Día nonagésimo y siguientes
Los rodios dedicaron los dos días de tregua a hacer y reparar equipo y a impedir que el enemigo viera sus preparativos. Grupos de tropas enemigas trataron repetidamente de subir a las murallas del sur valiéndose de diversos pretextos, y Sátiro enseguida entendió que aquellas tareas de exploración eran el motivo por el que los antigónidas habían pedido una tregua. Cuando Sátiro erigió un trofeo en el terreno asolado entre las líneas, Demetrio envió hombres para derribarlo y presentó una protesta formal.
El heraldo, ricamente ataviado con lana fina de la India, un manto de seda brillante y una cinta dorada en la frente, fue llevado ante Sátiro, donde este estaba sentado con sus hetairoi en el ágora, remendando sandalias. Sátiro tenía toda su panoplia dispuesta sobre la hierba agostada, y mientras Helios pulía la plata y el bronce, Sátiro cosía con una aguja y grueso hilo de lino las faldillas que cubrían la parte baja de su vientre y la entrepierna ya que los mandoblazos casi le habían cortado dos de ellas. Anaxágoras observaba trabajar a Apolodoro; el capitán de infantería de marina era un experto con el cuero y estaba reparando las sandalias militares del músico, metiéndoles un calcetín de cuero dentro, un truco que los infantes habían inventado para que la arenilla del sitio no les dañara los pies. Cármides trabajaba con la intensa concentración de los neófitos mientras su chica, Niké, se burlaba de sus esfuerzos. Melita mascaba tendón y escupía mientras explicaba a Miriam la superioridad del hilo de tendón sobre el de lino. Por toda el ágora los infantes, los efebos y los soldados ciudadanos, los hoplitas, los mercenarios y los arqueros cretenses tenían su equipo expuesto al sol mientras efectuaban reparaciones que podían significar la vida o la muerte; la sustitución de una escama, una placa de bronce ajustada, una correa de yelmo más larga o más corta.
El heraldo contemplaba aquella actividad como si nunca hasta entonces hubiese visto trabajar a los soldados.
—Mi rey me pide que diga… —comenzó.
Se estaba dirigiendo a Anaxágoras. Anaxágoras levantó la cabeza, apartando la vista del trabajo de Apolodoro, y le guiñó un ojo al heraldo.
—Yo no soy el polemarca, chico —dijo.
La palabra «chico», con sus implicaciones de inmadurez y esclavitud, hizo que el heraldo se sonrojara. Dio media vuelta. Sus ojos se toparon con Menedemos, que estaba sentado mientras un herrero le arreglaba las correas de las grebas.
—¿Quién de vosotros es el Rey del Bósforo? —preguntó agresivamente.
Sátiro rompió de un mordisco su hilo en medio de la risa general.
—Soy yo —dijo.
El joven caminó hacia él.
—Mi señor, el rey exige que quitéis el trofeo que habéis erigido por algo de tan poca importancia —prosiguió el heraldo.
—Tu amo nos pidió una tregua —contestó Sátiro—. Solicitó dos días para enterrar a sus muertos —agregó.
Apolodoro levantó la voz.
—La ley marcial nos autoriza a erigir un trofeo —dijo—. Tu amo debería saberlo, chico.
Abraham se rio.
—Yo soy judío, chico, y me consta que puedes erigir un trofeo cuando el enemigo pide una tregua.
—No soy un chico, y mi rey no es mi amo.
Saltaba a la vista que el joven heraldo era macedonio.
Sátiro asintió.
—Escucha, muchacho. Regresa con Demetrio y dile que si quiere ver el trofeo derruido, tendrá que venir y hacerlo él mismo. Cuando la tregua haya terminado. Hasta entonces, el trofeo sigue en pie. —Se levantó—. Tu audiencia ha terminado. Vendadle los ojos y llevadlo de regreso por la puerta del oeste. ¿Quién tiene mi cera?
Apolodoro se mostró atribulado.
—Creía que era la mía —dijo. Y en voz más baja añadió—: ¿No es un poco de… hubris, levantar un trofeo por una acción tan modesta?
—Es una provocación —dijo Sátiro—. Necesitamos que ataque esa muralla.
Miriam tiró otra flecha contra la bala de paja. Voló bien, aunque un poco corta, y una vez más la cuerda le enganchó el antebrazo, que ya estaba colorado.
—Maldita sea —dijo en hebreo.
Melita negó con la cabeza.
—Mantén la muñeca firme. No la relajes. Dame la mano izquierda. Sujeta el arco así.
Miriam bebió un trago de la cantimplora.
—No paras de decírmelo. Debes de tener las muñecas como un herrero, Melita. Soy incapaz de sujetar el arco así y soltar la flecha.
Melita frunció el ceño.
—Un niño sakje de seis años puede hacerlo, Miriam. Concéntrate.
Miriam, enojada, levantó el arco, respiró profundamente, se relajó, movió el arco la anchura de un dedo con la muñeca y tiró. El tiro fue débil y cayó cerca, pero la cuerda no le pellizcó el brazo.
Melita sonrió.
—Ahí lo tienes. Tienes que reforzar los brazos y los hombros. No tengo un arco lo bastante ligero para ti, de manera que tendrás que fortalecerte. —Asintió—. Las doncellas sakje levantan piedras y las lanzan. Y disparan sin parar.
Miriam sonrió.
—Me encantaría tener unos hombros como los tuyos —dijo.
Melita correspondió a su sonrisa.
—No, soy todo músculo. Tú tienes bonitas curvas. Yo parezco un chico.
Miriam se rio.
—Qué va. No pareces un chico en absoluto. Aunque caminas resuelta como un chico. Y siempre dispuesta a luchar.
Melita asintió.
—Siempre estoy preparada para luchar.
Secó su arco y recogió las flechas.
—¿Te gusta Anaxágoras? —preguntó Miriam.
—Es guapo y valiente —contestó Melita—. Me mira como me gusta que me miren.
Miriam asintió. El silencio se prolongó.
—No puedes tenerlos a los dos a la vez —dijo Melita.
Miriam se toqueteaba el pelo. Se estaba ruborizando.
—No puedo tener a ninguno de los dos —respondió.
Melita frunció el ceño.
—¿Por qué no? —preguntó.
Miriam la miró a los ojos.
—Para ti no es problema, nunca lo ha sido.
Miró hacia otro lado, se mordió el labio y no dijo más.
—¿Qué quieres decir, Miriam? No soy distinta a ti. ¡Nos criamos juntas!
Melita de pronto tuvo la impresión de estar hablando con una desconocida.
—Tú… tú no te ciñes a las reglas. ¿Cuántos amantes has tenido, Melita? —preguntó Miriam, sonrojándose.
Melita se rio a carcajadas.
—Muchos menos de los que puedas suponer. Tres. Solo tres. Y el precio es… elevado.
Miriam se tapó la boca con la mano.
—¡Oh, perdóname! Suponía…
Se puso colorada otra vez. Melita se rio.
—Cariño, si no fuese la Señora de los Masagetas, sin duda superaría la puntuación que me hayas dado. —Se puso de pie—. No estoy ofendida, Miriam. Todo el mundo piensa lo mismo; oigo lo que dicen los hombres. Tengo un hijo. Vivo en el campo con hombres. Pero los hombres son tontos, y si quiero liderarlos no puedo ir de cama en cama. La mezquindad de los celos bastaría para destruir a mi pueblo.
Se estiró.
—Oh —dijo Miriam.
—Por otra parte —prosiguió Melita—. Puesto que todos piensan que te estás acostando con los dos, ¿por qué no lo haces? Nunca convencerás a la gente de que eres una viuda inocente, y además —sonrió, y su sonrisa fue la misma de cuando lamía su puñal—, te haría bien. ¿Tu matrimonio fue desdichado?
Miriam apartó la mirada.
—Nada que merezca ser contado.
—No tengo prisa —dijo Melita. Se sentó de nuevo, apoyando la espalda contra una piedra calentada por el sol.
Miriam contemplaba el mar.
—¿Crees que venceremos, Melita? Me refiero aquí. Al final.
Melita miró a la otra mujer.
—Sí, por supuesto. ¿Por qué lo preguntas?
Miriam sonrió; una sonrisa sorprendentemente triste, tratándose de ella.
—Si fuéramos a morir todos, elegiría a uno. Y lo amaría cada noche y cada día y al infierno con lo que dijera la gente. Salvo que algo me dice que si elijo a uno, el otro morirá, y eso no podría soportarlo. Debe de ser fácil morir ahí fuera; basta un momento de descuido. Y cuando compiten por mí, ¿estoy loca, o el tenerlos en vilo les ayuda a seguir vivos?
Melita asintió.
—Me preguntaba si era eso lo que pensabas. Y sí, claro que sí. Supongo que alguien argumentaría que serán temerarios, pero con mis guerreros me sirvo de mis encantadores ojos constantemente. Los aspirantes a amante son los hombres más mortíferos que existen. Y tienen algo por lo que vivir.
Miriam la abrazó.
—Nunca había dicho esto en voz alta, ni siquiera a mí misma. Me siento como una ramera. Y luego, en el simposio, veía a la pelirroja y pensaba… Bueno, pensaba cosas. De manera que me fui a dormir. Antes…
Melita sonrió, a medio camino entre la simpatía y la sorna.
—Intenté meter a Anaxágoras entre mis piernas cuando te fuiste a la cama, pero ya no estaba allí. ¿Te enfadarás cuando lo conquiste?
Miriam respiró profundamente.
—¿De verdad que las chicas hablan así? —preguntó.
Melita se encogió de hombros.
—Por lo general no dispongo de mucho tiempo para las mujeres, aparte de mis doncellas lanceras —dijo—. Todas las chicas que conozco hablan así. Las chicas sakje se juegan a los hombres.
—Quiero ser sakje —dijo Miriam.
Melita asintió.
—Estupendo. Cuando tus hombros sean más fuertes. Pero solo si puedo quedarme con el músico.
Sátiro oyó reír a su hermana y a Miriam y supuso que nada bueno saldría de aquello. Se sintió incómodo, de modo que terminó sus reparaciones, juntó una escolta y bajó al puerto.
Los rodios habían trabajado día y noche desde que se declarara la tregua y tenían dieciocho triemiolas listas para zarpar, con provisiones y ánforas de agua clavadas en la arena que lastraba la quilla; provisiones mínimas puesto que la ciudad tenía pocos alimentos de los que prescindir. Los remos y la jarcia móvil estaban a bordo y el muelle estaba lleno de remeros, hombres que habían servido como tropa ligera durante meses. Solo los remeros de Sátiro del Areté tenían armadura.
Menedemos tenía intención de llevarse las naves a la mar en persona. La ciudad se estaba quedando sin dirigentes.
Sátiro caminó entre los remeros rodios, deseándoles buena suerte y la velocidad de Poseidón. No zarparían hasta que la tregua hubiese expirado. Cada dos por tres Sátiro echaba un vistazo al otro lado de la torre en ruinas del puerto, pendiente de si Demetrio iba a desafiar a las naves que se harían a la mar, pero no vio indicio alguno.
Menedemos le vio mirar.
—Dudo que le importe —dijo el rodio—. Creo que quiere que nos vayamos; menos tropas para guarnecer las murallas.
Sátiro suspiró.
—Y más casos de fiebre esta mañana, como si un momento de relajo hiciera que más gente cayera enferma. Me preocupa que lleves el contagio a los escuadrones de León.
Menedemos asintió.
—Primero iré a Samos y pasaremos uno o dos días allí —dijo—. Para entonces ya sabré quién está enfermo. —Miró en derredor—. Más preocupa que no dispongas de suficientes hombres para defender las murallas.
Sátiro enarcó una ceja.
—Diocles nos trajo más hombres de los que tú te llevas, y entre los soldados de refresco no hay ni uno solo enfermo. Márchate y vence, Menedemos. Aquí no podemos vencer, solo sobrevivir. Y por lo que más quieras, asegúrate de hablar con León y Tolomeo. Nos estamos quedando sin espacio que rendir. La nueva muralla sur, el «arco», es la última. Ahora tenemos que repeler cada incursión, cada asalto. —Se volvió y miró al rodio a los ojos—. No es preciso que sean muy hábiles, basta con que tengan suerte. O puede que Demetrio nos ataque con todos sus efectivos.
Menedemos asintió.
—Lo sé. ¿Cuánto tiempo? ¿Dos semanas?
Sátiro se encogió de hombros. Alzó las manos como si rezara.
—Por Heracles, mi antepasado, podemos durar meses o caer mañana. ¿Lo que supongo que va a pasar? Ya lo has oído antes: Demetrio atacará la tercera muralla en cuanto concluya la tregua. Retrocederemos y ocupará el terreno; cuatro días. Luego activamos la trampa y retomamos la tercera muralla. Durante un día o una semana. Y él tendrá que tomarse un tiempo para reconstruir; pongamos otra semana. —Sátiro se encogió de hombros otra vez—. ¿A partir de ahí? Viviremos una hora tras otra.
