Max Vandenburg prometió que no volvería a dormir en el cuarto de Liesel. ¿En qué estaría pensando la noche que llegó? La sola idea lo martirizaba.
Reflexionó y concluyó que únicamente el desconcierto que arrastraba aquella noche lo había animado a tomarse tal libertad. Por lo que a él respectaba, el sótano era el único lugar que merecía. Qué más daba el frío y la soledad. Era judío, y si algún lugar le estaba destinado ese era un sótano o cualquier otro rincón escondido donde sobrevivir.
—Lo siento —admitió ante Hans y Rosa, en los escalones del sótano—. De ahora en adelante me quedaré aquí abajo. No me oirán. No haré ruido.
Hans y Rosa, ambos sumidos en la desesperación por el aprieto en que se encontraban, no protestaron, ni siquiera conscientes del frío que hacía allí abajo. Vaciaron los armarios de mantas y llenaron la lámpara de queroseno. Rosa confesó que la comida tal vez escaseara, ante lo que Max le suplicó que le llevara sólo las sobras, y únicamente cuando nadie más las quisiera.
—Ni hablar —protestó Rosa—, te daré de comer como pueda.
Incluso bajaron el colchón de la cama supletoria del dormitorio de Liesel. Lo sustituyeron por sábanas viejas. Un negocio redondo.
Hans y Max colocaron el colchón debajo de los escalones y a un lado levantaron una pared con sábanas viejas lo bastante alta para ocultar la entrada triangular. Así al menos Max podía apartarlas con facilidad si necesitaba un poco de aire.
Hans se disculpó.
—Esto es muy triste, lo sé.
—Es mejor que nada, más de lo que me merezco —aseguró Max.
Con varios botes de pintura bien dispuestos, Hans reconoció que solo parecía una serie de trastos amontonados en un rincón para que no molestaran. El único problema era que sólo había que mover unos cuantos botes y retirar un par de sábanas para oler al judío.
—Esperemos que sea suficiente —suspiró.
—Tendrá que serlo —Max entró a gatas—. Gracias —repitió.
«Gracias».
Para Max Vandenburg, quizá esa era la palabra más penosa que podía pronunciar, rivalizando únicamente con un «Lo siento». Sentía una necesidad acuciante de utilizar ambas expresiones, azuzado por el peso de la culpa.
¿Cuántas veces, en las pocas horas que llevaba despierto, había tenido ganas de salir del sótano y abandonar la casa? Probablemente centenares.
Sin embargo, no era más que una punzada.
Y eso lo hacía aún peor.
Quería salir de allí —Dios, cómo lo deseaba (o al menos quería desearlo)—, pero sabía que no lo haría. Le recordaba mucho a cómo había abandonado a su familia en Stuttgart, envuelto en falsa lealtad.
Para vivir.
Vivir era vivir.
El precio era la culpa y la vergüenza.
Durante los primeros días en el sótano, Liesel lo ignoró por completo, negó su existencia. El crujir del pelo y los fríos y resbaladizos dedos.
Su atormentada presencia.
Mamá y papá.
Entre ellos se habían instalado un montón de decisiones por tomar y una gran circunspección.
Se plantearon si podrían llevárselo a otro lado.
—Pero ¿adónde?
Sin respuesta.
Estaban solos y se sentían atados de manos. Max Vandenburg no tenía adónde ir, sólo a ellos, a Hans y a Rosa Hubermann. Liesel nunca los había visto mirarse tanto o con tanta solemnidad.
Ellos le bajaban la comida y se ocuparon de encontrar un cubo de pintura para los excrementos de Max, de cuyo contenido Hans se deshacía con la prudencia necesaria. Rosa también le bajó unos cubos de agua caliente para que se aseara. El judío apestaba.
Fuera, el frío aire de noviembre esperaba en la puerta de casa cada vez que Liesel salía.
Caían chuzos de punta.
Las hojas muertas se desplomaban en la calzada.
Poco después, a la ladrona de libros le llegó el turno de visita al sótano. La obligaron.
Bajó los escalones con sumo cuidado, sabiendo que no eran necesarias las palabras, pues el roce de los pies era suficiente para despertarlo.
Se quedó esperando en medio del sótano con la sensación de encontrarse en el centro de un enorme campo crepuscular. El sol se ponía detrás de una cosecha de sábanas viejas.
Cuando Max salió, llevaba el Mein Kampf en la mano. A su llegada se lo había querido devolver a Hans Hubermann, pero este le había dicho que se lo quedara.
