III

Seguramente vendrá mañana. La aventura de Vilar me ha servido para esquivar la certidumbre de que vendrá mañana. Se pondrá un vestido negro, austero, como para la ocasión, y no olvidará colocarse la pequeña medalla con la inscripción mínima: a Marcia de Ernesto. Siempre ha esgrimido esa medalla como si se tratara de un contrato. En realidad es nuestro único documento. Tampoco demandaba uno de esos que firman los muchachos nerviosos frente a la calva del notario o la barriga del cura. Le bastaba con la medalla y con mi promesa de que nunca la llamaría mi “concubina”, palabra que se le antojaba como hecha a medida para un insecto pavoroso de ocho patas y antenas agresivas. Su curiosa logofobia hacía sudar a todos los burócratas que por cualquier razón le llenaban uno de los tontos formularios. Nombre, Marcia Cugart. Profesión, estudiante le psicología. Edad, veinticuatro años. Estado civil, vivo con Ernesto Carrillo. ¿Cómo ha dicho? Pues que vivo, que me acuesto, con Ernesto Carrillo. ¿Pero está usted casada o no? No sé, vivimos juntos, compartimos su lecho y su sueldo, más abundante lo primero que lo segundo, pero si usted se refiere a una de esas ceremonias, que recuerde no hemos pasado por ninguna. Entonces pondré concubina. No lo haga usted. La concubina suele ser un bicho peligroso de picada mortal y dolorosa. Ponga simplemente que vivo con Ernesto Carrillo. No puedo, el espacio es muy pequeño y además, no me atrevería a escribir semejante cosa. Bien, anote lo que le plazca, pero le prevengo que la concubina es un bicharraco repulsivo y no la mujer que se acuesta con Ernesto Carrillo. Si Marcia regresaba alguna vez a la guarida del burócrata, éste se escabullía con cualquier pretexto. Cuando llegó a mí, dos años atrás, era divinamente desvergonzada, pero sin rebasar el plano teórico. Su desenvoltura y su inexperiencia eran un contrasentido que sólo podía coincidir en la menuda Marcia. Pelo negro y suelto, a veces anudado junto a la parte posterior de la cabeza, apenas cinco pies, apenas cien libras —estratégicamente repartidas entre nalgas, senos pequeños y redondos, muslos bien formados, en una excelente muestra de logística—, dedos pequeñitos y regordetes, dientes ligeramente protuberantes y labios carnosos y provocadores. Vociferaba en una librería la tarde que la descubrí. Demandaba a gritos le devolvieran un perro de alambre que había hecho para la clase de diseño. Usted no ha dejado aquí ningún perro de alambre, señorita, cállese, por Dios, ¿para qué iba a robarle a usted un perro de alambre? Pues tal vez para que conversen a ladridos, señor librero. Usted, señor, ¿vio en algún momento el perro de que habla esta señorita? Seguro, estaba ahí. Dónde lo ha puesto, señor librero. Aquí todos están locos, mire, cuánto vale el maldito perro de alambre; pero por treinta centavos ha armado usted semejante escándalo. Si no toma los treinta centavos es cosa suya, pero, por favor, lárguese. Salimos del brazo riéndonos a carcajadas y yo le pregunté si el perro de alambre existía y ella por supuesto me dijo que no, que se trataba de un experimento para saber cuánto resisten los libreros cuando se les pregunta por un perro de alambre. Y por qué dijiste que lo habías visto. Pues porque me resultaba antipática la forma lógica en que pretendía aplastar tu planteamiento absurdo. Era como escoger entre el Teorema de Pitágoras y La Soprano Calva. Escogí, por supuesto, la Soprano Calva. (Entonces, Marcia, reíste con ese adorable descaro que nunca te abandona).

