(un dado de siete caras)
Discúlpame, qué maleducada, te estoy destripando el final, y no sólo el de la novela, sino también el de esta parte en concreto. Te he adelantado dos acontecimientos porque no tengo ningún interés en ahondar en el misterio. El misterio me aburre, es una lata. Todos sabemos ya qué va a ocurrir. Las intrigas que nos empujan hasta el final son las que me inquietan, me desconciertan, me pican la curiosidad y me asombran.
Quedan muchas cosas en las que pensar.
Queda mucha historia.
Sí, tenemos un libro titulado El hombre que silbaba, del que hablaremos largo y tendido, sin olvidar cómo acabó arrastrado por la corriente del Amper antes de la Navidad de 1941. Primero deberíamos tratar todo esto, ¿no crees?
Decidido, entonces.
Vamos allá.
Todo empezó con el juego. Ocultar a un judío es lanzar los dados, y así es como se vive. Así es como se ve:
El corte de pelo: mediados de abril de 1941
La vida empezaba a imitar la normalidad con mayor ahínco:
Hans y Rosa Hubermann discutían en el comedor, aunque no armaran tanto escándalo como antes. Liesel, como de costumbre, era espectadora.
La discusión se originó la noche anterior, en el sótano, donde Hans y Max compartían botes de pintura, palabras y sábanas viejas. Max preguntó si Rosa podía cortarle el pelo en algún momento. «Me tapa los ojos», dijo Max, a lo que Hans respondió: «Ya veré lo que puedo hacer».
Rosa estaba rebuscando en los cajones. Lanzaba sus palabras a Hans con el resto de los trastos.
—¿Dónde estarán esas malditas tijeras?
—¿No están en el de abajo?
—Ya lo he mirado.
—Igual no las has visto.
—¿Acaso estoy ciega? —levantó la cabeza y vociferó—. ¡Liesel!
—Estoy aquí.
Hans se encogió.
—¡Carajo, mujer, déjame sordo, anda!
—A callar, Saukerl —Rosa se dirigió a la niña sin dejar de revolver el cajón—. Liesel, ¿dónde están las tijeras? —sin embargo, Liesel tampoco lo sabía—. Saumensch, mira que eres inútil.
—Déjala en paz.
Se cruzaron varias palabras más, de la mujer del cabello elástico al hombre de ojos plateados, hasta que Rosa cerró el cajón de un golpetazo.
—De todos modos, seguramente lo dejaré lleno de trasquilones.
—¿Trasquilones? —a esas alturas, Hans estaba a punto de arrancarse los pelos, pero convirtió su voz en un susurro apenas perceptible—. ¿Quién narices va a verlo?
Hizo ademán de añadir algo más, pero lo distrajo la presencia plumífera en la puerta de Max Vandenburg, cohibido, educado. Max llevaba en la mano sus propias tijeras. Adelantó un paso y se las tendió a la niña de doce años, ni a Hans ni a Rosa. Liesel parecía la opción más sensata. Los labios le temblaron unos instantes antes de preguntar:
—¿Te importaría?
Liesel cogió las tijeras y las abrió. Estaban oxidadas y brillaban en algunas partes. Se volvió hacia su padre y, cuando este asintió con la cabeza, siguió a Max al sótano.
El judío se sentó en un bote de pintura. Llevaba una sábana pequeña sobre los hombros.
—Todos los trasquilones que quieras —la tranquilizó.
Hans tomó asiento en los escalones.
Liesel levantó los primeros mechones de cabello de Max Vandenburg.
Al tiempo que cortaba las plumosas hebras, se maravillaba del ruido que hacían las tijeras, y no era el de los tijeretazos, sino el del chirrido de las hojas metálicas al cercenar cada mata de pelo.
En cuanto acabó el trabajo, riguroso en algunas zonas, un poco tortuoso en otras, subió la escalera con el cabello en las manos y alimentó la caldera. Encendió una cerilla y contempló cómo la maraña mermaba y se marchitaba, anaranjada y rojiza.
Max estaba de nuevo en la puerta, esta vez en lo alto de la escalera del sótano.
—Gracias, Liesel —dijo con voz profunda y ronca, timbrada con una sonrisa oculta.
En cuanto acabó de decirlo volvió a desaparecer, de vuelta al sótano.
El periódico: principios de mayo
—Hay un judío en mi sótano.
—Hay un judío. En mi sótano.
Liesel Meminger oyó esas palabras tumbada en el suelo de la habitación llena de libros del alcalde, con la bolsa de la colada a un lado. La figura fantasmal de la mujer del alcalde se sentaba, encorvada como un borracho, ante el escritorio. Delante de ella, Liesel leía El hombre que silbaba, páginas veintidós y veintitrés. Levantó la vista. Se imaginó acercándose, apartándole con suavidad un mechón de pelo sedoso y murmurándole al oído: «Hay un judío en mi sótano».
El secreto se instaló en su boca mientras el libro bailaba en su regazo. Se puso cómodo. Cruzó las piernas.
—Debería irme a casa.
Esta vez lo dijo en voz alta. Le temblaban las manos. A pesar del asomo de sol en el horizonte, una suave brisa entraba por la ventana abierta, acompañada de la lluvia, que se colaba como si fuera serrín.
