El acordeonista

(La vida secreta de Hans Hubermann).

En la cocina había un joven. Llevaba una llave en la mano, que parecía oxidarse en su piel. No saludó ni pidió ayuda ni dijo nada de lo que cabría esperar. Hizo dos preguntas.

PRIMERA PREGUNTA

¿Hans Hubermann?

SEGUNDA PREGUNTA

¿Todavía toca el acordeón?

Sin dejar de observar con desconfianza la figura que se alzaba ante él, el joven aclaró la voz y se la ofreció a través de la oscuridad, como si fuera lo único que le quedara.

Hans, inquieto y consternado, se acercó.

—Por supuesto que sigo tocando —le susurró a la cocina.

La historia se remontaba a la Primera Guerra Mundial.

Las guerras son extrañas.

Llenas de sangre y violencia, aunque también de historias igualmente difíciles de entender.

«Pues es verdad —refunfuña la gente—, me da igual que me creas o no, pero ese zorro me salvó la vida», o «Caían como moscas, pero yo fui el único que quedó en pie, el único al que no le metieron un balazo entre los ojos. ¿Por qué yo? ¿Por qué yo y no ellos?».

La historia de Hans Hubermann era más o menos del estilo. Hasta que topé con ella entre las palabras de la ladrona de libros no caí en la cuenta de que nuestros caminos ya se habían cruzado antes, aunque ninguno de los dos había programado el encuentro. Por lo que a mí respecta, tenía mucho trabajo. En cuanto a Hans, creo que hizo todo lo que pudo para evitarme.

La primera vez que estuvimos cerca el uno del otro, Hans tenía veintidós años y luchaba en Francia. Casi todos los hombres de su sección ansiaban entrar en batalla. Hans no lo tenía tan claro. Ya me había llevado a algunos por el camino, pero te aseguro que ni siquiera estuve a punto de tocar a Hans Hubermann. O le sonrió la suerte o se merecía vivir, o tenía una buena razón para seguir vivo.

No destacó en el ejército, ni por arriba ni por abajo. Corría con el pelotón, ascendía con el pelotón y sabía disparar lo justo para no suponer una afrenta para sus superiores. Ni siquiera destacó lo suficiente para ser uno de los primeros elegidos en venir corriendo a mi encuentro.

UN PEQUEÑO PERO

VALIOSO COMENTARIO

A lo largo de los años he visto a muchos jóvenes que creen correr al encuentro de otros jóvenes.

No es así.

Corren a mi encuentro.

Llevaba seis meses en el campo de batalla cuando lo destinaron a Francia, donde, por lo visto, un extraño suceso le salvó la vida. Visto de otro modo, lo cierto es que en medio del disparate que supone una guerra, tuvo perfecto sentido.

En general, desde el momento que entró en el ejército y hasta que terminó la guerra, vivió una sorpresa continua, como en una serie, un día tras otro y otro más. Y aún otro.

El intercambio de disparos.

El descanso de los hombres.

Los mejores chistes verdes del mundo.

Ese sudor frío —el malvado amiguito— que anuncia su llegada a gritos en las axilas y los pantalones.

Lo que más le gustaba era jugar a las cartas, y después al ajedrez, aunque era bastante malo. Y la música. La música por encima de todo.

Un hombre un año mayor que él —un judío alemán llamado Erik Vandenburg— le enseñó a tocar el acordeón. Fueron trabando amistad poco a poco, debido a que ninguno de los dos estaba especialmente interesado en luchar; preferían liar cigarrillos que liarse a tiros, preferían hacer rodar los dados a que los hicieran rodar a ellos por la nieve y el lodo. Una sólida amistad que afianzaban el juego, el tabaco y la música, sin olvidar el mutuo deseo de sobrevivir. El único problema fue que poco después encontrarían los trocitos de Erik Vandenburg esparcidos por una verde colina. Tenía los ojos abiertos y le habían robado la alianza. Me eché su alma al hombro junto con las demás y nos alejamos de allí tranquilamente. El horizonte tenía el color de la leche. Frío y fresco. Borbotaba entre los cadáveres.

