Capítulo 28

Día sexagésimo y siguientes

El septuagésimo quinto día del sitio Diocles salió de detrás de una larga hilera de nubes de tormenta con cuatro barcos de grano atenienses capturados, grandes naves tan altas como cuatro hombres, y las metió en el puerto exterior antes de que las naves de Demetrio se atrevieran a abandonar la playa. El antiguo timonel de Sátiro tuvo tiempo de abrazarlo una vez, saludar a los soldados que se amontonaban en el muelle y reír.

—Estamos machacando a Demetrio en el mar —dijo—. Y León aniquiló todo un escuadrón ateniense de refuerzos. ¿Necesitas que os saquemos de aquí?

Sátiro negó con la cabeza.

—Soy el comandante —dijo.

Diocles se rio.

—Tendría que habérmelo figurado. Si hay humo, ahí estás tú avivando el fuego. Dice León que le digas a Pantero que mande el resto de su flota al mar; controlamos Simi y otros dos puertos, y nos estamos preparando para atacar a ese hijo de puta antes de que se nos eche encima el invierno. Tenemos seis mil egipcios listos para desembarcar, y tu impetuosa hermana está en Timea con Nicéforo, Coeno y todos tus mercenarios.

Sátiro asintió.

—Espléndido, aunque solo si podéis mantenernos alimentados.

—¡Sin duda necesitas más hombres!

Sátiro asintió.

—Necesito hombres. Necesito arqueros; cada arquero vale por diez hombres. Pero la comida es el mayor escollo, y pronto, muy pronto, Apolo comenzará a lanzar sus saetas envenenadas contra la ciudad. En el campamento de los neodamodeis hay personas que parecen… bueno, enfermas.

Diocles torció el gesto.

—Hablaré con León. Tú habla con Pantero.

—Pantero murió —respondió Sátiro.

—¡Poseidón! —dijo Diocles—. Hades. Amaba a ese hombre. —Miró en derredor—. Este lugar parece que lo haya aplastado el talón de Zeus. ¿Podrás resistir un mes más?

Sátiro asintió.

—Defendemos esta ciudad día a día —contestó.

La enfermedad comenzó en los campamentos de esclavos. Demasiados de ellos no habían sido liberados, al menos en opinión de Sátiro. Los que permanecían esclavizados eran presa de la desesperación. Y la mala dieta y la desesperación eran el caldo de cultivo de la enfermedad. Sátiro era un hombre piadoso pero no tuvo problema en notar que los hombres hambrientos enfermaban antes que los bien alimentados.

Las mujeres fueron las siguientes. Y cuando estaban enfermas, sus hombres enfermaban.

Tres semanas después de su confiada aseveración de contar con cuantos hombres necesitaba, Sátiro se encontró vigilando las murallas con menos de mil hombres. Apolo estaba asolando su propia ciudad, y sus saetas envenenadas recogían una rica cosecha.

Sátiro repelió un asalto en la última cortina de la muralla sur con sus propios infantes y los efebos. El resto de la guarnición estaba enferma. O muerta. Los infantes de Apolodoro eran curiosamente inmunes. Cármides, que para entonces estaba perdidamente enamorado de Niké, la hija de Aspasia, iba del lecho de un enfermo a otro sin contagiarse jamás.

Miriam hacía lo mismo, y Sátiro se hizo una idea del miedo que podía provocar en quienes lo amaban; iba de una tienda de enfermos a la siguiente, y él padecía por ella. Si Miriam no hubiese sido judía, la ciudad le habría ofrecido el puesto de sacerdotisa adjunta de Aspasia; iba allí donde fuera ella, atendiendo a ricos y pobres, y ninguna de las dos había enfermado.

Hasta entonces.

El octogésimo octavo día del sitio, con el primer aliento del otoño ante el puerto y una densa bruma que se alzaba del agua cálida una fresca mañana. Diocles apareció con un par de naves mercantes de Tanais cargadas hasta los topes de grano, vino, aceite y arqueros.

Arqueros sakje.

Atados de flechas; largas y pesadas saetas para los cretenses. Flechas de caña y de pino para los sakje.

Los sakje desembarcaron en tropel, y el ruido de sus ásperas voces y el olor de sus abrigos le hicieron sonreír. Todavía sonrió más al ver a hombres que conocía, así como a mujeres. Scopasis y Thyrsis, ambos cargando con pesados sacos de lana.

—¡Aquí no hay caballos! —dijo Sátiro a Scopasis, bromeando.

El antiguo bandido con el rostro surcado de cicatrices entrecerró los ojos, y sus cicatrices dibujaron una sonrisa que hizo palidecer a la mayoría de los hombres.

