La delegación ateniense bien podía haber sido escogida adrede para discutir en detrimento de su ciudad, o eso le pareció a Estratocles.

—Debéis explicar al rey las duras presiones que está soportando Atenas —dijo Estratocles una vez más.

—No queremos parecer mendigos —dijo Demócrates—. No, eso no sería conveniente.

—Representamos a uno de los estados más poderosos del círculo del mar —apostilló Milcíades el Joven—. No sería apropiado que apareciéramos como suplicantes.

—No, no —repitió un coro de aristócratas ancianos. Faltó poco para que Estratocles se arrancara la barba.

—¿Creéis que el rey Demetrio el Rubio vendrá a preguntaros si puede enviar tropas en apoyo de vuestra ciudad?

Milcíades asintió.

—Bien expresado. Así es como debería ser exactamente.

—Eso preservaría la dignidad de nuestra ciudad —terció Demócrates.

—¡No hay dignidad que valga en una ciudad saqueada por un conquistador! —respondió Estratocles. Aquellos hombres lo consternaban, eran los restos de la areopagitika, la peor clase de oradores. Ellos mismos le habían dicho que las fuerzas de Casandro estaban a las puertas de la ciudad. Que los olivares del Ática estaban en llamas.

Demócrates miró a Estratocles como si fuese una inmundicia.

—Nunca lo entenderás, joven. Llevamos en el corazón lo que es mejor para la ciudad. Representamos a las mejores familias. No hemos cambiado al tirano Demetrio de Falero por un nuevo amo. Nuestra ciudad debe tener sus propios gobernantes; hombres buenos, de buenas familias.

—Sabemos de sobra cómo gobernar —dijo el coro de aduladores añosos.

En la puerta de la tienda, Lucio el Latino rio entre dientes y se tiró un pedo.

Estratocles estaba demasiado enojado para razonar.

—Sois un hatajo de ancianos idiotas —dijo.

Con eso consiguió silencio, por lo menos.

—Debéis ir ante Demetrio el Rubio como suplicantes; ¡como auténticos mendigos, porque eso es lo que somos! ¡Y no tendría que preocuparnos si la sagrada Atenas está sitiada! Que Atenea me maldiga si miento; he presenciado seis meses de sitio en este lugar. Vosotros, caballeros, no tenéis idea de lo que ha resistido Rodas, pero os aseguro que no queréis que esto se repita en Atenas. No querréis a vuestras doncellas violadas, vuestras tierras quemadas, la Acrópolis derruida ante vuestros propios ojos o incendiada como la incendiaron los persas. Salvaos, dejad que os ayude. Id a ver a Demetrio con una soga al cuello y suplicadle que levante el sitio aquí y que envíe tropas a Atenas antes de que sea demasiado tarde.

Su arenga fue acogida por un anonadado silencio. Por un instante, solo un instante, pensó que los había convencido.

—Eres muy apasionado —dijo Demócrates—, pero no tienes idea de cómo negocian las grandes naciones.

Por un instante, Estratocles se planteó si matarlo. Durante diez años había servido a Atenas; servido en secreto, oculto en las sombras, reuniendo información, dinero y mercenarios. Había servido con Casandro y con el Tirano, Demetrio de Falero, con Dionisio de Heraclea, con Antígono el Tuerto, con Tolomeo y con Demetrio el Rubio, cambiando de bando como la brisa cambiante de un día nublado en el mar, todo ello por el bien de Atenas.

Y aquellos viejos idiotas iban a tirarlo todo por la borda.

La ira lo cegó un momento, quizá quince segundos.

El coro parloteaba.

Demócrates dijo algo que se perdió en su cólera.

Cuando fue capaz de verlos, se estaban apartando de él hacia los rincones de la tienda y él empuñaba una espada. Respiró profundamente. Y pronunció las palabras que Atenea le susurró al oído.

—Por más bella que sea una mujer —dijo—, no tendrá pretendientes si permanece encerrada en casa. Vosotros, caballeros, sois idiotas. Quedaos encerrados en esta tienda, si queréis. Yo me esforzaré por salvar nuestra ciudad sin vosotros.

Derecho del coro de viejos inútiles a la tienda de su señora, Estratocles entró sin anunciarse y pasando entre sus doncellas, que chillaron. La encontró sentada en una banqueta, leyendo.

—Haz el equipaje, Despoina —dijo—. Tienes que marcharte… enseguida.

Ella se incorporó. Enarcó una ceja.

