Has salvado el pellejo. No estás muy seguro con qué fin, pero lo has salvado. Mira, treinta años de condena pasan rápido. Todo es sencillo, has entrado con veintisiete y saldrás a los cincuenta y siete. ¿Ves que no es mucho? Los números nada significan si se alejan de las cosas. Si te dijera diez mil novecientos cincuenta, sin decirte nada más, te quedarías inconmovible. Pero si tímidamente le añado una palabra pequeñita y suave, tal vez te sorprenda. Probemos: d-í-a-s. Te has contraído. Sí, diez mil novecientos cincuenta días. Redondeemos la cifra. Once mil días. Así es más fácil. Los jueces han cobrado. Pasarás once mil días privado de soledad y de compañía. Añorando una y otra. Para ti —ácrata incorregible— los jueces son los cancerberos de los dogmas. Supones que la justicia nada tiene que ver con la ley. La justicia se te antoja una vaga sensación que nos visita y se aleja con la rapidez del orgasmo. Pero cómo explicarle una sencillez tan compleja a Savonarola y a Torquemada. Desempolvarían unos legajos interminables y te harían polvo en un segundo. El primer código fue de piedra negra y lo mandó tallar Hammurabi. La moda tuvo éxito y a partir de entonces todos los códigos han sido tallados en piedra negra. La piedra negra te aplastará por once mil días. Al principio el engranaje de las noches y los días, como siempre, te fragmentará la realidad en dos zonas diferenciables. Luego la luz y las sombras se te irán pareciendo más y más hasta que el fenómeno físico quede en su esqueleto de cosa irrelevante, pequeña, sujeto a la servidumbre de una mecánica infatigable y muda. Te quedarás entonces, Ernesto, sin días y sin noches. Para qué quiere un preso las noches y los días. Esas pretensiones son tonterías de pequeño burgués. Junto con esa pérdida sensible, como dicen los agobiados redactores de esquelas mortuorias, notarás cómo los contornos de las cosas comienzan a perder la nitidez. Hoy una silla desvencijada se aplasta contra un muro por un segundo. Mañana de un chispazo desaparecen las patas de tu camastro. Un día comienzas a hablar con un recluso al que has visto ayer y anteayer y todos los días, y las palabras que te dice por un momento te parecen una letanía oída siempre en el mismo sitio y con el mismo tono de voz y con los mismos labios que se mueven incansables, que dejan ver los mismos dientes agudos y cariados. Y es, Ernesto, que te encaminas inexorablemente hacia el encrustamiento actual de tu realidad viva y sangrante —que ya no lo es más— en la otra realidad que no era tuya pero que comienza a serlo porque tú vas dejando de tener perfiles. Me oyes, perderás los días y las noches, y con ellos los asideros para caminar tu destino con paso firme, porque el tiempo, Ernesto, no es otra cosa que señales. Es una luna rítmica que da cuatro gritos de horror mímico en veintiocho días. Es el sol que llama a la plegaria, invariable, empotrado en su minarete. Es las nubes que se mueven sin tregua. El tiempo es todo eso, huellas, marcas, semillas arrojadas por los niños que temen perderse, hendiduras en las cortezas de los árboles, fósiles, ciudades enterradas, movimientos con alguna significación. Te quedarás sin señales, galvanizado a tu mundo, fundido a tu adversa circunstancia. Entonces entenderás que once mil días o mil y una noches es lo mismo en un universo sin señales. Tus captores te han puesto fuera del tiempo. Te han elevado a la categoría de Dios. Eres, como Él, equidistante de Julio César y de tu compañero de litera. Serás eterno treinta años y entenderás el dolor de ser eterno. Ser Dios duele, porque la eternidad es dolorosa. Por eso Dios es triste. Porque es eterno. Porque le duele su oficio y porque nada hizo para merecerlo. ¿Tiemblas? ¿La perspectiva presente te aterra? Suda sangre si puedes; es una vieja fórmula de alivio. Si hubiera un oído atento en el universo sé que gritarías con rabia para defender tu yo y para sentirlo y para acariciarlo y para acostarlo con ternura después de enseñarle la luna por la ventana y decirle, mira allí hay una luna, y está afuera, y no tiene nada que ver contigo, sólo sirve para alumbrarte y para recortarte el perfil contra las piedras blancas. Sé que estás dispuesto a defender ese yo con dientes y uñas, pero sabes —y yo sé que lo sabes— que las uñas y los dientes poco te sirven frente al acero. Te queda un camino. Es espinoso y largo, pero no hay otro y sé que lo andarás.