La mujer arrastró la silla y se acercó cuando Liesel devolvió el libro a su sitio. Siempre acababan así. Las delicadas ojeras con arrugas se hincharon un instante al alargar la mano y volver a sacar el libro.
Se lo ofreció a la niña.
Liesel lo rechazó.
—No, gracias —dijo—, ya tengo muchos libros en casa. Tal vez en otro momento. Es que estoy releyendo uno con mi padre; ya sabe, el que robé en la hoguera.
La mujer del alcalde asintió con la cabeza. Si había que concederle algo a Liesel Meminger era que nunca robaba sin venir a cuento: sólo hurtaba libros cuando creía que era necesario y, por el momento, estaba servida. Había leído Los hombres de barro cuatro veces y estaba disfrutando su reencuentro con El hombre que se encogía de hombros. Además, todas las noches antes de irse a la cama abría un manual infalible para llegar a ser un buen sepulturero. Enterrado en lo más hondo de su ser moraba El vigilante. Musitaba las palabras y tocaba los pájaros. Volvía las crujientes páginas lentamente.
—Adiós, frau Hermann.
Salió de la biblioteca, atravesó el vestíbulo de tablas de madera y salió a la monstruosa entrada. Como de costumbre, esperó un momento en los escalones, mirando la ciudad que se extendía a sus pies. Esa noche Molching estaba cubierta por una bruma amarillenta, que acariciaba los tejados como si fueran sus mascotas y rebosaba las calles como si fueran bañeras.
Una vez en Münchenstrasse, la ladrona de libros fue esquivando hombres y mujeres parapetados bajo sus paraguas: una niña vestida de lluvia que saltaba sin complejos de un cubo de basura al otro. Como un reloj.
—¡Ajá!
Regaló su risa a las cobrizas nubes para celebrarlo, antes de rebuscar y rescatar el periódico destrozado. Aunque por la portada y las últimas páginas rodaban lágrimas negras de tinta, lo dobló con cuidado por la mitad y se lo metió bajo el brazo. Así lo había hecho todos los jueves durante los últimos meses.
El jueves era el único día que Liesel Meminger tenía libre y, por lo general, solía rendirle algún tipo de dividendo. Nunca conseguía sofocar la sensación de victoria cuando encontraba el Molching Express o cualquier otra publicación, porque hallar un periódico significaba tener un buen día. Si se trataba de un periódico con el crucigrama intacto, era un día genial. Entonces volvía a casa, cerraba la puerta tras ella y se lo bajaba a Max Vandenburg.
—¿El crucigrama? —preguntaba él.
—Sin hacer.
—Excelente.
El judío sonreía al aceptar el paquete de papel y empezaba a leerlo bajo la escasa luz del sótano. A menudo, Liesel lo observaba mientras Max se concentraba en la lectura del diario, completaba el crucigrama, y luego volvía a leerlo de cabo a rabo.
Con la llegada de temperaturas más agradables, Max se quedó abajo. Durante el día dejaban abierta la puerta del sótano para que le llegara un poco de claridad desde el pasillo. No es que el vestíbulo estuviera bañado de luz precisamente, pero uno se conforma con cualquier cosa en según qué circunstancias. Una luz mortecina era mejor que nada; además, tenían que ser austeros. El queroseno todavía no se había acercado a un nivel tan bajo como para preocuparse, pero lo mejor era consumir el mínimo posible.
Liesel solía sentarse sobre unas sábanas viejas y leía mientras Max acababa los crucigramas. Los separaban varios metros, hablaban muy de vez en cuando y sólo se oía el crujido de las hojas al pasar. También le dejaba sus libros para que los leyera mientras ella iba al colegio. Si a Hans Hubermann y a Erik Vandenburg los acabó uniendo la música, Max y Liesel lo estaban por la muda recopilación de palabras.
—Hola, Max.
—Hola, Liesel.
Se sentaban y leían.
Ella lo observaba a veces, y decidió que la mejor manera de definirlo era con una imagen de pálida concentración: piel de color beige, una ciénaga en cada ojo y respiración de fugitivo, desesperada pero muda. Lo único que delataba que estaba vivo era su pecho.
Cada vez más a menudo, Liesel cerraba los ojos y le pedía a Max que le preguntara las palabras que no le salían. Si aun así seguían resistiéndosele, se le escapaba una palabrota, se levantaba y las pintaba en la pared, una y otra vez. Juntos, Max Vandenburg y Liesel Meminger aspiraban los vapores de la pintura y el cemento.
—Adiós, Max.
—Adiós, Liesel.
En la cama, despierta, lo imaginaba en el sótano. En sus imágenes nocturnas, siempre dormía completamente vestido, zapatos incluidos, por si acaso tenía que volver a salir huyendo. Dormía con un ojo abierto.
El hombre del tiempo: mediados de mayo
Liesel abrió la puerta y la boca al mismo tiempo.
Su equipo había dado una paliza al de Rudy por 6 a 1 en Himmelstrasse, por lo que irrumpió triunfante en la cocina para anunciar a sus padres que había marcado un gol. A continuación, bajó al sótano como una exhalación para contárselo a Max con pelos y señales. El hombre dejó el periódico y la escuchó atento, riendo con ella.