—La señora dice venir. Nosotros venimos.

Estrechó la mano de Sátiro.

—¿Cómo está ella? —preguntó Sátiro—. ¡Dioses, cuánto la extraño!

—¡Bien! —dijo Melita. Llevaba un abrigo claro de piel de caribú con adornos azules; el de su madre, pensó Sátiro. Se la veía más fuerte que nunca. Parecía un inteligente halcón; menuda, fiera y dispuesta a comerse cualquier cosa que no le gustara. Tenía un mechón blanco en su melena negro azabache—. Yo también te he extrañado. Y puesto que no podías tomarte la molestia de regresar a casa a gobernar tu propio reino, he venido a buscarte.

Sátiro la abrazó, y fue correspondido.

Caminaron juntos por la ciudad, cogidos de la mano.

—Huele a muerte —dijo Melita.

—Ese es tu nombre de guerra, no el mío —contestó Sátiro.

—Esta ciudad huele a muerte. A mierda. —Negó con la cabeza—. ¿Por qué estás aquí?

Sátiro se detuvo.

—Me necesitan. Y este es nuestro centro de distribución de grano.

Melita sonrió.

—Eso te lo guardas para las personas que no te conocen.

—Estoy enamorado —dijo Sátiro.

—Eso ya me encaja mejor. Entonces… ¿Puedo matar a Amastris? —preguntó Melita, señalando vagamente en dirección al campamento de Demetrio.

Sátiro la abrazó.

—Te he echado de menos.

—Yo también te he echado de menos. ¿Dónde está ese dechado de virtudes? ¿Te has casado con ella? —preguntó Melita.

Sátiro hizo una pausa.

—Verás… Es posible que ella ame a otro.

Melita enarcó una ceja.

—A ver si me aclaro. ¿Estás dilapidando las riquezas de nuestro reino por una ciudad donde hay una mujer que amas pero que no sabes con seguridad si te ama a ti?

Sátiro se encontró sonriendo.

—Hermana, esto es el sitio de Troya. —Se encogió de hombros—. ¡Espera a conocerla!

—Dioses, estás perdido. —Melita se rio—. ¿Una guapa y joven princesa?

—¿Eh? ¿Y qué me dices de Scopasis? —preguntó Sátiro.

Melita vio a Abraham a lo lejos y lo saludó con la mano. Abraham la saludó a su vez.

—No puedo ir por ahí acostándome con mis oficiales —dijo Melita.

—No parece perjudicar a los espartanos —respondió Sátiro.

—¿Estás de broma? —preguntó Melita—. ¿Escuchaste cuando Filocles describía las injusticias de la justicia del rey?

—Era una broma, Melita —contestó Sátiro—. Abraham, ¿te acuerdas de mi hermana?

Abraham recibió un fuerte abrazo.

—¿Cómo iba a olvidar a la auténtica Reina de las Amazonas?

Sonrió, Melita sonrió y él se volvió.

—¿Recuerdas a mi hermana Miriam? —preguntó.

Miriam dio un paso al frente. Sátiro ya la conocía lo suficiente para darse cuenta de que su movimiento era muy vacilante. Estaba insegura de sí misma delante de Melita.

Cuando Miriam había visto a Melita por última vez, era una mujer griega con ropa buena, el pelo bonito y una educación filosófica que Miriam envidiaba profundamente. Ahora era una mujer cubierta de cicatrices con enormes y perspicaces ojos azules y una loriga encima de un abrigo bárbaro y con pantalones.

Melita vio a una mujer con una mata de pelo castaño y largas piernas desnudas.

Sátiro solo podía maravillarse ante el parecido entre ambas.

—Vaya —dijo Melita. Dio un beso a Miriam—. Debo decir que este estilo te sienta muy bien.

Miriam se rio.

—Lo llamamos estilo Gran Sitio de Rodas.

Melita sonrió.

—¿Alguna vez has tirado con el arco, Miriam?

Aquella noche, en honor de la llegada de su hermana, Sátiro dio una fiesta. Un simposio. La reciente pérdida de la tercera cortina de la muralla sur había dejado toda una franja del ágora al alcance de las máquinas de Demetrio, de modo que Sátiro hizo que sus infantes y marineros despejaran el suelo embaldosado de lo que había sido el comedor de Abraham, a fin de cuentas necesitaban los escombros para la cuarta muralla sur, y luego hizo llevar pithoi de vino recién descargados de las naves y pan recién horneado, además de aceite de oliva y queso, riquezas en una ciudad asediada.

