II

De la manga de saliva brotó un conejo de hostilidad. Vaya usted al carajo. Y dividió a los presos. Usted es un sarnoso colaborador. El discurso aserró la paz. La que colabora es su reputa madre; y un chorro de sangre (¡te mato, cabrón!). El dentista gordo ovulaba participios angustiosos (sudaba, manoteaba, argumentaba). El veterinario —la veterinaria decían pérfidos— apoyó las dos palmas de sus manos sobre los riñones (con un gesto que las mujeres han aprendido de los afeminados), pensó en las palabras de Barniol y suspiró con un resoplido extraño. Pathos y Logos se enfrentaron en todas las variantes de la secular contienda. A la postre sobrevivieron dos bandos de epítetos feroces, aguerridos y desmelenados. Casimiro miraba. Y acariciaba su cuchara en las penumbras de su pantalón inmenso. Y soñaba con crecer. O con un periscopio. Musiú sonreía. Era su recurso cuando no entendía. Entreabría su bocaza y enseñaba una mucosa prieta camuflada de epidermis. Se sospechaba que tuvo dientes. Le faltaban, junto con el brazo y el lóbulo de la oreja izquierda. Huía a pedazos de la vida. Dos entusiastas del nuevo orden de cosas —implacableslocuacesapullantes— silogizaban en el oído terco de Moleón. El campesino —tenazherméticoindomable— sacudía los dardos con ligeros movimientos de cabeza (para no hablar más de la cuenta).

Tirado en su litera, Vilar (Juan Vilar Arana) elucubraba. Náufrago de silencio en una tormenta de barullo (relampagueaban bofetadas, tronaban blasfemias), planeaba su fuga. Barniol, en su discurso gangoso, anunció que los hijos menores de catorce años podían visitar a sus padres. Y claro, podrán retirarse al concluir la visita. A Juan Vilar Arana se le ocurrió la peregrina estupidez de que podía ser confundido con un muchacho de catorce años. A ver si alguna vez en la vida esta cara de mierda me ayuda. Vilar era pequeñajo; lampiño; rubianco y ojiclaro. He sido un puñetero enano toda mi vida, tal vez ahora me sirva para algo. Vilar era un neurótico. Paradójicamente, un gran neurótico. De sus diecinueve años llevaba trece riñendo con la hipófisis. A los quince contra el gobierno anterior —se inició en el terrorismo. Quién va a sospechar de tu cara y de tu figura. Luego reanudó sus actividades cuando descubrió, más por el olfato adiestrado que por el análisis, que entre unos y otros uniformes sólo mediaba una zanja de cadáveres malolientes. Puso bombas de nuevo. Se disfrazaba de sí mismo. Quién va a sospechar de mi cara y mi figura. Los estallidos le elevaban la estatura y le enredaban la cara en unos largos pelos metafísicos. A lo mejor me escurro en el tumulto. Consultó con Carrillo.

—¿Bueno, ¿qué te parece el plan?

—Una mierda.

—¿Cómo dices?

—Una mierda sin redención.

—Tal vez no.

—Una oportunidad en miles: que entren y salgan desordenadamente; que no registren a la salida con cuidado; que el guardia que te vea no te reconozca; y que, además, piense que tienes catorce años. Casi nada.

—Nada pierdo con intentarlo.

—No, tal vez pierdas la vida.

—¿Qué harías tú en mi lugar, entonces?

—Intentarlo, claro.

—¡Quién te entiende!

—Corre el riesgo. Si todo sale bien te ahorras los treinta años de condena; si todo sale mal, también.

—Claro, como es mi pellejo…

—Tendrás que acentuar tus rasgos infantiles. Es preferible pasar por un adolescente atontado que morir ridículamente. Necesitarás recortarte el cabello, afeitarte las piernas, y ropa de otro color. No pensarás fugarte vestido de presidiario.

—Sí, había pensado en eso, pero ¿dónde consigo la ropa?

—Sólo se me ocurre una posibilidad: corta y tiñe la que llevas puesta.

—¿Cómo la tiño?

—No sé, con betún tal vez.

—Todo esto me va pareciendo una estupidez colosal.

—Y a mí. Pero es divertido.

—Claro es mi pellejo, no el tuyo.

—Entonces no pienses en fugarte ni en ninguna de esas aventuras que aparecen en las novelas calenturientas.

El plan —torpe, ridículo, fantasioso— comenzó por mendigar terrones de betún reseco. ¿Para qué lo quieres? Ya te lo explicaré; una tontería que se le ha ocurrido a Vilar. El acopio progresó lentamente tras la cosecha, galera a galera.

—Creo que ya hay bastante —dijo Carrillo.

—Parece —respondió Vilar.

—El alcohol se lo robó Mikoyan al miserable botiquín del “mediquito” Taboada. Lo único que me faltaba es que esta prisión estuviera llena de borrachos: ¿quién fue el hijo de puta que se llevó el alcohol? Mikoyan entregó el frasco con cierto aire de soldado que ha cumplido con su deber. Bueno, pero qué coño se traen. Ya sabrás. Con el betún y el alcohol se formó un engrudo apestoso y humeante que atrajo la curiosidad de Musiú. ¿Qué hacen? Teñimos unos zapatos. El negro manco, viejo y brujero ensayó una sonrisa leporina y se marchó rezongando. Con una mirada rencorosa Vilar se miró la epidermis de batracio y procedió a rasurarse las piernas. Juan “el barbero” siguió las instrucciones con cierta extrañeza. ¿Al cero me ha dicho? Sí, al cero. Déjeme sólo la pelusa del frente. Al final de la operación Vilar no parecía un niño. O sí parecía un niño. Pero raro, duro, distinto. Se metió en la cama tras cerciorarse que el traje de presidiario, empapado en el engrudo negro, se había vuelto otra cosa. Una cosa prieta y maloliente. La certeza de la estupidez planeada le arrugó el entrecejo. Los nervios, tensos, le embridaron los párpados y se pasó la noche mirando al techo. Cada cierto tiempo, temblaba.