Día doscientos veinte y siguientes
La carne de caballo duró dos días. Levantó la moral y llenó las barrigas. Probablemente salvó vidas.
Y luego se terminó, y el viento invernal soplaba desde el norte en frías rachas que cada amanecer se burlaban de sus esperanzas de que llegara una flota con tropas de refuerzo.
Comieron los cortes mejores y luego dieron cuenta del resto: vísceras, ligamentos, caldos de piel sin pelo. Los sakje estaban acostumbrados a los inviernos duros, sabían cómo obtener alimento hasta de las pezuñas.
Los diez caballos que habían salvado para un caso de emergencia también se los comieron, uno tras otro. Luego ya no hubo más.
Sátiro recortó la ración de grano a una cuarta parte de lo que había sido al principio.
Nadie tuvo energías para abuchearle o escupirle.
En el campamento enemigo apareció una grúa; cuatro mástiles de nave amarrados formando la base y otros dos como montantes. Descollaba sobre el campamento.
Luego construyeron otra.
Y luego otra más.
Llevaban doscientos ochenta y cinco días de sitio. Sátiro fue informado sobre las grúas, bebió un cuenco de agua caliente y salió al ágora con su manto más grueso sobre los hombros. Todavía hacía frío.
—¿Qué crees que significa? —preguntó a Jubal.
Jubal frunció el ceño. Era poco frecuente que el nubio frunciera el ceño. Observó cómo erigían la tercera grúa, mascando sin parar un trozo de piel sin curtir. Mucho después de que Sátiro esperase recibir una respuesta, el ingeniero negro negó con la cabeza y dio media vuelta.
—Significa que estamos jodidos —dijo en voz baja, y escupió.
La mañana siguiente amaneció fría, despejada y sin viento. Ni una sola vela punteaba el lejano horizonte.
En el campamento de Demetrio, las cuatro grúas se iban uniendo poco a poco mediante travesaños, a tanta altura que los hombres empleaban una cuarta parte de su turno de guardia en trepar por las escalas hasta lo alto de la grúas.
Sátiro no se permitió mirar mucho rato. Resultaba desalentador. En cambio, con Lisandro pisándole los talones y Cármides, a quien había tomado como hipaspista, recorrió el olivar, bajó la escalera de entrada al santuario de Deméter e inspeccionó los pithoi de grano almacenados allí, lo que quedaba de las reservas de la ciudad.
Un par de gatos muy flacos estaban sentados junto al brasero de los guardias.
—¿Se han acabado las ratas? —preguntó Sátiro, pero la broma no tuvo gracia. Los guardias del granero, infantes de su marina, apenas levantaron la cabeza. Un cuarto de ración de grano bastaba para mantenerse con vida. A duras penas. Y nada más.
Caminó entre las hileras de pithoi y las fue abriendo, y él y Lisandro los inspeccionaron con las sacerdotisas, Irene y su ayudante Lisístrata. Sátiro sonrió para sus adentros pero su sonrisa fue amarga.
Lisandro escribía cuidadosamente en sus tablillas y cuando terminó, ambos hicieron sendas reverencias a las sacerdotisas y regresaron a la superficie. Sátiro se detuvo un momento para acariciar a los gatos. Y se fijó, con fría sorpresa, en que tenía la mano muy delgada. Esquelética, en realidad.
—Hola, gatito —dijo—. ¿Nadie te dio un poco de carne de caballo?
Hepios, un filarco de infantería de marina oriundo de Atenas, entrecerró los ojos al salir al exterior.
—Eso —dijo—. Engordémoslos un poco antes de comérnoslos.
Irene soltó un graznido de indignación.
Sátiro esbozó una sonrisa.
—Despoina, tus gatos estarán a salvo mientras la ciudad resista.
Pero a Cármides le dijo:
—Todos los oficiales. Enseguida.
—Tenemos cuartos de ración para dos semanas —dijo Sátiro.
Se quedaron mirándolo. Todos los miembros supervivientes de la boulé, todos los oficiales del naufragado Areté. La gente de su hermana y los capitanes de los efebos. Los cretenses supervivientes. No levantaron la voz, no gritaron, ni siquiera murmuraron.
