IV

El aire, a bocanadas, trae el rumor de los parientes. Los reclusos hormiguean nerviosos por el patio. Harapos limpios. Lo más limpios posible. Todos juegan a presentir lo que ocurrirá, a imaginarse la cara que viene a verlos, la boca que viene a besarlos. Los recuerdos sirven para robarle unos minutos a la realidad. Sirven para fabricar un porvenir que casi ha llegado. Hay una preocupación banal por estar presentable, por mitigar la P lacerante de la espalda, por debilitar las de los muslos, por borrar la que se asoma a los ojos. Musiú se ha bañado. No espera a nadie. Tal vez (nadie lo sabe a ciencia cierta) tuvo a alguien en Haití. A las cuatro de la mañana le tocó el turno. Mil docientos hombres son muchos para dos hilos delgados de agua fría, que corren, acobardados, adosados a las viejas piedras. Pero se bañó, que es lo importante. Negro y brilloso, puede confundirse con una foca o con un teléfono. Depende como se le mire. Es cuestión de distancias. Casimiro se quedó sucio convencido de la esterilidad de cualquier empresa encaminada a mejorarle la apariencia. Vilar está con su disfraz de niño metido bajo la sábana. El plan ha logrado mantenerse bajo el discreto control de media docena de reclusos y la sospechosa malicia de Musiú. La galera séptima es una especie de circo gitano, hay un gigantesco luchador grecorromano, que utilizaba el nombre de Atahualpa, y que habla con voz de pito. Junto a él, un astrólogo tonto, pero no tanto como para tomar en serio su curioso oficio. El gigantesco Atahualpa se ha ido encogiendo en la cárcel. El astrólogo se ha alargado espiritualmente. Conversan nerviosos como todos. Carrillo entre ellos, se esfuerza por decir algo coherente, pero se le antoja absurdo hablar en serio con un luchador y con un astrólogo al mismo tiempo. Dice algo que no logra hacer mella en Atahualpa pero que inquieta al astrólogo. Encoge los hombros e intenta de nuevo burlar la impermeable idiotez del excoloso. Nuevo fracaso. Se resigna y le entrega la palabra, inútil, degollada, al astrólogo. Guarda las manos en los bolsillos traseros, en un gesto que recuerda las posturas de los abogados del siglo pasado o la de los muchachos nerviosos que esperan a la insaciable mujer del catedrático en una esquina oscura. Cabizbajo, abandona a sus interlocutores y se acerca a la cama donde tirita de miedo Vilar:

—¿Ya comenzaron a entrar? —dijo Vilar.

—Sí, en media hora entran todos. El registro no es minucioso.

—¿Esperas a alguien? —dijo Vilar.

—No sé —dijo Carrillo, un tanto melancólico.

—¿A Marcia? —dijo Vilar.

—¿Te he hablado de ella? —dijo Carrillo.

—Una vez. La mencionaste y sonreíste con afecto —dijo Vilar.

—No sé si vendrá —la respuesta de Carrillo cabalgó unos segundos sobre una mirada triste—. Ahora lo importante es lo tuyo, tu plan de fuga. ¿Qué piensas hacer?

—Esperar bajo la sábana a que termine la visita, luego sumarme a la muchedumbre que se va. La puerta es ancha y si salen con el mismo desorden con que entraron no tendré dificultades —dijo Vilar y con el dorso de la mano se borró un hilo de sudor que le temblaba sobre los labios.

La mujer de Moleón era ancha, cetácea, gorda y llorosa; sin edad —se paseaba resignadamente entre los treinta y los sesenta— y llevaba de la mano un chiquillo delgaducho, inquieto, y gritón. Presumir que era el hijo era razonar al margen de las apariencias. Pero era el hijo. Y era, además, el hijo de Moleón. El hombre silencioso abrazó a la mujer gorda y cargó al hijo. A la inversa hubiera sido imposible. Sollozaron, Moleón besó a su hijo con infinita ternura. Con los ojos cerrados, el chiquillo delgaducho, inquieto y gritón se negó a sí mismo con un abrazo fuerte, quieto, callado. Ese domingo blanco le devolvió a su padre corpulento y silencioso. Le trajo al campesino legendario de quien se ufanaba en la escuela, y de quien presentía se hablaba con respeto y cierto temor. La mujer ancha no paraba de llorar. Moleón le enjugó las lágrimas y se la llevó, junto con el muchacho, a un extremo de la galera. Hablaron intensamente.

