Sabes que la mirada zafia sirve para darte valor. Es un disfraz. En el fondo cobardía y audacia es cuestión de disfraces. Cuando Jesús ofreció la otra mejilla la gente creyó que se trataba de una lección de humildad. Falso. Con un ligero movimiento del rostro borró la distancia entre la cobardía y la valentía. Liquidó los disfraces. Por eso convenía llamarlo humildad y readoptarlos. Ahora andas tú con el mentón altivo y la mirada puesta hacia adelante, jugando al valiente. Tienes suerte en que tus obtusos captores se disfracen a su vez de aplastadores-de-gigantes. De lo contrario te quedarías solo en medio del terreno y el disfraz comenzaría a quemarte la piel hasta devorarte toda la carne. Sólo tus cenizas son lo suficientemente honestas para decir siempre la verdad. Lo único auténtico que hay en ti es ese puñado de polvo que encierras.
La reja está cerca. No puedes negar que sientes miedo. Adentro se escucha el abejorreo de mil doscientos hombres. Tú serás uno de ellos. El panal te tragará. Te incrustará en sus mil celdillas para que cada pedazo de tu ser se funda en el grupo. El grupo. La comunidad. La colmena. El coral. La madrépora. La jauría. La manada. La piara. La mancha. La mancha de hombrecitos iguales, con iguales dolores, con iguales esperanzas, con iguales uniformes. Los uniformes amarillos. La P en la espalda. La P en las piernas. La P en el pecho. Mil ideas locas te asaltan. ¿Cómo asaltan las ideas?
Mil doscientos hombres. Esto es absurdo. Un enjambre de hombres, anterior al hombre mismo. Un retroceso en la evolución. No sabrán los alcaides, los carceleros, los jueces, los que sean, que vamos de la muchedumbre, disparados sin retroceso, hacia la soledad. No sabrán que caminamos hacia el silencio. ¿Cómo convocan a la gesticulación inútil, a los ademanes grotescos, a las miríadas de palabras que en balde se proferirán estos mil doscientos infelices? El castigo no es los barrotes, es la vuelta a la horda. ¿Por qué premiaron a los criminales nazis con una celda solitaria? El tribunal seguramente estaba lleno de fascistas. Con qué placer habrá envejecido el torturador hitlerista en el silencio de su cubil, protegido en su felicidad por adustos soldados. Por eso, al término de sus largas sentencias, emergen con una sonrisa rara, misteriosa, y luego se ocultan a rumiar la tristeza de verse de nuevo mil años atrás, en medio de la marea humana. El castigo horrendo debió haber sido atarlos a un banco del Yanquee Stadium, o encadenarlos a una plaza Es ahogarse en un río de palabras como antes se ahogó en un río de sangre.
Terminó el asalto. Te acercas soñoliento al escribano del penal.
—¿Nombre?
—Ernesto Carrillo.
—¿Profesión?
—Maestro.
—¿Nombre del padre y de la madre?
—Julián y Adela. Ya empezaron los burócratas a ensañarse con sus idioteces. Nombre del padre, Abraham; nombre de la madre, Greta Garbo. Profesión, mamporrero de hormigas. ¿Cómo ha dicho? Pues mamporrero de hormigas. Es entretenido: sólo tiene que sostener el falo de la hormiga macho hasta que penetre en la vagina de la hormiga hembra. No crea, es difícil. Claro, es como todo, hay hormigas y hay hormigas. Tiene sus rie de toros. Hable, señor de la super-raza; hable hasta por los codos. “¿Ha traído usted el paraguas?” No, eso es muy profundo, pruebe otra vez. “Qué lindo el crío”. Bien, muy bien, siga hablando. “Hoy hace frío. Un frío de mil demonios”. Así, siga, siga. “Parece que va a llover”. Continúe, usted asesinó a seiscientos cincuenta mil doscientos cuarenta y ocho judíos. “Cuarenta y siete”. Da igual: estará confinado a cadena perpetua en la plaza pública. “¿Como los griegos? Pero ellos no eran arios”. Da igual. “No da igual”. Pregunte la hora. “¿Para qué, si estoy condenado a cadena perpetua?” Pregúntela le he dicho. “¿Qué hora tiene?” Otra vez. “Pero si ya la sé”. Sí, pero ha cambiado, los tiempos pasan. Repita eso. “¿Qué?” Los tiempos pasan. “Pero eso es absurdo”. También lo era matar judíos: repítalo. “No eran arios”. Le ordeno que lo repita: ¿no entiende? “Los-tiempos-pasan-los-tiempos-pasan-los-tiempos-pasan”. Ahora ¿qué siente? “Nada”. ¿Cómo que nada? “Sí, no siento nada”. Lo castigaré: escriba mil veces “no debo convertir a los judíos en jabón”. Ha paladeado usted una idiotez y dice que no siente nada. “Siento un amargor en la boca, debe ser el tiempo”. No es el tiempo, imbécil: es hablar del tiempo. Cuando no logran un orgasmo satisfactorio pican y entonces las mandamos al psicólogo.
