Día ciento noventa y siguientes
La caída de la moral cuando quedó claro que Demetrio no tenía intención de levantar el sitio fue tan grande que Sátiro pensó que la ciudad caería ante cualquier asalto.
El tiempo refrescó, era demasiado tarde para esperar la llegada de refuerzos por mar y el hambre comenzó a acechar a la guarnición. No quedaba una gota de aceite, el vino iba a un dracma el sorbo y el racionamiento de grano se recortó a tres cuartos de medida, y luego a la mitad, para todos los ciudadanos.
Dos semanas después de la batalla en la tercera muralla, las mujeres lo maldecían por la calle.
Miriam perdió peso. Al principio lo notó en su cuello y luego, al cabo de un mes de medias raciones, lo vio en su rostro.
Su hermana perdió peso. Anaxágoras perdió peso. Hombres que habían sobrevivido a la fiebre como Abraham, alabados fueran los dioses, no tenían carne con la que reemplazar el músculo que habían perdido y renqueaban por ahí como encarnaciones de la Muerte.
La bella Niké murió de fiebre y Cármides quedó desconsolado.
Y sin embargo, inexplicablemente, después de que la nave solitaria intentara efectuar una incursión en el puerto, el enemigo no se movía. Demetrio permanecía inmóvil detrás de sus terraplenes. Aunque el resonar del martillo en el yunque les llegaba con toda claridad y ese sonido era más ominoso que cualquier himno de guerra.
Lisandro el Espartano fue una incorporación útil y profesional. Llevaba las tablillas, contaba cosas, hombres, flechas… y piedras. Sátiro confió plenamente en él por influencia de Filocles. Le era imposible concebir que hubiera un espartano deshonesto.
Incluso los infantes de marina comenzaron a adelgazar. Sátiro no vio cómo sucedía, tan solo se dio cuenta, de repente una mañana, de que la armadura de Anaxágoras le colgaba como si fuese un mocoso llevando el coselete de su padre. Anaxágoras estaba flaco. Cármides, que practicaba con una lanza roma contra el espartano, tenía las piernas flacas.
—Nos morimos de hambre —dijo Sátiro en voz alta.
Korus negó con la cabeza.
—Qué va —dijo—. Falta mucho para que muramos de hambre. —Se encogió de hombros—. Aunque cada vez estaremos más débiles.
Sátiro adoptó la costumbre de recorrer las calles constantemente, de hoguera en hoguera, de puesto de guardia en puesto de guardia. Miriam lo acompañaba a menudo, o Aspasia, Anaxágoras con una lira, Lisandro con una tablilla de cera, Jubal con papiros y una plomada o una pandereta. La primera vez que llevó una pandereta, Sátiro le tomó el pelo diciéndole que quería imitar a Anaxágoras.
—O quizá lo acompañarás —dijo Sátiro.
—Necesita un par de flautistas —terció Lisandro, vacilante. Todavía no era uno de ellos. No estaba seguro de que aceptaran su sentido del humor.
Jubal se rio.
—Curioso, ¿eh? —Sacudió el instrumento, lo dejó con cuidado en el suelo, acercó la oreja y escuchó—. Minas —dijo.
Anaxágoras lo captó.
—La piel del tambor transmite la vibración, claro.
El timonel Kleitos estaba despojando de sus velas a las naves que quedaban en el puerto y construyendo con ellas tiendas más calientes para los pobres. Los sakje, siempre tan prácticos, habían vaciado los sótanos de casas derruidas y hecho refugios y túneles, donde vivían resguardados del frío dado que podían encender braseros.
Melita casi siempre iba con él. El pueblo de Rodas la veía como una libertadora por más desesperado que estuviera, y desvió más de un insulto contra su hermano.
Las semanas se sucedían sin alivio. El Festival de Apolo llegó y pasó, y la fiebre regresó para atacar a antiguos esclavos y hombres libres por igual; una cuarta parte murió en una sola semana, y el olor que desprendían al quemarse los cadáveres, como una enorme ofrenda de cerdo y cabra, hacía que todo estómago hambriento se revolviera de desesperación. En más de una ocasión, Sátiro vomitó bilis.