Tan solo lo miraron con ojos inexpresivos, aguardando.
Aspasia estaba tan flaca como un mástil desprovisto de verga. Y Miriam… Los ojos de Miriam le llenaban el semblante y sus largas piernas eran una burla. Los huesos de las caderas se le veían a través del quitón.
Cármides no presentaba un aspecto mucho mejor. Estaba flaco, y la muerte de Niké lo había dejado amargado.
Abraham parecía una calavera viviente pero fue el único que habló.
—Iré a ver a Demetrio —dijo—. Alguien debe intentarlo.
Sátiro negó con la cabeza.
—No. No, si alguien va, seré yo. Al fin y al cabo, él quiso que esto fuese algo personal. Entre él y yo.
—¿Qué hacemos? —preguntó Apolodoro—. ¿Sentarnos y aguardar?
Sátiro negó con la cabeza.
—Quería que lo supierais. Creo en Diocles. Regresará. Pienso que deberíamos comernos las sandalias y resistir.
Menón suspiró. Miró a su esposa.
—Creía que habíamos vencido. Diez veces he creído que habíamos vencido. Pero… —miró en derredor— hemos perdido, ¿verdad?
Sátiro asintió dando a entender que estaba de acuerdo, pero Miriam dio un paso al frente.
—No —dijo—. No, no hemos perdido. Por Dios, los hombres son idiotas. Hemos luchado y no nos hemos rendido. —Miró en derredor—. Hace tres años, tejía con mi telar en Alejandría y deseaba que, algún día, pudiera tener una vida real que me permitiera respirar aire libre y ser una persona, un ser humano, libre del Tirano que gobernaba mi vida. Hemos resistido casi un año. La primavera está al caer. Teníamos un año. —Se le entrecortó la voz al final y entonces rio con timidez y se calló. Pero en vista de que nadie se burlaba de ella, agregó—: Si muero mañana, no agacharé la cabeza. Mi dios lo entenderá. Los judíos somos un pueblo obstinado. No hablemos más de rendición.
Se avergonzó de sus propias palabras, pero Menón le estrechó la mano y Demófilo y Apolodoro le dieron palmadas en la espalda.
Melita carraspeó.
—Para los sakje no habrá rendición. Y, hermano, vine a rescatarte, no a morir aquí.
Sátiro asintió.
—Bien, pues. Gracias. A todos vosotros. Dividamos las ruinas en cuatro partes y registremos los sótanos, sobre todo las primeras casas que recibieron impactos, y a ver si encontramos unos cuantos mythemnoi de grano.
Cármides se rio con ganas.
—Al final, todo se reduce siempre al grano —dijo.
Amanecía y se oían gritos en el campamento enemigo.
Las figuras de palotes de los ciudadanos rodios se alineaban en la muralla marítima y la muralla sur más cercana al campamento enemigo.
Cuerdas, enormes guindalezas lo bastante gruesas para ser visibles desde aquella distancia, se estaban aparejando a la maciza estructura de la grúa. Y a primera hora de la mañana, las tensaron.
El monstruo que se alzó en el campamento enemigo era tan alto que descollaba por encima de las torres. Mientras ponían derecha la grúa, se balanceó dos veces en los últimos segundos, inclinándose tanto que uno de sus brazos se hizo pedazos, enviando a un puñado de hombres a la muerte. Pero la enderezaron.
La torre tenía la altura de veinte hombres. Las ruedas de la base eran del doble de la estatura de un hombre. Cada lado tenía una anchura de dos casas, y se estrechaba ligeramente de abajo arriba como una pirámide inmensa, y a través de los costados abiertos los rodios contaron seis pisos.
En cuanto estuvo afianzada sobre sus ruedas, esclavos y soldados lanzaron un grito y comenzaron a hacerla avanzar.
Avanzaba bien. Las ruedas funcionaban.
Era el objeto móvil hecho por la mano del hombre más grande que Sátiro había visto jamás.
Demetrio observaba su juguete con el regocijo del creador. Sus manos habían dado forma a la madera y el hierro. Había corregido los planos y sus manos habían tirado de las eslingas para levantar la torre reclinada desde el lugar donde la habían construido. Su imponente tamaño lo dejó pasmado, y él había contribuido a diseñarla. Ctesibio, el diseñador jefe, no podía dejar de mirarla.
