En noviembre de 1940, cuando Max Vandenburg llegó a la cocina del número treinta y tres de Himmelstrasse, tenía veinticuatro años. Parecía que la ropa le pesara y su extenuación era tal que un picor habría podido partirlo en dos. Estremecido, se quedó agitando la puerta.
—¿Todavía toca el acordeón?
Era evidente que la verdadera pregunta era: ¿Todavía está dispuesto a ayudarme?
El padre de Liesel fue hasta la puerta de la calle y la abrió. Miró fuera con cautela, a ambos lados, y volvió. Por suerte no había nada a la vista.
Max Vandenburg, el judío, cerró los ojos y se precipitó hacia una salvación cada vez más cercana. La idea le pareció absurda, pero la aceptó a pesar de todo.
Hans comprobó que las cortinas estuvieran corridas. No debía atisbarse ni un resquicio. Mientras tanto, Max no pudo soportarlo más, cayó de rodillas y le cogió las manos.
La oscuridad lo acarició.
Sus dedos olían a maleta, a metal, a Mein Kampf y a supervivencia.
La escasa luz del vestíbulo no alcanzó sus ojos hasta que levantó la cabeza, momento en que se percató de la niña en pijama que tenía delante.
—¿Papá?
Max se levantó, como un fósforo encendido. La oscuridad se ahuecó a su alrededor.
—No pasa nada, Liesel —la tranquilizó Hans—. Vuelve a la cama.
La niña aún se demoró unos instantes antes de que los pies empezaran a tirar de ella. Al detenerse y echar un último y breve vistazo al forastero de la cocina, atisbó el contorno de un libro sobre la mesa.
—No tengas miedo —oyó que susurraba su padre—, es una buena chica.
Durante la hora siguiente, la buena chica estuvo despierta en la cama escuchando el apagado titubeo de las frases procedentes de la cocina.
Todavía quedaba una carta por jugar.