Nada más acabar de relatar la historia del gol, el silencio se impuso entre ellos hasta que Max levantó la vista, lentamente.
—Liesel, ¿me harías un favor?
Todavía exaltada por el gol de Himmelstrasse, la niña se levantó de un salto sin decir nada, aunque el gesto manifestó a las claras su disposición a hacer lo que le pidiera.
—Lo sé todo sobre el gol, pero no sé qué día hace ahí arriba —dijo—. No sé si has marcado bajo un sol radiante o si estaba cubierto de nubes —mientras se pasaba la mano por el cabello lleno de trasquilones, sus ojos cenagosos no pudieron suplicarle nada más sencillo—. ¿Te importaría subir y decirme qué tiempo hace?
Evidentemente, Liesel subió corriendo las escaleras. Se detuvo a unos pasos de la puerta manchada de escupitajos y se volvió en redondo, observando el cielo.
Cuando volvió al sótano, se lo contó.
—Hoy el cielo está azul, Max, y hay una enorme nube alargada, desenrollada como una cuerda. Al final de la nube, el sol parece un agujero amarillo…
Max supo al instante que sólo un niño podría darle un informe meteorológico como ese. Pintó en la pared una larga cuerda de fibras muy apretadas con un chorreante sol amarillo en un extremo, en el que daba la impresión de que uno podía zambullirse. Dibujó dos figuras sobre la nube anudada, una niña y un judío mustio, que caminaban balanceando los brazos hacia el sol chorreante. Escribió lo siguiente debajo del dibujo:
LAS PALABRAS QUE ESCRIBIÓ
EN LA PARED MAX VANDENBURG
Era lunes y paseaban por una cuerda floja hacia el sol.
El boxeador: finales de mayo
Max Vandenburg contaba con cemento fresco y tiempo de sobra para compartir con este.
Los minutos eran crueles.
Las horas mortificantes.
Durante los momentos de desvelo, sobre él pendía inexorablemente la mano del tiempo, la cual no dudaba en estrujarlo. Le sonreía, lo retorcía y lo dejaba vivir. Qué gran maldad puede encubrir la prolongación de una vida.
Al menos una vez al día, Hans Hubermann bajaba los escalones del sótano y charlaba un rato con él. Rosa le llevaba de vez en cuando un mendrugo de pan que sobraba. Sin embargo, hasta que bajaba Liesel, Max no volvía a interesarse por la vida. Al principio intentó resistirse, pero día tras día, cada vez que la niña aparecía con un nuevo informe meteorológico anunciando un cielo azul puro, unas nubes de cartón o un sol que se había abierto camino como si Dios se hubiera desplomado en su asiento después de hartarse a comer, le resultaba más difícil.
A solas, lo asaltaba la sensación de haber desaparecido. Todas sus ropas eran grises —lo fueran en un principio o no—, desde los pantalones hasta el jersey de lana o la chaqueta que ahora le resbalaba como si fuera agua. Solía comprobar si se estaban descamando porque tenía la sensación de que se disolvía.
Necesitaba nuevos proyectos. El primero fue el ejercicio. Empezó con las flexiones, se tumbó boca abajo sobre el frío suelo de cemento del sótano y se dio impulso con los brazos. Creyó que se le partirían por los codos e imaginó su corazón desprendiéndose, seco, de su cuerpo y cayendo patéticamente al suelo. En Stuttgart, de pequeño, podía hacer cincuenta flexiones de una sentada, y sin embargo ahora, con veinticuatro años y unos siete kilos menos de los que solía pesar, apenas consiguió completar diez. Al cabo de una semana, completaba tres tandas de dieciséis flexiones y veintidós abdominales. Cuando acababa, se apoyaba contra la pared del sótano con sus amigos, los botes de pintura, sintiendo el pulso en los dientes. Los músculos parecían de bizcocho.
A veces se preguntaba si valía la pena sacrificarse de esa manera. Otras, sin embargo, cuando controlaba el latido del corazón y su cuerpo recuperaba la funcionalidad, apagaba la lámpara y se quedaba a oscuras en medio del sótano.
Tenía veinticuatro años, pero seguía fantaseando.
—En el rincón azul —comentaba en voz baja—, tenemos al campeón mundial, la perfección aria: el Führer —respiraba y se volvía—. Y en el rincón rojo, tenemos al aspirante judío cara de rata Max Vandenburg.
Todo cobraba forma a su alrededor.
Una luz blanca iluminaba el cuadrilátero y el público se apiñaba en torno a ellos; se oía ese mágico murmullo de una multitud hablando al unísono. ¿Cómo podían tener tanto que decir al mismo tiempo? El cuadrilátero era perfecto. Lona intacta y cuerdas sólidas. Incluso los filamentos deshilachados de las gruesas sogas estaban impecables y relucían bajo el foco de luz blanca. La sala olía a tabaco y cerveza.
En el ángulo opuesto, Adolf Hitler esperaba en el rincón con su séquito. Sus piernas asomaban por debajo de una bata roja y blanca, con una esvástica negra grabada a fuego en la espalda. Tenía el bigote soldado a la cara. Su entrenador, Goebbels, le susurraba unas palabras. Hitler saltaba apoyándose primero en un pie y luego en el otro, y sonreía. Su sonrisa se hizo más ostensible cuando el presentador enumeró sus muchas victorias, rabiosamente aplaudidas por la multitud rendida.