Pero después de la segunda epidemia de fiebre la enfermedad pareció remitir. A Leóstenes no le quedaba nada que sacrificar excepto pájaros. Rezaba incesantemente.
Bandas de niños vagaban por la ciudad en ruinas, entrando en las casas con palos, encontrando cadáveres de perros que asaban y comían, o tesoros milagrosos: pithoi enterrados, llenos de avena y cebada. Los buscadores de tesoros más afortunados llevaban sus hallazgos al ágora y los vendían, pero tras doscientos treinta días de sitio no había monedas que valieran para comprar comida; lo único que quería la gente era comida, y un broche de piedras preciosas que valía lo mismo que una nave pequeña no bastaba para pagar ni un cuenco de aceite de oliva.
En dos ocasiones, los centinelas enviados a atrapar a personas que defecaban en zonas públicas los sorprendieron asando un cadáver. Y a Sátiro le constaba que no estaban sorprendiendo a cuantos lo hacían. Entre los sakje, ni siquiera era un tabú.
Así las cosas, Demetrio seguía sin atacar.
Por la noche. Sátiro estaba sentado con Abraham, cuyo intelecto estaba ileso a diferencia de su cuerpo.
—Está decidido a matarnos de hambre —dijo Abraham. Jubal sirvió un poco de agua tibia, apenas teñida con vino, el mayor lujo que tenían, y un poco de miel.
Melita se mostró de acuerdo.
—Ya se ha hartado de hacer de dios. Tiene los hombres y los medios necesarios para rodearnos. Mirad la barrera flotante del puerto: seis estadios de madera, todos con pinchos y atados entre sí. Mirad las nuevas trincheras de la muralla oeste, ni siquiera están al alcance de las flechas. Estamos constreñidos —agregó, como si fuese un insulto.
Sátiro levantó la vista al oír que Miriam entraba en la tienda, seguida de Anaxágoras. La hambruna le había dado los rasgos afilados de una muchacha muy joven, hasta que le mirabas la cara. Tenía grabadas en la piel las severas arrugas de una abuela de cuarenta y cinco años. La nariz era más prominente.
Sátiro pensó que era la mujer más bella que había visto en su vida.
Miriam se dejó caer a su lado como si tuviera el doble de su edad, y Anaxágoras gimió de la misma manera cuando apoyó su espalda contra la de Sátiro.
—Me siento como si me estuvieran castigando por mi hubris —dijo Sátiro. Sonrió—. Sé lo egoísta que parece, pero deseaba derrotarlo. Por eso hice lo que hice. Y mirad dónde nos ha conducido.
Abraham rio débilmente.
—Ojalá lo hubiese visto, de todos modos. ¿Cuánto tiempo llevó planearlo?
Sátiro sonrió a Jubal, que correspondió con su sonrisa amplia, amigable y aparentemente no muy inteligente.
—Mucho tiempo, ¿eh? —dijo—. Mucho tiempo.
Sátiro asintió.
—Jubal tuvo la idea la noche que perdimos la gran torre. Comenzamos a cavar nuestras minas; por Hefesto, las comenzamos antes de tener un plan para usarlas. Yo quería un refugio, pero eso demostró ser una tontería. Tuve un sueño de túneles, creo que enviado por Apolo, de modo que los excavamos. Pero fue solo cuando sus máquinas derruyeron la gran torre cuando vimos cómo usar nuestros túneles.
Miriam agitó las manos.
—Y entonces, oh, hermano mío, justo cuando caíste enfermo, recuerda que Demetrio rehusaba tomar la tercera muralla. Y sus hombres comenzaron a cavar una mina —dijo, entre risitas.
—Y teníamos que asaltar la mina antes de que diera con una de las nuestras —prosiguió Anaxágoras, que lo acababa de entender—. Por eso estabas solo a oscuras.
—Solo no —repuso Jubal—. Estaba conmigo —agregó, y se partió de risa.
Abraham se estremecía al reír.
Entró Apolodoro, bebió un poco de agua tibia con miel y vino y se sentó pesadamente. Cármides llegó con Lisandro y se sentaron apoyando la espalda en el poste de la tienda.
Anaxágoras rio entre dientes.