Lógicamente, Liesel, cargada con la comida, no pudo quitarle la vista de encima al libro. Lo había visto varias veces en la BDM, pero ni lo habían leído ni lo habían utilizado para sus actividades. De vez en cuando hacían referencia a su importancia y les prometían que en un futuro tendrían la oportunidad de estudiarlo, a medida que progresaran en las Juventudes Hitlerianas.
Max, siguiendo su mirada, también observó el libro.
—¿Es…? —susurró Liesel con un extraño y agitado hilo de voz.
El judío acercó la cabeza hacia ella un poco más.
—Bitte? ¿Perdona?
Liesel le tendió la sopa de guisantes y, sonrojada, volvió arriba a todo correr, sintiéndose ridícula.
—¿Es bueno?
Practicó lo que habría querido decirle ante el pequeño espejo del baño. Todavía no se había desprendido del olor a orina, ya que Max acababa de usar el bote de pintura cuando ella bajó. So ein G’schtank, pensó. Qué peste.
La orina de los demás no huele tan bien como la de uno.
Los días transcurrieron a trompicones.
Todas las noches, antes de caer en las garras del sueño, oía hablar a sus padres en la cocina sobre lo que habían hecho, lo que estaban haciendo y lo que irremediablemente iba a suceder. La imagen de Max revoloteaba a su lado todo el tiempo, siempre con la misma expresión dolida y agradecida, y los ojos cenagosos.
Sólo una vez hubo un conato de discusión en la cocina.
Papá.
—¡Ya lo sé! —exclamó con voz áspera, aunque consiguió contenerla en un apresurado y apagado susurro—, pero tengo que ir. Al menos unos días a la semana, no puedo estar aquí a todas horas. Necesitamos el dinero y si dejo de tocar empezarán a sospechar, se preguntarán por qué lo he dejado. La semana pasada les dije que estabas enferma, pero tenemos que comportarnos como lo hemos hecho hasta ahora.
Ahí radicaba el problema.
La vida había dado un giro de ciento ochenta grados y, sin embargo, era esencial que actuaran como si nada hubiera ocurrido.
Imagínate que tienes que sonreír después de recibir un bofetón. Y luego imagínate que tienes que hacerlo las veinticuatro horas del día.
En eso consistía ocultar a un judío.
A medida que los días fueron convirtiéndose en semanas, empezó a respirarse, aunque sólo fuera eso, una resignada aceptación de lo que había sucedido hasta el momento: las consecuencias de la guerra, un hombre de palabra y un acordeón. Además, en el espacio de poco más de medio año, los Hubermann habían perdido un hijo y habían ganado un sustituto que arrastraba un peligro de proporciones épicas.
Lo que más sorprendía a Liesel era el cambio experimentado en su madre. Ya fuera por el modo en que calculaba y dividía las raciones o por lo que debía de costarle amordazar su afilada lengua, incluso por la lisura de su expresión acartonada, una cosa quedaba clara.
UNA VIRTUD DE
ROSA HUBERMANN
Era una mujer de gran valor en momentos difíciles.
Incluso cuando la artrítica Helena Schmidt dejó de contar con sus servicios de colada y plancha un mes después de la llegada de Max a Himmelstrasse, ella se limitó a sentarse a la mesa y a acercarle el plato.
—Esta noche la sopa me ha salido buena.
La sopa sabía a rayos.
Siempre que Liesel se iba al colegio por las mañanas, o en los días que se aventuraba a salir a jugar al fútbol o a acabar la ronda de la colada, Rosa le decía en voz baja:
—Y, Liesel, recuerda… —se llevaba un dedo a los labios y eso era todo. Cuando Liesel asentía, añadía—. Buena chica, Saumensch, ahora, en marcha.
Fiel a la palabra que le había dado a su padre, y ahora además a la dada a su madre, era una buena chica. Mantenía la boca cerrada allí donde iba. Llevaba el secreto enterrado muy adentro.
Como siempre, seguía paseándose por la ciudad con Rudy, oyéndole charlar. A veces cambiaban impresiones sobre las divisiones de las Juventudes Hitlerianas a las que pertenecían, y Rudy le habló por primera vez de un joven y sádico cabecilla llamado Franz Deutscher. Cuando Rudy no comentaba el fanatismo de Deutscher, se deleitaba en la marca que él mismo acababa de batir, amenizándola con interpretaciones y recreaciones del último gol que se había apuntado en el estadio de fútbol de Himmelstrasse.