—¡Invicto! —proclamó el maestro de ceremonias—. ¡Vencedor de judíos y de cualquier otra amenaza que se cierna sobre el ideal alemán! ¡Herr Führer —concluyó—, los aquí presentes te saludan!
El público: la apoteosis.
A continuación, cuando todo el mundo había vuelto a sentarse, llegó el turno del contendiente.
El maestro de ceremonias se volvió hacia Max, solo en el rincón del aspirante. Sin bata. Sin séquito. Un solitario y joven judío de aliento pestilente, pecho descubierto y manos y pies cansados. Por descontado, sus calzones eran grises. Él también saltaba apoyándose primero en un pie y luego en el otro, pero lo justo, para ahorrar energía. Había sudado mucho en el gimnasio para lograr el peso.
—¡El aspirante! —rugió el maestro de ceremonias—. De… —e hizo una pausa efectista— sangre judía —el público lo abucheó, como una horda de demonios humanos—. Con un peso de…
Los insultos de las gradas ahogaban sus palabras; no se oyó nada más. Max vio que su contrincante se había quitado la bata y se acercaba al centro del cuadrilátero para escuchar las reglas y estrecharle la mano.
—Guten Tag, herr Hitler —lo saludó Max, con una pequeña inclinación de cabeza, pero el Führer se limitó a enseñarle sus dientes amarillentos y a esconderlos de nuevo tras los labios.
—Caballeros —empezó a decir un fornido árbitro vestido con pantalones negros, camisa azul y pajarita—, ante todo quiero una pelea limpia —se volvió hacia el Führer—. A no ser, herr Hitler, que empiece a perder, claro está. En ese caso, estaría más que dispuesto a hacer la vista gorda ante cualquier táctica inadmisible que pudiera emplear para machacar sobre la lona este montón de maloliente basura judía —asintió con la cabeza, muy cortés—. ¿Está claro?
El Führer habló por primera vez.
—Como el agua.
El árbitro sólo le hizo una advertencia a Max.
—En cuanto a ti, amigo judío, yo que tú me andaría con mucho cuidado, con mucho, mucho cuidado.
Y los enviaron a sus respectivos rincones.
Se hizo un breve silencio.
La campana.
El primero en salir fue el Führer, patizambo y huesudo, se lanzó sobre Max y lo alcanzó con fuerza en la cara. El público vibró, con el eco de la campana todavía en sus oídos, y sus satisfechas sonrisas saltaron las cuerdas. Hitler despedía aliento a tabaco mientras sus manos buscaban insidiosas el rostro de Max y lo alcanzaban varias veces, en los labios, en la nariz, en la barbilla… y Max no se había aventurado siquiera más allá de su rincón. Para amortiguar los golpes, levantó las manos, pero entonces el Führer apuntó a las costillas, los riñones, los pulmones… Ah, los ojos, los ojos del Führer. Eran de un marrón delicioso, como los ojos de los judíos, y tenía una mirada tan implacable que incluso Max quedó paralizado unos instantes al atisbarlos entre la copiosa lluvia de borrosos puñetazos.
Hubo un único asalto, y duró horas, y todo se mantuvo igual la mayor parte del combate.
El Führer machacó el saco de arena judío.
Había sangre judía por todas partes.
Como nubes rojas de lluvia sobre el cielo de lona blanca, a sus pies.
Al final, las rodillas de Max empezaron a ceder, sus pómulos protestaban en silencio y la expresión complacida del Führer iba minándolo cada vez más, hasta que, derrotado, vencido y deshecho, el judío se desplomó.
Primero, un rugido.
Luego, el silencio.
El árbitro contó. Tenía un diente de oro y un montón de pelillos le salían por la nariz.
Lentamente, Max Vandenburg, el judío, se puso en pie y consiguió enderezarse. Le tembló la voz. Una invitación. «Vamos, Führer», dijo y, esta vez, cuando Adolf Hitler atacó a su rival judío, Max dio un paso a un lado y lo lanzó hacia un rincón. Lo golpeó siete veces y en todo momento dirigió sus puñetazos hacia un único objetivo.
El bigote.
Erró el séptimo. La barbilla del Führer recibió el impacto. De repente, Hitler chocó contra las cuerdas, se dobló sobre sí mismo, como una hoja de papel, y cayó de rodillas. Esta vez nadie contó. El árbitro dio un respingo en el rincón. El público tomó asiento y se concentró en la cerveza. De rodillas, el Führer comprobó si sangraba y se alisó el pelo, de derecha a izquierda. Cuando volvió a ponerse en pie, para gran conmoción de las más de mil personas allí congregadas, avanzó poco a poco e hizo algo muy extraño: dio la espalda al judío y se sacó los guantes.
El público se quedó perplejo.
—Se ha rendido —susurró alguien.
No obstante, al cabo de un momento, Adolf Hitler se había subido a las cuerdas y se dirigía a las gradas.
—Conciudadanos alemanes —empezó—, esta noche os habéis dado cuenta, ¿verdad? —con el pecho descubierto, con mirada victoriosa, señaló a Max—. Os habéis dado cuenta de que nos enfrentamos a algo mucho más siniestro y poderoso de lo que habíamos imaginado. ¿Lo habéis visto?