—¿Sabéis por qué digo que los dioses son gentiles? —preguntó.
Melita enarcó una ceja.
—Estaría bien saberlo.
—Cuanto más hambre y sed tengo, más fácilmente me emborracho —proclamó Anaxágoras—. Quizás escriba una canción al respecto. Anacreonte nunca tocó este tema. A medida que nos vamos quedando sin vino, ¡caramba, los dioses me conceden la facultad de emborracharme con menos vino!
Alzó la copa. Bebió un educado sorbo y se relamió los labios como un conoisseur.
—Ahh… hallado en un sótano ayer, me parece.
Melita rio y se dio una palmada en la rodilla cubierta por su pantalón de cuero.
Sátiro no pudo evitar fijarse en lo firme que parecía su carne. Miró en derredor.
—Tengo una sugerencia que hacer —dijo. Anaxágoras llevaba razón; estaba achispado con media copa de vino aguado.
—Silencio para el polemarca —dijo Abraham.
Sátiro se puso de pie de modo vacilante.
—Melita, tenemos cientos de soldados sakje —comenzó.
—Sabía que tarde o temprano te darías cuenta —respondió Melita bromeando.
—Demetrio tiene una manada de caballos —prosiguió Sátiro—. Nosotros tenemos los mejores ladrones de caballos del círculo del mundo dentro de estas murallas. Propongo que vayamos a su campamento con disimulo, cojamos sus caballos, los montemos de regreso y nos los comamos.
Melita rio y volvió a darse palmadas en las rodillas.
—Sin duda espera que ataquemos —dijo.
—La arrogancia tiene su propia recompensa —dijo Lisandro—. Me encantaría ir al frente de esa expedición.
Melita le puso una mano en la rodilla.
—Si te pareces mínimamente a nuestro Filocles, no sabes montar y harás más ruido que un león en un aprisco —dijo—. Pero si quieres hacernos un bosquejo sobre cómo están maneados los caballos, lo intentaremos.
—¿Cuándo? —preguntó Sátiro.
Melita se rio.
—Hay luna nueva. Es buen momento.
La incursión para robar los caballos se desenvolvió con tal inevitabilidad que pareció predestinada. Los sakje se reunieron a oscuras ante la puerta del oeste como si los hubiesen convocado, y los griegos no tuvieron ni idea de cómo se había hecho. Melita les habló en la lengua líquida de los masagetas.
Se rieron. Ella hizo unos dibujos en la tierra a la luz de las antorchas y se rieron otra vez.
Sátiro y Apolodoro sacaron a los infantes de marina de los puertos y los condujeron a través del terreno baldío hacia las nuevas trincheras enemigas, las fortificaciones que encerraban la ciudad en un cordón de tierra, arena y piedra.
Había centinelas. Estaban alerta. Dieron la alarma.
No obstante, los infantes tomaron la muralla por asalto; los centinelas se vieron superados en número, y Plistias no había estacionado un cuartel de guardia para reforzar la sección más lejana, de modo que Sátiro estuvo en lo alto de la fortificación de tierra cincuenta segundos después de que su espada saliera de la vaina.
—Prisioneros —gritó.
Los falangistas tenían la misma idea. Cincuenta se rindieron. Pero solo después de haber dado la alarma.
Las notas de trompeta resonaron en la noche y otras trompetas respondieron desde el campamento.
Anaxágoras subió al lado de Sátiro.
—Me gustaría estar con tu hermana —espetó.
—A mí también —contestó Sátiro.
Era una pura alegría estar fuera de la ciudad. Melita odiaba la ciudad maldita, los escombros, el perpetuo olor a mierda, los cadáveres y la basura pudriéndose, la peste de sus manos. Era una especie de infierno para los sakje. Su hermano no sabía hasta qué punto padecían los sakje, encerrados dentro de aquellas estúpidas murallas.
En campo abierto, al oeste de la ciudad, respiró profundamente. A su derecha, Scopasis hizo lo mismo, y Thyrsis se rio a carcajadas.
—Podríamos coger los caballos y largarnos de aquí —dijo.
—Estamos en una isla —les recordó Melita.
—Bah. Somos masagetas. Ponme un caballo entre las piernas y ese Pueblo de la Tierra jamás olerá mi rastro.