—Ahora soy un dios —dijo Demetrio.
Ctesibio estuvo de acuerdo.
—Una pirámide sobre ruedas —respondió, con su voz grave—. Llena de máquinas. Cincuenta codos de lado —agregó con una risita.
—¿Cómo deberíamos llamarla? —preguntó Plistias.
—Helepolis —entonó Demetrio como un sacerdote—. La Destructora de Ciudades.
Aquella cosa gigantesca que descollaba por encima de la muralla más alta y se burlaba de sus defensas podría haber sido la gota que colmara el vaso.
Pero los hombres y mujeres de Rodas habían resistido diez meses de guerra y su capacidad de asombro estaba embotada. Si les hubieran atacado con la gran máquina durante el primer mes…
Pero no: era el décimo mes. Durante tres días observaron a los herreros que llevaban placas de hierro hasta el leviatán que aguardaba. El cuarto día, artesanos y esclavos comenzaron a atornillar el hierro a los nueve pisos del armazón. En lo alto del armazón se seguía construyendo, y todo el edificio se había trasladado lejos de los abatises que circundaban el campamento enemigo, hasta una franja de dos estadios de anchura que seis mil esclavos, los supervivientes de la fiebre, comenzaron a despejar a modo de camino para los dioses de la máquina hasta los pies de la muralla sur. Rellenaban los socavones y alisaban los más ligeros salientes, trabajaban juntos en largas líneas, avanzando lentamente por la llanura, demasiado despacio para percibirlos, demasiado deprisa para abrigar esperanzas.
Un taxeis entero montó guardia toda la noche delante de la máquina, con un destacamento de cien arqueros cretenses.
Sátiro los observó con Jubal desde su propia torre, mucho más baja. Los observó casi un día entero.
Y escrutó el mar vacío.
Uno tras otro, Sátiro habló con sus amigos. Habló a solas con Miriam. Con Abraham. Con Anaxágoras y Melita, con Cármides, Lisandro y Apolodoro, con Korus y Menón, con Demófilo y Sócrates.
Ninguno de ellos tuvo interés en tomar las dos naves supervivientes. Ninguno de ellos tenía interés en rendirse.
De modo que a mediodía, tras trescientos tres días de sitio y ciento veinticinco con Ferecles como arconte de Atenas, en la ciento noventa Olimpiada, Sátiro ordenó a sus infantes de marina que fueran a la cripta de Deméter con permiso de las sacerdotisas y que sacaran los últimos dieciocho pithoi. Y reunió a toda la población en el ágora y distribuyó el grano. Todo el grano.
—Mañana se celebran las Antesterias en Atenas y en Tanais —dijo—. Cuando los hombres se encordan a los templos y dejan que los espíritus de los muertos vaguen en libertad. Cuando Dionisio camina sobre la tierra. Celebrad. Coméoslo todo.
En silencio, en orden y con disciplina, tomaron el grano, justo el doble de la ración de grano para cada hombre y mujer.
En la tienda de Abraham, sus amigos estaban silenciosos. Sátiro tomó su parte de los calderos de bronce llenos de gachas de cebada y cilantro, y un pájaro entero que había pasado demasiado cerca del arco de Melita. El mero olor era pura lujuria y glotonería.
—Bien —dijo Miriam, acercándose a él con cautela, como un cazador—. ¿Hemos terminado?
Sátiro negó con la cabeza.
—Confío en mis dioses —dijo—. Los helenos también somos un pueblo obstinado.
Apolodoro metió una cuchara de asta en las gachas y las probó, quemándose la lengua.
—¡Au! —exclamó.
—Lo tienes merecido —le espetó Sátiro, dándole un golpe con su cuchara de madera.
Apolodoro no se molestó en mostrarse contrito.
—Nos estás cebando —dijo—. De modo que vamos a atacar.
Sátiro asintió.
—En efecto.
Apolodoro lo abrazó.
—Bien —dijo—. Muramos de pie.
Resultó que la gente puede emborracharse con el grano si lleva suficiente tiempo hambrienta.