—Sí, Führer —contestaron.
—¿Os dais cuenta de que este enemigo ha encontrado la manera, la despreciable manera, de atravesar nuestra coraza y que, evidentemente, yo solo no puedo hacerle frente y combatirlo? —las palabras eran visibles; se desprendían de su boca como si fueran piedras preciosas—. ¡Miradlo! Observadlo bien —lo miraron. Al sanguinolento Max Vandenburg—. Mientras hablamos, él está maquinando cómo infiltrarse en vuestros barrios. Se ha trasladado a la casa de al lado. Os infecta con su familia y está a punto de apoderarse de vosotros. Él… —Hitler le echó un rápido vistazo, con desprecio—. Se convertirá en vuestro dueño y llegará el momento en que no será él quien os atienda detrás del mostrador de la tienda de la esquina, sino quien se siente en la trastienda a fumar en pipa. Antes de que os deis cuenta, estaréis a sus órdenes por un salario irrisorio mientras que él apenas podrá caminar de tanto que le pesarán los bolsillos. ¿Os quedaréis ahí parados? ¿Se lo permitiréis? ¿Os quedaréis de brazos cruzados como lo hicieron vuestros gobernantes en el pasado, cuando entregaban vuestra tierra a cualquiera, cuando vendían vuestro país por unas cuantas firmas? ¿Os quedaréis ahí parados, impotentes? —trepó a la siguiente cuerda—. ¿O subiréis a este cuadrilátero conmigo?
Max se estremeció. El terror le revolvió el estómago.
Adolf acabó con él.
—¿Subiréis aquí conmigo para poder derrotar juntos a este enemigo?
En el sótano del número treinta y tres de Himmelstrasse, Max Vandenburg sintió los puños de toda una nación. Uno a uno, subieron al cuadrilátero y lo vapulearon. Lo hicieron sangrar. Lo dejaron sufrir. Millones, hasta que al fin, cuando consiguió ponerse en pie…
Miró a la siguiente persona que trepaba por las cuerdas. Era una niña y, a medida que avanzaba por la lona, se fijó en la lágrima que le rodaba por una de las mejillas. Llevaba un periódico en una mano.
—El crucigrama está sin hacer —dijo con dulzura, y se lo tendió.
Oscuridad.
Sólo oscuridad.
Sólo el sótano. Sólo el judío.
Un nuevo sueño: pocas noches después
Era por la tarde. Liesel bajó las escaleras del sótano. Max estaba a mitad de sus flexiones.
Se lo quedó mirando unos momentos, sin que él se diera cuenta, y cuando apareció a su lado y se sentó, él se levantó y se apoyó contra la pared.
—¿Te he contado que últimamente tengo un nuevo sueño? —le preguntó a Liesel, que cambió de postura para poder verle la cara—. Pero sólo cuando estoy despierto —señaló la mortecina lámpara de queroseno con un gesto—. A veces apago la luz y me quedo de pie a esperar.
—¿Qué aparece?
—No qué, sino quién —la corrigió Max.
Liesel no dijo nada. Era una de esas conversaciones que requieren cierto tiempo entre las intervenciones.
—¿A quién esperas?
Max no se movió.
—Al Führer —lo dijo con toda la naturalidad del mundo—. Por eso me entreno.
—¿Por eso haces flexiones?
—Por eso —se acercó a la escalera de cemento—. Todas las noches espero en la oscuridad y el Führer baja por estos escalones. Nos pasamos horas peleando.
Liesel se había puesto en pie.
—¿Quién gana?
Al principio iba a contestarle que nadie, pero entonces se fijó en los botes de pintura, en las sábanas viejas y en la creciente pila de periódicos que se amontonaban hasta donde le alcanzaba la vista. Miró las palabras, la nube alargada y los monigotes de la pared.
—Yo —contestó.
Fue como si hubiera abierto la mano de Liesel, le hubiera dado las palabras y se la hubiera vuelto a cerrar.
Bajo tierra, en Molching, Alemania, dos personas charlaban en un sótano. Parece el principio de un chiste: «Estaban un judío y una alemana en un sótano, ¿sí?…».
No obstante, no era un chiste.
Los pintores: principios de junio
Otro de los proyectos de Max guardaba relación con las páginas que quedaban del Mein Kampf. Las había arrancado con cuidado y las había esparcido por el suelo para darles una capa de pintura. A continuación, las había tendido para que se secaran y las había vuelto a colocar entre las cubiertas. Cuando Liesel bajó ese día después de clase, encontró a Max, a Rosa y a su padre pintando varias páginas. Muchas ya colgaban de la cuerda sujetas con pinzas, igual que debían de haberlo estado las páginas destinadas a El vigilante.
Los tres levantaron la cabeza y dijeron algo.
—Hola, Liesel.
—Ahí tienes un pincel.
—Justo a tiempo, Saumensch. ¿Dónde te habías metido?
Cuando empezó a pintar, Liesel imaginó a Max Vandenburg peleando con el Führer tal y como él se lo había contado.
VISIONES EN EL SÓTANO
JUNIO DE 1941
Se lanzan puñetazos, el público se encarama por las paredes. Max y el Führer luchan a muerte, rebotan contra la escalera. El Führer tiene sangre en el bigote y en la raya del pelo, en la parte derecha. «Vamos, Führer», lo anima el judío y le hace un gesto para que se acerque a él. «Vamos, Führer».