Esa noche comimos juntos en mi apartamento. Como la cosa más natural del mundo le insinué que le haría el amor tan pronto termináramos la cena. Como la cosa más natural del mundo me anunció sin rodeos que no tenía inconveniente, pero que era virgen. Pero cómo es eso posible. No sé, mala suerte tal vez. El mundo está lleno de hombres tímidos y de lugares faltos de intimidad. Hasta ahora había coincidido con hombres resueltos a la intemperie. Hoy, mientras buscaba un perro de alambre que no existía, hallé un hombre resuelto en la intimidad. Si fuera cursi diría que el destino. Y si fueras lírica dirías que tu virginidad se irá cabalgando en un perro de alambre. Esta frase mía le hizo reír de nuevo. Me acerqué y la estreché. Comencé a besarla en el cuello, junto a la oreja, recorrí su nuca mordisqueándola. Me apretaba fogosa mientras se movía voluptuosamente. Comencé a desnudarla en la sala. Cuando concluí me sentí ridículo, con mi corbata y mi camisa y mi pantalón y todo aquello que me señalaba que entre Marcia, desnuda hasta la raya del cabello, y yo, con mi disfraz de civilización, había cien mil años de historia humana. Igualmente absurdo me parecía dejar de acariciarnos mientras la acompañaba en la desnudez. Opté por abrazarla con la izquierda mientras con la derecha comencé a maniobrar con el cinturón, la cremallera de la portañuela y toda esa odiosa impedimenta. Luego, en calzoncillos, con los pantalones torpemente arrollados sobre los tobillos, tuve la noción exacta de lo que es el más atroz ridículo. Me descalcé. Me quité la camisa, siempre con la ayuda infatigable de Marcia. Al fin quedé desnudo y recuperé el aplomo y el dominio de la situación. Esto es, dejé de contemplarme haciéndole el amor a Marcia para sencillamente hacérselo sin contemplar otra cosa que aquella mujer sin pudor primerizo. La llevé cargada a la cama con la presunción absurda de que así le ahorraba un trayecto acaso embarazoso. En mis brazos adivinó el propósito de mis alardes gimnásticos y con la mayor malicia sonrió. Pensé ponerla suavemente en el lecho pero opté por tirarla con alguna violencia y entonces percibí que para Marcia la rudeza era un componente inseparable del erotismo. Esa noche ensayamos todas las posturas y todas las caricias. No conocía el rubor ni el asco. No rehuía ningún proyecto, por doloroso que fuese, si existía la promesa de un orgasmo. Los sufrimientos los enjugó el placer sin derramar una gota, al fin, cansados, dormimos a pierna suelta. Al día siguiente, mientras me vestía para ir a dictar mis clases al Instituto, Marcia me comunicó, candorosamente, una decisión sorpresiva. Iré a recoger las cosas a casa de mi abuela y me quedaré a vivir contigo hasta que nos aburramos de vernos las caras, entonces me montaré en mi perro de alambre y me largaré a interrogar libreros. En el fondo me temía que algo así ocurriría con Marcia, de manera que opté por besarla en la frente y darle una respuesta apropiada: A las doce y media me gusta almorzar. Poca sal y ninguna grasa. Las sábanas limpias están en el armario. Mi reacción —lo supuse— la sorprendió. Me despidió con un beso. En el trayecto al Instituto me dediqué a construir un cuadro coherente de su vida, con los trazos dispersos que me había dado a al salida de la librería. O frente al bodegón catalán. O a la entrada del apartamento. O desde la sala. O bajo las sábanas. O en la ducha, donde borrábamos las huellas del sexo. Estaba siempre dispuesta a contarme su vida pero renunciando inflexiblemente a hacerlo de una manera recta, lineal. La narración tortuosa, joyciana, no siempre se ajustaba a los hechos. O nunca se ajustaba a los hechos. Cómo saberlo. Por de pronto me negué a creer lo del padre francés, héroe de la Legión Extranjera, a pesar del apellido y de la montaña de datos que aportó para convencerme. En su fantasía —¿sería fantasía?