Las Antesterias no siempre eran las festividades más escandalosas; celebradas a finales del invierno, anuncio de la inminente primavera, solían festejarse dentro de las casas. Pero con una ración doble de comida en la panza, los seis mil supervivientes rodios cantaron himnos a la noche y a todos los dioses a voz en cuello; himno tras himno a Deméter y Kore, y luego a Apolo, a Heracles, a Ares y a Atenea. Agradeciendo solo la comida y un día más de vida, cantaron a todos los dioses. Himno tras himno ascendieron a los cielos, un interminable peán desde el ocaso hasta la medianoche. Los centinelas que tiritaban de frío en las trincheras de los antigónidas se preguntaron cómo era posible que en todo el Tártaro los rodios tuvieran fuerzas para cantar o siquiera para caminar. Se arrebujaron con sus mantos y olieron el olor a comida que flotaba en el viento, y cuando el himno a Dionisio les llegó a través de la tierra de nadie, los centinelas, asqueados, escupieron con desdén por sus imprevisores comandantes… o se sumaron a la canción.
Sátiro miró en torno a la hoguera. Las estrellas habían girado más allá de la guardia intermedia y todos los hombres que podían caminar llevaban armadura, así como algunas mujeres. Todos los oficiales estaban presentes, en medio del ágora, en la hoguera más grande que pudieron encender; en realidad no era muy grande. Acarrear leña era un trabajo duro, y los hombres hambrientos se cansan con facilidad. Y casi toda la madera se había terminado junto con el grano y el aceite. Las naves varadas ya se habían quemado.
Sátiro los miró a la luz del fuego. Era una agradable luz rojiza que devolvió a Cármides y a Miriam su belleza; que devolvió a Melita su juventud, perdida en los valles del Tanais, y Anaxágoras parecía un dios.
—Escuchadme —soltó Lisandro, mucho antes de que Sátiro estuviera dispuesto a decirles que dejaran de beber. Una última vez.
Se callaron al instante. Había costado un año de sitio convertir a los griegos en hombres y mujeres disciplinados, pero lo eran. El único sonido era el canto de himnos, dirigido por Leóstenes, a lo largo de la muralla sur.
Sátiro asintió.
—Bien —dijo. Sonrió. Miró un rostro tras otro. Resultaba casi divertido ver cómo esperaban que les proporcionara un hechizo mágico de victoria—. Bien, amigos. —Agachó la cabeza, incomodado por su confianza ciega—. Escuchad. Ahora ya no hay trucos para salvarnos. No tengo un plan inteligente. Cuando cantemos el peán a Atenea, cruzaremos la muralla sur y atacaremos al monstruo. —Se encogió de hombros—. El primer hombre que llegue allí será el Rey del Desgobierno.
Anaxágoras suspiró.
—¿Eso es todo? —preguntó.
Sátiro asintió.
—Eso es todo —contestó—. Matad a cualquiera que se cruce en vuestro camino. Estaremos a oscuras. Eso no puede perjudicarnos.
Abraham enarcó una ceja; por un momento fue su antiguo yo.
—¿Y cuando salga el sol? —preguntó.
Sátiro miro a Miriam a los ojos.
—Morid bien —dijo Sátiro. Entonces fue de un hombre al siguiente y los abrazó a todos. También abrazó a Aspasia y a su hermana, que negó con la cabeza.
—Esto no es a lo que vine —dijo.
—¡Pues escapa! —le murmuró al oído.
—No. No podría enfrentarme a nuestra madre en el mundo de los espíritus, si te abandono. —Estrechó su abrazo—. Tú matas a mil y yo a otros mil. Abraham podrá con quinientos, Cármides parece capaz… y los liquidamos.
Finalmente, Sátiro abrazó a Miriam.
—Me habría casado contigo —dijo Sátiro.
—Y yo habría aceptado —contestó ella. Le dio un beso.
Y entonces los condujo a los pies de la muralla, y el lucero del alba salió y cuatro mil voces entonaron el himno a Atenea.