Cuando las visiones se desvanecieron y terminó la primera página, el padre le guiñó un ojo. La madre la criticó por acaparar la pintura. Max examinaba todas y cada una de las hojas; tal vez entonces ya veía lo que tenía planeado que apareciera en ellas. Muchos meses después también pintaría la tapa del libro y le pondría un nuevo título, el de una de las historias que escribiría e ilustraría.
Esa tarde, en el cubil secreto bajo el número treinta y tres de Himmelstrasse, los Hubermann, Liesel Meminger y Max Vandenburg prepararon las páginas de El árbol de las palabras.
Era agradable ser pintor.
El combate: 24 de junio
Y llegó la séptima cara del dado. Dos días después de que Alemania invadiera Rusia. Tres días antes de que Gran Bretaña y los soviéticos unieran sus fuerzas.
Todo comenzó más o menos una semana antes del 24 de junio. Liesel rapiñó un periódico para Max Vandenburg, como era habitual. Rebuscó en un cubo de basura cerca de Münchenstrasse y se lo puso bajo el brazo. En cuanto se lo entregó a Max y este empezó la primera lectura, la miró y le señaló una fotografía de la portada.
—¿No es este el tipo al que le llevas la colada y la plancha?
Liesel se apartó de la pared y se acercó. Había escrito la palabra «discusión» seis veces junto al dibujo que Max había hecho de la nube anudada y el sol chorreante. Max le tendió el periódico y ella se lo confirmó.
—Sí, es él.
Liesel se dispuso a leer el artículo, que afirmaba que Heinz Hermann, el alcalde, había declarado que a pesar del magnífico avance de la guerra, la gente de Molching, como todos los alemanes responsables, debía tomar las medidas oportunas y prepararse para la posibilidad de que llegaran tiempos más difíciles. «Nunca se sabe —aseguraba— lo que pueden estar tramando nuestros enemigos o qué métodos emplearán para hacernos desfallecer».
Desgraciadamente, las palabras del alcalde se hicieron realidad una semana después. Liesel se había pasado por la Grandestrasse, como de costumbre, y estaba leyendo El hombre que silbaba en el suelo de la biblioteca del alcalde. La mujer del alcalde no mostró ninguna señal extraña (o, para ser francos, ninguna fuera de lo habitual) hasta que llegó la hora de irse.
En ese momento, cuando le ofreció El hombre que silbaba, insistió en que se lo quedara.
—Por favor —la instó, rozando la súplica. Le tendía el libro con firmeza y comedimiento—. Llévatelo, hazme el favor, llévatelo.
Liesel, conmovida por la excentricidad de aquella mujer, no se atrevió a decepcionarla una vez más. El libro de tapas grises y páginas amarillentas acabó en su mano y Liesel se volvió hacia el pasillo. Estaba a punto de preguntarle por la colada cuando la mujer del alcalde le dirigió una última mirada de pena envuelta en albornoz. Rebuscó en una cómoda y sacó un sobre. Su voz, grumosa por la falta de uso, tosió las palabras.
—Lo siento, es para tu madre.
A Liesel se le cortó la respiración.
De repente sintió que los zapatos le venían grandes. Algo se burló de su garganta y se puso a temblar. Al tender la mano y recibir la carta, reparó en el ruido que hacía el reloj de la biblioteca. Apesadumbrada, se dio cuenta de que los relojes no suenan a nada que se parezca siquiera a un tictac, sino al ruido que hace un martillo, arriba y abajo, golpeando una y otra vez contra el suelo. El sonido de una sepultura. Deseó que fuera la suya, porque Liesel Meminger quiso morirse en ese momento. No le había dolido tanto que los demás decidieran prescindir de sus servicios, porque siempre le quedaba el alcalde, la biblioteca y las horas que pasaba con la mujer. Además, era la última clienta, la última esperanza… Perdidas. Esta vez se sintió traicionada.
¿Cómo iba a enfrentarse a su madre?
Las monedillas que Rosa se sacaba con esa faena la habían sacado de apuros. Un puñado adicional de levadura. Un taco de manteca.
Ilsa Hermann tenía unas ganas locas de… sacársela de encima. Liesel lo comprendió por la forma en que se agarraba el albornoz, con más fuerza de lo habitual. La incomodidad de su malestar la obligaba a quedarse cerca de Liesel, pero estaba claro que deseaba zanjar el asunto cuanto antes.
—Dile a tu madre… —añadió, mientras ajustaba la voz convirtiendo una frase en dos— que lo sentimos.
La acompañó hasta la puerta.
En ese momento Liesel lo notó en los hombros: el dolor, el impacto del rechazo definitivo.
«¿Esto es todo? —se preguntó—. ¿Me das un puntapié y ya está?».
Despacio, recogió la bolsa vacía y se dirigió hacia la puerta. Una vez fuera, se volvió hacia la mujer del alcalde por segunda y última vez ese día. La miró a los ojos con despiadado orgullo marcado a fuego.
—Danke schön —dijo, e Ilsa Hermann le dedicó una sonrisa derrotada, innecesaria.