—Que ya lo sé —aseguraba Liesel—. Estaba allí.
—¿Y qué?
—Pues que lo vi, Saukerl.
—¿Y yo qué sabía? Igual estabas tirada en el suelo, mordiendo el polvo que dejé atrás al marcar.
Tal vez gracias a Rudy —a su locuacidad, su cabello empapado de limonada y su petulancia— Liesel no perdió la razón.
Rebosaba una confianza infinita en la vida, que aún tenía por una broma: una interminable sucesión de goles, robos y un repertorio interminable de cháchara banal.
Además, también estaba la mujer del alcalde y la lectura en la biblioteca de su marido. A esas alturas del año allí dentro empezaba a hacer bastante frío, cada vez más y, a pesar de todo, Liesel no podía mantenerse alejada. Escogía varios libros y leía breves párrafos de cada uno, hasta que una tarde encontró uno que no pudo dejar. Se titulaba El hombre que silbaba. En un principio, los encuentros esporádicos con el hombre que silbaba de Himmelstrasse, Pfiffikus, la llevaron a interesarse por el libro. Todavía lo recordaba encorvado con su abrigo, y su aparición en la hoguera el día del cumpleaños del Führer.
Lo primero que ocurría en el libro era un asesinato. Un apuñalamiento. Una calle de Viena. Cerca de la Stephansdom, la catedral de la plaza.
BREVE PASAJE DE «EL HOMBRE
QUE SILBABA»
«Estaba tendida en un charco de sangre, asustada, y una extraña cantinela bailaba en su cabeza. Recordó el cuchillo, dentro y fuera, y una sonrisa. Como siempre, el hombre que silbaba había sonreído al huir hacia la oscura y ensangrentada noche…»
Liesel no supo si fueron las palabras o la ventana abierta lo que hizo que se estremeciera. Cada vez que iba a entregar o a recoger la colada a casa del alcalde, leía tres páginas y temblaba, pero no podía seguir así.
Tampoco Max Vandenburg soportaría el sótano mucho más tiempo. No se quejaba —no tenía derecho a hacerlo—, pero sentía cómo empeoraba un día tras otro, asolado por el frío. Al final, su salvación fue la lectura y la escritura, y un libro titulado El hombre que se encogía de hombros.
—Liesel —la llamó su padre una noche—. Vamos.
Desde la llegada de Max, Liesel había dejado de leer con su padre, y era evidente que Hans consideró que había llegado el momento de retomar la costumbre.
—Na, komm —dijo—. No quiero que aflojes el ritmo. Ve a buscar uno de tus libros. ¿Qué te parece El hombre que se encogía de hombros?
La inquietó que, al volver con el libro en la mano, su padre le hiciera un gesto para que lo siguiera al antiguo taller: el sótano.
—Pero papá, no podemos… —intentó decirle.
—¿Qué? ¿Es que hay monstruos ahí abajo?
Estaban a principios de diciembre y el día había sido gélido. El sótano iba haciéndose menos acogedor a cada escalón de cemento que bajaban.
—Hace mucho frío, papá.
—Eso no te preocupaba antes.
—Ya, pero nunca había hecho tanto frío…
—¿Te importa que utilicemos la lámpara, por favor? —le preguntó Hans a Max cuando llegaron.
Asustados, los botes y las sábanas se hicieron a un lado y la luz cambió de manos. Hans miró la llama y negó con la cabeza, acompañándola de unas palabras.
—Es ist ja Wahnsinn, net? Esto es de locos, ¿no? —antes de que la mano de dentro tuviera tiempo de recolocar las sábanas, Hans la apresó—. Max, sal tú también, por favor.
Atemorizadas, las sábanas viejas se apartaron a un lado y aparecieron el cuerpo y el rostro demacrados de Max Vandenburg. Se estremeció bajo la húmeda luz, con un mágico desasosiego.
Hans le tocó el brazo para que se acercara.
—Jesús, María y José, no puedes seguir aquí abajo, acabarás congelado —se volvió—. Liesel, llena la bañera. No demasiado caliente, hasta que esté tibia.
Liesel subió corriendo.
—Jesús, María y José, volvió a oír desde el vestíbulo.
