Las denuncias en su contra hicieron que el director lo llamara a su despacho, en compañía de su tía. El director se llamaba Dante Possum, y era descendiente del fundador del colegio. A través de los cortes de cabello, el cuidado de los bigotes y cierto tipo de gimnasia facial, todos los Possum habían logrado parecerse a sus antepasados. Dante Possum era exactamente igual que su padre, su abuelo y su bisabuelo, cuyos retratos y bustos adornaban los pisos superiores del colegio.
—Durante décadas nuestros alumnos han sido los más estudiosos del país. Hasta hace poco era común encontrar a los alumnos estudiando inclusive en los recreos, hasta tal punto que yo mismo tenía que insistirles en que simularan jugar. A Van Duren, nuestro abanderado, debí obligarlo a soltar un sapo en la puerta del baño de niñas, para que escapara de su obsesión por las matemáticas. Hace dos años buscamos ayuda psicológica para que el escolta Salpietro superara la culpa que le despertaba jugar a las escondidas en los recreos. Ni hablar de Motta, nuestro 10 absoluto, a quien nunca se le señaló una sola indisciplina. Ahora todo eso está a punto de acabar. Su sobrino ha venido a sembrar la discordia y a romper con nuestras tradiciones.
—Usted sabe, la tragedia de sus padres…
—Los peores criminales siempre han tenido alguna historia familiar complicada que les permite justificar sus acciones. Desde que llegó su sobrino al colegio y divulgó sus ideas sobre la lucha grecorromana y el catch tuvimos dieciocho fracturas y veinticuatro contusiones.
El director desparramó por el escritorio una serie de fotos que mostraban niños vendados y enyesados. Para impresionar aún más a la tía de Iván había mezclado entre las fotografías recortes de revistas de cirugía que mostraban complicadas y sangrientas operaciones.
—Su sobrino afirma haber visto un programa de televisión que es el que estimula toda esta violencia…
—Le aseguro que en casa no tenemos televisor.
—Busque bien. En alguna parte hay un televisor —dijo el director, mientras guardaba todas las fotos en el cajón del escritorio.
En el camino de regreso su tía no dijo una sola palabra. Pero en cuanto llegaron a la casa se puso a buscar en su habitación hasta que encontró el televisor.
—Se acabó —dijo Elena, mientras cargaba con el pesado aparato.
«No me voy a rebajar a suplicarle», pensó Iván. Pero de inmediato se puso de rodillas y pidió:
—Una semana más…
—Nada. El colegio Possum no se merecía esto.
—Esta noche y nunca más…
El televisor era tan pesado que para Elena fue un alivio ceder.
—Bien. Pero solo por esta noche.
E Iván vio por última vez Lucha sin fin. Disfrutó como nunca cada segundo. Le pareció que los luchadores sabían que aquello era una despedida, y peleaban con más entusiasmo que otras veces. El Leopardo vs. el Egipcio. El Rey Arturo vs. La Mancha Humana. El Vampiro aplastó al Bailarín. Y una vez más apareció la mano pálida que sostuvo la pieza —un muchachito con un tatuaje en la mano derecha— sobre el tablero. Iván miró los dibujos que poblaban las casillas: la rueda del parque de diversiones, la revista de historietas, el globo que subía más allá de las nubes, un televisor en blanco y negro… Y luego la imagen del edificio Possum, más hundido de lo que estaba en la realidad.
A la mañana, tal como había prometido, Iván dejó el televisor junto a la puerta. Estaba triste por despedirse de los luchadores, pero aliviado por dejar de ver los movimientos que la mano blanca ejecutaba sobre el tablero.