Los invitados que los tenían llevaron cojines y todos se recostaron sobre mantos, y cuando la noche trajo consigo el fresco del otoño, se encendió un fuego en el hogar. Como polemarca, Sátiro había dispuesto que se distribuyera vino, aceite y pan entre todos los hombres y mujeres de la ciudad; los asistentes al simposio no iban a tener algo que no tuvieran los demás ciudadanos.

Seis meses de lecciones no habían convertido a Sátiro en un maestro de la lira, pero se las arregló para salir airoso de los primeros cincuenta versos de la Ilíada y recibió el aplauso debido a un espadachín que ha aprendido a tocar el arpa; es decir, con abucheos y burlas bienintencionadas.

Anaxágoras tocó con Miriam, interpretando la oda a Afrodita de Safo. En ese momento Apolodoro compartía el manto de Sátiro.

—Es peligroso tocar esa canción en un simposio —dijo Apolodoro.

Sátiro se encogió de hombros.

—Tocan de maravilla.

Melita ocupó el sitio de Apolodoro. Fue más cariñosa pero no paró de retorcerse bajo el manto como una anguila en una trampa.

—¿Estás compartiendo la hermana de Abraham con un hombre tan guapo? —preguntó—. ¿Combate?

—Como un joven dios —contestó Sátiro alegremente—. Sí.

—Bien —dijo Melita—, pues entonces apruebo su indecisión y apruebo tu elección. Vale diez veces más que Amastris.

Dejó de moverse. Les pasaron la crátera de vino y Sátiro se levantó de su manto, bebió y se fijó en que su hermana se había quitado su ropa sakje debajo del manto para salir vestida como una mujer griega con un quitón muy corto. Se atragantó.

—Si Miriam puede hacer de Artemis, yo también —dijo Melita—. Tengo buenas piernas y la luna está llena. Toma, bebe un poco de vino.

Sátiro cogió la copa de nuevo y Melita se escabulló.

Otros hombres se levantaron a tocar. Demófilo tocó la cítara. Menón y Apolodoro cantaron juntos, y Cármides interpretó vacilante unas cuantas melodías. Helios cantó.

Melita y Miriam no eran ni mucho menos las únicas mujeres presentes. Aspasia yacía con su marido, Menón, y su hija Niké, aunque no compartía el manto de Cármides, estaba sentada muy cerca de él. Cuando pasaron a la tercera crátera de vino, Sátiro reparó en que había mujeres, y algunos hombres, que salían de las zonas en penumbra para sentarse o recostarse junto a sus parejas. El efebo Plistias y su hermana, cuyo nombre Sátiro desconocía, pero a quien recordó haber visto cerca de su tienda; cerca de la tienda de Helios, pensándolo mejor. Una esclava con una brillante cabellera pelirroja, a la que sin duda había viso antes, dio la impresión de estar sumamente incómoda hasta que Jubal la cogió en brazos y se la llevó a su diván.

Sátiro se puso de pie trabajosamente. Tres cráteras de vino y ya estaba mareado; a todos les faltaba práctica.

Se irguió.

—Quería que todo el mundo pasara una velada encantadora —dijo.

Se fueron callando poco a poco. Les sonrió hasta que se hizo el silencio.

—Quiero dar la bienvenida a mi hermana —prosiguió, alzando el kylix. Hubo una ovación—. Y también quiero deciros que está a punto de comenzar la peor parte del sitio.

Menón le dijo algo a su esposa; su intención fue decirlo en voz baja pero, habida cuenta de la tensión reinante, se le oyó con bastante claridad.

—Allá va —dijo.

Se oyeron risitas nerviosas. Sátiro dio unos pasos.

—¿Jubal? —dijo, y le pasó el kylix al negro.

Jubal se levantó, dando una palmada en la cadera a su chica.

—No tengo mucho que decir. Quizá dos días, quizá tres; entonces Demetrio atacará la cuarta muralla. Cada vez caen más deprisa —dijo, y sonrió. Trazó un arco con el brazo en alto—. Antes la muralla sur era recta como una flecha, ¿eh? —Asintió—. Y ahora se curva como un arco. Poco a poco, el Niño Bonito golpea más cerca. —Miró en derredor—. Cuando vuelva a golpear, penetrará lo suficiente para alcanzar el ágora con sus máquinas. Sí, señor.

Jubal sonreía como un chacal.

—Por supuesto, salvo si es mucho más listo, no se dará cuenta de que sus máquinas están dentro del arco cuando las haga avanzar.

Jubal bebió del kylix.

—¿Y entonces qué ocurre? —preguntó Melita.

—Espera a verlo, señora. —La sonrisa de Jubal rivalizaba con la luna—. ¡Tiene que ser una sorpresa! —Asintió—. Pero lo que el señor Sátiro quiere que diga es que esta muralla es la última que perderemos. No hay más sitio para ceder terreno; se acabó. Esta muralla tiene que resistir.

