Alex Steiner volvió a abrir la sastrería cuando acabó la guerra y Hitler corrió a mis brazos. No le rentaba ningún beneficio, pero al menos se mantenía ocupado unas horas al día, junto a Liesel, quien solía acompañarlo. Pasaban mucho tiempo juntos y a menudo se daban un paseo hasta Dachau después de su liberación, aunque allí eran los estadounidenses quienes los rechazaban.
Al fin, en octubre de 1945, un hombre de ojos cenagosos, plumas por cabello y un rostro recién rasurado entró en la tienda. Se acercó al mostrador.
—¿Hay por aquí alguien llamado Liesel Meminger?
—Sí, está dentro —contestó Alex. No quiso hacerse falsas esperanzas, así que decidió asegurarse—. ¿Quién pregunta por ella?
Liesel salió.
Se abrazaron y lloraron y cayeron de rodillas.