Una vez, de visita en Atenas, Sátiro había visto a un desesperado hombre maduro vencer a otro más joven y mucho mejor en la palestra del Liceo, fuera de las murallas de la ciudad. Cientos de hombres habían observado al hombre mayor, un campesino de habla sencilla, bastante bien entrenado pero no un campeón, negarse testarudamente a levantar la mano rindiéndose, por la simple razón de que el joven campeón había sido grosero en su desafío. Y cuando estaba grogui a causa de los golpes en la cabeza, el joven se burló de él como si fuese un borracho, un sátiro, un pastor.
Sátiro se fijó en cómo el rostro del hombre mayor encajaba la ofensa. Vio cómo se detenía, se preparaba y lanzaba cuanto le quedaba en un estúpido gancho, el tipo de golpe amplio, largo, fácil de esquivar que usan los hombres poco entrenados. El joven lo vio venir. Pero de un modo u otro, debido a la indecisión o al mal entrenamiento o, según opinión de Sátiro, a un castigo de los dioses, el campeón permaneció como arraigado en el suelo, presa del asombro, mientras los puños del hombre mayor le golpeaban las sienes a la vez y él se desplomaba, cayendo completamente inconsciente al suelo.
Aquella noche lo que quedaba de la guarnición rodia barrió la muralla sur como un mar negro y pasó por encima de los restos de la segunda muralla y de la primera, aplastando a los centinelas y a la reserva, y corrió a través de la explanada como una bien organizada marea a través de un banco de arena salada con la luna llena.
Igual que el joven campeón, el taxeis macedonio aguardó a la guarnición confiadamente.
Sátiro mantuvo a los remeros a paso ligero en cuanto alcanzaron terreno liso. Estaban a la altura de los efebos y los mercenarios de la ciudad, pero los hoplitas se estaban rezagando y Sátiro no podía hacer nada al respecto. De modo que los condujo al trote a través del campo abierto mientras veía que la falange enemiga tenía tiempo de sobra para formar en orden cerrado.
Sátiro aminoró la marcha de sus remeros a trescientos pasos de la reluciente línea enemiga. El amanecer ya asomaba pálido por el este y sonaban trompetas por doquier.
Sonrió. Era demasiado tarde. Para aquellos hombres.
—¡Columnas! —gritó, y los remeros duplicaron el frente, una maniobra espartana que dejaba todos los escudos de primera línea firmemente solapados: la sinapsis.
Sus hombres no habían dejado de avanzar. Un año de acción constante permite que una unidad alcance un grado de instrucción rayano en lo sobrehumano. Las medias filas se limitaron a dar medios pasos, aguardando a que los nuevos jefes de columna llenaran los intervalos al trote, y luego, mientras los escudos se solapaban, los jefes de columna dieron un grito.
—¡Lanzas! —ordenó Sátiro. Doscientos pasos. Y los macedonios no se movían. Se estaba haciendo tarde para que iniciaran un avance. Veía sus lanzas en movimiento pero costaba interpretar sus acciones a oscuras, aunque a Sátiro en realidad no le importaba demasiado lo que hicieran.
A su lado y detrás de él, las tres primeras filas apuntaron sus lanzas, y las siete filas posteriores se apretujaron todavía más, siempre a paso ligero.
—¡Peán! —ordenó Sátiro.
Apolodoro levantó la cabeza.
Un muro de sonido surgió de los remeros, y los macedonios reaccionaron como si los hubiese alcanzado una lluvia de flechas; retrocedieron, y en plena confusión llegaron los infantes de marina, y el momento del impacto fue como mil herreros batiendo calderos de bronce en el cielo, y la falange macedonia se partió por la mitad y fue destruida.
No tendría que haber sucedido.
Pero como sucedió, el primer taxeis de refuerzos que se acercaba por el camino quedó atrapado en el desastre, con compañeros de tienda que huían entre sus filas, y los efebos y los ligeramente rezagados hoplitas de la ciudad embistieron la desordenada segunda falange y la empujaron hacia su retaguardia.
Y entonces el combate perdió toda clase de orden. El ataque de los hoplitas de la ciudad fue el último momento de acción en el que Sátiro pudo ver algo o distinguir a sus amigos de sus enemigos, o reivindicar que estaba al mando.
