumergió en una enorme butaca de piel roja, pulposa, y por reflejos atávicos se fue encogiendo hasta una postura casi fetal. Se sintió ridículo y cruzó la pierna. El territorio extraño lo miró agresivo, percibió la hostilidad de los cuadros —antiguos, oscuros, cursis— y el desprecio de los muebles —no tan antiguos, no tan oscuros, pero cursis también. Al fondo, un espejo inquieto prodigaba su naturaleza esquizofrénica deformando de alguna manera imperceptible lo que se le asomara a la cara. Una lámpara de araña tejía su hilo amarillo entre la pelambre de cristal inmóvil. La estantería exhibía hileras de libros jurídicos, iguales, uniformados en verde castrense por el encuadernador sin imaginación. Sobre la mesa, un retrato de una mujer gorda, rubia, con una sonrisa tetánica congelada entre los labios. Seguramente la mujer de Barniol. Se le parecía, como se van pareciendo algunas mujeres a sus maridos a fuerza de verles las caras. Mimetismo conyugal. Transconyugalismo. Empiezan entregando la inocencia y acaban rindiendo las facciones y el repertorio de gestos. Luego el amor con ellas se torna difícil. Se convierte la cama en una forma absurda de autoposesión. En el momento cumbre hacen una mueca reconocible, una mueca que acostumbra a hacer uno al afeitarse o al tomar la sopa, y lo echan todo a perder. O la mueca se parece a la que hace la hermana de uno, o la madre de uno, y el forcejeo lúbrico se vuelve entonces una cosa fea, incestuosa, embarazosa. La dedicatoria del retrato es lastimosamente tonta, cursi, tanto como todas las dedicatorias de retratos, especialmente las que anotan las mujeres gordas, rubias. Barniol es menos tonto, menos rubio y menos gordo que su mujer. Además, no se le parece tanto. O tal vez se esfuerza por no parecérsele. Lo que no es lo mismo y lo que indica que Barniol huye de su mujer porque no es nada cómodo eso de estar casado con uno mismo. Está bien a los catorce años, pero Barniol ya tiene unos cuarenta. ¿O tiene treinta y cinco? No, mejor cuarenta. La hostilidad ambiental iba reduciéndose con el análisis. Los cuadros ensayaron una mirada cordial. La lámpara de araña disimuló su amenazante verticalidad de cristales. Carrillo, al fin se sintió acunado por un gigante de confort.
—Estamos plenamente informados de que usted colaboró en la fuga de Vilar —dijo Barniol poniéndose de pie, con las manos enlazadas en la espalda y caminando lentamente sin mirar a su interlocutor.
—Aporté algunas ideas —dijo Carrillo con un timbre de orgullo, pulsado para irritar al funcionario.
—¿No teme que le castigue? —preguntó Barniol a medio camino entre la curiosidad y el sadismo.
—Claro que temo, pero eso estaba en el presupuesto. Lo inusual sería que no me castigasen —dijo Carrillo explorando con algunas esperanzas el afán de originalidad de Barniol.
—Eso depende de usted —dijo Barniol adivinando en el tal Carrillo un principio de flaqueza—. Depende de su actitud. Yo he venido al Presidio Central a ensayar un método nuevo. Bermúdez, en mi lugar, le hubiera encerrado un mes en la celda de castigo o hubiera tolerado que a un guardia se le escapase un balazo. Pero le repito, ni yo soy Bermúdez ni ésos son mis métodos —Barniol hizo una pausa para pasarse la puntita de la lengua por la boca—. Al Gobierno no le conviene por razones de estrategia política, y hasta por humanidad, mantener en las cárceles a miles de presos políticos. Tampoco puede volcarlos de nuevo en las calles porque no tardarían en conspirar —hizo otra pausa, muy breve, y reincidió en la liturgia de la puntita de la lengua—, así que el camino es reformarlos. Es mejor para ellos y mejor para el Gobierno.
Carrillo, con sorna, creyó adecuado lanzar una pregunta suavemente, en paracaídas:
—¿Y usted seriamente cree que se “reformen”? —la última palabra la masticó con reticencia. El “se” en lugar del “nos” se convirtió en un elemento hostil.