Devolvió el kylix a Sátiro, que miró en derredor.

—Pensáis que somos hombres muertos, amigos. Llevamos aquí más de cuatro meses. Algunos ya hemos pasado aquí un año. Estamos consiguiendo suministros regulares y todos sabemos que hay miles de hombres preparados para venir a apoyarnos; cincuenta naves en Simi y otras veinte al otro lado de los estrechos. Abraham dice que las ciudades griegas están rogando a Demetrio que ponga fin al sitio. Casandro asediará Atenas este invierno.

Asintió.

—Si estuviéramos enfrentándonos al Tuerto, si estuviéramos enfrentándonos a Lisímaco, a Tolomeo o a Seleuco, este sitio habría terminado. Pero no es el caso. Si vencemos aquí, los antigónidas nunca volverán a ser los mismos. La idea que se ha formado Demetrio sobre su divinidad nunca volverá a ser la misma. Demetrio no tardará en estar desesperado. De hecho, si el truco de Jubal da resultado, será la gota que colme la vasija. Y entonces… —Sátiro respiró profundamente—, y entonces dejará de hacer gilipolleces y lanzará a sus cincuenta mil hombres contra las murallas.

Un grito ahogado recorrió el círculo en torno al fuego.

—Y tenemos que resistir. De modo que bebed. Relajaos. Pero recordad: dentro de tres días, comienza la última parte. Para bien o para mal.

Sátiro fue a sentarse sobre el manto de Abraham.

—Bonita manera de animar la fiesta —dijo Abraham.

Anaxágoras tocó una canción militar de Tirteo y luego una canción dionisiaca de Alceo, y todos cantaron. De hecho, cada vez salían más personas de entre las sombras, algunas con su propio vino, y los cantores cantaron. Cada vez más voces se alzaron contra la noche.

Scopasis fue a sentarse con la espalda apoyada en las rodillas de Sátiro.

—Todavía la amas —dijo Sátiro.

Scopasis se encogió de hombros.

—¿Cómo es la lucha?

Sátiro miró el círculo de rostros.

—Aterradora. La más dura que haya conocido jamás. Lo peor de todo es que no cesa; se combate a diario. No hay más descanso que este. —Y Sátiro alzó su copa de vino.

Scopasis adoptó un aire de sorna.

—Tú nunca forajido. Forajido lucha cada día. —Scopasis hizo una pausa—. No, no luchar. Miedo a luchar. Cada día.

—Bueno —dijo Sátiro. Bebió vino con la mirada fija en las brasas del hogar—. Sí. Es algo así.

Scopasis asintió.

—Traje un montón de flechas —dijo como buen profesional satisfecho—. La amaré hasta que muera —agregó de repente—. Quiero morir viejo.

Fue a unirse a los cantores.

Más tarde, bailaron. Sátiro se quedó sorprendido, incluso impresionado, cuando Miriam abrió el baile. Se puso de pie, juntó una brazada de leña menuda, el jardín muerto de algún vecino, y la arrojó al hogar.

—¡Dancemos! —propuso con el alegre abandono de una ménade o una bacante.

Otras mujeres se reunieron en torno a ella, esclavas y libres, bellas y comunes, altas, delgadas, y se quitaron las sandalias; al menos las que eran lo bastante quisquillosas para llevarlas, y los hombres se apresuraron en limpiar el suelo con sus mantos. Y Melita estaba allí, su mano en la mano de Miriam, y también Aspasia, con su mano en la de Melita; la esclava celta pelirroja, las hijas de hombres ricos y pobres, algunas con la cabeza alta y el cuello largo como las bailarinas de la cerámica ateniense, y algunas se miraban los pies, una joven doncella sacaba la lengua entre los dientes como un cachorro de gato, concentrada en las complejidades de la danza, y se pusieron a dar vueltas mientras Anaxágoras tocaba el himno a Deméter para luego adornarlo.

Sátiro volvió a sentarse con Abraham, espalda contra espalda sobre sus mantos, atentos al baile de las mujeres; la tendencia a mostrar las piernas luciendo un quitón lo más corto posible todavía resultaba más osada cuando la danza celebraba el nacimiento de Perséfone y recreaba su viaje al averno. Sátiro las miraba a todas, y Melita se detuvo delante de él, levantó los brazos con las demás bailarinas, le sonrió y sus ojos se dirigieron… hacia otra parte.

Y entonces le tocó el turno de detenerse a Miriam. Y sus ojos lo atravesaron; no miraba hacia otra parte, las manos en su cintura eran las de él, y dio un salto…

—¿Estás enamorado de mi hermana? —preguntó Abraham.