Cuando Max estaba en la bañera del tamaño de una jarra de cerveza, Liesel pegó la oreja a la puerta del baño, e imaginó el agua tibia convirtiéndose en vapor al calentar su cuerpo de carámbano. Sus padres estaban en el punto álgido de una discusión, en el dormitorio que hacía las veces de comedor. La pared del pasillo retenía los susurros.
—Ahí abajo se morirá, hazme caso.
—Pero ¿y si lo ve alguien?
—No, no, sólo subirá de noche. Durante el día lo dejaremos todo abierto, como si no tuviéramos nada que esconder. Y utilizaremos esta habitación en vez de la cocina. Lo mejor es mantenerse lejos de la puerta de casa.
Silencio.
A continuación, la madre:
—Está bien… Sí, tienes razón.
—Si nos la hemos de jugar por un judío —añadió el padre al cabo de unos instantes—, preferiría hacerlo por uno vivo.
Y a partir de ese momento se estableció una nueva rutina.
Todas las noches encendían la chimenea en la habitación de los padres y Max aparecía, en silencio. Se sentaba en un rincón, encogido y desconcertado, seguramente por la bondad de esa gente, por el reconcomio de haber sobrevivido y, sobre todo, por el resplandor del calor.
Con las cortinas cerradas a cal y canto, dormía en el suelo con un cojín debajo de la cabeza mientras el fuego se extinguía y se convertía en cenizas.
Por la mañana regresaba al sótano.
Un humano sin voz.
La rata judía de nuevo en su agujero.
La Navidad pasó y dejó atrás el tufo de un nuevo peligro. Tal como imaginaban, Hans hijo no apareció por casa (un alivio, aunque también una decepción que no presagiaba nada bueno), pero Trudy se presentó como siempre. Por suerte, todo fue como la seda.
LAS CUALIDADES DE LA SEDA
Max permaneció en el sótano.
Trudy entró y salió sin sospechar nada.
Decidieron que a pesar del afable carácter de Trudy no podían confiar en ella.
—Sólo confiaremos en quien tengamos que confiar —sentenció Hans—, es decir, en nosotros tres.
Hubo más comida de lo habitual y se disculparon ante Max porque no era una fiesta de su religión, aunque para ellos se trataba sobre todo de una costumbre.
Max no protestó.
¿Qué razones iba a aducir?
Explicó que era judío de nacimiento, que lo habían educado como tal, pero también, y entonces más que nunca, que el judaísmo no dejaba de ser una etiqueta, la peor suerte con que uno puede tropezarse.
Asimismo, aprovechó la ocasión para comunicarles que lamentaba que el hijo de los Hubermann no hubiera acudido. En respuesta, Hans le dijo que esas cosas no se podían controlar.
—Después de todo, tú ya deberías saberlo, los jóvenes siguen siendo niños y los niños a veces tienen derecho a ser cabezotas.
Lo dejaron ahí.
Max permaneció mudo las primeras semanas ante la chimenea. Ahora que disfrutaba de un buen baño semanal, Liesel se fijó en que su cabello había dejado de ser un nido de ramas y se había convertido en un montón de plumas flotando sobre su cabeza. Todavía intimidada por el extraño, le susurró a su padre:
—Es como si tuviera el pelo de plumas.
—¿Qué?
El fuego había sofocado sus palabras.
—Digo que parece que tuviera el pelo de plumas… —volvió a murmurar, inclinándose hacia él.
Hans Hubermann lo miró y asintió con la cabeza, dándole la razón. Estoy segura de que Hans habría deseado tener los ojos de la niña. No se percataron de que Max lo había oído todo.
De vez en cuando se subía el ejemplar del Mein Kampf y lo leía junto a las llamas, hirviendo de indignación. En la tercera ocasión, Liesel por fin reunió el valor suficiente para hacerle la pregunta.
—¿Es… bueno?
Max la miró, apretó el puño y volvió a abrir la mano. Alejada la rabia, le sonrió. Se retiró hacia atrás el flequillo plumoso de los ojos.
—Es el mejor libro que he leído en mi vida —miró a Hans y de nuevo a la niña—. Me salvó la vida.
Liesel se acercó un poco más y cruzó las piernas. En voz baja, le preguntó:
—¿Cómo?
Así comenzó un ciclo narrativo, cada noche en el comedor. La voz nunca se elevaba más que lo justo para oírse. Las piezas del puzzle de un púgil judío empezaron a encajar ante sus ojos.