— había muerto estrangulado por un beduino al que le sedujo tres de sus ocho mujeres. La madre de Marcia no lloró sobre el cadáver, pero averiguó el paradero del beduino. Se acercó a la tienda que compartía con las cinco esposas restantes (a las tres adúlteras el beduino las había enterrado vivas junto a una palmera), y sigilosamente se introdujo bajo la carpa navaja en mano. Los degolló con la mayor naturalidad, sin afectaciones ni estertores agónicos. A cada mujer le bastó con un corte rápido en el cuello. El beduino sufrió un tajo profundo y no pudo evitar que el chorro de sangre le empapara el rostro. Luego su pobre madre, con la cara embarrada en sangre, le hurgó entre las piernas y no sin ciertos escrúpulos le cercenó el miembro y los testículos. Guardó los despojos en un paño y regresó a la tumba del héroe de la Legión Extranjera. Allí, en la tumba, sobre el héroe, enterró su botín —desmirriado, exangüe, ridículo— y dijo como en las películas de John Wayne: “ya estás vengado”. Entonces lloró desconsolada, como cualquier viuda hija de cualquier vecino, recogió a la pequeña Marcia y se largó de África. Después la dulce mujeruca desaparecía misteriosamente de los relatos de Marcia. Lo cierto es que Marcia vivía con su abuela, inofensiva como un general suizo, y que el padre, legionario o beduino, no aparecía por ninguna parte.

Leía con fruición a Proust y le parecía poco femenino leer a Ortega. “Es una prosa amanerada, pero para hombres”, decía, y tiraba con desenfado los tomos grises sobre la mesa. Sabía, por intuición, más que por análisis, lo gigantesco de Faulkner y lo pequeño de Hemingway. La psicología aparentaba tomarla en serio, pero a menudo se reía a carcajadas de la escolástica behaviorista y de toda la rígida interpretación mecanicista del hombre. Sus profesores se le antojaban pedantes sabelotodos, cuando no farsantes inveterados. Le irritaba especialmente uno jovencito, redomadamente estúpido, que conservaba de la adolescencia el acné, un bozo raquítico y la costumbre —aseguraba convencida— de masturbarse los sábados por la noche. Sigue siendo un misterio para mí cómo aquella criatura conjugaba su voraz intelectualismo con una estupenda disposición para la cama. Pasaba sin preámbulo de Heidegger a Henry Miller. Con los lentes a caballo sobre el empeine de su nariz era tan sensual como una silla; pero sólo con quitárselos se transformaba en una hembra atrevidamente apetitosa y más atrevidamente apetente. El pudor sexual no aparecía en su flaquísima nómina de inhibiciones. Los lentes eran la única frontera reconocible entre la Dra. Jeckyll y Mrs. Hyde. Varias veces me aguardó sobre el sofá de la sala, leyendo con la mayor concentración algún texto sesudo sobre modificaciones de la conducta, escrito por Volper o cualquiera de los germanos que han hecho de la psiquis humana una ciencia tan precisa, por lo menos, como la física. Cuando entraba, venía alegre hasta mí, con el libro en una mano y los lentes en la otra. Me abrazaba cruzando los dos artefactos sobre mi cuello y en un segundo el libro, los lentes, Volper y sus maquinaciones, se metamorfoseaban en un animal ardiente. Tienes que definirte —le decía para enojarla— entre las dos mujeres que escondes. Ustedes deben siempre escoger entre dos esdrújulas: o son clitóricas o son encefálicas. Con ingenio, resultaba ortodoxamente salomónica en su selección: cintura arriba, encefálica; cintura abajo, clitórica. Tras el coito, generalmente heroico, si no quedaba rendida por el sueño, se calaba sus lentes grandes y continuaba ensimismada en los vericuetos del manual de psicología. A mí me maravillaba aquella perfecta dicotomía entre el instinto y el intelecto, que parecían no perturbarse nunca, como si uno no tuviera noticias del otro, como si su vagina funcionase atada a otro centro nervioso, ajeno al que digería libros abstrusos. Sus hormonas sexuales, como los cables de alta tensión, se mantenían aislados de los otros equipos para evitar un contacto que sin duda sería fatal. Ella se reía de mis observaciones (que por mil motivos torcidos le resultaban elogiosas) y expresaba el criterio de que lo normal, aunque no fuera lo frecuente, era esa ruptura vertical entre Dra. Jeckyll y Mrs. Hyde.