—Sí —contestó Sátiro, y suspiró.

—¡Dios! —exclamó Abraham—. Job no pasó una prueba como la de Miriam. ¿Tú también? —Negó con la cabeza—. Lo digo en broma. Siempre hago bromas. En realidad, amigo mío, estoy enojado.

Sátiro contempló las largas piernas de Miriam y su sonrisa hasta que hubo recorrido una cuarta parte del círculo.

—Alguien debería liberar a la muchacha celta —dijo.

Abraham asintió.

—La muchacha celta no es problema mío. Mi hermana, sí. No puedes casarte con ella. ¿Qué tienes intención de hacer? ¿Tomarla como amante? ¿Esconderla?

Sátiro volvió a suspirar

—No lo sé, amigo. En absoluto. Pero se lo propondré. ¿Por qué no debería casarme con ella?

Abraham se volvió para mirarlo a los ojos.

—Oh, ¿te convertirás en judío?

Sátiro frunció el ceño.

—No digas tonterías.

Abraham lo fulminó con la mirada.

—¿Tonterías, dices?

Sátiro levantó una mano.

—Aclaremos nuestros argumentos, ¿te parece? Solo siento respeto por el Dios de los judíos. Pero mi dios es Heracles.

Abraham negó con la cabeza.

—Heracles es un mito estúpido para niños. Los dioses no se encarnan; no vienen a la tierra para hacer el amor con mortales ni todas esas sandeces. O tal vez solo sea la memoria de un gran hombre, un guerrero. Sostienes que es tu antepasado, ¿no?

—Y el Dios de los judíos ha hecho mucho bien a tu pueblo, el «elegido». Los judíos gobernáis el mundo, ¿verdad? —Sátiro jamás había dicho algo semejante en voz alta, y no estuvo muy orgulloso de hacerlo. Alargó la mano—. Perdona, eso ha estado completamente fuera de lugar.

Abraham estaba colorado, pero cuando Sátiro lo tocó, negó con la cabeza.

—No creas que no lo he pensado. A veces todo parece una farsa. ¿Qué dios permitiría esto?

Abraham levantó la vista.

—¿El qué, la fiesta? —bromeó Sátiro.

—La guerra. El sitio. Nicanor. Demetrio —contestó Abraham, y se encogió de hombros.

Sátiro frunció el entrecejo.

—El mundo existe para que podamos competir y, compitiendo, mostrar nuestra valía a los dioses —respondió Sátiro, encogiendo los hombros.

Abraham entornó los ojos.

—Esos esclavos de ahí fuera, que mueren vomitando de fiebre, ¿por qué compiten?

Sátiro se encogió de hombros.

—Ni idea.

—No eres un cabeza hueca. ¿No te importan? —preguntó Abraham—. ¿Qué sentiste cuando mataste a Nicanor?

—Pareces Filocles, hermano. No, no me importan. Me importan, cuando los conozco, de uno en uno. Como masa, como esclavos, no pueden importarme. Puedo preocuparme por mis hombres, por mi ciudad, por mí mismo. Puedo trabajar para crear una ciudad mejor en el Euxino, para enriquecer a mis granjeros, para que mis soldados sean victoriosos. No puedo alimentar a los esclavos, y mucho menos liberarlos. Cuando Nicanor traicionó a su ciudad, se convirtió en un ser despreciable; acabé con él como lo habría hecho con un perro rabioso. Y no me impedirá dormir.

Las mujeres habían dejado de bailar. Miraban expectantes a los hombres, que en su mayoría aplaudían como locos salvo por Sátiro y Abraham, que tenía la mirada perdida como si ni siquiera supiese que existían las mujeres. Tras una pausa, dijo:

—Mi hermana detestaba a su marido. Era un buen hombre. Un mercader. Un hombre tranquilo y honorable. —Removió los hombros—. Y cuando murió, ella se alegró. —Escupió la palabra—. Y ahora reparte sus favores entre helenos. ¿Sabes que también mira con buenos ojos a Anaxágoras, eh?

Sátiro se rio.

—¿Cómo no iba a saberlo? —respondió, y miró a Anaxágoras.

El músico estaba enfrascado en su lira.

Abraham escupió.

Sátiro se rio.

—Amigo mío, tienes demasiado mal genio. Y las mujeres quieren que bailemos. Me consta que conoces la danza de Ares.

Abraham se puso de pie.

—De todos vuestros dioses griegos, Ares es el único que entiendo.

Sátiro le cogió la mano para tirar de él.

—¿Entiendes a Ares?