Lo único que quedó de Erik Vandenburg fueron unos cuantos objetos personales y el acordeón, con sus huellas todavía impresas en él. Lo enviaron todo a casa, todo menos el instrumento. Consideraron que era demasiado grande. Esperaba en el camastro provisional de Vandenburg, como si se reprochara estar allí, en el campamento, y acabaron dándoselo a su amigo, Hans Hubermann, que resultaría ser el único superviviente.

SOBREVIVIÓ DEL

SIGUIENTE MODO

Ese día no entró en combate.

Todo gracias a Erik Vandenburg. O mejor dicho, a Erik Vandenburg y al cepillo de dientes del sargento.

Esa mañana en concreto, poco antes de salir, el sargento Stephan Schneider entró tranquilamente en los dormitorios y reclamó la atención de todo el mundo. Era popular entre los hombres por su sentido del humor y por sus bromas, pero aún más por el hecho de no ir jamás detrás de nadie en la línea de fuego. Él siempre era el primero.

Había días en que le daba por entrar en el barracón donde descansaban los hombres y decir algo así como: ¿Hay por aquí alguien de Pasing?, o: ¿A quién se le dan bien las matemáticas?, o, en el profético caso de Hans Hubermann: ¿Quién tiene una letra que se entienda?

Después de la primera vez que entró a preguntar, nadie volvió a prestarse voluntario. Ese día, un joven y diligente soldado llamado Philipp Schlink se levantó con gallardía y respondió a la llamada: «Sí, señor, yo soy de Pasing», a lo que, sin más, el sargento le tendió un cepillo de dientes y le ordenó que limpiara las letrinas.

Cuando Schneider preguntó quién tenía buena caligrafía, estoy segura de que entenderás por qué nadie tuvo prisa por ser el primero en dar un paso al frente. Creyeron que les tocaría recibir una inspección higiénica completa o limpiar con un cepillo los terrones de mierda pegados a la suela de las botas de un excéntrico teniente antes de salir al campo de batalla.

—Vamos, hombre —los animó divertido Schneider. Su cabello, apelmazado con aceite, brillaba, aunque en la coronilla siempre le quedaba un mechón en guardia—. Qué hatajo de inútiles, al menos uno de vosotros tiene que saber escribir como Dios manda.

Oyeron disparos a lo lejos.

Lo que desencadenó una reacción.

—Mirad, esto es diferente —aseguró Schneider—. Estaréis ocupados toda la mañana, tal vez más —no consiguió disimular una sonrisa—. Schlink dejó las letrinas como los chorros del oro mientras vosotros jugabais a las cartas, pero esta vez tendréis que salir ahí fuera.

La vida o el honor.

Era evidente que esperaba que uno de sus hombres tuviera la suficiente inteligencia para escoger seguir con vida.

Erik Vandenburg y Hans Hubermann intercambiaron una mirada. Si alguien daba un paso al frente en ese momento, el regimiento le haría la vida imposible mientras siguieran juntos. ¿A quién le gustan los cobardes? Por otro lado, si alguien tenía que salir…

Aun así nadie dio un paso al frente, si bien una voz se alzó y se acercó sin prisas al sargento. Se detuvo a sus pies, a la espera de recibir un buen puntapié.

—Hubermann, señor —dijo.

Era la voz de Erik Vandenburg. Por lo visto pensaba que a su amigo todavía no le había llegado la hora.

El sargento se paseó por el pasillo que formaban los soldados.

—¿Quién ha dicho eso?

Stephan Schneider tenía un pasear magnífico, un hombre bajo que hablaba, se movía y actuaba a paso ligero. Mientras caminaba arriba y abajo entre las dos hileras de hombres, Hans mantuvo la vista al frente, a la expectativa de lo que tuviera que pasar. Tal vez una de las enfermeras estaba indispuesta y necesitaban a alguien para que cambiara las vendas de las piernas infectadas de los soldados heridos. Tal vez había que cerrar un millar de sobres pasándoles la lengua por la goma de sellado para enviar a casa el fúnebre anuncio que contenían.