Se rio otra vez.
—No sé qué decirte, Thyrsis. Hueles bastante fuerte. —Melita se levantó al oír que comenzaba la lucha—. Ahora tenemos tiempo. Vamos allá.
Como siempre, la espera fue la peor parte. Los hombres de Demetrio respondieron bien; un taxeis marchó portando antorchas para iluminar el camino, y la noche estuvo llena de psiloi y remeros encaramándose a los terraplenes.
El taxeis marchó deprisa pero fue alcanzado por una descarga de flechas. Murieron hombres.
El comandante del taxeis se detuvo y pidió nuevas órdenes y refuerzos.
Cayeron más flechas. No muchas, una docena cada vez.
El taxeis apagó sus antorchas.
Desde las trincheras atacadas, las trompetas sonaban una y otra vez, apremiando a los antigónidas.
Demetrio ordenó que su caballería saliera por la puerta principal, doscientos hippeis de su propia guardia que habían montado apresuradamente en plena noche. Cabalgaron dando un rodeo demasiado largo en busca del taxeis, lo encontraron y comenzaron a caerles flechas encima. Los caballos relinchaban en la oscuridad.
Las trompetas suplicaban ayuda desde las trincheras condenadas.
El taxeis marchó por campo abierto tomando el camino más largo, a salvo detrás de sus trincheras, una decisión sensata de su comandante, fundamentada en información errónea. Errónea porque supuso que las trincheras todavía estaban en manos de su bando.
—Lo hago mejor cada vez que toco esta maldita cosa —dijo Anaxágoras—. No me extraña que le tenga apego a la lira.
—No obstante, están picando —respondió Sátiro—. Es hora de irse.
Sátiro corrió por la muralla de tierra dando órdenes, y los infantes abandonaron a trompicones la cara exterior y corrieron hacia su puerta. Anaxágoras tocó la trompeta una vez más y saltó.
Melita sonrió. «Huele a muerto», pensó. Deseó que Anaxágoras estuviera allí para mostrarle cómo luchaban los masagetas en realidad.
El taxeis que avanzaba a oscuras para rescatar a sus desdichados camaradas no era más que una cabra atada para el león. Un cebo. Pasaron por el camino que los ingenieros de Demetrio habían construido; hombres muy exigentes. Muy previsibles. Melita había vigilado su construcción, tenía el mapa del sitio tan claro en la cabeza como su mapa interno de los bosques, barrancos y llanuras de los alrededores de Tanais.
La caballería enemiga viajaría hacia el suroeste del camino, cabalgando por campo abierto, buscando cubrir los flancos del taxeis.
Aguardó a que la infantería la adelantara. Nunca es tan oscuro para que un sakje no pueda contar a sus enemigos. Los observó pasar y contó hasta cien, despacio, en griego.
Luego se puso de pie, metió una flecha en el arco y profirió el estridente grito de la lechuza.
El grito de lechuza se oyó a lo largo de la muralla oeste, y Sátiro dio un codazo a Anaxágoras.
—Ahí la tenemos —dijo.
—Que Poseidón y Apolo la protejan —respondió Anaxágoras.
—Su diosa es Artemis —dijo Sátiro.
Los sakje se levantaron de la hierba y corrieron hacia la caballería.
Casi no hicieron ruido pero los caballos los oyeron. En su mayoría iban despaciosamente, nada contentos al tener que atravesar un terreno tan áspero de noche, con la cabeza gacha, interesados en las matas de hierba. Pero de pronto una cabeza se levantó, y luego otra. Un semental se detuvo y aguzó el oído, y soltó un gran relincho.
Incluso los jinetes pudieron oír el ruido de pies correteando.
Melita estaba casi lo bastante cerca para tocar al jinete que perseguía; corrió tras él, y su carrera fue más rápida que el paso ligero del caballo. Cuando le disparó, sus pies todavía estaban en el aire entre dos zancadas. El enemigo tragó saliva, agitó los brazos y cayó, y Melita ocupó su sitio, hincando los talones en los ijares del caballo, obligándolo a galopar, cabalgando hacia el flanco suroeste.