—¿Al odioso Ares? ¿Al excesivamente desenvuelto, al cobarde fanfarrón, al instigador de conflictos, dios de la masacre, la ruina y el combate sin sentido? —Abraham hablaba con tanta vehemencia que escupía—. Lo veo manifestarse a diario. ¿Cómo podría fingir que no existe? Quizá su maliciosa y retorcida mente rija el mundo. Quizá sea el único dios.

Sátiro se quedó sin habla y se llevó una mano a la boca.

Abraham cogió una copa, bebió un poco de vino y escupió.

—Los judíos somos muy buenos blasfemando —dijo, y esbozó una sonrisa—. Bailemos.

Los hombres decidieron bailar la Pírrica. No supuso dificultad alguna. Todos los hombres presentes tenían lanza y escudo, y meses de combate incesante los habían vuelto tan confiados que ni uno solo propuso restringir el uso de las lanzas.

Como muchos de ellos eran de Tanais, la bailaron a la manera del Euxino, y los dos primeros versos fueron un enredo; Menedemos le hizo un corte a Sátiro en el bíceps al olvidar los nuevos pasos. Pero todos eran bailarines, casi todos los guerreros presentes habían combatido en las Pírricas, y aprendían deprisa, y cuando el tercer verso del himno se alzó a los cielos, las rodillas de los hombres del Euxino y las de los rodios se levantaban, daban patadas, giraban y saltaban a la vez…

El primer clamor de la multitud, ya en aumento.

Anaxágoras tocó primero el himno de Ares y luego, sutilmente, cambió de tonada y le susurró algo a Miriam sin dejar de tocar, y ella cogió su cítara y Aspasia se les unió con una pequeña lira. Nota tras nota fueron cambiando la melodía, pasando del desparpajo guerrero de Ares a la sabiduría militar ateniense, el himno de Atenea.

Y los hombres, en cuatro hileras, avanzaban, blandían lanzas, retrocedían cruzando las filas, daban media vuelta, calaban la lanza, saltaban y paraban golpes todos a la vez, y si equivocaban algunos pasos, se perdían en la riada de eudaimonia.

En un momento dado las mujeres se pusieron a cantar, y más hombres y mujeres salieron de la oscuridad, atraídos por el fuego y la música, tan excepcionales en una ciudad sitiada. Los hombres se sentaban en las ruinas de casas que antes habían sido suyas y juntos alzaban sus voces, y las mujeres empujaban para poder ver a los hombres que bailaban cada vez más deprisa.

Sátiro los veía junto a los antiguos cimientos, cientos de personas cantando el peán de Atenea, posiblemente miles, y lo embargó el entusiasmo por saltar más alto, pasar más deprisa de una postura a la siguiente, como si Terón y Filocles estuvieran allí observando cada movimiento suyo…

Dio media vuelta para entrechocar su lanza con un escudo y allí estaba Cármides, su belleza como un rayo de luz, y el muchacho saltó tan alto que Sátiro pudo pasar su lanza por debajo de sus pies. Cármides lucía una sonrisa tan amplia que amenazaba con tragársele el rostro y su contragolpe pasó por encima de la cabeza de Sátiro mientras el polemarca se tendía en el suelo, la pierna del frente doblada, la pierna de atrás casi plana, la cabeza gacha. Las personas más cercanas a ellos los vitoreaban y señalaban, y Sátiro se atrevió a rodar hacia delante, metiendo su escudo, y se levantó detrás de Cármides. Los demás bailarines ejecutaban posturas menos extremas, pero Sátiro iba, en aquella figura, en cabeza, y Cármides respondió con una voltereta hacia atrás por encima de su escudo, proeza que Sátiro nunca había visto hacer. La multitud que los rodeaba estalló en aplausos y el himno prosiguió inexorable hasta el final, coreado por dos mil voces…

¡Ven, Atenea, ahora o nunca!

¡Déjanos ver tu gloria!

¡Ahora, oh Doncella y Reina, te rogamos

que des a tus siervos la victoria!

Sátiro se sorprendió llorando, y Apolodoro lloraba también, lo mismo que Cármides y Abraham. Y Melita le tomó la mano y le dio un beso, y sonrió con atrevimiento a Cármides.

—La canción de guerra de nuestro padre —dijo. Y se fue a felicitar a los músicos.

A dos estadios de allí, envuelto en un manto junto al abatis que protegía la muralla de los centinelas antigónidas, Lucio escuchaba con Estratocles. Incluso a dos estadios de distancia, el himno de Atenea sonaba tan fuerte que dificultaba la conversación.

Lucio suspiró.

—¿Puedo decirte una cosa, jefe? —preguntó.

Estratocles tenía un nudo tan grande en la garganta que no podía hablar, de modo que se produjo una prolongada pausa.

