Escribir una novela —varias novelas, espero— sobre las guerras de los diádocos, o sucesores, es un juego difícil para un historiador amateur. Los jugadores son muy numerosos, existen muchos bandos y, francamente, ninguno de ellos representa a los «buenos». Desde el principio tuve que tomar ciertas decisiones, en su mayoría para reducir el elenco de personajes a un tamaño que el lector pudiera asimilar sin insultar a la inteligencia de nadie. Antígono el Tuerto y su primogénito Demetrio merecen novelas propias, y lo mismo cabe decir de Casandro, Eumenes, Tolomeo, Seleuco, Olimpia y los demás. Cada uno de ellos podría representar al «héroe» y el resto a los villanos.
Si considera que necesita una tarjeta de puntuación, sugiero que visite mi sitio web en www.hippies.com, donde por lo menos podrá examinar las biografías de algunos jugadores principales. Wikipedia también ofrece biografías de la mayoría de los actores de la época en cuestión.
Desde el punto de vista de la pura historia militar, he tomado algunas decisiones que los lectores entendidos quizás encuentren extrañas. Por ejemplo, he dejado de creer que el sistema de picas macedonio —la falange armada de sarisas— fuera realmente «mejor» que el viejo sistema griego de los hoplitas. De hecho, sospecho que era peor, pues los testimonios del principio de la guerra moderna dan a entender que cuanto más largas son las picas, menos cabe confiar en la tropa. Los jóvenes granjeros macedonios no eran hoplitas; carecían del contexto social y cultural que creaba al hoplita. Fueron decisivos en su época, pero que su sistema fuese «mejor» que el antiguo, bueno, igual que con tantos cambios militares, se trató de un cambio cultural, no realmente tecnológico. O al menos esa es mi opinión.
Los elefantes no eran tanques, como tampoco una herramienta mágica para alcanzar la victoria. Podían ser muy eficaces o todo lo contrario. Lo mismo cabe decir del invento de la balista y otras máquinas de torsión. He intentado usar el sitio para describir algunos de sus puntos fuertes y débiles. De igual manera la caballería de arqueros podía ser decisiva o simplemente un fastidio. En campo abierto, con un sinfín de caballos de refresco y un suministro inagotable de flechas, un ejército de arqueros montados debió de ser una auténtica pesadilla. Pero unos pocos cientos de arqueros en la vasta extensión de un campo de batalla de los sucesores quizá no supusiesen más que una molestia.
En última instancia, no creo en la historia «militar». La guerra tiene que ver con la economía, la religión, el arte, la sociedad… la guerra es inseparable de la cultura. En aquella época no era posible formar a un campesino egipcio para convertirlo en arquero de caballería sin cambiar su modo de vida y su economía, su estatus social, quizá su religión. Las preguntas acerca de la tecnología militar —«¿Por qué Alejandro no creó un ejército de [inserte aquí un prodigio tecnológico]?»— pasan por alto las limitaciones que imponía la realidad de la época; la cultura de Macedonia que, en mi opinión, llevaba en su seno la semilla de su propia destrucción desde el principio.
Y luego tenemos el problema de las fuentes. En la medida en que sabemos algo sobre el mundo de los diádocos, debemos ese conocimiento a unos pocos autores, aunque ninguno fue contemporáneo. Me he servido de Diodoro Sículo durante la escritura de los libros de la serie Tirano; en la mayoría de los casos lo prefiero a Arriano o a Polibio, y en muchos es la única fuente disponible. También admito haber utilizado (¡con sumo gusto!) material de Plutarco, si bien soy plenamente consciente de su cariz moralizante.
En este libro aparece un sitio que Diodoro describe bella y confusamente, y he intentado servirme de su relato para enmarcar mi historia. Hay aspectos de su relato que no pude resolver en el periodo histórico, de modo que no tuve más remedio que inventarlos, como un túnel para explicar la destrucción de una máquina de guerra o el carácter de Demetrio. Para el novelista, basta con contar una historia, quizá no la historia en mayúsculas, de cómo pudo acontecer.
A quien interese una lección abreviada sobre las dificultades que plantean las fuentes, recomiendo visitar el sitio web www.livius.org. Los artículos acerca de las fuentes demostrarán, espero, lo poco que sabemos sobre Alejandro y sus sucesores.
Ante todo soy novelista, no historiador y, en ocasiones, esas lagunas, o incluso grandes vacíos, son precisamente el lugar en el que actúan mis personajes. A veces, esa falta de conocimientos es lo que aporta atractivo al relato. En cualquier caso, confío en haber creado una versión verosímil del mundo después de la muerte de Alejandro. Espero que disfrute con este libro, así como con los que le seguirán.
Y, como de costumbre, siempre será un placer recibir sus comentarios, e incluso sus críticas, en el Ágora Online de www.hippeis.com. ¡Allí nos vemos, espero!