IX

—Llegan dentro de media hora —dijo el Ronco Matías con su voz callosa, raspando las palabras contra las cuerdas vocales como si fueran las patas delanteras de un grillo—. Hay que darles un buen recibimiento —agregó con una mirada siniestra.

—Son unos hijos de puta —opinaron unas caderas anchas, nalguirredondas.

—Se les ha olvidado todo —sentenció una voz asmática desde un pecho flaco, ridículo.

—Son unos hijos de puta —reiteró el nalguirredondo enfático.

—Hay que liquidarlos —el Ronco Matías le dio a su aseveración el matiz de “sé cómo liquidarlos” y a ponerse de pie el de “manos a la obra”—. Reúne a la gente —añadió resuelto. El del pecho ridículo se puso en marcha veloz.

La prisión hervía. Elocuencia. Patriotismo. Que claudique su madre. Traición. Que los maten. La Patria. ¿Sentido común? Vaya usted al diablo. Eso se llama flojera de piernas. Cobardía. No tiene que gritarme. No manotee. En la cárcel no hay guapos. Larrauri es un viejo cobarde. ¿Y los muertos? ¿Y los vivos? Esto es cosa de hombres, no de pendejos. Me está escupiendo. Perdone. Lo de Musiú no es extraño. Tampoco lo de Casimiro. ¿Hijos? ¿Los que se murieron, no los tenían? Gritos, voces, empellones, bofetadas, cadenazos, sangre. No es nada, un poco de sangre. Señores cálmense. No nos dividamos más. Ese Barniol es un maquiavelo. Más bien un hijo de puta. Es que Maquiavelo era un hijo de puta. Hable claro. Redondo le partió la boca a Mola en la primera. Vamos allí. Usted qué cree abogado. No sé. Esto es un infierno. Calor sofocante. Bocas grandes, abiertas. Muelas cariadas. Dientes que faltan. Lenguas rojas. Blancas. Largas. Manos. Manos. Manos. Dedos. Dedos. Eso no se hace. Coño, que no se hace. No es justo. No hay derecho. Demetrio era muy viejo, no podía con su pierna seca. “Ojos bellos” no vale nada. Serrano, deje el yoga, venga. Iiiiiiiiliiliii —in crescendo— uuuuuuuuuuuu —in crescendo— eeeeeeeeeeeee —in crescendo— ooooooooooo —in crescendo— aaaaaaaaaaaaa. Voces, voceríos, vozarrones. No me vengan con cuentos: son unos desmadrados. Hay que matarlos. No. Cada cual con su conciencia. No tienen condiciones. No me empuje. ¿Qué, me va a comer? En la octava le cayeron tres a Messulán. Hay que hacer algo. Entiendo lo de Onofre: su mujer está enferma. Onofre es un buen hijo de puta. Son unos amarillos. ¿Y usted qué piensa, pudrirse en presidio? Igualdad, libertad, fraternidad. Es mejor que se lleven a Casimiro; un día mataba a uno. Mala suerte, los tuberculosos se quedaron. Tienen los fuelles picados, pero son valientes. Hay que hacer algo. Musiú no era preso político. Remolino de palabras. Ecooo de voces. Allegro con brío: Madre, madre, patria, patria. Andante con moto: Hijos de putáááá. Hijos de putááá. El que no quiere a la Patria no quiere a su madre. El que no quiere a su madre no quiere a la Patria. Molto vivace: madre, madre, patria, patria, sangre madre, sangre patria, muerte patria, sangre patria muerte, madre patria. Coro: sangre, madre, patria, sangre, sangre, sangre.

—Ya llegaron —el Ronco Matías estaba excitado. Voz llena de guisasos. Mirada torva. El de la pechuga flaca había reclutado diez hombres. En silencio se ocuparon de recoger todas las piedras regadas en el patio. El arsenal incluía botellas, trozos de madera, tuercas y cuanto se pudiese arrojar.