—Pues más vale que nos hagamos a la mar —dijo Menedemos.
—Que Poseidón os guarde —respondió Sátiro.
—Y que Apolo aparte su contagio de ti —le deseó Menedemos.
La tregua expiró con un clamor de trompetas en ambos bandos, y los escuadrones rodios zarparon sin que les opusieran resistencia. El mar estaba embravecido, era ideal para los marineros más experimentados, y Plistias, el almirante de Demetrio, pareció contentarse con dejar que se marcharan.
Pero el ejército de Demetrio tampoco se movió. No hubo lluvia de piedras, ningún gran asalto contra la tercera muralla.
Sátiro subió con Jubal a la tercera muralla cuando se ponía el sol.
—¿Habrá olido algo sospechoso? —preguntó Sátiro.
Jubal abrió los ojos y se rascó la coronilla.
—¿Quién sabe? —contestó—. Dios, a lo mejor. —Hizo una pausa—. Agáchate —dijo, y se tiró de bruces al suelo.
Sátiro tuvo el atino de imitarlo.
Con un silbido maligno, un par de astas voló por encima de ellos para ir a hacerse pedazos abajo.
—Eso es nuevo —dijo Jubal, bajando a la carrera por la parte interior de la muralla. Pequeños grupos de rodios, pues los efebos estaban de servicio, estaban atareados en la trinchera de detrás de la muralla, y los arqueros cretenses tiraban por encima de la muralla de vez en cuando. Para Sátiro era vital que el enemigo no supiera las ganas que tenía de abandonar la tercera muralla.
Jubal recogió una flecha, la flecha más rara que Sátiro había visto en su vida. Era maciza, como los proyectiles que lanzaban las balistas, pero corta, mucho más corta que los que lanzaban las máquinas de una nave, por ejemplo.
Jubal volvió a subir, asomó la cabeza por encima de la muralla y cayó para atrás al instante, con doce cortes en el rostro.
Se tumbó bocarriba y gritó. Unos efebos acudieron a la carrera y le echaron agua en la cara; tenía dos cortes profundos a causa de un proyectil que había alcanzado una piedra a pocos centímetros de su rostro, y el asta rota lo había despellejado.
Sátiro ayudó a los hombres a llevarlo a su tienda y Aspasia le administró jugo de amapola.
Encontró a Melita y le dio uno de los proyectiles.
—Di a tus arqueros que vayan con cuidado —dijo Sátiro—. Tienen una máquina; pequeña, supongo. Muy potente.
Al día siguiente una de sus doncellas lanceras murió de un disparo en la cabeza cuando se levantó para tirar, y a otra le había roto la mano del arco el asta volante de un proyectil tras rebotar contra una piedra. Otros fueron alcanzados, también: dos efebos muertos en el acto, un hoplita de la ciudad que gritaba sin cesar en el hospital improvisado.
Sátiro ordenó que se construyera una torre provisional justo al sur del ágora, sobre los cimientos del tholos de la boulé. Idomeneo y Melita subieron a la torre para vigilar al enemigo en cuanto estuvo levantada.
Idomeneo bajó casi de inmediato.
—Las tropas se concentran detrás de las máquinas —dijo.
Sátiro dio la alarma y toda la guarnición de la ciudad se puso en estado de alerta, guarneciendo cada palmo de muralla, dejando en el ágora a los infantes de marina y los hoplitas de la ciudad como reserva. La alerta duró toda la noche; los hombres dormían de pie, con la armadura puesta.
Y nada ocurrió.
Al día siguiente Jubal estaba de vuelta, con las heridas del rostro lívidas, dándole un aspecto enojado que no encajaba en absoluto con su buen talante. Subió a la torre, bajó y negó con la cabeza.
—¿Sabes por qué no he construido una torre? —preguntó a Sátiro.
Sátiro negó con la cabeza.
—No, supongo que no se te había ocurrido.
Su ingeniero de sitio escupió.
—No quería que ellos —Jubal señaló hacia el campamento de Demetrio— construyeran una torre. Si construyen una torre, ven por encima de nuestra muralla, ven mi pequeña sorpresa.
A dos estadios de allí, Lucio miraba la ciudad distante, haciendo visera con la mano.
—Esos maricones han construido una torre —le dijo a Estratocles—. Ahora pueden ver todo lo que hace el Niño Bonito; para que luego me vengan con asaltos por sorpresa. —Se rio—. Bien, ¿por qué no hemos construido una torre nosotros?
Estratocles tomó un generoso sorbo de vino y lo escupió después de enjuagarse la boca, por si acaso tenía que combatir.
—Porque como hay tantos esclavos enfermos con las fiebres, no podemos reparar las máquinas y construir una torre a la vez —dijo—. Plistias quiere una torre. Y el rey Demetrio también. Pero andamos un poco escasos de mano de obra, ahora mismo.
Lucio soltó una carcajada.
—Pon a los inútiles de los falangistas a hacer el trabajo. No valen una mierda en un asalto; deberían cavar.
Estratocles le dio un cachete.
—No permitas que alguien te oiga decir eso —dijo.
Lucio no se amilanó.
—Si tuviera la mitad de esta cantidad de latinos, les enseñaría cómo se cava. Y cómo se lucha.
Dos días más de inactividad. Tensa y desesperada inactividad.
Y las fiebres comenzaron a hacer estragos entre las filas de los efebos. Primero uno, luego diez hombres cayeron, vomitando la primera papilla, con la piel cetrina.
Sátiro se tropezó con Miriam y Aspasia en el borde norte del ágora, donde vivían los esclavos, con los brazos llenos de mantas. Miriam parecía que tuviera cuarenta años. O cincuenta. Tenía los ojos hundidos y enrojecidos como si hubiese estado llorando.
Sátiro no había pasado cinco minutos en su presencia desde que la había besado. Fue a saludarla.
—¡No te acerques, polemarca! —ordenó Aspasia. Había sido sacerdotisa y médico toda su vida, y su voz transmitía órdenes con la misma eficacia que la de Sátiro, que dio un paso atrás. Sonrió a Miriam, ansioso por establecer alguna clase de contacto, y ella lo miró de la manera en que un veterano mira a un recluta novato.
—¿Qué necesitan? —preguntó Sátiro a las dos mujeres—. ¿Más mantas? ¿Más comida?
—Esperanza —contestó Miriam.
—Creo que Demetrio tiene las fiebres en su campo —dijo Demófilo—. Es la única explicación a la que Jubal y yo podemos llegar para dar cuenta de su vacilación. Sus máquinas todavía no están disparando; al menos, la mitad de ellas.
—Seguro que todos veis la ironía —dijo Sátiro—. Demetrio está atado de manos por la enfermedad de sus esclavos, y por eso nuestra trampa va a fallar. —Negó con la cabeza—. Zeus Sator, necesitamos un poco de suerte.
Neiron asintió. Todos los miembros de la boulé, que ahora se reunía al aire libre dado que las piedras de su elegante sede ahora formaban el centro de la muralla oculta, el «arco» de Jubal, asintieron. Tenían los ojos hundidos, y las barrigas, también. Los escuadrones habían zarpado y nadie había regresado, y los graneros estaban alcanzando niveles alarmantes.
—Tenemos que reducir la ración de grano —dijo Helenos. Hizo una mueca y levantó las manos—. ¡No matéis al mensajero!
Menón negó con la cabeza.
—Si recortamos la ración de grano, alguien rendirá la ciudad —dijo—. Así es como yo lo veo.
Neiron gruñó.
—En todo esto hay más de una ironía. Lo que estáis diciendo es que la inactividad da pie a que la gente piense en lo desesperada que está.
Sátiro asintió.
—Hace días que me di cuenta de eso, viejo Neiron. Demetrio nos hace más daño aguardando que atacándonos.
Demófilo enarcó una ceja.
—¿Entonces qué? ¿Atacamos antes de que todos nuestros hoplitas caigan enfermos?
Sátiro negó con la cabeza.
—Sería un suicidio. Sus trincheras son profundas; en realidad, se trata de una ironía más: le hemos enseñado a construir mejores trincheras con nuestras constantes incursiones.
Jubal asintió.
—Y sus proyectiles pesados nos están matando.
Otros dos días de observación demostraron que el enemigo tenía un arco mecánico. Los soldados veteranos como Draco lo reconocieron en cuanto lo vieron. Había sido el arma predilecta de Alejandro en los sitios: el gastraphetes. La ballesta.
—No es que tenga más alcance que los sakje o incluso que mis muchachos —dijo Idomeneo—. Es que pueden disparar guarecidos. No necesitan tirar de ella, no hay que arrodillarse ni ponerse de pie. Y una vez que la tienen amartillada, pueden vigilar durante todo un ciclo del sol a que un hombre asome la cabeza.
Sátiro miró a sus oficiales.
—¿Alguien sugiere algo? —preguntó, mirando a Jubal.
Jubal asintió.
—Sí, yo. He visto a las mujeres haciendo canastos; he visto a los hombres llenarlos de tierra para construir paredes.
Aquello no aportaba nada nuevo.
—¿Y bien? —preguntó Sátiro.
—Teje canastos de fondo ancho y súbelos a las murallas por la noche —dijo Jubal—. Llénalos de tierra. Ahora los arqueros no pueden levantarse para tirar; detrás de los canastos, en cambio…
—Hasta que concentren el fuego de las máquinas en la posición de los canastos —interrumpió Sátiro.
—Se necesitan cincuenta —dijo Jubal—. Hagamos dos veces cincuenta. Lo mejor será hacer la muralla nueva a la vez, ¿eh?
Sátiro se rascó la barba. Estaba casi seguro de que tenía piojos. De repente, todo el mundo tenía.
—Probémoslo —dijo.
—¿Y cómo vamos a conseguir que los esclavos se pongan a cavar para nosotros? —preguntó Demófilo—. Casi todos están enfermos o lo fingen.
Sátiro no creía que hubiera muchos farsantes. Se trataba de una acusación que los aristócratas les hacían desde los primeros casos de fiebre.
—Me parece que ha llegado la hora de liberar a todos los esclavos —dijo.
Ni una sola voz se alzó en su contra.
Sátiro encontró a Korus con una hilera de mujeres que levantaban piedras a la sombra de los últimos olivos que seguían de pie en el extremo occidental del ágora. Las mujeres no apartaron la vista con casta y pudorosa modestia, sino que lo fulminaron con la mirada por interrumpir sus ejercicios.
—Te necesito —dijo Sátiro a Korus.
—Te veo bastante fuerte —respondió Korus. Algunas mujeres rieron.
—Voy en serio —dijo Sátiro.
—Nosotras también —intervino Miriam, acercándose. Las arrugas de su rostro todavía eran más pronunciadas; se la veía severa, más como una maestra o una cocinera jefe que como una dama ociosa—. Estamos aprendiendo a ser arqueras. Tu hermana dice que tenemos que fortalecer nuestros brazos.
Sátiro se mordió la lengua para no decir lo que le acudió a la mente. Su hermana estaba detrás de aquello… y llevaba razón. Aquellas mujeres estaban participando, lo cual era bueno para mantener la moral alta. Respiró profundamente y sonrió con gravedad. Desde hacía un tiempo había comenzado a pensar que el arte de mandar consistía en no decir ciertas cosas.
—Una espléndida idea —dijo—. Korus, cuando termines, necesito que me hagas de portavoz.
Korus asintió.
—¿Qué quieres? ¿Los esclavos, supongo?
—Voy a liberarlos a todos.
Sátiro miró al antiguo esclavo para ver su reacción. La sonrisa de Korus fue discreta, pero ahí estaba.
—¿Y luego qué? —preguntó.
—Luego voy a pedir a todos los ciudadanos que trabajen. Esta noche. En la muralla sur —contestó Sátiro, y sonrió.
Korus correspondió a su sonrisa.
—Creo que los nuevos ciudadanos lo harán —admitió.
Luna nueva y oscuridad. Como una ola de espectros, los grupos de trabajo seleccionados subieron a la tercera muralla que seguía siendo, pese los esfuerzos de Sátiro por rendirla, la mejor posición defensiva de los sitiados, y plantaron canastos enormes a lo largo de ella. Luego, como hormigas, los habitantes de la ciudad, con palas, cestas, cubos metálicos y cualquier herramienta que tuvieran a mano, comenzaron a llenar los cincuenta y dos canastos gigantes. Treinta ciudadanos o más para cada canasto.
La acción pilló al enemigo por sorpresa. Tardaron medio turno de guardia en guarnecer sus máquinas, y la luna ya se había puesto antes de que volaran las primeras piedras, así como proyectiles de varias balistas, grandes y pequeños.