—¿Cuándo has dejado de decir lo que te viene en gana? —dijo al fin, con los ojos arrasados en lágrimas.

—Estamos en el puto bando equivocado, jefe. —Lucio sacó un mondadientes de oro—. Soy un hombre piadoso, jefe. Demetrio es… Ay, coño, no sé lo que es. No invocamos a los dioses. Los sacerdotes de este campamento son un hatajo de sicofantes. Los macedonios cumplen con las formalidades… ¡Hades, Estratocles, rinden culto a demonios y espíritus! Unos putos bárbaros, si quieres saber mi opinión. Peores que los etruscos. —Lucio se limpió los dientes—. Has oído ese himno, ¿verdad? Esos mariconazos tenían… ¿cuántas? ¿Mil personas cantando?

Miró a Estratocles, que se debatía entre el deseo de desahogarse con lo más parecido a un amigo que tenía y el deseo de disciplinar a lo más parecido a un subordinado que tenía.

Ganó la amistad.

—Ya lo sé —dijo. Habida cuenta de las circunstancias, estuvo orgulloso de tan lacónica respuesta.

—Cuando nuestros muchachos desembarcan en esa playa, ya tienen miedo. ¿A cuántos han matado los mariconazos? Y acaban de recibir refuerzos, ¿eh? Nuestros muchachos ya se han llevado una buena paliza. Y los rodios están cantando himnos. —Lucio consiguió sacarse lo que estaba buscando, miró su mondadientes un momento y lo guardó—. Si vencen aquí, la gente los recordará para siempre. Como a los putos troyanos.

—Los troyanos perdieron, Lucio —dijo Estratocles.

—A eso voy exactamente. —Lucio escupió—. No perdieron. Eneas llevó a los supervivientes a Roma. Pregunta a cualquiera.

Estratocles decidió pasar por alto aquel asunto de belicosidad regional.

—El problema es Atenas.

—Para ti siempre lo es, jefe. —Lucio se rio—. Ojo, que por esto estoy contigo. Tú no eres uno de esos coños impíos. Eres un ciudadano cabal. Atenas primero y siempre, ¿eh?

Estratocles se rio. En la ciudad condenada se oían vítores y risas.

—Atenas está a punto de ser sitiada por Casandro —dijo—. Porque Demetrio está aquí con las mejores tropas de su padre.

—Bueno, pues nómbrame strategos, porque eso lo soluciono en un abrir y cerrar de ojos. —Lucio estaba tumbado bocarriba, contemplando el firmamento—. Demetrio se ha comprometido más de la cuenta.

Estratocles se rio.

—Oh, gracias, no lo sabía.

Se rio otra vez. Lucio se apoyó en un codo.

—¿Tienes un plan?

Estratocles se restregó los ojos.

—Sí. Pero la cuestión… No, en serio, amigo, necesito tu consejo. La cuestión es esta. ¿Ayudo al Niño Bonito a tomar la ciudad? ¿O ayudo a la delegación ateniense que está de camino para convencerlo de que levante el sitio? En ambos casos, estoy ayudando a mi ciudad, y yo también soy… ¿Cómo lo has dicho? Piadoso. He oído el himno.

Lucio asintió.

—Caramba. —Dirigió su mirada a la noche. Se frotó la barba, escupió y se volvió de nuevo hacia Estratocles—. Bueno, se agradece que preguntes, jefe. Sí. Así es como lo veo yo. La guerra es arriesgada, y nada es más arriesgado que un sitio, ¿eh? ¿Mi opinión profesional? A estas alturas sus probabilidades no pasan de dos a uno. Pero si se larga… bueno, Zeus Salvador, entonces tendrá el mayor ejército de Europa y puede llegar a Atenas en cinco días. —Lucio hizo una pausa—. ¿No me dijiste que si fracasaba aquí, él y su padre estaban acabados?

Estratocles había cogido una brizna de hierba y se puso a mascarla.

—Sí. Llevará unos cuantos años. Pero tienen que vencer aquí.

Ambos hombres contemplaron la distante ciudad.

—Bueno —dijo Lucio al cabo de un rato—, tengo un plan que quiero llevar a cabo esta noche.

Se levantó y se sacudió el polvo del quitón con las manos.

Estratocles estaba perplejo.

—¿Una incursión?

—Solo en Afrodita, jefe. Una penetración profunda —dijo con una risita lasciva.

La fiesta ya iba por la octava crátera de vino. Costaba llevar la cuenta según la costumbre griega porque la penumbra estaba llena de personas y vino, y había más vino circulando del que podía haber salido de las naves de Diocles; los hombres ricos habían sacado sus reservas o los más pobres habían saqueado las bodegas en ruinas. Todo era posible, pero Sátiro no tuvo más remedio que admitir que su gente estaba borracha. Muy, muy borracha.