A los pocos meses de vivir juntos se hicieron inocultables mis labores conspirativas. Una fuerte reacción alérgica que me tiñó el pecho y los brazos de amarillo, me mantuvo en cama varios días, coyuntura que Marcia utilizaría para interrogarme con el más impío rigor, mezclando sus hallazgos con demoledores argumentos: Qué pretendes, que te den dos tiros en el cráneo. O tal vez estés jugando al patriotismo. Me imagino que te divierta el terrorismo. En el fondo sería más respetable si lo haces por diversión que si te escondes en una retórica de otros tiempos. La diferencia no es ideológica sino puramente retórica. Ellos cabalgan una retórica y ustedes otra. En el fondo capitalismo, marxismo, nazismo, radicalismo, fascismo, izquierdismo, derechismo y todas esas tonteras son las mismas palabras combinadas desde perspectivas distintas. Chorros de saliva que matan. El mismo barullo ensordecedor de la torre de Babel o de la frontera de Andorra. Tu luzbelismo, siempre tu luzbelismo. Por qué tienes que “realizarte” en la rebelión. Otros se “realizan” coleccionando sellos o jugando a las cartas. ¿Que no es lo mismo? Pero es más seguro. Te matarán, Ernesto. Y te matarán en balde. Luego el parloteo seguirá con otras palabras parecidas, semejantes, huecas. No vale la pena. Y lo peor es que pese a tu obstinación sé que concuerdas conmigo. No sigas en esos pasos. Escupirán sobre tus huesos o te harán una estatua, depende quien gane, pero tus huesos no se enterarán de una cosa o de la otra. Ernesto, no insistas. No alces la voz. Mira, sólo somos sexo, pan e ideas. Todo lo tenemos resuelto. No caigas en la ridícula pretensión de querer hacer. Nadie hace nada. Todos, de una forma o de otra, no somos sino espectadores de una obra en la que al mismo tiempo actuamos. Confórmate con ver y pensar. Confórmate con poder saber burlarte de los que toman en serio las tonterías de sus libros sagrados.

El cinismo de Marcia, tan profundamente femenino, no consiguió debilitar mis determinaciones pero creó una fisura entre nosotros. El heroísmo le parecía una cursilería y donde la mayor parte de las mujeres comienzan a fabricar un hombre idealizado, irreal, arquetípico, Marcia facturaba un muñeco risible por el que no guardaba ningún respeto. Creo que algo exageraba —no mucho— por su interés en protegerme, que era, al fin y al cabo, una manera de protegerse a sí misma, conservando resueltas sus sencillas necesidades biológicas y mantener conversaciones de alguna tensión intelectual. Pan, sexo e ideas, como proclamaba en una especie de slogan de partido político, del cual ella ocupaba los cargos directivos y era, a la vez, la única fanática. Acabamos acordando solemnemente no volver a tocar el tema. Con su enorme capacidad para desprenderse de las cosas —la hembra caliente de la intelectual; la hija de sus padres; la amante de la camarada— encerró mis actividades en un escondrijo y echó la llave en el vertedero. El tópico murió de soledad en la mayor indiferencia.