Murieron hombres. Murieron mujeres.
Los defensores murieron. Los supervivientes siguieron cavando, acarreando el relleno a lo alto de la muralla y vertiéndolo en los canastos. Los más afortunados trabajaban en la muralla nueva, el «arco». Estaban a cubierto. Los más desdichados trabajaban en la tercera muralla.
Como un aguacero en el mar, la primera lluvia de proyectiles fue amainando.
—Han gastado sus reservas de flechas y piedras —dijo Sátiro a Abraham—. Ahora tienen que ir a la retaguardia a buscar más.
—¿Adónde vas? —preguntó Abraham. El Rey del Bósforo se estaba quitando la coraza de bronce.
—Quedas al mando de la reserva —contestó Sátiro—. Solías ser mi mejor capitán. Eres ciudadano. Necesito que asumas el mando.
Abraham asintió.
—Lo acepto.
—Bien —dijo Sátiro—, porque yo me voy a cavar.
El sol era una mancha en el cielo, pero nadie tuvo energías para hacer un comentario sobre los dedos rosados de la aurora. Quienes habían cavado yacían como los muertos, salvo por Aspasia, Miriam, Niké y un puñado de otras mujeres que trasladaban a los heridos a la retaguardia. Algunos hombres se levantaban para ayudarlas, pero no muchos.
Anaxágoras salió de las filas de los hoplitas y un polvoriento exesclavo puso la mano en el pecho del músico.
—Regresa a las filas, hermano —dijo Sátiro.
—Pero…
—Si se produce un ataque ahora mismo, vosotros y los efebos sois lo único que tenemos —dijo Sátiro—. Los ciudadanos hoplitas han trabajado toda la noche.
Menón, que presentaba el mismo aspecto de esclavo que el rey, se detuvo a su lado y se apoyó en una pala.
—Al menos hemos perdido un buen montón de peso —bromeó.
Y los sakje y los cretenses, que no habían cavado, guarnecieron las nuevas cañoneras al amanecer. Sátiro cogió un odre de vino y trepó a la torre.
Tuvo que transcurrir otra hora para que hubiera suficiente luz para ver o disparar. Pero Sátiro vigiló el avance de los equipos de las ballestas, literalmente vio cómo se rascaban la cabeza ante la muralla sur rodia.
Sátiro y Jubal situaron en un mapa las posiciones de las ballestas y enviaron esa información a Idomeneo por mediación de Helios. Un sakje fue alcanzado mientras corría, fue atravesado entre ambas caderas y murió gritando.
—Tengo que enseñarte a leer y a escribir —dijo Sátiro a Jubal.
—Eh —respondió Jubal—. ¿Por qué piensas que no sé leer?
—Ahora mismo quizá seas el mejor ingeniero de sitio del mundo —dijo Sátiro—, y necesito que aprendas matemáticas. Por el bien de todos.
—Sé matemáticas —replicó Jubal—. He leído a Pitágoras.
Sonó un silbato y las fuerzas sakje de Melita se pusieron de pie como un solo hombre. Más al este, toda la fuerza cretense hizo lo mismo, levantándose detrás de los grandes canastos. Todos juntos, tiraron a la vez. Los maestros arqueros indicaban el alcance alzando sus propios arcos, y el silbato de hueso sonó de nuevo y todos ellos tiraron; seiscientas flechas.
Segundos después, tiraron otra vez, y luego otra y otra más, hasta que el aguacero de flechas llenó el aire entre las murallas con un chaparrón constante.
En las posiciones enemigas más adelantadas, cayeron hombres. Los francotiradores de las ballestas sufrieron muchas bajas, y los supervivientes de la primera descarga, impresionados, buscaron resguardo.
Grupos reducidos de arqueros sakje bajaron deprisa por la muralla de escombros y corrieron a través de la tierra de nadie, sin toparse con resistencia alguna, mientras las cuarta y quinta descargas rasgaban el aire.
El silbato de hueso sonó y ni una sola flecha salió de su cuerda. La última descarga voló y los corredores ya habían cruzado y se encaramaban entre las estacas y las afiladas ramas de árbol de las líneas enemigas. Los francotiradores enemigos levantaron la cabeza demasiado tarde: los sakje estaban tirando a quemarropa, y el enemigo no tenía máquinas que apuntaran sobre sus propias líneas.
Thyrsis regresó triunfante, blandiendo un gastraphetes capturado.
Sátiro soltó un aliento que no sabía que estuviera conteniendo.
Demetrio no reflexionó demasiado sobre el nuevo desarrollo de la situación. Antes de que la mañana tocara a su fin, los hombres de la torre vieron que sus piqueros avanzaban hacia posiciones de asalto.
—¡Por fin! —dijo Sátiro.
Eran miles. Ennegrecían el suelo detrás de las trincheras enemigas. Cuatro taxeis y luego un quinto, extendido de a cuatro en fondo a lo largo de la retaguardia.
—Usa a sus veteranos para empujar a las tropas nuevas hacia delante —comentó Sátiro. Abraham y Helenos se unieron a él, y mantuvieron a los jóvenes ocupados, subiendo y bajando por las escalas de mano.
Jubal sonrió.
—Ahora se toma la píldora envenenada. ¡Que la disfrute!
Sátiro negó con la cabeza.
—Me encantaría —dijo—, pero si esos hombres suben a la muralla nueva, estamos perdidos. Tenemos que combatir y luego retirarnos en orden, sin sufrir demasiadas bajas. —Escupió—. Zeus Sator, no nos abandones. Heracles, guía mi brazo.
Bajó deprisa de la torre, pues ahora temía la virulencia del asalto. Helios lo estaba aguardando con su armadura.
—Todos los hombres —dijo—. Todos los hombres en la zanja de detrás del arco.
Cuando arremetieron, arremetieron deprisa y con dureza. Sabían que la derrota de sus francotiradores significaba que se enfrentarían a una masa de arqueros, pero estaban entrenados.
Además no portaban sarisas. Tenían jabalinas y lanzas ligeras, o tan solo espadas. Avanzaron a todo correr, gritando de miedo, de rabia, de espíritu de batalla. Sus oficiales iban delante y fueron las primeras víctimas de las flechas.
Era la primera vez que Demetrio atacaba una muralla sin haberla bombardeado previamente. Era la primera vez que había puesto a diez mil hombres en una sola acometida.
Fue el asalto más duro hasta entonces, y los macedonios no se acobardaron ante las flechas aunque morían a montones en la muralla. El último largo de caballo de la pendiente era tremendo; Jubal había construido las murallas con una inclinación cambiante deliberadamente para que la infantería creyera que era muy fácil subir. Solo cuando un hombre estaba a medio camino de lo más alto veía claramente lo empinados que eran los últimos metros, y pocos hombres se detenían a razonar por qué cada sección tenía una zona con una pendiente fácil de trepar.
Hacia el punto de mirar de los arqueros.
Los arqueros mataban falangistas como una mujer arranca malas hierbas de su huerto, pero empezaron a cansarse, incluso los sakje, y las flechas comenzaron a escasear. Y entonces, al son de un silbato de hueso, rompieron filas. Los sakje fueron rápidos, pues correr a formar de nuevo era parte de su táctica esencial. Los cretenses se retiraron más despacio y perdieron a más hombres a manos de los victoriosos macedonios cuando estos finalmente salvaron la muralla.
Sátiro tenía a los efebos, los hoplitas ciudadanos y los remeros formados a lo largo de la trinchera.
—¡Resistid! —gritó.
La guarnición de la ciudad estaba con la lanza en ristre y prácticamente llenaba toda la muralla. Los macedonios cruzaron la cresta de escombros, la muralla tenía quince metros de anchura en algunas partes, y chocó de frente contra la formación rodia. Sin lanza, desperdigados sin ningún orden concreto, con los pies castigados por la afilada gravilla de las murallas, los macedonios titubearon, y los rodios los hicieron retroceder con una única carga.
Sátiro no participó en el combate, estuvo demasiado ocupado dando órdenes. Y en cuanto sus hombres despejaron lo alto de la muralla, les ordenó dar media vuelta. El enemigo ya estaba lanzando proyectiles, sin que le importara dar a sus propias tropas en retirada.
Los rodios regresaron a su muralla y de allí a la trinchera de reservistas que había detrás.
Los sakje avanzaron, rearmados de flechas, y ocuparon los bastiones de lo alto de la muralla de escombros. Los cretenses tardaron más en regresar.
Idomeneo había muerto.
El segundo asalto fue más desganado. Los arqueros despejaron la muralla pero los antigónidas habían perdido a demasiados oficiales y los hombres se quedaron atrás. Todo el ataque quedó empantanado en un displicente lanzamiento de jabalinas, y los antigónidas ocuparon lo alto de la muralla pero no aprovecharon esa ventaja.
Sátiro aguardó tanto rato como creyó poder hacerlo y luego los atacó, despejando lo alto de la muralla. Esta vez, en cuanto sus hombres coronaron la muralla se toparon con una descarga enemiga y sufrieron unas cuantas bajas. Pero muchos de los disparos se quedaron cortos o se pasaron de largos, y solo perdió a veinte de sus hombres, veinte hombres con armadura que no se podía permitir perder.
El tercer ataque no consiguió desplazar a los sakje. Tiraban una y otra vez, algunos usaban el arco a bocajarro, otros desenfundaban sus largos puñales, y los cretenses también defendieron su terreno, y los soldados enemigos pagaron muy cara su mojigatería al no poner más brío en el ataque. Atrapados en campo abierto, sufrieron bajas que no tendrían que haber sufrido.
—Demetrio está haciendo avanzar tropas nuevas —dijo el mensajero de la torre.
—A mis chicos y chicas solo les quedan cinco saetas —dijo Melita.
Dos horas hasta el ocaso.
—Ríndeles la muralla —dijo Jubal.
Abraham asintió.
—Dijiste que hiciéramos ver que queríamos conservarla. La hemos defendido todo el día. Cédesela.
Sátiro contempló la tarde dorada.
—No —contestó—. Lo siento, amigos. Tenemos que luchar cuerpo a cuerpo.
Neiron hizo ademán de ir a decir algo. Sátiro lo fulminó con la mirada.
—Este es mi plan. Los arqueros, fuera, Melita; que retrocedan hasta el «arco». Reservad vuestras últimas saetas para… Bueno, por si las cosas se tuercen. —Alargó la mano—. Dame ese silbato —dijo, y ella se lo entregó.
—No te hagas matar, estúpido hermano —dijo Melita. Le dio un beso. Se sonrieron mutuamente.
Los arqueros se marcharon sin ser vistos, dirigiéndose a la retaguardia. Sátiro se encaramó a la muralla, se puso a cubierto detrás de uno de los canastos, que apenas le tapaba la cabeza. Lo habían alcanzado repetidamente, y el relleno de tierra y grava era un acerico de proyectiles.
Desde allí vio formar al enemigo. Las rocas golpeaban con fuerza el terraplén, pero este resistía. Un reguero de arena del canasto le cayó sobre la espalda. Otro proyectil dio en el blanco.
Sátiro bajó la pendiente corriendo en pos de sus tropas.
—¡Oficiales! —rugió.
Aguardó a que estuvieran todos reunidos.
—Escuchadme —dijo—. Cuando suene el silbato, cargáis. ¿Entendido?
Neiron levantó la vista hacia la muralla.
—¿Cómo sabrás cuándo?
—Estaré en la muralla —contestó Sátiro—. No me abandonéis allí. Tenemos que detener esta acometida. No hay segunda oportunidad, caballeros. Nada de discursos. Subid a la muralla y resistid. ¿Listos?
Mascullaron su asentimiento y lo envió de regreso a la falange. Dio media vuelta y subió corriendo por la vertiente interior de la tercera muralla, con Helios pisándole los talones.
—No te he dicho que vinieras —dijo Sátiro.
—Tampoco me dices que te lleve el zumo cada mañana —replicó Helios.
Caían proyectiles, así como una lluvia de piedras, trozos pequeños de roca lanzados en canastas. Uno rebotó contra su yelmo plateado con fuerza suficiente para que Sátiro oliera a sangre. Pero aun así se asomó.
El enemigo ya estaba en medio del terreno, corriendo en silencio. Caían hombres, iban demasiado deprisa para avanzar con seguridad. Eran muy rápidos.
Sátiro tocó el silbato. Había tardado más de la cuenta. Justo debajo de él, sus hombres tuvieron que ponerse de pie y colocarse los escudos en el brazo. Tenían que comenzar el ascenso de la pendiente de escombros.
Sin embargo, los antigónidas tuvieron que aminorar el paso gracias, una vez más, a la ingeniosa muralla de escombros y su aparentemente poco empinada pendiente, y se amontonaron en las rampas.
Apolodoro rugía para que sus remeros ordenaran su línea mientras trepaban a la muralla.