Los infantes de marina vitoreaban a su alrededor y las mujeres de las últimas filas corrieron al frente con potes de fuego, y en cuestión de segundos los maderos del leviatán estuvieron en llamas. Las máquinas de guerra agrupadas en torno a las grandes ruedas estaban muy juntas, y el fuego comenzó a iluminar el cielo, y Sátiro saboreó la victoria.
Pero sabía que se trataba de un sabor falso. Contaba con dos mil hombres y Demetrio, por más sorprendido que estuviera, contaba con treinta mil.
El contraataque de Demetrio cayó como un martillo sobre los rodios victoriosos.
Los infantes de marina seguían juntos; Cármides estaba cerca de su espalda y tenía a Apolodoro en un lado y a Anaxágoras en el otro, con la esquelética figura de Abraham detrás de ellos, cuando llegó el contraataque. Sátiro recibió un golpe de escudo contra el suyo, abandonó todo pensamiento de mando y devino un hoplita; escudo contra escudo, su lanza deslizándose sobre el escudo de su enemigo mientras la lanza de aquel le buscaba los ojos y resonaba contra su yelmo. Tan cerca estaban que Sátiro podía oler el aliento a cardamomo de su oponente. Tan cerca que le bloqueó el escudo con el suyo y golpeó con el borde; escudo mayor, brazo más fuerte. El hombre cayó y Sátiro ocupó su sitio.
—¡Conmigo, infantes! —gritó Sátiro como si estuviera librando un combate naval.
Cármides liquidó a su siguiente oponente, ya fuere por suerte o por precisión; el hombre cayó antes de tener tiempo de afianzar las caderas, con una punta de lanza en el ojo. Los falangistas enemigos se recortaban contra las máquinas incendiadas y pagaron por ello.
Apolodoro abatió a su hombre, avanzó y paró una lanza; Anaxágoras empujó con el hombro, y el hombre que se enfrentaba a Sátiro se estremeció, adoptando una expresión de miedo al ver que toda la fila de delante moría, de modo que retrocedió. Sátiro fue a por él, golpeando escudo contra escudo y dando mandobles bajos; la espada contra algo blando, y empujó, y un golpe resonó en su yelmo. Consiguió ponerse en guardia con la espada en alto, dio un paso al frente un poco a la izquierda, giró las caderas y blandió la espada como una cuchilla de carnicero contra el aspis siguiente, partiendo el mal construido escudo y el brazo del hombre que lo portaba con un chillido al que Cármides puso fin. No era solo suerte, pues: el muchacho era un lancero consumado.
Los hombres que tenía delante comenzaron a desdibujarse, y Sátiro dio y recibió golpes; un golpe fuerte contra el costado derecho, debajo del brazo, cuando avanzó demasiado deprisa, un tajo en la pierna izquierda que le hizo un lancero rápido y atrevido. La oscuridad favorecía la agresión y el trabajo en equipo, y Cármides lo salvó diez veces y Anaxágoras otras diez; y él los salvó a su vez, parando golpes altos con la espada para apartar los mandobles de Anaxágoras, matando al oponente de Apolodoro con un golpe envolvente contra la nuca del enemigo. Las acometidas de la lanza de Abraham eran certeras.
El enemigo murió.
Sátiro perdió la cuenta de los oponentes y los golpes. Estaba vivo; transcurrió otro momento y seguía vivo. Vivo.
«Todavía vivo.»
Perdió su espada cuando se le atascó en el cuerpo de un hombre agonizante, y como guiado por Heracles su puño derecho se cerró en torno a la lanza de su siguiente oponente y se la arrebató como si diera un paso de la Pírrica. Sátiro mató a aquel hombre con la contera de su propia arma, giró la hoja y se la clavó al siguiente enemigo. Y siguió adelante.
«Todavía vivo.»
Por lo general, en combate los hombres retroceden tras una lucha; cien segundos de caos y horror es cuanto la mayoría de los hombres, incluso los más valientes, pueden soportar. Los hombres evitan el combate si pueden, se mantienen a un largo de lanza y gritan insultos.
Pero a oscuras los hombres se atacaban violentamente y morían. El fuego de la gigantesca torre arrojaba luz suficiente para hacer posible la supervivencia.
