Asustada por lo que había visto, Liesel dejó el libro donde estaba, como lo había encontrado, apoyado sobre la pierna de Max.
La sobresaltó una voz.
—Danke schön.
Liesel siguió el rastro de la voz hasta su dueño y, cuando lo miró, en los labios del judío había una débil señal de satisfacción.
—Por Dios, Max —jadeó Liesel—, me has asustado.
Max volvió a dormirse, pero la sensación no abandonó a la muchacha mientras subía las escaleras.
Max, me has asustado.