A veces la voz de Max Vandenburg rezumaba humor, aunque estaba hecha de una materia rasposa, como una piedra restregada con suavidad contra una roca. En algunos lugares no tocaba fondo y se consumía con el áspero vaivén, a veces despedazándose por completo. Era abisal cuando hablaba de arrepentimiento y se desgajaba al final de un chiste o cuando se menospreciaba.
«Por los clavos de Cristo», era la expresión más común en las historias de Max Vandenburg, seguida generalmente de una pregunta.
EL TIPO DE PREGUNTAS
¿Cuánto tiempo estuviste en esa habitación?
¿Dónde está ahora Walter Kugler?
¿Sabes lo que le ocurrió a tu familia?
¿Adónde iba la mujer que roncaba?
¡Un marcador en contra de 10 a 3!
¿Por qué te seguías peleando con él?
Tiempo después, cuando Liesel rememoraba esa época de su vida, las noches en el comedor se contaban entre los recuerdos más vívidos que conservaba. Todavía veía la luz abrasadora en el rostro de cáscara de huevo de Max, incluso saboreaba el regusto humano de sus palabras. El judío fue relatando los episodios de su supervivencia, como si se cortara cada uno de los pedazos y los presentara en un plato.
—Soy un egoísta —al decirlo, se cubrió el rostro con el brazo—. Abandonar a mi gente, venir aquí, ponerlos en peligro… —dejó que saliera todo y empezó a suplicarles. En el rostro llevaba marcados los bofetones del dolor y la desolación—. Lo siento. Créanme, por favor. ¡Lo siento mucho, lo siento mucho, lo…!
Tocó el fuego con el brazo y lo retiró al instante.
Todos lo miraron en silencio, hasta que Hans se levantó y se acercó a él. Se sentó a su lado.
—¿Te has quemado el codo?
Una noche, Hans, Max y Liesel estaban sentados ante la chimenea. Rosa estaba en la cocina. Max leía de nuevo Mein Kampf.
—¿Sabes qué? Ahí donde la ves, a Liesel le gusta leer —comentó Hans, inclinándose hacia el fuego. Max bajó el libro—. Y tenéis en común más de lo que crees —Hans se aseguró de que Rosa no los oyera—. A ella también le gustan las peleas a puñetazos.
—¡Papá! —apoyada contra la pared, Liesel, a punto de cumplir doce años, aunque flaca como un palillo, se quedó anonadada—. ¡Nunca me he metido en peleas!
—Shhh… —Hans se echó a reír. Le hizo un gesto con las manos para que no levantara la voz y volvió a inclinarse, esta vez hacia la chica—. Bueno, ¿y qué me dices de la paliza que le diste a Ludwig Schmeikl, eh?
—Yo nunca… —la habían pillado, inútil negarlo—. ¿Cómo lo sabes?
—Vi a su padre en el Knoller.
Liesel se llevó las manos a la cara. Cuando las retiró, hizo la pregunta decisiva.
—¿Se lo has contado a mamá?
—¿Estás de guasa? —le guiñó un ojo a Max y le susurró a la niña—. Sigues viva, ¿no?
Esa noche también fue la primera vez desde hacía meses que Hans tocó el acordeón en casa. Sólo después de una media hora se atrevió a preguntarle a Max:
—¿Aprendiste a tocar?
El rostro del rincón contemplaba las llamas.
—Sí —se hizo un largo silencio—. Hasta los nueve años. Luego mi madre vendió el estudio de música y dejó de enseñar. Sólo se quedó con un instrumento, y me dejó por imposible poco después de que me negara a seguir aprendiendo. Era un atontado.
—No —protestó Hans—, eras un crío.
Por las noches, tanto Liesel Meminger como Max Vandenburg se entregaban a eso otro que compartían. Tenían pesadillas y se despertaban en habitaciones distintas, una con un chillido que ahogaban las sábanas y el otro jadeante, en busca de aire, junto a un fuego humeante.
A veces, cuando Liesel leía con su padre, cerca ya de las tres de la madrugada, oían que Max se despertaba.
—Sueña como tú —decía Hans.
En una ocasión, azuzada por la angustia de Max, Liesel decidió salir de la cama. Imaginaba muy bien lo que el joven veía en sus sueños gracias a lo que Max les había desvelado de su historia, aunque ignoraba qué escena lo visitaba cada noche.
Atravesó el vestíbulo sin hacer ruido y entró en el comedor dormitorio.
—¿Max? —preguntó con un suave susurro, empañado por una garganta somnolienta.