Sátiro paró un golpe con su lanza, un mandoble contra su torso, y clavó el astil en el yelmo del enemigo tirándolo al suelo, donde Cármides lo remató.
«Todavía vivo.»
Nueva armadura; más bronce, menos suciedad. Sátiro lo vio cuando tuvo un golpe de suerte; su mano derecha estaba tan cansada que apenas podía agarrar la lanza, pero clavó la lanza en los ojos del oponente en el siguiente ataque y el hombre cayó.
«Todavía vivo.»
El sol estaba saliendo. Los hombres se retiraban, alejándose de ellos. Apolodoro escupió con desdén y clavó su lanza corta en la armadura de un hombre hasta alcanzarle la ingle. Cármides alcanzó a un hombre que huía y le abrió un tajo en los riñones desprotegidos por la armadura. Anaxágoras luchaba frente a frente contra un hombre tan corpulento como él, e intercambiaban golpes como perros de pelea, y sus espadas soltaron chispas cuando Anaxágoras golpeó con el pomo los dientes de su adversario, y la oportuna arremetida de Abraham le dio en el yelmo, que pareció explotar mientras caía…
«Todavía vivo.»
Entre los cinco habían derribado a tantos hombres que el enemigo se retiró y los infantes pudieron sobrevivir, cambiando de frente desde un flanco derrotado, seguros mientras su rey y sus compañeros ganaban terreno para que pudieran respirar.
El enemigo había vuelto a tomar la torre. Miles de ellos sofocaban las llamas; las máquinas estaban negras de hombres bajo el sol naciente, como hormigas cubriendo comida dejada fuera de una casa.
El enemigo volvió a retirarse y Sátiro, a su vez, se retiró para unir su escudo al de Anaxágoras, tosió.
«Todavía vivo.»
Sátiro respiró. Miró a izquierda y derecha y vio que casi todos sus infantes también estaban vivos.
Se llevó la cantimplora a la boca. Bebió, sin apartar los ojos del enemigo en ningún momento. Eran una muchedumbre bien armada, y un hombre con armadura de oro se abrió paso hasta la primera línea y brilló como el fuego bajo el sol naciente.
—Tus hombres han hecho un buen trabajo contra mi Aegema —dijo Demetrio—. Todavía llevas ese yelmo.
Sátiro escupió agua y sangre. Olió la piel de gato húmeda y supo que estaba donde tenía que estar.
Demetrio presentaba un aspecto magnífico con su oro y su piel de leopardo, descansado, pulcro y fuerte, con el físico de una estatua de Heracles.
—Sería digno que termináramos esto; Aquiles y Héctor. ¿Te apetece correr unas cuantas veces alrededor de las murallas?
—Déjamelo a mí —dijo Anaxágoras.
Apolodoro dio un resoplido.
—Dame un trago y lucharé contra él. Solo si puedo llevar armadura.
Cármides dio unos toques a Sátiro.
—Si se me permite, estaría encantado…
Sátiro se rio. Se adelantó de sus filas y saludó a Demetrio. El Aegema de Demetrio, sus compañeros, habían hecho sitio al retirarse. Sátiro se quitó la correa de la cantimplora por la cabeza y se la pasó a Apolodoro. Casi como en un aparte, dijo:
—Demetrio, debes confesarlo: tus hombres se apartan de mí y los míos ansían luchar contigo. Pregúntate quién es Aquiles y quién es un mero mortal con una armadura dorada.
Demetrio levantó su lanza.
—Creo que en lugar de charlar, deberíamos luchar.
Sátiro gruñó.
—Eres tú quien quiere que esto sea la Ilíada, no yo.
Demetrio corrió hacia él, arremetiendo con el escudo, y luego hincó la lanza tres veces, tan rápido como piensa un hombre, arriba, en medio, abajo, una brillante combinación.
Sátiro bloqueó, bloqueó y bloqueó sin moverse un dedo, y cuando sus escudos chocaron, empujó.
Demetrio cayó de espaldas.
—Soy Sátiro hijo de Kineas —dijo Sátiro al viento—. Mi padre fue hiparco de Olbia y fundador de una gran ciudad. Levántate.