—Nunca hubiese esperado este grado de impertinencia por tu parte —comenzó.

Estratocles le pegó. No fue un golpe fuerte, solo un amago de bofetada… pero en la cara. La impresión la tiró al suelo y soltó un grito.

—Despierta, Despoina. —Estratocles se avergonzaba de haberla pegado pero había hecho cosas peores—. Demetrio se hunde. Ahora, pronto, dentro de un año, quizá dentro de cinco. Apostó aquí, ha perdido mucho y tú estás perdiendo el tiempo. Tenemos que reducir nuestras pérdidas, salvar a nuestros mejores soldados y largarnos… y poner unas cuantas piezas nuevas sobre el tablero.

Recostada en el suelo, lo miraba ofendida con los ojos muy abiertos.

—Me has pegado.

—Necesitabas esa bofetada. —La voz de Estratocles era dura, y su semblante, adusto—. Te he servido bien, tan bien como soy capaz de hacerlo, y pronto tendré que dejarte. Me equivoqué en mis cálculos, Despoina. Demetrio o perderá aquí, o sufrirá tantas pérdidas que destruirá el mejor ejército de su padre. Tú tienes alternativas. Ha llegado el momento de utilizarlas.

—¿Me abandonarías? —preguntó ella.

—Mi ciudad está amenazada, Despoina. Nunca te he ocultado cuál era mi primera lealtad. De hecho, tengo intención de utilizarte para salvar mi ciudad y de usar mi ciudad para salvarte, todo en una sola tirada de dados. Ahora, por favor, olvida tus renuencias y obedece.

Ella se puso de pie.

—Nunca te había visto así. Quizá me guste.

Estratocles negó con la cabeza.

—Mis disculpas por la bofetada. No tengo ningún interés en convertirme en tu amo, Despoina; tengo prisa. Haz el equipaje. Enseguida.

—Lo haré —contestó ella, un tanto maravillada—. ¿Debo dejar…

—Sí —interrumpió él—. Deja todo lo que no sea oro.

Asintió bruscamente y dio media vuelta para irse.

Ella correspondió a su sonrisa, haciendo de tripas corazón.

—Ahora mismo me pongo. ¿Tan mal están las cosas? ¿Podremos salvarme a mí y a tu ciudad?

Estratocles asintió.

—Si es voluntad de los dioses.

Estratocles encontró a Lisandro en la gran tienda roja donde los hombres aguardaban a ser recibidos por Demetrio el Rubio. El espartano le agarró el brazo cuando entró.

—Sátiro hijo de Kineas me pidió que te saludara de su parte —dijo.

Todas las cabezas de la tienda se volvieron pese a que Lisandro había intentado hablar en voz baja. Aquel nombre estaba cargado de fuerza. Estratocles asintió.

—Le viste —dijo.

—Fui su prisionero durante un día y una noche —contestó Lisandro.

Estratocles asintió de nuevo.

—¿Está bien? —preguntó.

—Tiene seis mil hoplitas. —Lisandro negó con la cabeza—. Tiene menos enfermos que nosotros. ¿Cómo es posible que tuviera tantos hombres? Comenzó el sitio con seis mil. —El espartano miró al suelo—. He pedido que estuvieras presente porque tú conoces a ese hombre.

Estratocles asintió por tercera vez. Un cortesano se aproximaba.

—Bien, gracias por la advertencia —dijo.

Demetrio estaba sentado en una tienda púrpura de lino y lana con tapices en las paredes, escenas del sitio de Troya, hechos con aguja y telar, decorados con bordados en hilo de oro y de plata. Ocupaba un trono de marfil dispuesto sobre un suelo de pieles de león, y lucía su armadura de oro encima de un inmaculado quitón de lana blanco. Plistias de Cos estaba de pie a su derecha. El jonio hizo una reverencia; un tanto sardónica, le pareció a Estratocles.

—Estratocles de Atenas —dijo Demetrio, asintiendo.

—Señor Rey —respondió Estratocles con una reverencia.

—Háblame sobre esa delegación de Atenas, Estratocles.

Demetrio no parecía un hombre que acabara de perder a dos mil soldados de élite. Parecía la estatua de marfil y oro de un templo.

—Viejos chiflados, señor. Hombres a quienes Pericles hubiese llamado idiotes, adeptos del partidismo. —Estratocles abrió los brazos—. Es solo mi opinión —dijo, para provocar la risa del rey. Lo consiguió.