Al principio no oyó ninguna respuesta, pero Max se enderezó y buscó en la oscuridad.
Hans seguía en el dormitorio de Liesel y ella se sentó delante de Max, al otro lado de la chimenea. Detrás de ellos, Rosa dormía escandalosamente. Dejaba a la roncadora del tren a la altura del betún.
El fuego no era más que un funeral de humo, muerto y moribundo a la vez. Esa mañana en concreto también se oyeron unas voces.
EL INTERCAMBIO DE PESADILLAS
La niña: Dime, ¿qué ves cuando tienes esos sueños?
El judío: … Me veo a mí mismo volviéndome y despidiéndome.
La niña: Yo también tengo pesadillas.
El judío: ¿Qué ves?
La niña: Un tren y a mi hermano muerto.
El judío: ¿Tu hermano?
La niña: Murió cuando vine a vivir aquí, por el camino.
La niña y el judío, al unísono: Ja, sí.
Sería bonito decir que después de este pequeño avance, ni Liesel ni Max volvieron a tener pesadillas. Sería bonito, pero mentira. Las pesadillas los seguían visitando como siempre; igual que cuando oyes rumores de que el mejor jugador del equipo contrario se ha lesionado o está enfermo y te lo encuentras allí, calentándose con el resto de sus compañeros, listo para salir al campo. O como un tren nocturno llegando a su hora a la estación, tirando de los recuerdos que lleva atados a una cuerda, tras mucho arrastrar y traquetear torpemente.
Lo único que cambió fue que Liesel le aseguró a su padre que ahora ya era lo bastante mayor para enfrentarse ella sola a los sueños. Por un instante, Hans pareció ligeramente ofendido, pero como era habitual en él, puso todo su empeño en decir lo más acertado.
—Bueno, gracias a Dios —esbozó una sonrisa—. Al menos ahora dormiré como es debido, esa silla me estaba matando
Abrazó a la niña y entraron en la cocina.
Con el tiempo, una clara distinción se impuso entre dos mundos muy diferentes: el mundo en el interior del número treinta y tres de Himmelstrasse y el que se encontraba y cambiaba en el exterior. El truco estaba en mantenerlos separados.
Liesel estaba aprendiendo a descubrir algunas de las posibilidades del mundo exterior. Una tarde, cuando volvía a casa con una bolsa de colada vacía, se fijó en un periódico que asomaba por un cubo de basura. La edición semanal del Molching Express. Lo cogió y se lo llevó a casa para dárselo a Max.
—Pensé que te gustarían los crucigramas —dijo—, para matar el tiempo.
Max le agradeció el gesto y, para justificar que lo hubiera llevado hasta casa, leyó el periódico de cabo a rabo y unas horas más tarde le enseñó la cuadrícula con todas las casillas rellenadas menos una.
—Maldita sea la diecisiete vertical.
En febrero de 1941, Liesel recibió un libro usado el día en que cumplió los doce años. No cabía en sí de agradecimiento. Se titulaba Los hombres de barro y trataba de un padre y un hijo muy raros. Abrazó a sus padres mientras Max permanecía en un rincón, incómodo.
—Alles Gute zum Geburtstag —esbozó una tímida sonrisa—. Feliz cumpleaños —tenía las manos metidas en los bolsillos—. No lo sabía; si no, podría haberte regalado algo.
Una flagrante mentira, pues no tenía nada que regalar, salvo, tal vez, el Mein Kampf, y bajo ningún concepto iba a entregar ese tipo de propaganda a una joven alemana. Habría sido como si el cordero le acercara el cuchillo al carnicero.
Se hizo un incómodo silencio.
Liesel había abrazado a sus padres.
Max parecía muy solo.
Liesel tragó saliva.
Y se acercó a él y lo abrazó por primera vez.
—Gracias, Max.
Al principio, él se limitó a quedarse inmóvil, pero a medida que ella lo estrechaba entre sus brazos Max fue alzando las manos poco a poco y le apretó los omóplatos con suavidad.
Tiempo después Liesel descubriría que, en ese momento, una expresión de desamparo había cubierto el rostro de Max Vandenburg. También descubriría que fue entonces cuando él decidió darle algo a cambio. A menudo me lo imagino esa noche tumbado en la cama, pensando qué podría regalarle.
Al final le hizo un regalo de papel una semana después.
Se lo daría de madrugada, antes de descender los escalones de cemento para retirarse a lo que entonces le gustaba considerar su hogar.