—Unos sí y otros no —dijo Barniol; una vez dicha la frase, percutió hueca en su conciencia—. Los ignorantes, los campesinos y los pescadores, tal vez los estudiantes más jóvenes —añadió el último grupo arrugando la nariz y el entrecejo en un gesto de duda— probablemente entiendan sin dificultades que han sido instrumentos de sus enemigos naturales. El resto, salvo excepciones, “fingirá” que se reforma, pero eso basta.
La última oración por su franqueza, por su cariz de estrategia secreta,
sorprendió al preso:
—¿Y por qué basta con que finjan; no es eso peligroso para el Gobierno? —dijo Carrillo.
—No —contestó rotundo, ya sentado otra vez en su escritorio, y taladrándole la mirada al tal Carrillo—, una vez que finjan más allá de ciertos límites, la propia vergüenza les cauterizará las ganas de volver a meterse en problemas. Van por lana y son trasquilados. Al principio tratan de confundir poniéndose un disfraz, pero al cabo descubren que han llevado el disfraz demasiado tiempo para quitárselo de un tirón. Si no se reforman, al menos se deforman, cosa que al gobierno le tiene sin cuidado. En otros sitios les matan sin contemplaciones. Nosotros —la voz sonaba implacable— preferimos reformarlos, pero si tratan de engañarnos ellos mismos se deforman —al terminar, introdujo el dedo índice en el cuello apretado de la camisa y estiró la cara y los labios hacia adelante mientras abría los ojos desmesuradamente. El gesto era una involuntaria confirmación de sus razones poderosas y de la certeza con que arropaba sus conclusiones.
Ernesto Carrillo descubrió que era absurdo mantener el tono de sorna frente al funcionario Barniol. Se dio cuenta (y lo lamentó) que su inveterada costumbre de menospreciar a la gente, especialmente a los funcionarios de cualquier naturaleza, podía traer equivocaciones innecesarias. Barniol se puso de pie y se dirigió a un mueble empotrado en la pared. Extrajo una botella de coñac y dos copas.
—Beba —dijo, y le alargó la copa al tal Carrillo.
—No, gracias —dijo Carrillo disminuido.
—Beba, hombre —insistió Barniol con vigor, sin aceptar la negativa. El tal Carrillo sacó de su cuerpo un brazo flaco y largo que obedeció con un silencio velludo.
—¿Y por qué me cuenta todo esto a mí? —preguntó Carrillo paseando los ojos por el licor.
—Por varias razones —el funcionario Barniol se frotó las manos con la mirada—, primero, porque su extracción revolucionaria y su expediente de lucha y sus antecedentes familiares lo definen como un hombre del Gobierno y no de la oposición, aunque usted haya tomado el camino contrario —Barniol notó que el tal Carrillo le pidió con un movimiento de la comisura de los labios que abandonase la insincera lista de elogios; tomó nota mentalmente y pasó al punto siguiente—; segundo, porque con el grado de influencia que usted tiene entre los presos mi labor se aceleraría. De todas maneras se reformarán…
—O se deformarán —interrumpió Carrillo.
—De acuerdo, o se deformarán. Pero lo harán con usted o a pesar de usted. Yo quiero que razone, que piense con la frialdad con que se piensan estas cosas y que abrevie un trámite engorroso para todos.
—No cuente conmigo para eso. Además, le seré franco: me opondré resueltamente y con todo el peso de ese grado de influencia que usted dice que tengo —le temblaba la voz. Después de decirlo experimentó temor y satisfacción a un tiempo. Se reconoció a sí mismo. Se vio como se quería ver. Se oyó como se imaginaba. Pero no pudo evitar la duda sobre la naturaleza más íntima de lo que decía. Temió jugar al héroe, luego se sintió cabal, auténtico otra vez.
—Le costará trabajo —dijo Barniol sin alterar un músculo de la cara y mirando entretenido la ceniza del tabaco que acababa de encender—. Eso era fácil regresando de la celda de castigo con la cabeza rota y en andrajos. Ahora usted regresará a su galera sin un rasguño, tras haber conversado un buen rato con el Alcaide y con un aliento a buen coñac que se lo descubrirán antes de dar dos pasos. Así es difícil convocar a la rebeldía. ¡ESCOLTA! —gritó resuelto poniéndose de pie. Ernesto Carrillo se incorporó confundido.