—Por favor, ateniense, dime lo que realmente piensas —dijo el rey, riendo entre dientes. Pero Estratocles se negó a hacer el payaso.

—Te lo diré, señor rey. Pienso que Casandro amenaza seriamente a Atenas. Pienso que te arriesgas a perder Grecia, el Ática y el Peloponeso, salvo si tú o tu padre podéis actuar deprisa. Casandro está a las puertas de Atenas, señor.

Demetrio asintió.

—Eso me han dicho, Estratocles. Pero lo sitios requieren tiempo. ¿Quién lo sabrá mejor que yo, eh? —Se rio—. Atenas resistirá y, a mi manera, me encanta saber dónde está el sinvergüenza de Casandro. Si está en el Ática emboscando a Atenas, no me está perjudicando en otra parte. —Demetrio sonrió—. Grecia es el pasado, ateniense, el futuro está en Asia y Egipto.

La atención del rey abandonó al ateniense y se posó como el aegis sobre los hombros de Lisandro.

—Fuiste prisionero de los rodios —dijo. Su voz era meliflua, e hizo temblar a Estratocles.

Había sido descartado; él y su ciudad.

—Sí, señor —contestó Lisandro.

—¿Y? —preguntó Demetrio.

—Sátiro hijo de Kineas envía sus saludos —dijo Lisandro—. Te ofrece una tregua de tres días para recoger a tus muertos. Dice que no erigirá un trofeo. Y pide que propongas los términos para poner fin a este sitio.

Demetrio tenía un bastón de mando de marfil con la punta de oro; la clase de bastón que a menudo llevaba Hermes y que Hefesto había hecho para Atreo. Jugueteaba con él.

—Es muy gentil, mi Héctor. ¿Qué opinas tú, joven espartano?

Lisandro negó con la cabeza.

—¿Puedo contarte un cuento, señor?

—Como gustes —respondió Demetrio.

—Señor, su consejo se reunió ayer, después de su victoria. Y uno de los consejeros exigió que se derribaran las estatuas de ti y de tu padre que hay en la ciudad, convirtiéndolas en escombros para rellenar las fortificaciones. Pero Sátiro —el espartano hizo una pausa— dijo que estaban siendo cortos de miras. Y las estatuas fueron limpiadas y honradas.

Demetrio sonrió.

—Eres demasiado sutil para mí, amigo espartano.

—Desean la paz —dijo Lisandro—. Lucharán para impedir su extinción, pero aceptarán cualesquiera términos honorables. En la ciudad padecen la misma enfermedad que nosotros en nuestro campamento. Están flacos como alambres. Proponles cualquier clase de condiciones y se rendirán.

Demetrio los miró. Sonrió como un joven dios.

—Condiciones. Un acuerdo. Negociado. Hombres sentados en torno a una mesa, discutiendo. —Negó con la cabeza—. ¿Cuántos hoplitas le quedan a mi joven Héctor?

—Yo vi seis mil —contestó Lisandro.

—Señor Ares, ¿tantos? —Demetrio sonrió—. Lo amo por su resistencia. ¡Seis meses o más!

Sonrió de nuevo y Estratocles, que había conocido a Casandro y a Antígono, no pudo evitar estremecerse.

—Nosotros tenemos treinta mil —dijo Plistias—. El doble si armamos a los remeros.

Demetrio sonrió con los ojos brillantes.

—No nos jactemos. Ofende a los dioses. Pero tenemos soldados. Y el resto de los piratas; todavía quedan unos miles.

—Son los más afectados por la fiebre —admitió Plistias—. Y carecen de disciplina.

—Pero sospecho que pueden usarse como escudos contra las flechas al menos una vez cada uno —dijo Demetrio a la ligera.

—Mi señor —protestó Plistias.

—Seguro que nadie tendrá inconveniente en que exterminemos a los piratas, ¿no? —preguntó Demetrio afablemente—. Sin duda es un acto moral.

Plistias titubeó.

—Vinieron como aliados.

—Podemos enterrarlos como aliados. ¿Cómo vamos de provisiones, navarco? ¿Tenemos provisiones? —preguntó Demetrio en tono de burla.

—En efecto. Comida para otros seis meses, si es preciso. Aunque estamos perdiendo naves —contestó Plistias vacilante. A nadie le gustaba dar malas noticias a Demetrio.