En ese momento, la voz volvió a adelantarse, lo que animó a otras a hacerse oír. Hubermann, repitieron todas. Erik incluso añadió: «Una caligrafía inmaculada, señor, inmaculada».

—Entonces, decidido —el sargento esbozó una sonrisita de besugo—. Hubermann, te ha tocado.

El desgarbado y joven soldado dio un paso al frente y preguntó cuál sería su cometido. El sargento suspiró.

—El capitán necesita que le escriban unas cartas. El reumatismo de los dedos no lo deja vivir, o la artritis, o lo que sea. Se las escribirás tú.

No era momento de ponerse a protestar, sobre todo cuando a Schlink le había tocado limpiar letrinas y, Pflegger estuvo a punto de palmarla de tanto chupar sobres. Su lengua acabó de un color azulado nada saludable.

—Sí, señor —asintió Hans, y eso fue todo.

Siendo benévolos, se diría que sus aptitudes caligráficas eran dudosas, pero se sintió afortunado. Puso todo su empeño en escribir las cartas mientras los demás hombres iban al campo de batalla.

No volvió ninguno.

Esa fue la primera vez que Hans Hubermann se me escapó. En la Gran Guerra.

La segunda vez todavía estaba por llegar, sería en 1943, en Essen.

Dos guerras para dos evasiones.

En la primera era joven, en la otra no tanto.

No existen muchos hombres que hayan tenido la fortuna de escapárseme dos veces.

Cargó con el acordeón el resto de la guerra.

A su regreso, después de localizar a la familia de Erik Vandenburg en Stuttgart, la mujer de su amigo le comunicó que se lo podía quedar. El piso estaba lleno de acordeones y la visión de ese en concreto la atormentaba. Con los otros ya tenía suficiente recordatorio, como con su profesión, la de profesora de música, que habían compartido en el pasado.

—Él me enseñó a tocar —le contó Hans, como si eso la ayudara.

Y quizá así fue, porque la mujer, destrozada, le pidió que tocara para ella y lloró en silencio mientras Hans apretaba los botones y las teclas al son de un torpe vals del «Danubio azul». Era la favorita de su marido.

—Verá, él me salvó la vida —se explicó Hans. La luz escaseaba en la habitación y se respiraba un aire circunspecto—. Él… Si alguna vez necesita algo —le pasó un pedazo de papel con su nombre y dirección—. Soy pintor. Le pintaré el piso gratis cuando quiera.

Sabía que era una compensación inútil, pero de todas formas se ofreció a hacerlo.

La mujer cogió el papel y, poco después, un niño pequeño entró despreocupadamente en la cocina y se sentó en el regazo de su madre.

—Este es Max —lo presentó la mujer, aunque el niño era demasiado pequeño y tímido para decir nada.

Era flacucho, tenía el pelo muy suave, y sus espesos y turbios ojos lo observaron atento mientras Hans interpretaba una nueva canción en la cargada estancia. El niño siguió mirando a ambos mientras el hombre tocaba y la mujer lloraba. Las notas controlaban sus lágrimas. Cuánta desolación.

Hans se fue.

—Nunca me lo dijiste —le recriminó a un Erik Vandenburg muerto y al horizonte de Stuttgart—. Nunca me dijiste que tuvieras un hijo.

Tras la breve y atribulada escala, Hans regresó a Munich suponiendo que nunca más volvería a saber nada de esa gente. Lo que ignoraba era que iban a necesitar su ayuda más de lo que creía, aunque no sería ni para pintar ni antes de que hubieran transcurrido veinte años.

