Confesiones

En cuanto los judíos desaparecieron, Rudy y Liesel se separaron. La ladrona de libros no abrió la boca. Las preguntas de Rudy quedaron sin respuesta.

Liesel no se fue a casa. Abatida, se dirigió a la estación de tren a esperar a su padre, que no llegaría hasta al cabo de unas horas. Rudy la acompañó los primeros veinte minutos, pero como todavía faltaba más de medio día para que Hans volviera a casa, fue en busca de Rosa. Le explicó lo que había ocurrido por el camino. Rosa ya había encajado todas las piezas del rompecabezas cuando llegó a la estación, por lo que no le preguntó nada, se limitó a quedarse a su lado hasta que al final logró convencerla para que se sentara. Lo esperaron juntas.

Hans dejó caer la bolsa y dio patadas al aire de la Bahnhof cuando se lo explicaron.

Esa noche no cenaron. Los dedos de Hans profanaron el acordeón: por mucho que lo intentara, asesinaba una canción tras otra. Ya nada salía bien.

La ladrona de libros guardó cama tres días seguidos.

Mañana y tarde, Rudy Steiner llamaba a la puerta y preguntaba si seguía enferma. Liesel no estaba enferma.

Al cuarto día, Liesel se acercó a la puerta de su vecino de enfrente y le preguntó si le apetecía acompañarla a la arboleda, donde habían repartido el pan el año anterior.

—Te lo tendría que haber contado antes —admitió.

Avanzaron un buen trecho por la carretera que conducía a Dachau. Se adentraron entre los árboles. Las largas figuras de luces y sombras estaban salpicadas de piñas, que parecían galletas esparcidas.

Gracias, Rudy.

Por todo. Por ayudarme, por detenerme…

No lo dijo.

Descansaba una mano sobre una rama astillada.

—Rudy, si te cuento algo, ¿me prometes que no se lo contarás a nadie?

—Claro —Rudy percibió la seriedad en el rostro de la chica y la pesadumbre en su voz. Se apoyó en el árbol contiguo al de ella—. ¿De qué se trata?

—Promételo.

—Ya lo he hecho.

—Vuelve a hacerlo. No puedes decírselo ni a tu madre, ni a tu hermano ni a Tommy Müller. A nadie.

—Lo prometo.

Se inclinó.

Miró al suelo.

Liesel intentó encontrar por dónde empezar varias veces, leyendo las frases a sus pies mientras mezclaba las palabras con las piñas y los trocitos de ramas rotas.

—¿Recuerdas cuando me hice daño jugando al fútbol en la calle? —se decidió.

Necesitó unos tres cuartos de hora para explicarle dos guerras, un acordeón, un púgil judío y un sótano. Sin olvidar lo que había ocurrido cuatro días antes en Münchenstrasse.

—Por eso te acercaste a mirar más de cerca el día del pan, para ver si lo encontrabas —concluyó él.

—Sí.

—Por los clavos de Cristo.

—Sí.

Los árboles eran altos y triangulares. Estaban serenos.

Liesel sacó El árbol de las palabras de la bolsa y le enseñó a Rudy una de las páginas en la que aparecía un niño con tres medallas colgando del cuello.

—«El pelo de color limón» —leyó Rudy. Tocó las palabras con los dedos—. ¿Le hablabas de mí?

Liesel no pudo responder enseguida. Tal vez fue la súbita sacudida amorosa que sintió por él. ¿O había sido así siempre? Era probable. Privada del habla, deseó que la besara, que la agarrara de la mano y la atrajera hacia él. No importaba dónde. En la boca, en el cuello, en la mejilla. Tenía toda la piel libre para él, a la espera.

Unos años antes, cuando corrían por un campo embarrado, Rudy era un saco de huesos ensamblados con prisas, de sonrisa escarpada e irregular. Esa tarde entre los árboles era alguien que repartía pan y ositos de peluche. Era tricampeón de atletismo de las Juventudes Hitlerianas. Era su mejor amigo. Y faltaba un mes para su muerte.

—Claro que le hablaba de ti —respondió Liesel.

Se estaba despidiendo y ni siquiera lo sabía.