—Tenemos un nuevo cargamento de madera del continente. Tenemos las naves que podemos desguazar para obtener madera. Contamos con hierro y bronce y oro y plata, además, y lo más importante, contamos con mi voluntad. —Demetrio se puso de pie—. Tus rodios desean la paz. Condiciones. Pues que tengan las mismas condiciones que tuvo Troya. Conocerán la paz cuando los perros hayan dado cuenta de sus cadáveres.

Lisandro tragó saliva.

—Sí, señor.

—Ve a decírselo de mi parte —ordenó Demetrio, dedicándole una sonrisa.

—Sí, señor —contestó el mercenario, e hizo una reverencia.

—No regreses. Si tanto aprecio les tienes, puedes morir con ellos.

Demetrio inclinó la cabeza, dando el asunto por zanjado.

Lisandro era espartano. Salió de la tienda con la espalda erguida.

Los ojos de Demetrio se volvieron hacia Estratocles.

—¿Y tú? —preguntó.

Estratocles adoptó un aire despectivo.

—Bueno, desde luego no quiero unirme a los condenados —dijo con suma honestidad—. Como tampoco soy amigo de Sátiro hijo de Kineas.

Demetrio asintió.

—Tu sinceridad siempre me refresca, ateniense. Si fueras menos feo, podrías estar a mi derecha.

Estratocles antes hubiera torcido el gesto ante tales comentarios, pero la edad lo había vuelto realista.

—Si fuese más guapo, quizá, señor.

—¿Debo suplicar tu consejo? —preguntó Demetrio.

—Sabes bien cuál es mi consejo, señor. Obtén las mejores condiciones que puedas, carga a tu ejército en tu flota, aplasta a Tolomeo en Cos o en Lesbos y cae sobre Casandro como un rayo del cielo.

Demetrio miró fijamente a los ojos de Estratocles.

Pocos hombres eran capaces de sostenerle la mirada más tiempo del que precisa un hombre para respirar profundamente, Estratocles ni siquiera pestañeó.

—Tienes una voluntad férrea, ateniense —dijo Demetrio, sin mover los ojos.

—Soy un hombre testarudo —respondió Estratocles. Tendría que desviar la mirada porque hacer lo contrario equivaldría a desafiar al rey. Y aquel hombre estaba loco; al menos en esos momentos. Pero no deseaba hacerlo. Deseaba, aunque solo fuese una vez, decir a los poderosos del mundo que se jodieran.

No obstante, su sentido político se impuso a su cólera; una cólera que parecía estar a punto de estallar, debajo de las apariencias. Tal vez se debiera al desperdicio de todos sus esfuerzos.

Pestañeó.

Demetrio rio entre dientes, victorioso.

—Deseo pedir un favor —dijo Estratocles.

Demetrio frunció los labios y asintió.

—Lo que quieras, mientras sea razonable.

Estratocles se rascó la barba.

—Quiero armar un trirreme y echar un vistazo a su puerto. Creo que han trasladado las máquinas, todas ellas, a la muralla sur. Necesitas un buen capitán y una tripulación de su confianza.

Plistias miró a Estratocles con renovado respeto.

—¿Harías eso?

Demetrio se rio.

—Plistias piensa que eres un cobarde que abandonó la tercera muralla. Yo no soy tan tonto. Debería recompensarte por salvar a tantos soldados; Cleitas chocheaba, perdido en las glorias del pasado. ¿Pretendes demostrarme lo que vales?

Estratocles sonrió.

—Sí. Verás exactamente quién soy.

Demetrio asintió.

—Elije la nave que prefieras.

Ciento noventa y tres días de sitio. Amanecer otoñal, un cielo frío y duro con nubes altas que presagian vientos fuertes, una mañana rojiza que quizás obligue a los marineros a buscar refugio.

Un único casco negro zarpó de la playa y se deslizó sigilosamente a lo largo de la orilla con las primeras luces, amortiguando el ruido de sus remos. Demetrio fue a grandes zancadas más allá de la zona de construcción, donde se estaban construyendo cincuenta máquinas nuevas y un enorme armazón. A sus espaldas, enmarcándole la cabeza, una rueda de madera del tamaño de un elefante se alzaba imponente, con remaches de hierro. Cien herreros ya se habían levantado y martilleaban el metal. Demetrio sonrió al ver el trabajo.

—Cuando te vean —dijo al aire—, conocerán mi poder.

Plistias y los dos matemáticos que habían hecho los cálculos para las máquinas nuevas le seguían por la arena.

—Cuando la vean —dijo Ctesibio con gran osadía—, se rendirán.

Demetrio estaba observando la nave negra que avanzaba ante la playa.