En cuanto se afianzó en la silla, comenzó a matar hombres. Cabalgaba a su lado y disparaba sus flechas desde una distancia de largo de brazo.
Los hippeis murieron tan deprisa que su comandante cayó al suelo sin estar seguro todavía de que estuviera siendo atacado. Scopasis le rebanó el cuello, le arrebató la espada con la empuñadura de oro y le arrancó el cuero cabelludo con tres movimientos eficientes.
Thyrsis gritó e hizo girar a su montura en un círculo muy cerrado.
—¡Ay-yee! —chilló, y el resto de los guerreros hizo suyo el grito quejumbroso, llenando la noche.
—Tienen los caballos —dijo Sátiro.
—¿Y ahora qué? —preguntó Miriam.
Sátiro no había visto nunca tan preocupado a Anaxágoras. Tuvo ganas de decirle que se equivocaba al preocuparse, pero sonrió y, en cambio, le dijo:
—Ahora muere un montón de gente.
La verdad era que el taxeis de macedonios y griegos estaba bien dirigido y hacía gala de una disciplina excelente. Sus oficiales no perdieron el valor en ningún momento.
Pero ninguno de ellos olvidaría jamás el terror de aquella hora de acorralamiento, aguardando a que los arqueros a caballo salieran de la oscuridad. Murieron más de cincuenta a pesar de sus armaduras, de la oscuridad y de los escudos. Los gritos de guerra parecieron durar eternamente, y cuando un hombre era alcanzado, caía entre ellos y se retorcía y chillaba, sin que pudieran apartarse a un lado para dejarlo morir solo. Y de vez en cuando uno de los bárbaros se acercaba al galope y les lanzaba una cabeza cortada que rebotaba con eco contra los escudos o caía con un golpe sordo sobre un yelmo.
Resistieron como profesionales, y sus oficiales los ensalzaban cada vez que el batir de cascos se alejaba. Y cuando salió el sol, descubrieron que habían perdido poco menos de cien hombres.
Melita cabalgó a medio galope salvando las murallas bajas, bajando por la pendiente exterior entre las estacas y los hoyos que habían despejado los infantes de marina, y a través del campo abierto hasta la puerta del oeste. Aguardó a Scopasis y Thyrsis, que gritaron y alzaron trofeos a modo de saludo, y los infantes la ovacionaron.
Vio a Anaxágoras en lo alto de la muralla y lo saludó con el arco. Él bajó corriendo por la escalera interior y la tomó en brazos antes de que desmontara por virtud de su estatura y su fuerza. Melita se rio.
—Qué caballo tan bonito —dijo Anaxágoras, después de besarla.
Melita se rio. Anaxágoras era corpulento y a ella le gustaban los hombres corpulentos, y su barba resultaba agradable.
—Es un triste jamelgo —respondió Melita. Enroscó las piernas en torno a la cintura de Anaxágoras y lo besó, y sus guerreros lanzaron gritos de entusiasmo. Incluso Thyrsis, que había abrigado esperanzas. Que las abrigara. Había comenzado aquello para hacerle un favor a su hermano, pero ahora encontraba francamente atractiva aquella perspectiva.
Y él también; a Melita no le pasó por alto.
—El caballo necesita un nombre —dijo Anaxágoras cuando ella apartó la boca de la suya. La dejó en el suelo. Dio una palmada a la yegua en la grupa—. Voy a llamarla Salchicha.
Sátiro se rio.
—Buen trabajo, hermana.
—¿Salchicha? —preguntó Melita.
—Para que combine con Carne de caballo, Bistec y Empanada de carne. —Sátiro saltó de la muralla interior—. Hemos estado poniéndoles nombres a medida que tu gente los traía.
Dentro de la puerta Melita vio a la mitad de la población de Rodas. Los caballos ya estaban muertos; todos menos una docena que estaba bajo la estricta vigilancia de los infantes de marina.
—Scopasis ha insistido en que conserváramos los mejores —explicó Sátiro.
El aplauso con que fue recibida su aparición en la puerta se alzó como una ofrenda a los dioses. Nunca la había ovacionado tanta gente. Se le iluminó el semblante y una de sus escasas sonrisas espontáneas borró sus cicatrices.