Abraham puso su lanza atravesada para definir la línea de sus conciudadanos.
Un oficial macedonio, resplandeciente de oro y plata, alzó su escudo en lo alto de la muralla.
Sátiro se irguió, ya no caían proyectiles, y se aseguró el escudo en el hombro.
Los remeros llegaron formados como veteranos a lo alto de la muralla, y sus lanzas chocaron contra los macedonios que estaban formando. Los macedonios estaban más arriba: habían ganado la carrera a la muralla.
Pero también estaban muy desperdigados, todavía intentando formar.
Y eso fue cuanto Sátiro tuvo tiempo de ver. Había tenido intención de enfrentarse al hombre de plata y oro, pero justo cuando las filas izquierdas de los remeros se cerraban en torno a él, una multitud de falangistas antigónidas llegó a su posición dando alaridos. Recibió una lluvia de golpes en el escudo y se vio empujado hacia atrás, contra los hombres que subían detrás de él, y Helios cayó a su lado.
Todo el combate pareció cristalizarse en ese momento, y el tiempo dio la impresión de ralentizarse. Se hizo a un lado, derecho hacia Helios mientras el muchacho se estremecía, y clavó su lanza en el ojo de un hombre, arrancó de nuevo la punta y la lanzó de nuevo contra el yelmo del hombre siguiente, dándole en la cimera justo debajo del penacho de crin e hincándola a través del bronce para derramarle los sesos dentro del yelmo, de modo que se desplomó sobre su compañero de fila.
Un golpe alcanzó a Sátiro en el cuello. Le dolió pero no perdió el equilibrio. Ahora sus remeros estaban en ambos lados. Habían puesto freno a la arremetida enemiga.
—¡Adelante! —gritó Sátiro, y los remeros se inclinaron sobre sus lanzas, apoyaron el hombro en los escudos y empujaron. Ahora se notaban las pequeñas diferencias: los calcetines de cuero dentro de las sandalias permitían que los hombres afianzaran los pies en la grava, los pañuelos en el cuello absorbían el sudor, las almohadillas de los yelmos permitían ver un poco mejor.
Pero los macedonios estaban mejor alimentados y no habían pasado seis largos meses constantemente atemorizados.
En lo alto de la muralla el combate estaba igualado. Los hombres que subían desde atrás no podían sumarse al avance; las líneas de combate quedaban más altas que sus filas de apoyo en casi todas partes. Pero podían apretujarse, y la presión fue tanta que algunos hombres empezaron a morir aplastados, apuñalados por debajo de sus escudos, se rompían la mandíbula cuando alguien estampaba su escudo contra su boca en la melé, o simplemente acababan pisoteados.
Los hoplitas ciudadanos con sus anticuados aspis ahora tenían ventaja: los escudos más grandes mantenían a los hombres con vida en las aglomeraciones. Los infantes de marina, también: Apolodoro, aullando como un león en un redil de ovejas, mató a dos hombres. Exigió a los marinos que empujaran, y reaccionaron. Draco mató a un hombre que estaba a un largo de brazo de Sátiro, y la sangre manó a chorros de su cuello cortado; los antigónidas que lo rodeaban se amilanaron, y Draco embistió contra ellos como un lobo contra un rebaño de ovejas, matando a diestro y siniestro, arrancándoles de la boca con la lanza sus espíritus para lanzarlos chillando al Hades.
Draco murió allí, arremetiendo solo contra las filas de los antigónidas, adelantándose al resto de los infantes, pero creó un agujero como un desgarro en la tela de la formación enemiga justo en lo alto de la muralla, desmoronándola. Sátiro dejó a un hombre inconsciente con la contera de su lanza rota, ni idea de cuándo la había roto, y se metió en la brecha. Apolodoro derribó a un hombre y Abraham, armado solo con una espada, rugía a sus hoplitas ciudadanos y daba mandobles tan deprisa que Sátiro no lograba seguir sus movimientos, y sus hombres arremetieron hacia delante. Y ahí, en esos instantes, el ataque fue repelido.
Sátiro miró hacia abajo y se dio cuenta de que el hombre que acababa de tirar al suelo era el de la armadura de oro y plata. Lo agarró por los tobillos y tiró. Otras manos le ayudaron.
Soltó al oficial herido, levantó la cabeza y vio que el enemigo huía hacia sus máquinas mientras la noticia del fracaso del ataque se filtraba hacia la retaguardia. El enemigo no había sido aplastado, los oficiales y filarcos estaban volviendo a formar en los escombros, pero Sátiro sospechó que ya darían la jornada por terminada.
—¡Fuera de la muralla! —gritó.
Dos infantes estaban levantando a Draco. Sátiro lo había visto caer; supo quién tenía que ser.
Otros hombres llevaban a Helios y a otros heridos y muertos. Sátiro vio un penacho azul y blanco, un ancla.
Neiron: su armadura blanca ateniense cubierta de sangre.
—¡Atrás! —rugió Sátiro—. ¡Fuera de la muralla!
Lenta y testarudamente, los hoplitas ciudadanos, los efebos y los remeros bajaron por la parte trasera de la muralla, y detrás de ellos las máquinas enemigas abrieron fuego.
—¡A la retaguardia! —gritó Sátiro. Se obligó a apartar la vista hacia otro lado. Neiron lo estaba mirando—. ¡A la retaguardia! —chilló, y corrió a lo largo de la línea, los efebos iban despacio, eran demasiado orgullosos. Corrió hasta sus oficiales y les exigió que corrieran.
—¡No hay necesidad de correr, polemarca! —gritó un filarco.
Una roca de las máquinas enemigas lo aplastó, salpicando a sus camaradas de sangre y huesos rotos.
—¡Corred, maldita sea! —gritó Sátiro.
Subió por el frente de la nueva muralla; la última muralla, el «arco», y volvió la vista atrás.
La tercera muralla se perdió bajo un diluvio de rocas y proyectiles. Algunos disparos pasaron por encima, matando a más hombres en pocos instantes que todo el desesperado combate en lo alto de la muralla en minutos.
«Tenía que hacerlo», se dijo a sí mismo. ¿Helios? ¿Neiron? ¿Draco? ¿Idomeneo?
«Tenía que hacerlo. Si no hubiese resistido tanto como podía, Demetrio se habría olido algo sospechoso.
»Si ya se lo huele, habré perdido a estos hombres en balde.»
La muralla nueva tenía las barricadas que había construido durante la noche, pesados pilones como columnas achaparradas llenas de escombros y tierra, y los arqueros ya lo estaban ocupando.
—Bien hecho —dijo Melita. Tenía un rasguño en la cara pero por lo demás se la veía serena y limpia—. A mí me ha parecido muy real.
—Helios ha caído —respondió Sátiro.
Melita enarcó una ceja.
—Helios está muerto, hermano. Neiron también. Preguntó por ti. E hiciste lo que tenías que hacer. —Le puso una mano en el hombro—. Hoy todo el mundo ha perdido a alguien. No muestres tus sentimientos. Has vencido. Debes tener la apariencia de haber vencido. Filocles diría lo mismo.
Sátiro respiró profundamente. «¡Helios!», pensó, pero dominó la expresión de su semblante.
—¡Volved a formar! —gritó.
Demetrio no avanzó hasta poco después del anochecer. El asalto nocturno recorrió el suelo de escombros sembrado de cadáveres y tomó la muralla abandonada en una sola acometida. Los soldados gritaron su triunfo y su alivio a la noche.
Jubal sonrió.
—Ahora moverá sus máquinas hacia delante.
Sátiro se despertó con daño. Le dolía el cuerpo, le dolían las piernas, tenía un tobillo hinchado y se había desgarrado el brazo del escudo con las placas de la coraza, y eso dolía. Se incorporó, maldijo la oscuridad y consiguió sacar las piernas por el borde de la cama y apoyar los pies en el suelo.
Hizo ruido, deliberadamente, para que Helios supiera que se había levantado.
«Helios está muerto.»
Buscó un quitón y se lo puso, fue hasta la puerta de la tienda y encontró a Jacob sentado en una silla.
—¿Señor? —dijo, levantando los ojos enrojecidos.
—¿Jacob? —preguntó Sátiro.
—El amo tiene fiebre —dijo Jacob—. Todos vamos a morir.
Sátiro fue corriendo a la tienda de al lado.
—¿Eres tú, Jacob? —preguntó Abraham. Luego dijo algo en otro idioma, hebreo o arameo. Sátiro negó con la cabeza.
—Me dicen que estás enfermo —dijo.
—Aléjate, Sátiro. ¡Apártate, maldita sea! —Esto último cuando Sátiro se acercó a él—. Es una fiebre, no una flecha envenenada de tu extraño dios de la luz y la enfermedad.
—Sé lo que es la enfermedad, hermano. Eres el mismo de siempre. —Sátiro puso una mano en la frente de Abraham. La tenía hirviendo, y sus ojos eran tan brillantes como monedas recién acuñadas—. Lo retiro todo. Estás enfermo. ¿Te ha visto Aspasia?
—Sí, y mi hermana también, al despuntar el día. Me han dicho que durmiera cuanto pudiera. Ya estoy aburrido, y esto dura una semana.
Abraham esbozó una sonrisa.
—Eso con suerte —dijo Sátiro—. Podrían ser meses —agregó.
—Podría morir —dijo Abraham. Se rio—. Ya puestos, podría haber caído ayer, cubierto de gloria como Neiron y Helios.
Sátiro sirvió un poco de zumo para él y para Abraham.
—Estás cubierto de gloria. Vi cómo rompías su línea. Me encargaré de que recibas una corona de olivo. Y eres joven y fuerte —agregó—. Ayer perdimos a demasiados hombres.
Abraham asintió.
—Supongo que sabes lo que estás haciendo. Yo no vi motivo alguno para emprender el tercer combate, pero Jubal sí.
Sátiro sonrió.
—En realidad, Jubal está al mando del sitio. —Hizo un gesto con las manos—. ¿Quién iba a figurarse que mi maestro remero era un genio?
—Echarás de menos a Neiron —dijo Abraham—. No tenía miedo de decirte lo que pensaba.
Sátiro tragó saliva.
—Los echo en falta a todos. Ahora, duerme.
—Si muero, quiero que me incineren —dijo Abraham— con mi armadura. No va en contra de mi religión.
—¿Igual que a un héroe de Troya? —preguntó Sátiro.
—Sí —contestó Abraham.
Fuera, Sátiro encontró a Apolodoro aguardando pacientemente en la entrada de su tienda.
—¿Me buscabas? —preguntó Sátiro.
—Deméter, señor. —Apolodoro negó con la cabeza—. Helios ha muerto y nadie sabe cómo dar contigo.
—Necesitaré a un nuevo Helios.
Sátiro hizo una mueca por la insensibilidad del comentario, pero así eran las cosas. Si él moría, también necesitarían a un nuevo polemarca.
—¿Hipereta o hipaspista? —preguntó Apolodoro. Miró hacia la tienda de Abraham—. ¿Está enfermo? Mal asunto. Es uno de los mejores.
—Ambas cosas.
Sátiro condujo a Apolodoro a su tienda, buscó el ánfora de zumo de granada y llenó dos cuencos.
—Cuando esta se acabe, no tengo ni idea de dónde encontrar más.
Sátiro miró el ánfora, una pieza ática, negra, de cien años de antigüedad. Probablemente de casa de Abraham.
—No he tomado zumo en un mes. —Apolodoro apuró su tazón—. Ayer tomaste un prisionero.
—En efecto —dijo Sátiro, asintiendo.
—Es un oficial de Plistias. Uno de los ingenieros del sitio. Quería ver nuestra muralla de escombros de primera mano.
Apolodoro se rascó la sotabarba. Sátiro torció el gesto.
—¿Cómo están los remeros?
—Los mantengo separados de los infantes. Los hoplitas de la ciudad lo llevan mal; dos de cada tres hombres han caído enfermos. Los efebos están casi igual de mal. Es como si lo de ayer lo hubiese exacerbado; de pronto hay hombres enfermos por doquier. Y este oficial, Lisandro, se ha dado cuenta. Creo que deberíamos matarlo. Desde luego no queremos que Demetrio sepa cuántos enfermos tenemos.
Sátiro se bebió su zumo.
—Entiendo que lo pidas, pero no vamos a matar a nuestros prisioneros aunque nos asalten. Nosotros somos mejores, Apolodoro, no lo olvides nunca. Y para ser mejor, uno debe ser consecuentemente mejor.
Apolodoro esbozó una sonrisa.
—Sabía que me saldrías con el sermón de los mejores. Muy bien, ¿qué hacemos con él?
—Ponedle escolta y dejadle deambular. —Sátiro asintió—. Ahórrate tus protestas: quiero engañarlo, pero primero debemos fingir razonablemente bien que le permitimos ir a donde quiera. ¿Demetrio está haciendo avanzar todas sus máquinas?