Gonzaga recibió la visita de su madre y de dos sobrinas huérfanas. El padre de las niñas, el hermano menor de Gonzaga, murió la noche de la detención. Lo mataron como un conejo cuando trató de saltar al balcón vecino. Cuando cayó al suelo ya estaba muerto. Una bala cuarenta y cinco le entró por la sien derecha y le arrancó los ojos. Otra le destrozó el maxilar y los dientes. Le vaciaron un peine de M-3 completo. Cuando cayó no se parecía al que había saltado. Como estaba muerto lo arrastraron por los pies escaleras abajo, hacia la salida. Gonzaga iba delante, con las manos esposadas a la espalda oyendo los golpes secos del cráneo que golpeaba rítmicamente, duro al principio, más blando después, fofo cuando llegó al último escalón. Entonces Gonzaga se viró de pronto y vio un muñeco negro, un muñeco rojo, un muñeco pegajoso, un muñeco sin ojos, un muñeco sin paja, destripado, con el orine y el excremento jugándole entre las piernas y vio una cabeza negra, una cabeza roja, una cabeza chata, llena de agujeros y con la sonrisa descolgada sobre el cuello. Y el sonido pac-pac-pac-pac-pac grabado en su memoria; y el sonido poc-poc-poc-poc-poc-poc; y el sonido pof-pof-pof-pof-pof-pof. Tres pisos no es una altura enorme. Es una distancia corta. A no ser que se mida en pacs, en pocs, o en pofs. Los pofs son muchos. Hay miles de pofs en tres pisos. Y ahora tenía delante las dos niñas rubias. Se parecían a su hermano cuando empezó a saltar. No se parecen al muñeco pegajoso que cayó. Gonzaga se las sentó en las rodillas. Una señal de la madre —vieja, enlutada, filosa— le puso en sobre aviso de que las niñas ya sabían la suerte de su padre. Ahora sólo quedaba explicarles lo que era la muerte. Optó por bromear, por revolverles las cabezas amarillas; por hacerles cosquillas; por contarles tres de los siete viajes de Simbad el Marino y la historia tremenda de Gulliver en Liliput. A fin de cuentas la muerte no era una incógnita más sencilla para él que para las niñas. Algo así como un salto, unos estruendos y luego un muñeco rojo, pegajoso y una cabeza chata. Mejor Simbad o Aladino. La vieja —madre, enlutada, filosa—, apretó las lágrimas, una a una, con sus dedos artríticos. No dejó que fluyeran, las asfixió con rabia y tiró los cadáveres al piso.

Víctor Fernández saludó a su hermana con un abrazo seco. Su hermana lo miró con cara de te-dije-que-te-sucedería. El joven soñaba con una mirada compasiva de sé-lo-que-sufres-y-sufro-tanto-como-tú. Su hermana adivinó y se la dio. Víctor Fernández se la agradeció en el alma.

A Luis Hermida le vinieron las dos mujeres. La amante permaneció callada. La legítima vociferó y dijo que si en la cárcel también, que si no le bastaba, que si no había límites… que si podía por lo menos cargar al niño lloroso que acariciaba la amante callada. Hermida se lo trajo. Ella lo cargó con extrañeza. Lo miró detenidamente. Miró a su marido detenidamente. Los comparó detenidamente. Lo estrechó contra su pecho y decidió irse. Hermida se lo agradeció apretándole un brazo y mirándole a los ojos. A poco, diluida por la certidumbre de ser la que sobraba, desapareció en el tumulto.

La madre de Vergara fue citada por error. Una semana antes un telegrama escueto le había comunicado la ejecución de su hijo. Gritó, lloró, se encerró en su cuarto y rezó. En el fondo guardaba la esperanza de que todo fuese una equivocación. Lo creía muerto, pero la citación a la visita le inyectó vida en sus arterias endurecidas. Primero se extrañó de no hallarlo junto a la reja. Luego de que no estuviera en la galera octava. Y comenzó a indagar. Nadie quería conocerle, nadie quería darle otra vez la noticia. Unos cabellos blancos y unos lentes gruesos la tomaron del brazo y le dijeron la verdad con la gravedad con que se dicen estas cosas. La madre de Vergara esgrimió el telegrama, lo arrugó, pero los cabellos blancos inflexibles y los lentes gruesos inflexibles, insistían con voz opaca, susurrante, atemorizada. Al fin la madre de Vergara los creyó. Los cabellos blancos callaron primero, luego los lentes gruesos. Un sollozo rotundo, absoluto, le acunó la pena a la anciana equivocada.

El coronel Serrano había sido un tipo feroz cuarenta y ocho de sus cincuenta años (fue un niño feroz también). Los dos últimos años los había pasado acurrucado en la cárcel. Sin guerrera y sin entorchados se redujo, se estrechó, perdió volumen, se le aflautó la voz y cambió la ferocidad por una actitud dócil de total obediencia. El coronel Serrano tenía tres cosas significativas: una hernia inguinal, un libro de yoga y una mujer que en los últimos treinta y siete de su cincuenta años le había amado mecánicamente, con piedad e indiferencia (Serrano también fue un niño precoz). La mujer de Serrano lo encontró pequeñito, pero no se lo dijo. Le chocó la voz de pito, pero tampoco se lo dijo. Se limitó a seguir, piadosa e indiferente las instrucciones del coronel. En un rincón de la galera se quitó los bloomers. La falda ancha, de campana, ocultó el delito. Serrano se sentó en una silla de tijera y la dama, lánguida, resignada, siempre piadosa, se sentó a caballo sobre el militar, frente a frente, casi de hombre a hombre, y con las manos pudorosas, se percató de que la falda ancha, de campana, protegiera su trabajo de la mirada de cualquier impertinente. A poco comenzaron unos temblorcillos y al coronel Serrano se le vidriaron los ojos. Los del vecindario —seis presos y sus visitantes— suspiraron aliviados cuando la silla de tijeras dejó de crujir.