—No quiero que se rindan —dijo—. Troya no se rindió. Quiero que mueran.

La nave comenzó a ganar velocidad.

—Manda a un chico a buscar a la encantadora Amastris de Heraclea —dijo Demetrio—. Le gustará ver a su horrible campeón en acción.

—Desde luego sabe gobernar una nave —dijo Plistias.

Un esclavo echó a correr por la arena.

—¿Cuán alta será? —preguntó Demetrio, mirando los montantes inclinados, grandes vigas de roble de Epiro.

—Más alta que la pirámide de Quíos —contestó Ctesibio.

Demetrio sonrió de oreja a oreja.

—Estupendo. —Escuchó el ruido de cien martillos golpeando cien yunques—. Estupendo.

El esclavo regresó y habló con un oficial del estado mayor, que a su vez habló con Filipo el Macedonio, que miró a su alrededor como un loco.

—¿Y bien? —preguntó Demetrio. Tenía olfato para la debilidad.

—Mi señor, Amastris no está en su tienda. Y sus doncellas, tampoco. —Filipo tomó aire—. Y sus soldados no están en sus tiendas.

La nave de casco negro de Estratocles corría a lo largo del malecón y viró como el gran tambor de una máquina de guerra, como guiado por piñones y poleas, entrando en el puerto.

Se deslizó junto al malecón y comenzaron a volar proyectiles. No muchos, pero los suficientes para que resonaran como inmensos martillos contra un gran tambor cuando un par de ellos alcanzó su nave.

Volvió a virar, los remeros de babor metieron sus remos mientras la banda de babor pasaba rozando los cascos atracados para cubrir la muralla del mar. Muchos de ellos habían sido incendiados pero en el puerto interior había naves intactas que ahora cubrían sus movimientos en el interior del puerto.

Los rodios no habían tenido tiempo de calentar proyectiles y habían trasladado muchas de sus máquinas, pero la nave de Estratocles fue alcanzada, y alcanzada con fuerza. Retembló, aminoró la marcha y volvió a ser alcanzada, pero los remeros no perdieron el juicio, y por fin Estratocles viró hacia la bocana del puerto.

—Buen trabajo —dijo Plistias a regañadientes.

La nave negra salió disparada por la bocana del puerto.

Estratocles estaba pálido en la popa, con las manos en los remos de gobierno y una astilla de roble blanco clavada en su muslo izquierdo de tal modo que la sangre manaba y se encharcaba a sus pies. Había hombres muertos por toda la cubierta, y más muertos en las cubiertas inferiores de remo, donde los proyectiles habían atravesado los frágiles tablones.

Pero la nave estaba intacta, y él se hallaba quince minutos a barlovento de la flota de Demetrio, y casi toda su tripulación de cubierta seguía viva. Amastris, valiente como una leona, se había negado a refugiarse abajo y ahora tenía una astilla clavada en la mano izquierda, pese a lo cual aguardaba lacónica, con la sangre manchándole el quitón mientras sus doncellas chillaban.

—Hazlas callar —dijo Estratocles con sequedad.

—¡Arráncamela! —dijo Amastris a su doncella pelirroja.

La celta no estaba gritando. Le arrancó la astilla con un movimiento suave. Amastris chilló una vez, se desplomó sobre la cubierta y apoyó la espalda contra el palo mayor.

—Vela de proa —gritó Estratocles hacia cubierta, y Lucio pasó la orden al maestro marinero en funciones. Engancharon la vela a la driza, dos marineros cortaron los rizos, liberándola, y el viento la hinchó de inmediato.

Una doncella gritó. Amastris le dio un cachete.

—Callaos todas de una vez. Tú —dijo a la muchacha celta.

—Sí, Despoina —contestó.

—Eres libre —le anunció Amastris—. Eres demasiado valiente para ser esclava. Y además nunca me calientas la leche como es debido.

Las defensas lanzaron un último proyectil; un tiro largo, un proyectil ligero que rozó las crestas de las olas y adelantó a la nave cuando esta viraba con el viento, abatiendo la proa.

Rodas se hundía en el horizonte de popa.

—Somos libres —dijo Estratocles—. Adiós, Rey Rubio.

Amastris lo besó. Lucio le dio una palmada en la espalda.

—Buen trabajo —dijo—. Ahora tiéndete y deja que te salve la pierna.

Estratocles de repente fue consciente de un dolor atroz, oyó un zumbido… y se desvaneció.