—A un tercio de ellas. Las demás están sobre rodillos, listas para moverse. Jubal piensa, a juzgar por lo que ve, que la fiebre está tan extendida en el campamento enemigo como aquí, y que Demetrio tiene graves problemas de mano de obra.
Sátiro asintió.
—Ocurra lo que ocurra, ese tal Lisandro no debe escapar esta noche. Mañana por la noche ya será otro cantar.
—¿Tienes un plan? —preguntó Apolodoro.
—Dependerá de unas cuantas cosas. Reunámonos bajo los olivos a mediodía. Todos los oficiales, y que también acudan unos cuantos neodamodeis y unas cuantas mujeres.
Hacer ejercicio solo, sin Helios. Anaxágoras apareció cuando estaba practicando con la espada.
—¿Lucha? —preguntó.
Se desnudaron y lucharon, e incluso con tantos enfermos, hubo gente que fue a verlos, a darles ánimos y a apostar.
—Has recuperado tu musculatura —dijo Anaxágoras—. No logro inmovilizarte.
—Llevo entrenando desde que era niño —contestó Sátiro, riendo—. Sería raro que lo consiguieras. ¿Tocamos?
A la sombra de los olivos, Anaxágoras fue el maestro y Sátiro, un mero pupilo, pero tocaron escalas ascendentes y descendentes con la lira.
—Es exactamente igual que el manejo de la espada o el combate con lanza —dijo Anaxágoras—. Tienes que hacerlo una y otra vez hasta que seas capaz de hacerlo sin pensar. Un buen músico puede tocar mientras habla, mientras recita poesía, mientras bebe… Tu hermana es muy diferente de las mujeres griegas.
Sátiro se rio.
—Es muy diferente.
—La vi en la trinchera, matando. Matando con el regocijo de la batalla, igual que un hombre. ¿Realmente es una amazona?
—Alejandro llamaba a nuestra madre la Reina de las Amazonas —contestó Sátiro. Tendía a morderse la lengua cuando tenía que cruzar los dedos para tocar la escala.
—¿Lo ves? Esta ha sido tu mejor escala. No debes pensar, solo tocar. Tu hermana se ha puesto de tu parte en lo de Miriam, creo. —Anaxágoras se rio—. Aunque me halaga gustarle.
—Una vez tuve un gato en Alejandría. Cuando le gustaba una visita, mataba una rata en los muelles y se la llevaba, caliente y húmeda, soltándola encima de la persona en cuestión. Casi todo el mundo chillaba —concluyó Sátiro, sonriendo.
—De acuerdo. —Anaxágoras alargó el brazo—. No tienes que levantar los codos para tocar. No fuerces las cuerdas. Relájate.
—Piensa que eres el hombre más guapo de Rodas —dijo Sátiro.
—Tampoco es que haya mucha competencia, ¿eh? —Anaxágoras se rio—. Es una belleza, tu hermana. Al principio no me di cuenta, por cierto; solo veía cicatrices y ropa bárbara. Es algo en su… daimon. Cuando sonríe, cuando se mueve.
—Cuidado ahí —dijo Sátiro—. Es mi hermana. Ya sabes. Por cierto, no soy un hermano protector. Mi hermana no necesita que la proteja.
—Desde luego sabe cómo manejarse con sus adversarios. —Anaxágoras se encogió de hombros—. Seguramente no seas la persona más adecuada para comentar todo esto conmigo. Pero ninguna mujer me había perseguido de esta manera hasta ahora. Lo encuentro… desconcertante. Estoy acostumbrado a la clase de persecución que Cármides desdeña: sonrisas, rubores y miradas seductoras. Tu hermana… no es así.
Sátiro se rio a carcajadas.
—Ni yo estoy dispuesto a cederte a Miriam…
Anaxágoras mostró auténtica confusión, y sus manos se apartaron de las cuerdas.
—Por lo que a mí respecta, vacilar es conceder —dijo Sátiro—. Quiero casarme con ella. Convertirla en reina.
Anaxágoras sonrió de oreja a oreja.
—Vaya —dijo—. Ahora sí que somos competidores. Yo ya he propuesto matrimonio.
Sátiro se sorprendió
—¿Propuesto? ¿A Abraham?
—Condiciones de la dote, tierras, activos y demás. —Se encogió de hombros—. Todavía no he recibido respuesta. Como tampoco mi… curiosidad por tu hermana anula mi petición de mano. Para serte sincero, creo que la Señora de los Masagetas está un poco por encima de mí.
«Eso es lo que tú crees», pensó Sátiro.
Leóstenes vertió una libación a Poseidón e hizo un sacrificio a Apolo; un carnero, un carnero que ningún templo habría aceptado en tiempos mejores. Pero el animal murió bien, con la cabeza alta, y Leóstenes proclamó que su hígado no presentaba indicios de inflamación ni de enfermedad; algo que de por sí constituía un buen augurio.
Pantero había sido el sumo sacerdote rodio de Apolo, pero estaba muerto. Nicanor había sido el segundo y Menedemos era el tercero. Habían tardado una hora en decidir dar permiso a Leóstenes para que llevara a cabo los rituales en nombre de la ciudad, y habían confirmado su ciudadanía antes de conducirlo al altar en ruinas de Poseidón para celebrar una ceremonia secreta que le dejó la frente decorada con ceniza.
Entre los olivos había un altar. Inicialmente había sido un altar consagrado a Apolo pero ahora estaba dedicado a todos los dioses porque los templos estaban derruidos o desmantelados, y el altar al aire libre era el único espacio sagrado que les quedaba a los supervivientes. Sátiro se puso delante del altar una vez concluido el sacrificio.
Todos los oficiales estaban reunidos bajo los olivos. Melita estaba con Miriam y Aspasia, siendo las únicas mujeres presentes. Se mantenían alejadas del altar; a pesar de su plétora de hijas, siervas y esposas, al dios del mar no le gustaba la participación femenina en sus misterios. Apolodoro estaba a la derecha de Sátiro, junto al altar, y Cármides, herido en el tobillo durante la batalla de la víspera, estaba sentado en una banqueta. Demófilo, Sócrates y Menón estaban juntos delante del altar, a la izquierda de Sátiro. Jubal se quedó más retirado, con Fileo, antiguo maestro remero de Sátiro y ahora oficial de la falange a las órdenes de Apolodoro.
Los neodamodeis estaban representados por Korus y Kleitos, el bárbaro pelirrojo que era timonel de Abraham: un esclavo liberto, ahora comandante de su taxeis.
Sátiro miró a Jacob, que había traído un montón de tablillas de cera y un estilo.
—Apúntalo todo, ¿eh? —le pidió.
Jacob asintió.
—Primero, las cifras. ¿Bajas de ayer?
Sátiro aguardó, aparentemente impasible. Apolodoro señaló a Anaxágoras, que ya actuaba como edecán de los remeros.
Anaxágoras asintió.
—En cuanto a los remeros, cuatrocientos sesenta y dos aptos para el servicio y doscientos doce infantes, dando un total de seiscientos setenta y cuatro. Treinta y seis heridos de ayer, once muertos o agonizantes. Todos ellos hombres de la línea de frente.
—Helios, Draco y Neiron —dijo Sátiro.
Demófilo asintió.
—Tres de los mejores. Por descontado, los enterraremos como ciudadanos de pleno derecho.
Leóstenes cantó el himno de Ares.
Sátiro aguardó a que terminara y se volvió hacia Kleitos.
—Neodamodeis —dijo Kleitos—. Ochocientos treinta aptos para el servicio. Con fiebre hay más de los que puedo contar; digamos que otros seiscientos. Solo cuatro muertos ayer y otros nueve heridos. Se espera que todos se recuperen, salvo que tengan la fiebre, claro.
Los hombres quedaron consternados ante las cifras de la fiebre. Ahora los esclavos libertos eran el grueso de los efectivos de la ciudad, y estaban enfermos.
Melita se adelantó hasta el círculo de hombres, haciendo uso de su derecho.
—Hablo en nombre de los mercenarios de la ciudad —dijo—. Idomeneo murió en la muralla. Sirvió conmigo durante cinco años. Si sobrevivimos, le erigiré una estatua en Tanais. —Inclinó la cabeza—. Arqueros cretenses, doscientos seis aptos para el servicio. Más de noventa enfermos de fiebre. Veintiún muertos y ningún herido de ayer. Intentaron recuperar su cadáver y lo consiguieron.
Sátiro asintió.
—Idomeneo de Creta recibirá honores de ciudadano de pleno derecho —dijo Demófilo.
Melita asintió.
—En cuanto a los demás mercenarios, hoy la ciudad cuenta con trescientos catorce hoplitas. Otros cien, como mínimo, tienen la fiebre. Quince o más ya han muerto.
Menón asintió y dio un paso al frente.
—Hoplitas de la ciudad, unos seiscientos. Ayer hubo siete muertos y sesenta heridos, pero los hombres han estado cayendo como moscas desde el amanecer, por la fiebre. Quizá ya haya doscientos enfermos. —Miró en derredor—. Abraham está enfermo. Y también mi hija Niké.
—Así pues, ¿tu cifra es con enfermos o sin? —preguntó Sátiro, sintiéndose cruel.
—Sin —contestó Menón.
—Efebos —dijo Sátiro.
—Ciento sesenta aptos para el servicio —respondió Sócrates.
—¡Por la luz de Apolo! —se exclamó Menón—. ¿Qué ocurrió?
—Fiebre —contestó Sócrates—. Ayer solo hubo dos muertos y cuatro heridos. Y ahora los cuatro tienen la fiebre.
Sátiro miró en derredor.
—Los remeros y mis infantes de marina parecen ser inmunes a esta fiebre.
Aspasia entró en el círculo de oficiales.
—Miriam y yo lo hemos estado comentando. Pero tus remeros acampan justo al lado de los neodamodeis, que son quienes tienen el índice de enfermedad más alto.
Apolodoro preguntó:
—¿Es la misma fiebre que tuvimos después de Egipto?
Aspasia negó con la cabeza.
—No lo sé. Parece presentar un exceso de bilis, como vuestra fiebre, pero ningún hombre se ha puesto amarillo. Y vosotros dos, sí. Igual que muchos de los remeros.
Sátiro asintió.
—Sí, lo recuerdo.
—Pero la bilis es prácticamente la misma, así como la lentitud de la sangre —dijo Aspasia—. He consultado el horóscopo sin obtener respuesta, pero me atrevería a decir que no se trata de la ira de Apolo.
Apolodoro abrigaba serias dudas sobre aquella conversación científica.
—Tendríamos que rellenar las letrinas —dijo— u hacer que la gente usara otras nuevas en las ruinas, cerca del puerto. Cavar hondo. He visto esta misma lucha en Siria; la misma fiebre, las mismas condiciones.
Aspasia los sorprendió a todos asintiendo.
—Estoy de acuerdo. Soy partidaria del planteamiento empírico de la medicina. Hipócrates dice muchas cosas en ese sentido; la mera observación tiene que aumentar nuestros conocimientos científicos. Enfrentémonos a los hechos: las personas más próximas a las letrinas son las que sufren peores fiebres, con la excepción de los remeros.
Sátiro se frotó el mentón.
—¿Rellenar las letrinas? ¿Y la gente tendrá que caminar hasta el puerto para cagar? Eso no va a hacerme muy popular.
Apolodoro asintió.
—Y, con perdón por mi grosería, la popularidad no valdrá una mierda salvo que hagas cumplir la norma apresando y castigando a los idiotas que intenten hacerlo en el ágora.
Sátiro miró en derredor.
—Amigos, este tipo de cosas pueden socavar la moral.
Apolodoro insistió.
—Da resultado.
Jubal lo apoyó.
—Es verdad. Hazle caso. Cualquier marinero lo sabe, además.
Menón se encogió de hombros.
—Yo no, y llevo toda la vida en el mar.
Sátiro miró a Aspasia.
—Confío mi vida a Apolodoro pero tú eres la sacerdotisa de Asclepio y el mejor médico de Rodas.
Demófilo asintió.
—Y la gente verá que estamos haciendo algo contra la fiebre.
Sátiro lo fulminó con la mirada.
—Hasta que las medidas dejen de ser eficaces y se produzca una reacción violenta. La gente no es tonta, caballeros. Mal político es el que dicta malas leyes con el único fin de aparentar que toma medidas.
Menón sonrió.
—No conoces a muchos políticos —dijo, y su comentario provocó risas. Aprovechando el paréntesis de relajo, Aspasia se pronunció.
—Propongo que lo hagamos —dijo—. Buscaré augurios y haré otro horóscopo; pediré ayuda a mis amigos. Y creo que haríamos bien en propiciarse públicamente la voluntad de Apolo y Asclepio. Y luego trasladar las letrinas.