Llegó la hora de partir. El altavoz trajo la noticia con el dejo inconfundible del funcionario Barniol. Armando y Carrillo se acercaron a la cama de Vilar. A Vilar le castañeaban los dientes. Martínez se sumó al grupo. Eddy Puig vio con asombro cómo Vilar saltaba de la cama disfrazado de niño. Llamó a Habach, a Varona, a Agramonte. Un círculo de curiosos rodeó a Vilar.

—Señores, voy a tratar de irme en el tumulto, no les dije nada a algunos de ustedes por no alarmarlos —se explicó torpemente.

—Déjame verte, da la vuelta —dijo Puig con sorna.

—Crecidito el niño —exclamó Habach agitando el dedo medio de la mano derecha con un gesto elocuente.

—Ah, no, así no te puedes ir. Hay que cantarte algo —dijo Varona.

—Déjenme, por favor —dijo Vilar en tono suplicante.

El altavoz anunció la salida. Los presos deberían permanecer en sus galeras y los familiares aproximarse a la reja del patio. En la galera séptima una coplilla desafinada se dejó oír:

Naranja dulce

limón partido

dame un abrazo

por Dios te pido.

Tú eres muy lindo

y muy lampiño

pero esos huevos

no son de niño.

—Señores, por favor, no jodan, que lo van a echar todo a perder.

Tú eres muy lindo

y muy lampiño

pero esos huevos

no son de niño.

—¡Cállense, coño!

Pero esos huevos

no son de niño.

Vilar se juntó a la masa que comenzaba a salir, entre la abuela de alguien y la hija de otro. A pocos pasos la mujer de Moleón le miraba curiosa. El niño inquieto, flacucho y gritón, se le colgaba del brazo. En el último minuto Carrillo le había dado un papel a Vilar con la encomienda de que viese a Marcia. A la Marcia que no se había puesto el vestido negro ni se había colgado la pequeña medalla con la inscripción lacónica. “Vete a verla y dile que estoy bien, que sólo me falta un perro de alambre. No te preocupes, ella entenderá”. Iban saliendo sin mucha dificultad, bajo la mirada cansada del propio funcionario Barniol, Vilar sintió un cosquilleo en las piernas y unas tremendas ganas de orinar. Sus testículos se arrugaron y encogieron. Las palmas de las manos y los pies comenzaron a sudarle copiosamente. Todo él comenzó a sudar copiosamente. El sol, el miedo, el sudor, la mañana blanca, y la camisa negra, embetunada, que malolía a dos pulgadas, y que comenzaba a desteñir con los chorros de sudor. Todo aquello era un disparate. Si le descubrían le ejecutarían sin remedio. A unos pasos estaba la puerta y entonces Vilar notó que los familiares se volvían para saludar con la mano o con el pañuelo a las manos y pañuelos que se agitaban desde las galeras; creyó prudente hacerlo y buscó con los ojos su galera y no miró a nadie en particular, pero movía la mano frenéticamente para calmarse el miedo que le caminaba por las entrañas. La vejiga parecía estallarle. Se sintió helado. Llegó a la puerta y la mano del funcionario Barniol se le posó en el hombro y entonces vio unos labios que se movían y unos dientes parejitos y le pareció oír:

—¿A quién vienes tú a ver? ¿Qué edad tienes? —preguntó el funcionario, y sin dar tiempo a que respondiese, inquirió—: ¿Quién viene contigo, cuál es tu madre?

Vilar sintió un sabor amargo en los labios y una secreción pastosa en toda la boca. Se dio cuenta de que no se le ocurría nada válido, que no tenía nada que decir, que había sido una imbecilidad aquel plan descabellado y aquellas ropas malolientes y ridículas. Le parecía irreprimible la micción de orina cuando una voz enérgica le conmovió:

—¡Muchacho malcriado, la última vez que te traigo a ver a tu padre! Llevo una hora buscándote —la mujer de Moleón se movió como una tromba entre la fila de visitantes y llegó junto a Vilar, arrastrando con una mano a su hijo flacucho. Lo tomó del brazo—. Camina, idiota —dijo con la mayor rudeza.

—¿Qué edad tiene su hijo? —preguntó Barniol extrañado.

—Quince años —contestó resuelta la mujer ancha.

—Catorce era el límite —dijo el funcionario Barniol en tono triunfal, satisfecho de su pesquisa—, no lo traiga más o le prohibiré a usted también las visitas.

—No se repetirá —dijo la mujer ancha en un tono humilde y con un gesto abyecto de gratitud por la benevolencia del funcionario.

A la salida, en un recodo, Vilar se separó de la muchedumbre, se rebuscó entre las piernas, extrajo un pene acobardado, rudimentario, inofensivo, y lo puso en uso con una elocuente expresión de alivio.