—Si alguna vez te apetece venir a leer, serás bienvenida —mintió la mujer (o al menos la niña, en su afligido y conmocionado estado, así lo creyó).
En ese momento Liesel se sintió abrumada por la amplitud de la entrada. Había mucho espacio. ¿Por qué la gente necesitaba tanto espacio para salir por la puerta? Si Rudy hubiera estado allí, le habría dicho que era imbécil, que era para meter las cosas dentro.
—Adiós —se despidió la niña y, poco a poco, con gran dilación, la puerta se cerró.
Liesel no se fue.
Se quedó sentada en los escalones, contemplando la ciudad de Molching durante un buen rato. No hacía ni frío ni calor y la tranquila ciudad todavía se dibujaba con claridad. Molching estaba metida en un tarro de cristal.
Abrió la carta. En ella, el alcalde Heinz Hermann apuntaba con exactitud y diplomacia las razones por las que prescindía de los servicios de Rosa Hubermann. En resumen, venía a decir que sería un hipócrita si siguiera regalándose esos pequeños lujos mientras aconsejaba a los demás que se «prepararan para tiempos más difíciles».
Al fin se levantó y se fue a casa, pero cuando vio el rótulo STEINER-SCHNEIDERMEISTER en Münchenstrasse, las circunstancias volvieron a sacudirla. La tristeza la abandonó, ahuyentada por la rabia.
—Ese cabrón del alcalde —masculló—. Y esa mujer me saca de quicio.
El hecho de que se avecinaran tiempos difíciles era la mejor razón para seguir empleando a Rosa, pero no, la habían despedido. En cualquier caso, pensó, ya se podían hacer ellos solitos la colada y el planchado, como la gente normal y corriente, como los pobres.
En la mano, El hombre que silbaba se puso rígido.
—Así que me has dado el libro por pena —dijo la niña—, para sentirte mejor…
Le importó muy poco que no fuera la primera vez que le ofrecía ese libro.
Dio media vuelta, como ya hizo una vez, y regresó al número ocho de la Grandestrasse. La tentación de echar a correr era muy grande, pero se abstuvo, así podría reservarse para las palabras.
Le desilusionó un poco que el alcalde no estuviera. No había ningún coche aparcado junto al bordillo, lo que tal vez fuera una suerte. Si hubiera estado allí, a saber qué podría haberle hecho al pobre vehículo en ese combate de ricos contra pobres.
Subió los escalones de dos en dos, se acercó a la puerta y la golpeó con tanta fuerza que incluso se hizo daño, aunque disfrutó con las punzadas de dolor.
Como es lógico, la mujer del alcalde se quedó estupefacta al volver a verla. Llevaba el suave y sedoso cabello un poco húmedo y las arrugas se ensancharon al percatarse de la marcada cólera sobre el normalmente pálido rostro de Liesel. Abrió la boca, pero no salió nada, lo que le vino muy a mano, ya que era Liesel quien tenía la palabra.
—¿Cree que puede comprarme con este libro? —la voz, aunque temblorosa, saltó al cuello de la mujer. La fulgurante rabia era pastosa y desconcertante, pero consiguió dominarla; sin embargo, la ira siguió acumulándose hasta tal punto que tuvo que secarse las lágrimas de los ojos—. ¿Cree que dándome este Saukerl de libro se arreglará todo cuando vaya a decirle a mi madre que acabamos de perder a nuestro último cliente mientras usted se queda aquí sentada en su mansión?
Los brazos de la mujer del alcalde.
Colgaban.
Su rostro resbaló.
Sin embargo, Liesel no se achicó. Disparó las palabras a los ojos.
—Su marido y usted, aquí sentaditos los dos.
Lo dijo con rencor; un rencor y una mala intención de los que no se creía capaz.
Palabras hirientes.
Sí, palabras crueles.
Las invocó desde algún lugar que acababa de descubrir y las arrojó a Ilsa Hermann.
—Ya es hora de que se ponga a hacer su propia y apestosa colada —le aclaró—. Ya es hora de que se enfrente al hecho de que su hijo está muerto. ¡Se murió! ¡Lo estrangularon y lo hicieron picadillo hace más de veinte años! ¿O murió de frío? ¡Da igual, está muerto! Está muerto y es patético que se quede ahí sentada, temblando dentro de casa para sufrir por ello. ¿Cree que es la única que sufre?
De inmediato.
Su hermano apareció a su lado.
Le susurró que lo dejara, pero él también estaba muerto y no valía la pena escucharlo.
Murió en un tren.
Lo enterraron en la nieve.
Liesel lo miró, pero no podía detenerse. Todavía no.
—No quiero este libro —continuó. Empujó al niño escalera abajo y lo hizo caer. Hablaba más bajo, pero con el mismo acaloramiento. Arrojó El hombre que silbaba a las pantuflas de la mujer y oyó el ruido sordo del libro al estrellarse contra el cemento—. No quiero su asqueroso libro…
Ahora sí se controló. Se calló.
Su garganta era un desierto: ni una palabra en kilómetros a la redonda.
Su hermano, sujetándose una rodilla, desapareció.