Sátiro asintió.
—¿Quién es el actual sacerdote de Apolo? —preguntó.
El joven Sócrates dio un paso al frente.
—Soy yo. Y estaré encantado de prestar mi apoyo a la Despoina Aspasia.
Sátiro se frotó el mentón.
—Pues que así sea. Trasladaremos las letrinas mañana por la noche. Todos los ciudadanos deben participar; sin excepciones.
—Es mucho trabajo —dijo Menón.
—Deberíamos tener unos días libres —respondió Sátiro.
Esas palabras fueron acogidas con un rumor de excitación. Sátiro negó con la cabeza.
—No, no diré nada. Pero después de esta reunión quiero ver a Aspasia y a Miriam, y también a Jubal. Kleitos, todos los marineros esta noche, ¿de acuerdo?
Kleitos sonrió.
Jubal sonrió.
Demófilo dio un paso al frente.
—Tienes que contárnoslo, polemarca. El pueblo necesita tener esperanza. Estos hombres están sonriendo. ¿Por qué?
Sátiro mantuvo impasible la expresión de su rostro.
—Demófilo, te tengo en alta estima y confío en que seamos amigos. Pero ayer sacrifiqué hombres, buenos hombres. Amigos míos. Murieron para que pudiera guardar cierto secreto, y por todos los dioses que ese secreto va a ser guardado.
Demófilo estaba enojado.
—¡Somos el consejo de la ciudad! ¡Lo que queda de la boulé!
Sátiro negó con la cabeza.
—¿Acaso eres un tirano? —dijo Demófilo con repentina vehemencia. Menón le agarró el brazo.
—Vamos, muchacho. Eso está fuera de lugar.
Sátiro cruzó los brazos.
—Podéis retirarme del mando —dijo—. Con un tirano no es tan fácil. Pero en esto, no daré mi brazo a torcer.
Demófilo se sometió a regañadientes.
Sátiro miró en derredor.
—Lamento emplear este tono pero no hablaré sobre esta cuestión. No obstante, tengo otros asuntos militares que comentar. Necesito que se reúnan todas las armaduras de la ciudad. Me gustaría que cada taxeis recogiera las suyas, pintando un número dentro del arnés y en cualquier otro artículo y que las dispusiera en el olivar, donde el aire es más limpio, por si el miasma está en la armadura. Y necesito que esto se haga de inmediato.
A Demófilo le bullía la sangre.
—La armadura es una propiedad privada —dijo.
—También lo eran los esclavos. Ahora las reglas han cambiado. —Sátiro miró en derredor. Nadie más puso objeciones—. Necesito esas armaduras cuanto antes.
—Ya veremos —replicó Demófilo, con una actitud beligerante.
Sátiro lo fulminó con la mirada, aguardó a que se marchara y se fue con las mujeres y Jubal, además de Korus y Kleitos, a la otra punta del recinto sagrado.
—¿Será esta noche? —preguntó Kleitos.
Jubal asintió.
—Ahora mismo está moviendo sus máquinas —dijo.
—¿Por qué estamos aquí? —preguntó Miriam—. ¿Es por algo relacionado con la fiebre?
—No —contestó Sátiro—. Necesito que todas las mujeres, al menos las quinientas más fuertes, se pongan armadura. A última hora de esta tarde. Y que la lleven puesta toda la noche, sin hacer preguntas.
Jubal sonrió.
—Ya lo pillo. Menudo zorro estás hecho.
Sátiro dio un puñetazo al negro en el brazo.
—Mira quién fue a hablar.
Jubal levantó el mentón y se echó a reír.
—Somos tal para cual, ¿eh?
Las sombras eran alargadas en el ágora cuando sonó la alarma. Los hombres reaccionaron con determinación; las alarmas eran parte de la vida diaria y los ciudadanos, en su mayoría, ya no sentían el daimon de la guerra al oír las trompetas.
Sátiro ya llevaba puesta la armadura. Había tenido que tenderse en el suelo de la tienda para ponerse la coraza sin ayuda, pero todavía no tenía un hipaspista nuevo y no sabía dónde encontrar uno en medio de un sitio.
Se puso de pie, bebió un cuenco de agua de un sabor bastante malo y salió con el escudo al hombro y una lanza en la mano.
Apolodoro estaba aguardando con el prisionero a su lado. Lisandro era un hombre curtido, un veterano de mediana edad con canas en las sienes y una gran cicatriz en lo alto del hombro izquierdo que se prolongaba debajo de su quitón.
Hizo una reverencia a Sátiro.
—¿Mi señor? Tengo entendido que debo darte las gracias por mi captura.
Sátiro le estrechó la mano.
—Te tomé preso, sí.
Lisandro lo miró de hito en hito.
—¿Puedo preguntar si pedirás un rescate por mí o si seré tratado como un esclavo?
Sátiro hizo una seña a Apolodoro, que saludó y se marchó hacia la alarma.
—¿Has pasado un día agradable? —preguntó Sátiro.
Lisandro hizo una mueca.
—Se me ha permitido deambular a mi aire. Esto me da miedo, señor. No es mi deseo ser un espía, como tampoco que me maten. —Abrió las palmas de las manos—. He visto que tenéis la fiebre; la situación no es tan grave como en nuestro campamento pero poco le falta. Lo refiero como prueba de que no soy un espía. No puedo ocultar lo que he visto.
Sátiro asintió.
—Ven conmigo, Lisandro. Eres espartano, ¿verdad?
Lisandro asintió.
—No un auténtico espartano, señor. Mi padre era un espartiata y mi madre, una dama tebana de alcurnia, pero nunca se casaron. Se me denegó la entrada en un casino de oficiales, y desde entonces he servido en el extranjero.
Sátiro se detuvo al pie de la escala de su torre.
—Quizá conocieras a un hombre a quien amé mucho, Filocles de Tanais.
—Sí, si era Filocles de Molivos —respondió Lisandro, sonriendo—. Lo traté durante un tiempo. Combatimos juntos; Zeus Sator, cuando Arquipo era arconte de Atenas. Era mucho más joven entonces —agregó riendo.
—Fue mi preceptor —dijo Sátiro.
—Lo sé —respondió Lisandro. Se encogió de hombros—. Sé quién eres, señor. Pero no es apropiado que un hombre que debe suplicar por su vida alegue tal conocimiento.
—En verdad eres espartano —dijo Sátiro—. Ven.
—¿Por qué? —preguntó Lisandro.
—Porque es mi deseo mostrarte por qué Demetrio nunca conseguirá tomar esta ciudad —contestó Sátiro—. Ven. Por la mañana te dejaré libre. Y con vida. Para que cuentes lo que has visto.
Sátiro comenzó a subir por la escalera de mano.
Las sombras eran alargadas; de hecho, el sol se había ocultado tras el borde del mundo y el puñado de árboles visible desde las torres proyectaba sombras mucho más largas que su altura.
—Demetrio ya casi ha terminado de adelantar sus máquinas —dijo Sátiro—. Treinta y una máquinas, según mi cuenta.
Lisandro se volvió hacia él.
—No puedes esperar que confirme ese dato, señor.
Sátiro se encogió de hombros.
—Merecía la pena intentarlo. ¿Cómo tienes la vista?
Lisandro enarcó una ceja.
—No como cuando tenía veinte años.
—Echa un vistazo, de todos modos.
Lisandro se asomó a la noche. A sus pies se encontraba la cuarta muralla sur, la que los rodios llamaban el «arco». Discurría en una amplia curva desde las ruinas de la gran torre del mar, retrocediendo casi hasta el borde del ágora, y luego volvía a adelantarse como el brazo de un arco hasta la esquina original con la muralla oeste, donde se alzaba una torre achaparrada cuajada de balistas que nunca había caído en manos de Demetrio. La muralla nueva era la más alta de todas las murallas de escombros de Jubal y la más complicada. Casi toda la ciudad había cavado durante un mes y dispuesto enrejados hechos con vigas para construir los soportes que contendrían los escombros para levantar la muralla.
Al otro lado del «arco» discurría la curva menos profunda de la tercera muralla, con un cordón de piquetes en lo alto, en su mayoría arqueros y ballesteros apostados en posiciones a cubierto. Incluso un niño vería sus puestos desde lo alto de la torre.
—¡Por los dioses, así es como mataste a nuestros francotiradores! —dijo Lisandro.
—Sí —contestó Sátiro—. Te estoy mostrando todos nuestros secretos.
—¿Con qué propósito, señor? —preguntó el espartano. Su acento hizo que Sátiro añorase a Filocles.
—Porque Demetrio tiene que ofrecernos unos términos que podamos aceptar, o de lo contrario lo derrotaremos y su imperio caerá con él. Lo sabes tan bien como yo, Lisandro. Eres un soldado profesional. ¿Cuánto tiempo esperabais que resistiéramos?
Lisandro asintió.
—Díez días.
—Pues ya llevamos unos doscientos. —Sátiro señaló hacia el campamento de Demetrio—. ¿Volverá a luchar alguna vez ese ejército?
Lisandro se encogió de hombros.
—Entiendo lo que quieres decir.
—Bien. —Sátiro miró por encima del borde de su plataforma y vio, a medio estadio de distancia, a un hombre que estaba solo en el límite sureste del «arco», sobre los terraplenes construidos con los escombros de la torre del mar. Alzó su escudo y emitió un, dos, tres destellos.
Jubal respondió con su escudo.
Sátiro se volvió hacia el oficial espartano.
—Despídete de vuestras máquinas —dijo.
Al atardecer, Estratocles subió a la fortificación de la tercera muralla, poniéndose a resguardo tras una de las troneras que los rodios habían construido con canastos llenos de escombros. Lucio la estaba inspeccionando.
—Esos cabrones son innovadores. Eso hay que concedérselo. Está claro que un canasto de rocas sirve para levantar una muralla. Hay que joderse.
Lucio rompió un trozo de canasto. Estratocles observaba la reacción del enemigo a la alarma.
—¿Qué los tiene tan excitados? —preguntó. Observaba con mucha atención, olisqueando el aire.
Lucio negó con la cabeza.
—¿No hueles a humo? —preguntó el ateniense.
—Pues sí —contestó Lucio.
Estratocles estaba mirando detrás de la muralla, hacia el terreno que el día anterior había sido tierra de nadie. Finas volutas de humo se alzaban en un par de lugares.
—¡Fuera de la muralla! —gritó Estratocles. Corrió muralla abajo hacia donde doscientos guardias de Néstor descansaban en formación abierta—. ¡Fuera de la muralla! ¡Retroceded! ¡Alejaos de la muralla!
Se volvió y agarró a Lucio.
—Han minado la tercera muralla. Nuestro objetivo era tomarla; Ares, ahora me doy cuenta. Corre, Lucio, ve en busca de Plistias. Llega hasta Demetrio, si puedes. Dile que estoy sacando a los hombres.
—Te escupirá —dijo Lucio mientras tiraba al suelo su armadura.
—Que se joda. Estos hombres son buenos. Demasiado buenos para morir en balde. ¡Y ahora, corre!
Lucio dejó caer su peto con un estrépito de bronce y echó a correr. Estratocles hizo lo mismo entre los infantes de marina heracleos.
—¡Conmigo! No os molestéis en formar. ¡Alejaos de la maldita muralla, zoquetes! ¡Seguidme!
Las unidades de francotiradores le oyeron y comenzaron a ponerse de pie.
—Ares, es su guarnición entera —dijo un hombre. Estratocles lo agarró y le dio un palmetazo en el yelmo.
—¡Corre! —le chilló.
Los heracleos por fin se estaban moviendo, igual que los ballesteros.
Estratocles corría a través de la tierra de nadie, casi detrás de los últimos de sus hombres. Notaba el suelo caliente bajo los pies.
—Protégenos, Atenea —jadeó.
Los hombres aflojaban el paso al entrar en la batería donde esclavos sudorosos habían aparcado las máquinas del rey. Muchos de esos esclavos seguían tirando de las poleas o cavando, o nivelando el terreno. Allí también se alzaba humo. Su olor preñaba el aire. Y Estratocles de repente se percató de que justo a la derecha del parque de artillería había una roca enorme, pintada de rojo.
—¡Sálvanos, Atenea! —exclamó. Acto seguido le dijo al filarco que tenía más cerca—: ¡Huid! ¡Corred al otro lado de las máquinas!
El hombre lo miró como si estuviera loco. Tal vez lo estuviera. Estaba instando a toda la guarnición a que rindiera la nueva posición avanzada al enemigo.
Justo a la derecha, en un terreno recién despejado, se hallaba el taxeis de reserva, dos mil hombres con picas, aguardando para repeler cualquier ataque lanzado contra la recién tomada tercera muralla; su objetivo era dar apoyo a los hombres de encima de esa muralla. Los hombres de Estratocles.