Pasaron varias semanas antes de que se pusiera a pintar. Durante los meses de buen tiempo, trabajaba con ahínco, incluso en invierno. Solía decirle a Rosa que tal vez el dinero no les lloviera del cielo, pero al menos chispeaba de vez en cuando.

Todo fue bien durante más de una década.

Nacieron Hans hijo y Trudy. Crecieron visitando a su padre en el trabajo, pintando las paredes a manotazos y limpiando los pinceles.

Sin embargo, cuando Hitler subió al poder en 1933, el negocio de la pintura sufrió un ligero contratiempo. Hans no se había unido al NSDAP como la mayoría de la gente. Había meditado mucho su decisión.

LAS REFLEXIONES

DE HANS HUBERMANN

No era culto y no le interesaba la política, pero era un hombre que valoraba la justicia. Un judío le había salvado la vida y no iba a olvidarlo. No podía afiliarse a un partido que alentara el antagonismo entre la gente de esa manera. Además, igual que Alex Steiner, algunos de sus clientes más fieles eran judíos. Al igual que muchos judíos, Hans creyó que ese sentimiento de odio no duraría mucho, por lo que no seguir a Hitler fue una decisión consciente. En muchos aspectos, también fue desastrosa.

En cuanto empezaron las persecuciones, el trabajo de Hans fue disminuyendo poco a poco. Al principio no lo notó demasiado, pero pronto empezó a perder su clientela. Los presupuestos parecían desvanecerse a marchas forzadas en un ambiente cada vez más nazi.

Se acercó a uno de sus más fieles clientes, Herbert Bollinger —un hombre de cintura hemisférica, que hablaba Hochdeutsch (era de Hamburgo)—, cuando lo vio en Münchenstrasse. De buenas a primeras, el hombre bajó la vista, salvando su contorno, pero cuando volvió a mirar al pintor comprobó que la pregunta lo había incomodado. La aclaración era innecesaria, pero aun así Hans la exigió.

—¿Qué ocurre, Herbert? Estoy perdiendo clientes de la noche a la mañana.

Bollinger por fin se soltó.

—En fin, Hans, ¿eres uno de sus miembros? —le contestó con otra pregunta, enderezándose.

—¿Miembro de qué?

Sin embargo, Hans Hubermann sabía perfectamente de qué hablaba el hombre.

—Vamos, Hansi —insistió Bollinger—, no me obligues a decirlo.

El desgarbado pintor se despidió y siguió su camino.

A medida que pasaban los años, los judíos eran objeto de azarosas persecuciones por todo el país, y en la primavera de 1937, casi para su vergüenza, Hans Hubermann claudicó. Se informó y solicitó la entrada en el partido.

Tras entregar la instancia en la sede de Münchenstrasse, vio que cuatro hombres arrojaban ladrillos contra una tienda de confecciones llamada Kleinmann’s. Era una de las pocas tiendas judías que todavía seguían abiertas en Molching. En el interior, un hombre bajo tartamudeaba caminando arriba y abajo, pisando los cristales rotos mientras limpiaba. En la puerta habían pintado una estrella de color mostaza. Los bordes de la descuidada letra con que habían escrito BASURA JUDÍA goteaban. El trajín del interior fue disminuyendo hasta volverse taciturno y acabar deteniéndose del todo.

Hans se acercó un poco más y asomó la cabeza.

—¿Necesita ayuda?

El señor Kleinmann levantó la vista. Tenía un aire impotente y en las manos llevaba una escoba.

—No, Hans. Por favor, váyase.

El año anterior Hans había pintado la casa de Joel Kleinmann. Recordaba a sus tres hijos y sus caras, pero no los nombres.

—Mañana vendré y le repintaré la puerta —aseguró.

Así lo hizo.

Fue su segundo error.

El primero lo cometió inmediatamente después del incidente.

Volvió sobre sus pasos y atizó un puñetazo contra la puerta y luego contra la ventana del NSDAP. El cristal se hizo añicos, pero nadie respondió. Todo el mundo había recogido y se había ido a casa. Un último miembro, que se alejaba en dirección contraria, reparó en el pintor al oír el estallido del cristal.