Demetrio se puso de pie.
—Buen golpe —dijo.
Sátiro se movió, haciendo una finta que le había enseñado Filocles, y golpeó por arriba, alcanzando el brazo de Demetrio por encima del escudo, donde su guardia era pobre.
—Mi abuelo fue un hiparco de Atenas. Su padre llegó a Atenas desde Platea, donde defendió solo la muralla durante una hora contra cien espartanos y mató a cien. Atenas lo nombró ciudadano y le erigió una estatua como héroe —dijo Sátiro.
Demetrio pareció desconcertarse ante tales alardes y se contuvo, y Sátiro le tiró una estocada con la lanza, poniéndolo todo en el gesto del brazo: amor por Miriam, odio al desperdicio, cólera, terror, vergüenza, orgullo. Pesar. Compasión. Esperanza. Todo.
La punta de su lanza atravesó el recubrimiento de oro del escudo, el bronce, dos capas de cuero sin curtir y el armazón de sauce, y se clavó en el brazo de Demetrio y el rey dio un paso atrás y maldijo, y hubo sangre sobre su coraza dorada.
—Su padre Arimnestos condujo a los plateos a la victoria en Maratón contra los medos, y defendió su terreno cuando los helenos prevalecieron y fue votado el mejor de los helenos.
Hizo otra finta con la lanza y dio una patada, truco muy del agrado de Terón, alcanzando la rótula de Demetrio y haciéndole caer despatarrado.
Se irguió sobre el rey rubio con la lanza en alto.
—¡El padre de Arimnestos fue el Herrero de Platea y dirigió la carga de los espartanos en Oinoe! —dijo Sátiro—. ¡Levántate!
Demetrio retrocedió a trompicones hasta las filas de su escolta.
Sátiro aguardó. Demetrio se enderezó. Afianzó los pies.
—Su antepasado era Heracles, que es un dios y se sienta en las alturas del Olimpo, vigilando y juzgando a los hombres. —Sátiro clavó la contera de su lanza en la arena—. Esos son mis antepasados, rey Demetrio. Viniste a luchar contra héroes. Esos hombres fueron héroes.
Demetrio se abalanzó sobre él, apuntando su lanza contra el escudo de Sátiro, un golpe potente que hizo que Sátiro se echara para atrás, y la punta desgarró el recubrimiento del escudo hasta romper la madera y el cuero.
Sátiro dejó su lanza clavada en la arena, alargó la mano derecha y agarró el borde del escudo del rey, y lo hizo girar tal como un carretero hace girar una rueda. El ruido del brazo del rey al romperse resonó en todo el campo como si fuese un mástil rompiéndose en una tormenta.
Y Demetrio chilló, con una mezcla de ira y frustración, intentando cortar a Sátiro con la lanza.
Entonces el Aegema se adelantó para rescatar a su rey. Pero no ansiaban luchar. Sátiro alargó el brazo y arrancó su lanza del suelo, viendo que le corría un hilo de sangre por el brazo. Demetrio le había dado. Notó una herida antigua que tenía en la cadera; bajó la vista y vio sangre junto a su pie izquierdo. Y en su greba izquierda.
Retrocedió hasta las filas de sus hombres y los escudos se solaparon, pero los antigónidas no estaban tan ansiosos como su superioridad numérica les permitía. Y Sátiro había perdido la voluntad de morir. Paso a paso los infantes de marina fueron reculando hasta que llegaron a la vieja muralla sur.
Una trompeta tras otra daba la alarma en el campamento enemigo, y la escolta del rey enemigo se llevó a Demetrio el Rubio del campo de batalla.
Sátiro miró a Abraham, pero Abraham miraba más allá de él, por encima de su hombro. Sátiro levantó los ojos y allí, en el este, había una hilera de velas; cincuenta velas o más, bajando con el viento del norte desde Simi.
El Maratón y el Oinoe. El Niké, el Troya y la Artemis Efesia, y muchas más naves que reconoció a simple vista. Con una fila de naves de grano que reconoció por sus altos mástiles y pesadas velas.
—¡Heracles! —exclamó.
El cielo retumbó.