—En nombre del Tártaro y de todos los Titanes, ¿qué estás haciendo, cobarde ateniense? —bramó el strategos macedonio.
—Minas. Máquinas bajo su punto de mira. Ataque masivo. Huir o morir —contestó Estratocles entre jadeos.
—Has perdido el juicio —dijo Cleitas. Desenvainó su espada.
—Estúpido ignorante —le espetó Estratocles. Ahora aquel hombre se interponía entre él y la huida—. ¿No notas el suelo? Huele el humo. Mira al enemigo. ¿Acaso eres un crío? —bramó.
El macedonio estaba más interesado en su sentido del honor.
—¿Un crío? —rugió, y dio un mandoblazo a Estratocles con su espada.
Estratocles paró el golpe con el borde del escudo y pasó al otro lado del macedonio.
—¡Zoquete! —le dijo, y huyó a la carrera.
La matemática de un sitio es inexorable. Hay matemática en cualquier forma de guerra, pero las limitaciones de un sitio las ponen de relieve. Los alcances, por ejemplo, son inmutables. Una máquina de guerra tiene un alcance máximo, con independencia de cómo se haya construido. En un campo de batalla, un arma nueva puede sorprender al enemigo, pero dale doscientos días a ese enemigo y sin duda aprenderá a calcular el alcance de dicha arma con un margen de error de menos de un palmo.
Y la matemática de la destrucción es igualmente inexorable. Será preciso un número equis de máquinas con una cantidad equis de carga de proyectiles para derruir una longitud equis de muralla. Y si tienes máquinas que usar, las situarás en ciertas posiciones muy predecibles; predecibles porque tienen un alcance determinado y una carga determinada de proyectiles, y porque el enemigo tiene una muralla de un tipo de construcción y altura determinados.
Estas cosas funcionan como dictadas por un orden divino. Y tal vez sea así. Pero debido a ellas, cuando la tercera muralla cayó, solo había un número determinado de posiciones ajustadas al alcance correcto, apartadas de los escombros y las murallas medio derruidas en las que Demetrio, Plistias y sus oficiales podrían agrupar sus treinta y una máquinas para bombardear la nueva muralla. La muralla nueva y más recia. De hecho, según la nueva e inevitable física de la guerra de asedio, solo había dos lugares que reunieran tales condiciones. Y ambos los señalaban grandes rocas pintadas de rojo.
Sátiro tamborileaba con los dedos en la plataforma de la torre.
En los brazos derecho e izquierdo del «arco», se descorrieron grandes bandas de tela.
—¡Ares! —dijo Lisandro—. Oh, dioses.
En filas ordenadas, como los juguetes de un niño educado, había veinticuatro máquinas nuevas. Jubal no había empleado una máquina contra Demetrio desde la caída de la gran torre del mar.
Cada máquina estaba cargada a tope, con los brazos de lanzamiento tensos contra el armazón y las hondas colgando lacias hasta el suelo.
Cuando se descorrieron las telas, Jubal levantó una antorcha. Se vio claramente en el aire del ocaso. Prendió fuego a la carga de la máquina que tenía más cerca. Otras doce se encendieron a su vez. Y entonces comenzaron a disparar.
En su mayoría lo hicieron simultáneamente, lanzando una descarga cerrada. Unas pocas se retrasaron y al menos una se negó a funcionar. Pero una docena de proyectiles llameantes y otra docena de rocas pesadas volaron, trazando rayas en el aire claro del anochecer.
—¡Ares! —dijo Lisandro otra vez. Y lo hizo en un sollozo.
Los disparos alcanzaban sus objetivos con exactitud. Era sumamente improbable que alguno errara el tiro. Un mes antes, cuando aquel terreno lo controlaban los rodios, habían calculado el alcance de las máquinas. Algunos proyectiles se quedaron cortos, las cuerdas pueden cambiar de torsión en un mes, incluso estando sueltas, pero por lo general alcanzaron sus objetivos a unos pocos largos de brazo de la diana, y el fuego se propagó.
Comenzaron las alarmas, las trompetas atronaron en todas direcciones.
La guarnición rodia se puso en estado de alerta en un repentino movimiento, dos mil lanzas se irguieron cuando los hoplitas se levantaron de sus escondites de detrás del «arco».
—No sufro escasez de soldados —dijo Sátiro.
—¡Ares! —respondió Lisandro. Su rostro estaba tan blanco como una armadura ateniense.
Las máquinas lanzaron la segunda descarga, esta vez sin fuego, solo piedras. Algunas máquinas lanzaron canastos de piedras sueltas y otras sacos que se abrían en el aire, otras más lanzaron piedras pesadas, piedras de una mina e incluso de diez minas, cuidadosamente talladas por los canteros.
La tormenta de muerte caía a lo largo de toda la muralla.
El cuerpo de arqueros de la ciudad al completo, todos los sakje y los cretenses, estaban en alerta encima del «arco». Lanzaron una descarga cerrada contra la muralla enemiga, la tercera muralla capturada el día anterior, y luego una segunda descarga y una tercera y una cuarta, un derroche de flechas aparentemente interminable, y finalmente una quinta.
Mientras los recios brazos de las máquinas retrocedían para la tercera andanada, se oyó un rumor grave en el suelo cercano a la segunda muralla: las ruinas de la segunda muralla, bastante por detrás de las máquinas enemigas. Columnas de polvo y humo se elevaron en el aire, algunas surgiendo del suelo como una tormenta de arena, otras subiendo perezosamente como el humo de una hoguera cuando los pastores matan una oveja y se la comen durante un banquete nocturno en las montañas.
—Eso ha sido nuestra mina —dijo Sátiro.
—Pero están… lejos de…
—Ahora vuestras columnas de apoyo no podrán alcanzar la tercera muralla. Al menos durante un buen rato.
Las llamas de las minas incendiadas se alzaban como los sacrificios de un ejército piadoso o las cabañas de un derrotado; columnas de denso humo negro: cada gota de aceite de oliva de cada almacén de la ciudad más rica del mundo.
Las máquinas dispararon de nuevo; dos docenas de proyectiles pesados, visibles en lo alto de sus parábolas antes de caer como los puños de un dios enojado sobre los aterrorizados falangistas del taxeis de turno.
Los arqueros se retiraron de la muralla, y la falange, con sus dos mil efectivos, comenzó a subirla. Quizá fuese un desquicio sobre el terreno, pero visto desde lo alto de la torre dio la impresión de que a todos los hoplitas los moviera la mano de un mismo dios, y los rodios coronaron el «arco» y desfilaron desde el centro de su taxeis como los soldados profesionales en que los había convertido el sitio. Descendieron por las rampas del «arco» que Jubal había diseñado, formaron en la explanada que había a los pies de las rampas hasta que los hombres completaron las últimas filas y acto seguido avanzaron a través de los escombros sin que los antigónidas les disparasen un solo misil.
Los nudillos de Lisandro se veían blancos en la barandilla de la torre.
Una segunda línea de hoplitas apareció en el terreno yermo de detrás del «arco». Se pusieron en posición, con sus lanzas oscilando levemente en la última luz del día, y el sol poniente doró sus puntas y las puntas de hierro y de bronce de los hoplitas de la ciudad y de los remeros, y subieron a la tercera muralla sin toparse con resistencia alguna, cruzándola en lo alto, allí donde Helios falleciera la víspera, para luego bajar por las rampas del otro lado con perfecta precisión; al fin y al cabo, habían estado practicando para aquel momento más de cincuenta veces. Al otro lado de la tercera muralla volvieron a formar y soltaron una gran ovación.
Los brazos de las máquinas ya estaban listos para disparar. Sátiro notó el corazón palpitándole en el pecho. Aquella era la parte en la que él y Jubal no habían estado de acuerdo, y Sátiro había cedido.
En la distancia, dos taxeis de veteranos de Demetrio habían formado a la carrera e iniciado su avance. Tenían que apresurarse; la luz de sol que quedaba podía contabilizarse en segundos. Y Demetrio estaba a punto de perder toda su batería de artillería.
Estratocles corrió hasta dar con Plistias.
—¡Alto! —gritó.
El jonio lo miró con curiosidad. La falange estaba formada: cuatro mil hombres.
—Tú eras el vigía de la muralla, tú y tus heracleos —dijo, no en tono acusador pero sí muy serio.
—Les he ordenado que huyan —respondió Estratocles—. La muralla estaba minada; la muralla y las máquinas. Es una trampa.
Plistias miró hacia sus filas, que ya estaban avanzando.
—¿Qué clase de trampa puede resistir a cuatro mil hoplitas?
Estratocles agarró al comandante jonio.
—¿Tengo que suplicarte? ¡Escúchame! He tendido unas cuantas trampas en mi vida, y cuando veo una la reconozco. Y este hombre es muy astuto, Plistias. Sátiro no es el cacique ignorante de un fuerte de las montañas. Sabe que vas a contraatacar con una fuerza abrumadora.
Plistias ya había oído suficiente.
—¡Alto! —gritó con su vozarrón de marino en plena tormenta.
Las primeras filas se vieron presionadas contra las trincheras en llamas mientras Lucio, Estratocles, Plistias de Cos y sus oficiales intentaban hacer que los piqueros retrocedieran.
Resultó más fácil cuando las primeras piedras comenzaron a caer. Caían en silencio, y la primera aplastó a tres hombres y mató a otros con las astillas y la grava que despidió, tanta fue la fuerza del impacto. Entonces el frente de la unidad de piqueros detuvo su avance.
Estratocles estaba gritándoles que retrocedieran cuando algo le alcanzó la cabeza y cayó…
—Puedes regresar a tu campamento cuando gustes —dijo Sátiro, poniéndose de pie.
Los rodios habían detenido su avance tras retomar la tercera muralla, y las máquinas ahora disparaban por encima de sus cabezas, descargas de pesadas piedras golpeaban con tanta fuerza que las hondas chasqueaban como relámpagos cuando las máquinas lanzaban en un ángulo bajo, un nuevo tipo de tiro. Sátiro lo detestaba; a cada disparo, temía que se causaran estragos en las filas rodias, pero Jubal era tan bueno como su palabra.
Grupos de zapadores y exploradores escogidos, sakje, cretenses y algunos de su infantería de marina, se adentraron en aquel infierno para asegurarse de que las máquinas enemigas estuvieran incendiadas.
Se oían chillidos, chillidos espantosos, y gritos allí donde los supervivientes de los canastos de piedras ahora atacaban la tercera muralla, superados en número y con una cortina de fuego a sus espaldas.
Fue una carnicería. Un taxeis entero quedó atrapado entre el fuego y la falange rodia que se abatía sobre ellos en un ataque sin cuartel.
Aquello tendría que haber hecho sonreír a Sátiro. Salvo que se hubiese equivocado en sus cálculos, el sitio estaba a punto de finalizar.
En cambio, hizo que se sintiera cansado.
Contempló el lanzamiento de otra descarga de rocas y se volvió.
Lisandro trataba de mantener la calma pero tenía el rostro húmedo.
—Detesto los sitios, mi señor —dijo.
—Yo también —respondió Sátiro—. Y este es mi primero. —Respiró profundamente—. Traslada a Demetrio mi solicitud de que encuentre un modo para poner fin al sitio. Y mi ofrecimiento de una tregua de tres días. La necesitará para recuperar a sus muertos. Vuestros muertos.
—Y tú erigirás otro trofeo —dijo Lisandro.
Sátiro negó con la cabeza.
—El trofeo fue una provocación, señor. Ahora ya no estamos para trofeos.
No habiendo participado en el combate, Sátiro se sentía curiosamente solo mientras deambulaba durante la celebración de la victoria, pero Apolodoro le quitó hierro al asunto.
—No hubo combate. No seas burro. ¡Bebe! —dijo, poniendo su copa de asta en las manos de Sátiro.
Menón abrazó a Jubal y luego a Sátiro.
—Nuestra ágora tendrá estatuas de vosotros dos —dijo—. Por la mañana le veremos escabullirse con el rabo entre las piernas. Por todos los dioses, Sátiro, qué victoria.
Demófilo fue cauto al aproximarse, temeroso de que Sátiro fuera a burlarse de él, pero Sátiro no sentía rencor por nadie esa noche. Fue al encuentro de Demófilo y lo abrazó.
—Olvídalo —dijo—. Vencimos.
El demócrata asintió.
—Es verdad. No confié en ti, y tendría que haberlo hecho.
Sátiro negó con la cabeza.
—El poder corrompe.
Pero no lograba sacudirse la sensación de que el precio había sido demasiado alto, y de que la masacre de un taxeis quizá no zanjaría el asunto. Echaba de menos a Helios cada vez que daba media vuelta. Le entristecía haberse convertido en un hombre que extrañaba más a su hipaspista que a su timonel, o que a un hombre que lo había seguido durante años, o que a sus amigos de infancia: Jenofonte había caído a su lado y Dionisio había muerto en una tormenta, y él apenas pensaba en ellos.