Al cabo de una incómoda pausa, la mujer del alcalde se agachó y recogió el libro. Estaba abatida y derrotada, pero esta vez no era por intentar sonreír. Liesel lo adivinó en su expresión. La sangre le goteaba por la nariz y le lamía los labios. Los ojos se le amorataban. Por toda la piel se abrían cortes y aparecían heridas. Todo a causa de las palabras. De las palabras de Liesel.
Con el libro en la mano, Ilsa Hermann se enderezó, aunque encogida, e intentó retomar las disculpas, pero las palabras no salieron de su boca.
«Abofetéame —pensó Liesel—, vamos, abofetéame».
Ilsa Hermann no la abofeteó, se limitó a retirarse al interior, hacia el feo aire de su bonita casa y Liesel, una vez más, se quedó sola, aferrándose a los escalones. Tenía miedo de volverse porque sabía que cuando lo hiciera la cubierta de cristal que protegía Molching estaría hecha añicos, y eso la alegraría.
A modo de última orden del día, Liesel leyó la carta una vez más. Al acercarse a la verja, hizo una bola con ella, apretándola todo lo que pudo, y la arrojó contra la puerta, como si fuera una piedra. No sé qué esperaba la ladrona de libros, pero la bola de papel rebotó en la portentosa plancha de madera y bajó los escalones burlándose de ella. Acabó a sus pies.
—¡Típico! —musitó, dándole una patada y lanzándola a la hierba—. Es inútil.
Esta vez, de camino a casa, imaginó el futuro del papel después de la próxima lluvia, con la cubierta de cristal de Molching reparada y del revés. Veía incluso cómo se disolvían las palabras, letra tras letra, hasta que no quedaba nada. Sólo papel. Sólo tierra.
En casa, quiso la suerte que Rosa estuviera en la cocina cuando Liesel entró por la puerta.
—¿Y? —preguntó—, ¿dónde está la colada?
—Hoy no hay colada —contestó Liesel.
Rosa se acercó y se sentó a la mesa de la cocina. Lo sabía. De repente, parecía mucho mayor. Liesel imaginó qué aspecto tendría si se deshiciera el moño y se dejara caer el pelo sobre los hombros. Una toalla gris de cabello elástico.
—¿Qué hacías en esa casa, pequeña Saumensch?
La frase estaba entumecida. Rosa no consiguió reunir el veneno habitual.
—Todo ha sido culpa mía —aseguró Liesel—. Insulté a la mujer del alcalde y le dije que dejara de llorar a su hijo muerto. Le dije que era patética y entonces te despidieron. Ten —se acercó a las cucharas de madera, cogió un puñado y las dejó ante ella—. Escoge.
Rosa eligió una y la levantó, pero sin blandirla.
—No te creo.
Liesel se debatió entre la angustia y la perplejidad absoluta. ¡La primera vez que necesitaba un Watschen desesperadamente y no se lo iban a dar!
—Es culpa mía.
—No es culpa tuya —replicó la madre. Incluso se levantó y acarició el grasiento y sucio cabello de Liesel—. Sé que no dirías esas cosas.
—¡Las he dicho!
—Muy bien, lo que tú digas.
Liesel salió de la cocina y oyó que las cucharas de madera regresaban a su sitio, al tarro metálico. Cuando llegó a su habitación, todas ellas, tarro incluido, acabaron por los suelos.
Un poco después, bajó al sótano. Max estaba de pie en la oscuridad, probablemente boxeando con el Führer.
—¿Max? —la luz se atenuó, como una moneda mortecina, roja, flotando en un rincón—. ¿Me enseñas a hacer flexiones?
Max le enseñó. A veces le levantaba el torso para ayudarla, pero a pesar de su enclenque apariencia Liesel era fuerte y podía sostener el peso de su cuerpo sin demasiada dificultad. No las contó, pero esa noche, en medio del resplandor del sótano, la ladrona de libros hizo suficientes flexiones para tener agujetas durante varios días. Ni siquiera se detuvo cuando Max le advirtió que había hecho demasiadas.
Ya en la cama, mientras leía con su padre, Hans adivinó que algo iba mal. Hacía cerca de un mes que no se sentaba con ella, por lo que se sintió confortada, aunque no del todo. Hans Hubermann siempre sabía qué decir en el momento oportuno y cuándo dejarla sola. Tal vez Liesel fuera lo único en lo que él era un experto.
—¿Se trata de la colada? —preguntó.
Liesel negó con la cabeza.
Hans llevaba varios días sin afeitarse y se rascaba la rasposa barba cada dos o tres minutos. Sus ojos plateados no chispeaban, reposaban, templados, como siempre que se trataba de Liesel.
Hans se durmió cuando el ritmo de lectura fue decayendo, momento que Liesel aprovechó para confesar en voz alta lo que llevaba todo el día queriendo decir.
—Papá, creo que voy a ir al infierno —susurró.
Tenía las piernas calientes. Las rodillas, frías.
Recordó las noches que mojaba la cama y su padre lavaba las sábanas, y le enseñaba las letras del abecedario. Ahora, la respiración de Hans levantaba la manta y Liesel le besó la rasposa mejilla.
—Tienes que afeitarte —dijo.
—No vas a ir al infierno —contestó el padre.
Se lo quedó mirando unos instantes. Luego se recostó, se apoyó en él y, juntos, se durmieron. En Munich, evidentemente, pero también en algún lugar de la séptima cara del dado alemán.