Una vez —una sola vez— le pedí que me acompañara en un viaje al interior del país, porque la presencia de una mujer era la única coartada lógica si éramos detenidos, y dedicó las tres horas del trayecto a ridiculizar a los dos jovencitos que trasladábamos, semiocultos en la parte trasera del coche. Implacable, aguerrida, les apabulló con un sinfín de razonamientos bien pulidos aunque cebados en el programa hedonista de su singular partido. Lo que ustedes necesitan es comer a sus horas, reírse a sus anchas y copular diariamente. Nada, nada, no me asfixien con esa jerga de puerilidades. La pobreza de los obreros, la falta de libertad, la coacción, son realidades ajenas a las bombas que colocan ustedes por las noches y babeantes fragmentos de retórica, incongruentes con los hechos. Todavía no se ha escrito un libro que justifique el aniquilamiento de un hombre, y el día que se escriba debemos enterrarlo. Matar en nombre de unos principios, o dejarse matar por culpa de los principios de otros atontados como ustedes, es una imbecilidad casi perversa. Luego se tornaba sarcástica frente a la impotencia discursiva de los aplastados jovencitos. La única guerra justificada es la que se declare a la castidad, que como mito, a fin de cuentas, hace mucho daño. El fuego de los mitos y de los dogmas, las hogueras del odio (a veces registraba notas líricas), hay que extinguirlo con sábanas húmedas. Para Marcia la única explicación aceptable de las doctrinas partía de la suposición de que sus apóstoles padecían alguna enfermedad, psíquica o física, que les impedía cohabitar con facilidad. Esta perturbadora irreverencia selló la conversación —casi el monólogo— con los dos estudiantes. Yo lamenté el incidente. O tal vez no lo lamenté tanto, porque me divertía la vehemencia antidogmática, el fanatismo antifanático con que Marcia defendía su propuesta de sexo, pan e ideas. Al regreso, solos, ensayó varias maneras de volver a pedirme que me olvidara de todo y me afiliara a su bando sibarita para siempre, pero yo esquivé discutir el tema, que resultaba tanto como negarme a deponer mi actitud única que consideraba esencialmente humana. Marcia entendía cabalmente los mecanismos en que se articulaba mi criterio, pero se resistía a postular que era “indispensable” adoptar actitudes. Más bien “adoptar actitudes” se le antojaba como gestos postizos de quienes constantemente pretenden jugar un role. Pero no te das cuenta de que eso de “adoptar una actitud” es tanto como fingir una postura, tanto como ponerse una peluca o un antifaz. La toma de conciencia es un fraude teatral de la peor especie, que, cuando no esconde vanidad oculta oportunismo. Y luego se dirigía hacia zonas más profundas. Ernesto, cómo se te ocurre que puede haber algo permanente en un escenario temporal. La existencia del tiempo como dimensión (que no discutía) niega rotundamente la posibilidad de alcanzar un trozo de verdad. Y si esto es innegable, qué haces muriéndote por cuatro o cinco conceptos cuya validez duda hoy media humanidad, y que mañana, irremediablemente, repudiará la humanidad completa, porque otros conceptos —entonces tan válidos como los tuyos de hoy— serán los que se debatan. Lo único que en ti no es relativo, sino plenamente absoluto, es tu carne, tus huesos, tu posibilidad de acostarte conmigo o con quien quieras, tu satisfacción al calmarte el hambre y la sed, tu alivio al defecar, tu orgullo al crear algo que valga la pena, tu frío, tu calor, tu sudor, tus temblores, cómo vas a entregar eso único que tienes a cambio de media docena de conceptos precarios. La apelación egoísta la dejó exhausta. Por vez primera la vi llorar. Llegamos de noche a la ciudad. Me pidió que la dejase en un parque cercano a la casa porque quería estar sola. No la vi más. Cuando llegué a casa me aguardaba la policía. Ahora me la imagino preparándose para visitarme mañana. Para decirme con su mirada que debí tomarla en cuenta y para responderle con la mía que hubiera sido inútil tratar de escapar de mi propia naturaleza.