Bebió más vino y anduvo entre las filas de hogueras, insatisfecho, sin ganas de compañía. Recorrió las murallas a solas, sorprendiendo a los centinelas de las torres de la muralla occidental, saludando a cansados mercenarios a lo largo del «arco» y de la casi desierta muralla marítima.
El paseo hizo que se sintiera mejor. Llegó a la calle que había sido la Avenida de Poseidón, donde antes se levantaba el templo de Poseidón, y encontró a un grupo de sakje en cuclillas en el suelo embaldosado de la tribuna del templo, donde se había reunido una vez el almirantazgo rodio; un suelo cuyas baldosas reproducían el mediterráneo oriental, con las islas destacadas en blanco sobre un mar azul oscuro, entre las que Rodas estaba señalada con una rosa de oro. Los sakje habían barrido el suelo y establecido allí un pequeño campamento; una veintena de guerreros jóvenes, hombres y mujeres. Sátiro olía el humo de su tienda de cuero de fumar, un aroma fuerte como de quemar pinaza, pero más acre.
—¡El hijo de Kineas! —gritó uno de los jóvenes, y al cabo de nada se vio rodeado. Y rio con ellos, y fumó en la tienda porque lo desafiaron a hacerlo, y se marchó a trompicones mientras ellos se partían de risa. Sátiro también se rio.
—Todavía no has terminado —dijo Filocles. Su preceptor espartano estaba cómodamente sentado sobre unos cimientos en ruinas y se cubría los hombros con la piel de león de Heracles.
—¡Maestro! —dijo Sátiro, y lanzó sus brazos al cuello de Filocles—. ¡Estás muerto! —balbució.
—Represento algo que es muy difícil de matar —dijo Filocles riendo.
Allí no había nadie.
Sátiro caminó por las baldosas hasta donde antes se alzaba el altar a Poseidón. El pesado plinto de mármol ahora estaba cuidadosamente enterrado, protegido de la destrucción sin sentido del sitio, pero los dioses estaban cerca y Sátiro podía sentir su presencia. Abrió los brazos.
—Señor Poseidón, señor Heracles y todos los dioses: ciento ochenta días hemos resistido este sitio con esta ciudad y todos mis amigos. Ahora libradnos. ¿Qué ciudad, desde Troya, ha resistido tan dura prueba? ¿Tenemos que ser humillados? No somos tan orgullosos.
—Eso parece más una exigencia que una plegaria —dijo Miriam a sus espaldas.
Sátiro permaneció en actitud de plegaria unos instantes, anhelando una respuesta con toda su alma. Y su inmenso regocijo ante el sonido de la voz de Miriam fue parado como un mandoble contra un buen escudo por su promesa a Abraham y la presencia de los dioses, y su propia falta de control: lo que había fumado lo había situado completamente en otro plano.
Si los dioses tenían una respuesta que dar, no le dieron voz.
Sátiro bajó los brazos. Le dolía el cuello, hizo girar la cabeza y se volvió para mirar a Miriam a los ojos.
Miriam todavía llevaba armadura, la de algún esbelto efebo que había dado su vida por su ciudad, pues la herida de lanza que le había quitado la vida y manchado de marrón oscuro el coselete de lino y cuero blanco era evidente. No obstante le sentaba bien; las hombreras se le apoyaban firmemente en la ancha espalda y la base del coselete se apoyaba en sus caderas como si lo hubiesen hecho para ella. Su corto quitón militar mostraba sus piernas a la luz de la luna, piernas que siempre serían demasiado largas en un hombre, por más atlético que fuera.
—Me alegra que estuvieras en la última fila —dijo Sátiro sonriendo—. Cualquier macedonio que hubiese visto tus piernas se habría olido nuestra artimaña de inmediato.
—Me encantó —respondió Miriam—. Ay, podría convertirme en Melita. Ser una con la falange…
Sátiro se rio.
—No me esperaba que te gustase.
Miriam se sentó.
—Es lo mismo que me dijo Anaxágoras. Y parecía tan decepcionado conmigo como tú. Creía que tú lo entenderías.
Sátiro hizo girar los hombros.
—Claro que lo entiendo. Pero pienso que mi sorpresa es perdonable. Me sorprende que pueda gustarle a alguien. Me sorprende que le guste a Anaxágoras.
—A ti te gusta —dijo Miriam.
Sátiro negó con la cabeza.
—No especialmente.
Miriam soltó una carcajada avinagrada.
—Pareces una chica tratando de granjearse cumplidos.
Sátiro se sentó a su lado.
—Asunto en el que me figuro tendrás cierta experiencia.
Miriam negó con la cabeza.
—Quiero saber si esto no es más que una pose. ¿Realmente no te gusta la lucha? ¿El combate?
Sátiro se encogió de hombros.
—Si quieres una respuesta cabal, no estoy de humor para dártela, cariño. Estoy lleno de vino, viejas preocupaciones y humo, y si tus labios tocan los míos te poseeré aquí mismo, con armadura y todo. ¿Esto es suficientemente sincero para ti?
Miriam lo miró. Fue una mirada desapasionada, en absoluto insinuante.
Sátiro se recostó, acomodando las escamas de su coraza contra las piedras que tenía detrás.
—Me encanta lo bueno que soy combatiendo; en eso soy como tu bella jovencita, la que adora mirar su propio reflejo y se deleita con la admiración de todos los muchachos del ágora.
Miriam se rio.
—Veo que has conocido a unas cuantas chicas.
—A una o dos. Pero cariño, cuando el poder enviado por los dioses se desvanece, me encuentro con uno o dos amigos muertos y yo estoy cubierto de sangre de otros hombres, o inconsciente a causa de una herida. Y a veces, cuando el vino me cae mal, debo recordar que cada hombre que he enviado al Hades tenía una vida como la mía; amor y odio, vino y aceitunas. Y Aquiles dice:
Mejor esclavo de un mal amo
que rey entre los muertos.
»Ya están muertos cuando los mato. Y en el combate siguiente, o en el que venga después, el muerto seré yo. Y cuando te miro, cuando toco música con Anaxágoras, no puedo evitar ver que hay cosas mejores. —Respiró profundamente y todo lo que inhaló fue ella: jazmín y sudor femenino—. No es una competición en la palestra. Lo que quiero decir…
Estaba tan cerca de ella que podía verle los poros de la piel, la mancha de aceite oscuro debajo del ojo derecho, el rastro de cosméticos limpiados con prisa.
Sus labios le llenaban la cabeza tal como puede hacerlo la espada de un adversario. No veía otra cosa y no deseaba otra cosa.
Sería fácil rendirse a ella, y sería fácil romper su juramento a Abraham… que yacía enfermo en una tienda.
Sátiro se levantó, con una dolorosa erección contra la pierna, avergonzado de su debilidad y de sus estúpidos escrúpulos morales. Deseaba a Miriam como nunca había deseado a otra mujer. El frío ojo de la luz quizá le diría que era una mujer desgreñada y sin hogar, flaca por la malnutrición, sucia de la batalla y vestida con el quitón y la armadura de un muchacho muerto, pero lo único que Sátiro veía era la perfección de las líneas de sus labios, la separación entre los ojos, el bulto del pecho cuando levantaba los brazos para arreglarse el pelo, sus clavículas, sus piernas…
—Hice una promesa a tu hermano —dijo con abatimiento, retrocediendo como si tuviera una daga en el cuello.
—Yo también —contestó Miriam. Se rio. Fue una reacción incongruente. Se tapó la boca, doblada de risa—. Menandro no podría haber escrito una comedia mejor, Sátiro.
—Me figuro que la habría hecho más divertida —respondió Sátiro. Se sentó en otra piedra.
Ella se arregló el pelo, tomándose su tiempo.
—Una vez me dijeron que esta es la postura más estética que puede adoptar una mujer —dijo Miriam.
—No sabría qué decir —dijo Sátiro—. Ahora mismo, todas me parecen semejantes.
Miriam soltó una risita y habló en voz baja:
—Desde luego haces los mejores cumplidos.
Sátiro sonrió para sus adentros.
—¿Tienes algo de vino? —preguntó.
Miriam negó con la cabeza.
—Traeré un poco —dijo Sátiro.
—Aguardaré aquí —respondió ella.
Sátiro desanduvo lo andado a través del templo en ruinas hasta donde estaba el grupo de jóvenes sakje. Dos estaban copulando; algunos de los demás los miraban o daban sugerencias, aunque sin levantar la voz. Los sakje nunca armaban jaleo en sus campamentos durante la noche.
—¿Tenéis un odre de vino? —preguntó Sátiro, apartando los ojos. Prefería no ver el rostro extático de la muchacha, que en aquel momento estaba encima de su compañero.
—¡Ja! —Scopasis se levantó del suelo, donde estaba tendido sobre una piel de animal, riendo entre dientes—. Sátiro, hijo de Kineas, yo tengo vino para compartir.
Sátiro señaló hacia la oscuridad.
—Tengo… a una muchacha.
Scopasis sonrió enigmáticamente.
—Yo también. Te daré la mitad de lo que tengo. —Sacó un odre, un odre que parecía emanar cierto hedor, y bebió un buen trago; luego vertió un poco en la boca de su compañera y otro poco en un cuenco. Entonces le lanzó el odre a Sátiro—. Bebe a mi salud cuando muera, Sátiro hijo de Kineas.
La muchacha sakje respiraba deprisa, pesada y rítmicamente al otro lado de la pequeña fogata. Levantó la cara, miró con la mirada perdida la noche otoñal y dio un chillido en voz baja.
Sátiro cogió el odre al vuelo.
—Los dioses te bendigan, Scopasis —dijo. Regresó entre las ruinas, dando traspiés. La muchacha volvió a chillar y su hombre rio; un sonido grave y feliz.
Sátiro se sentó junto a Miriam, que se había desabrochado y quitado la armadura. Estaba todo lo desnuda que pueda estar una persona, llevando una sola capa de fina lana que la cubría hasta las caderas.
—Tengo frío —dijo—. Dame tu manto y siéntate cerca.
Sátiro desabrochó los lazos de sus espalderas, se tumbó para sacarse la coraza y se sintió más ligero y más joven. Se sentó al lado de Miriam, hombro con hombro, y los dos se taparon con su clámide.
Le pasó el odre de vino y Miriam arrugó la nariz.
—El cuero no está curtido. Los sakje piensan que así se conserva mejor el sabor del vino. Dentro hay un estómago de oveja. Pero los sakje lo beben así.
Levantó el odre con destreza y un hilo de vino cayó del cuello del odre a sus labios.
Miriam alargó el brazo hacia el odre y Sátiro negó con la cabeza.
—Que no se derrame. Levanta la boca.
Lo hizo, y Sátiro vertió vino con cuidado en ella.
Miriam resopló.
—¡Es vino sin aguar! —dijo—. Y bastante bueno, por cierto.
—Los sakje nunca beben vino malo. Pero bebe con moderación, lleva algo mezclado. Amapola o loto o semillas de cáñamo. Cilantro. Y otras cosas. —Sátiro bebió otro trago—. Los sakje no creen en la moderación.
El hombre que copulaba junto a la fogata estaba gimiendo.
—Ya lo veo —dijo Miriam. Tomó el odre y bebió, dejando una línea de gotas en el borde de la clámide de Sátiro. Ambos rieron.
—Uno de los dos debería irse —dijo Sátiro al cabo de un rato, cuando se hubieron dormido con la cabeza de Miriam apoyada en su hombro.
—¿Por qué? —preguntó Miriam—. Cumpliré mi promesa, pero preferiría cumplirla contigo a mi lado.
Sátiro sonrió.
—¿Te casarás conmigo? —preguntó.
—Pregúntamelo cuando el sitio haya terminado —contestó Miriam—. Estamos viviendo en un mundo de héroes y horrores, no en el mundo real. Cuando despiertes, seré una judía escuálida con la boca muy grande, y tú serás un heleno impío que necesitará un matrimonio dinástico. Pero contaré a mis nietas que podría haber sido reina…
Sátiro metió una mano debajo de la clámide y, con todos los años de hermandad y entrenamiento marcial hincó el pulgar en la axila de Miriam, haciéndole dar un salto y chillar.
—¡Tienes cosquillas! —dijo, encantado.
—Ajá —respondió Miriam.
Sátiro se durmió con ella tumbada encima de él para darse calor, más abrazada que cualquier otra amante con la que hubiera dormido hasta entonces… sin romper el juramento. Y despertó con sus ojos en los suyos a la luz de un nuevo día. Miriam frotó la punta de la nariz contra la de Sátiro, le estrechó los dedos y sus labios acariciaron los suyos… y se levantó de un salto.
—Un nuevo día —dijo Miriam.