Se acercó a Hans y le preguntó qué ocurría.

—No puedo hacerme miembro —le explicó Hans.

El hombre se quedó atónito.

—¿Por qué no?

Hans se miró los nudillos de la mano y tragó saliva. En esos momentos ya saboreaba su error como si llevara una pastilla metálica en la boca.

—Olvídelo.

Dio media vuelta y se fue a casa.

Unas palabras lo siguieron.

—Piénselo bien, herr Hubermann, y háganos saber su decisión.

No se la hizo saber.

A la mañana siguiente, tal como había prometido, madrugó más de lo habitual, pero no lo suficiente. La puerta de la tienda del señor Kleinmann todavía estaba húmeda de rocío. Hans la secó. Encontró un color lo más parecido al de la puerta que un humano puede conseguir y le dio una buena capa.

Un hombre pasó junto a él.

Heil Hitler! —lo saludó.

Heil Hitler! —contestó Hans.

TRES DATOS SUELTOS, AUNQUE

IMPORTANTES

1. El hombre que pasó junto a él era Rolf Fischer, uno de los nazis más importantes de Molching.

2. Un nuevo comentario antisemita apareció pintado en la puerta en menos de dieciséis horas.

3. Hans Hubermann no fue admitido en el Partido Nazi.

Al menos por el momento.

Por suerte, durante el año siguiente Hans no retiró su solicitud de afiliación de manera oficial. Mientras que a la mayoría los aceptaban al instante, a él lo añadieron a una lista de espera. No las tenía todas consigo. Hacia finales de 1938, cuando los judíos fueron expulsados sin dilación después de la Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos, lo visitó la Gestapo. Registraron su casa y, gracias a que no encontraron nada ni a nadie sospechoso, Hans Hubermann pudo considerarse afortunado: le permitieron quedarse.

Probablemente lo salvó que la gente supiera que seguía esperando la admisión de su solicitud. Por eso lo toleraban e incluso lo reconocían como el competente pintor que era.

Y no olvidemos su otra salvación.

El acordeón fue lo que sin duda lo libró del ostracismo total. Había muchos pintores por todo Munich, pero tras la breve enseñanza de Erik Vandenburg y cerca de dos décadas de práctica constante por su cuenta, no había nadie en Molching que supiera tocar como él. Su estilo nada tenía que ver con la perfección, sino con la afabilidad. Incluso los errores se toleraban con simpatía.

Hans «heilhitleriaba» cuando tenía que hacerlo y ondeaba la bandera el día establecido. No había ningún problema aparente.

Entonces, el 16 de junio de 1939 (la fecha se había fraguado como el cemento), justo al cabo de seis meses de la llegada de Liesel a Himmelstrasse, ocurrió algo que cambiaría la vida de Hans Hubermann para siempre.

Era un día que tenía trabajo.

Salió de casa a las siete en punto de la mañana.

Llevó a remolque el carro de pinturas, sin saber que lo seguían.

Cuando llegó al trabajo, un joven forastero se acercó a él. Era rubio y alto, y estaba muy serio.

Se miraron.

—¿Es usted Hans Hubermann?

Hans asintió con la cabeza. Se había estirado para alcanzar un pincel.

—Sí, soy yo.

—¿Por casualidad toca usted el acordeón?

Esta vez Hans se detuvo y dejó el pincel donde estaba. Volvió a asentir.

El forastero se rascó la barbilla y miró alrededor.

—¿Es usted un hombre de palabra? —preguntó con gran suavidad, aunque muy claro.

Hans sacó dos botes de pintura y le ofreció asiento. Antes de aceptar la invitación, el joven le tendió la mano y se presentó.

—Me llamo Kugler. Walter. Vengo de Stuttgart.

Se sentaron y charlaron en voz baja unos quince minutos, y acordaron un encuentro para más tarde, por la noche.