Los hombres entraron recelosos. Casimiro —a pasodoble— cerraba la fila. El primero, otra vez, Larrauri, el viejo sastre. Los gritos no lograron arrebatarle el sabor de los alfileres ni el olor del casimir inglés. Iba delante con un caminar apagado. Estrenaba una sonrisa misteriosa. Musiú, detrás, con la ausencia del brazo mortificándole al caminar. El dentista adiposo —panza abultada y pies planos— juntaba las rodillas al desplazarse. El veterinario —la veterinaria, decían, pérfidos— pasito escrupuloso y una tonadilla cogida por el rabo entre los labios. A Chávez le dolía el tobillo, pero se movía ligero. A Longa se le empantanaron en el cerebro las palabras del instructor: el hombre, lobo del hombre; prisionero de las clases; la Doctrina abrirá sus corazones. La Doctrina debe ser una llave. El instructor era ñato. La nariz aplastada contra la cara como si se la hubiesen instalado de una patada. El pelo le nacía del medio de la frente. El instructor ñato tenía una llave por donde el lobo se le escapaba al hombre. ¿Será imbécil el instructor? Cara tiene. Cara de lobo, de llave y de ñato. Hable, señor ñato: háblenos de su Doctrina. Creeré todo lo que me diga, señor Lobo. Todo, absolutamente todo, señor Llave. Mi sentencia era de veinte años. Creerlo, señor Doctrina, me la reduce dieciocho. Señor Corazón, dieciocho años bien valen una misa. Digo, es un decir, no he dicho misa. He dicho, señor Pelos En la Frente, que quiero ver el sol. Ese que usted ve todos los días. Yo lo veo también, señor Llave, pero sólo cuando pasa por el patio y si estoy en él. ¿Le dolió la patada? Es lamentable portar una nariz tan bochornosa. ¿Por qué la Doctrina ésa infalible no le pone una respingadita? Vamos, por qué, por qué. ¿Duele mucho ser tan feo?

—Tírale, coño —el Ronco Matías abrió el fuego con puntería diabólica. Una pedrada blanca, en el pecho, interrumpió los pensamientos de Longa. Juan Longa: alto, cejijunto y estudiante de Derecho, se dobló de dolor. Diluvio de piedras, palos y cascos de botella.

Los hombres del Ronco eran diez, pero tenían todas las piedras del mundo; todos los trozos de madera del mundo; todos los cascos de botella del mundo. Los reclusos abandonaron las galeras y se dirigieron al campo de batalla. A Hinojosa una tuerca le partió dos dientes. La sangre tenía un sabor metálico, un dejo de óxido. Escupió con rabia. Repuestos de la sorpresa los de la Doctrina comenzaron a devolver los proyectiles. Casimiro se tiró en el piso cuan largo era —tres baldosas, hasta llegar a la rayita donde crece una hierba parásita— y se tapó la cabezota grande con las manos chiquitas. Instintivamente extrajo la cuchara afilada.

“Uiii, uiii”, el silbato chilló agudo, y el pelotón de asalto interrumpió la contienda con los fusiles listos para disparar.

—Alto, coño. He dicho que alto. Al que tire otra piedra lo mato de un balazo, carajo —hablaba el teniente Wong. Padre cantonés y madre criolla. Del cruce le quedaron dos leves hendiduras en la cara, por las que observaba el mundo. Pelo y humor negros, lacios y gordos. Nacido para carcelero—. Estos hombres han ido a la Doctrina porque les ha dado la gana. ¡Y hay que respetarlos! Al que se meta con ellos tengo órdenes de matarlo en el acto, sin contemplaciones —Wong, “Atila” en la jerga de presidio, tenía la vena del cuello a punto de reventar. No se enrojecía de ira por mero racismo, pero la vena hinchada y la voz trémula levantaban acta de su enojo—. No vamos a sacarlos de aquí como algunos de ustedes quieren —dijo agitando el dedo como un parkinsoniano—, se quedan y hay que aceptarlos —esto último lo añadió con cierta ironía subrayada por el brillo que despedían las dos oblicuas ranuras de su cara.

Ernesto Carrillo observaba en primera fila. Las palabras de Wong le resultaron obvias. La convivencia con esos cincuenta hombres acabaría por quebrar la resistencia del resto. Verlos partir todos los días, con la promesa no muy lejana de una libertad condicionada, disminuida, abyecta, pero libertad a fin de cuentas, y saber que almorzaban algo decente y no la bazofia de todos los días, era el arma más contundente de Barniol. Casi sin darse cuenta, Carrillo se sorprendió interpelando al teniente Wong:

—Un momento, teniente. Si estos compañeros han decidido correr una suerte distinta a la del resto, deben alejarse del grupo.

Wong lo miró como si fuese una cucaracha, una lombriz, un insecto. Lo miró como los tenientes carceleros miran a los presos.

—¿Cómo se llama? —preguntó el chino por toda respuesta.

—Ernesto Carrillo —respondió secamente.

—¡Sargento, anote el nombre de este hijo de puta!