—¿Acusación?
—Está escrito en el auto de procesamiento que tiene en la mano: terrorismo, sabotaje, asociación ilícita con fines conspirativos, atentar contra los poderes del Estado, e intento fallido de cometer asesinato. Lo de siempre.
—Tuvo suerte de que no le mataran en el acto.
—Más bien tuve amigos.
—¿Usted fue el de lo de Azcárate?
—Sí —Carrillo lo espetó seco, como para no hablar del asunto.
—Y ahora está aquí. A pesar de eso debieron matarle en el acto.
—Le repito que tuve amigos.
—El gobierno es generoso, no es cuestión de amiguismos.
—Si usted lo dice…
—Lo dice todo el mundo y no empiece mal su vida en el penal.
—¿Hacia dónde debo dirigirme? —preguntó Carrillo atando altivez y respeto con una cuerda de voz pastosa. Tiene cara de tonto, pero en el fondo es poético eso de “no empiece mal su vida en el penal”. Ha puesto expresión sagaz, me imagino que ha sentido el calor de la rima.
—Siga al guardia —ripostó sahárico el amanuense uniformado.
Camina despacio el guardia, piensas que teme que los centenarios adoquines se fuesen a hundir con su peso. Tal vez lo que se te antoja como preocupación arqueológica sea un procaz (pero muy doloroso) forúnculo anal.
Estafilococo dorado. Terramicina. Qué ocurrencia llamarle Estafilococo Dorado a un fabricante de forúnculos anales. Guardia, es usted Champollion o simplemente le duele el culo. Haga el favor de aclararlo porque el diagnóstico resulta impreciso.
Caminar con las manos atadas a la espalda puede resultar muy incómodo. Te duelen las muñecas. El guardia se detuvo mecánicamente. Extrajo una llave grande de la argolla de la cintura. La llave enorme gira sin dificultades. La reja se queja de sus achaques. Entras, con las manos liberadas, en la galera tubular. Poco a poco la penumbra se escapa aterrorizada por la súbita apertura de tus retinas. Todos duermen, seguramente el burócrata preguntón te detuvo más tiempo del que creías. Una espesa nata de hombres cubre la superficie visible. Los tres pisos de literas están sembrados de ronquidos. Empiezas a notar los pies que salen bajo las camas. Estás cansado. Llevas cuarenta y ocho horas sin dormir. Al fin divisas un rincón, bajo la última cama, que no le sirve a nadie de aposento. Culebreas entre pies, manos, caras, cuellos, dedos, cuidadoso de no lastimar a ninguno. No vale la pena desnudarse. Te deslizas. El piso está frío. El bastidor de la litera se hincha a cinco centímetros de tu cara. En las deformidades del suelo se ha empozado agua sucia. No puedes evitar que tu cabeza se encharque. Debe haber alimañas. Te horroriza pensarlo. Ratones, cucarachas y todos los malditos bichos que se citan con el hombre en el momento de sus miserias. No piensas más en ellos. Con el tiempo acaso sean tus únicos amigos. Tienes un ligero salto nervioso en el estómago. Un latido voluntario que te recuerda, con su llamada tenue, que has estado disfrazado de héroe durante dos días. Una especie de alarma-de-honestidad para que te reduzcas a tus proporciones reales. Te sientes mal porque has logrado un girón de intimidad. Y la intimidad es como ver las cosas por un telescopio invertido. Allí estás, pequeñito, lleno de frío, defendiendo con tu perfil un yo que comienza a luchar contra el uniforme, la rutina y la muchedumbre. Un hombre pequeñito, como todos los hombres, pero que tiene que cerciorarse, medirse milímetro a milímetro a cada instante. Te vas durmiendo.