De vuelta en casa

Fue una época de delincuentes, aviones estrellados y ositos de peluche, pero el primer trimestre de 1943 finalizaría con una nota positiva para la ladrona de libros.

A principios de abril, Hans Hubermann se subió a un tren con dirección a Munich con una escayola que le cubría la pierna hasta la rodilla. Le concedieron una semana de descanso en casa antes de engrosar las listas de chupatintas del ejército en la ciudad. Tendría que echar una mano en los trámites burocráticos para llevar a cabo la retirada de escombros de fábricas, casas, iglesias y hospitales de Munich. El tiempo diría si lo devolvían a la calle para encargarse de las reparaciones. Todo dependía del estado de su pierna y de la ciudad.

Ya había oscurecido cuando llegó a casa un día después de lo esperado. El tren había sufrido un retraso a causa de una amenaza de bombardeo aéreo. Se plantó ante la puerta del número treinta y tres de Himmelstrasse y cerró la mano en un puño.

Cuatro años antes, habían tenido que obligar a Liesel Meminger a traspasar esa misma verja por primera vez. Max Vandenburg había estado allí con una llave que le quemaba en la mano. Ahora le tocaba a Hans Hubermann. Llamó cuatro veces y respondió la ladrona de libros.

—Papá, papá.

Debió de decirlo cientos de veces, abrazada a él en la cocina, resistiéndose a soltarlo.

Más tarde, después de cenar, Hans les contó todo a su mujer y a Liesel, sentados a la mesa de la cocina hasta entrada la noche. Les habló de la LSE, de las calles llenas de humo y de las pobres almas que vagaban perdidas. Y de Reinhold Zucker. Del pobre imbécil de Reinhold Zucker. Le llevó horas.

Liesel se fue a la cama a la una de la madrugada y su padre entró en el dormitorio para sentarse a su lado, como solía hacer. La joven se despertó en varias ocasiones para comprobar que seguía allí y él no le falló ni una sola vez.

Fue una noche tranquila.

La dicha hacía de su cama un lugar cálido y apacible.