Confiaba en que los efebos estuvieran en sus puestos en las murallas porque Apolodoro, por poner un ejemplo, no iba a ser capaz de repeler el asalto de unos cachorros de gato. El capitán de la infantería de marina estaba apasionadamente abrazado a su chica; quienquiera que fuera, estaba tan envuelta en su manto que parecía que estuviera siendo atacada por la prenda.

Cármides estaba sentado entre tres muchachas, las tres bellas, despeinadas y resueltas a ser la última en abandonar el campo. Por pura persistencia si no por encanto o belleza pero él solo tenía ojos para Niké, que estaba sentada con su madre, procurando mostrarse recatada pero sin conseguirlo, de la manera más encantadora. Sátiro se preguntó si alguna mujer lo había mirado a él con tanto anhelo.

Jubal no se molestó en taparse con el manto, pues carecía de la esmerada y caballerosa educación de Apolodoro, pero estaba enfrascado en la misma actividad, y la melena pelirroja de la esclava era casi tan buena como un manto.

Sátiro intentó que el buen humor de la velada no se viera emponzoñado por el hecho de que Anaxágoras y Miriam se hubieran ausentado. Había logrado un milagro al levantar la moral de la gente, y Melita estaba allí. En alguna parte. Sátiro vio a Scopasis, que no estaba solo, y a un par de lanceras sakje que se habían ligado a dos jóvenes aristócratas.

Sátiro quedó atrapado en sus celos, cosa indigna en él. Pero era injusto, a su modo de ver, que él tuviera que estar solo mientras todos tenían a alguien. Afrodita preñaba el ambiente y él…

«La autocompasión se cuenta entre los sentimientos más feos», pareció que Filocles le dijera al oído.

Abraham estaba de pie en el centro, cerca del hogar, como Dionisio; un Dionisio vagamente arameo con una túnica larga, una guirnalda de olivo en la cabeza y una copa de vino en cada mano.

—La gente no para de pasármelas —dijo—. Toma una, hermano.

Sátiro tomó una y dio un beso en la mejilla a su amigo.

—Deberías irte a la cama —dijo.

—¡Quiero jugar a dar de comer a la flautista! —respondió Abraham con embriagada asertividad—. Quiero vivir.

—No es la fiesta apropiada, hermano —dijo Sátiro.

—Te amo, hermano —dijo Abraham.

A pesar del vino, la buena voluntad de Abraham resplandecía y Sátiro lo abrazó.

—Yo también, camarada.

Sujetó a su amigo con un brazo y lo levantó, derramando vino de la copa, y lo acompañó por la calle.

—¿Incluso cuando me visto como un judío? —preguntó Abraham—. Soy judío, lo sabes bien —agregó—, incluso cuando me visto como un griego.

—Siempre —respondió Sátiro.

—Siempre amarás a mi hermana, ya me he dado cuenta —proclamó Abraham, como si dictara sentencia—. Mi padre nos matará a todos. Tú, yo, ella, Anaxágoras… Muertos, hermano. Por favor, dime que no has… ya sabes… —Y Abraham dio un traspié, recobró el equilibrio y apoyó las manos en los hombros de Sátiro—. Por favor.

Sátiro comprendió que su amigo hablaba en serio; muy en serio. Agarró los hombros de Abraham.

—Nunca —dijo—. Mi solemne juramento, por mis antepasados.

—¡Ah! —dijo Abraham. Asintió alegremente—. Lo sabía —agregó, de manera poco convincente—. Por favor, no lo hagas. Escucha, el sitio lo está desbaratando todo. No lo hagas, por favor. ¿Lo prometes?

Sátiro, dolorosamente consciente de que Miriam llevaba más de una hora perdida en la oscuridad con Anaxágoras, notó que se le encendía el rostro. Pero era demasiado caballero para decir a su amigo que se había equivocado de pretendiente.

—Lo juro —dijo.

—¿Por ese antepasado, el antiguo, el héroe? —preguntó Abraham.

—¿Arimnestos? —Sátiro sonrió—. Lo juro por él. Juro por mi heroico antepasado que no pervertiré a tu hermana.

Abraham asintió.

—Muy bien —dijo.

Sátiro consiguió conducir a Abraham a través del ágora; no era tanta distancia, normalmente, pero esta se agrandaba si cargabas con un hombre borracho. Llegaron a su tienda, ante la que Jacob, el mayordomo de Abraham, estaba sentado en una banqueta.

Sátiro se detuvo resoplando.

—¿Un poco de ayuda, por favor?

Jacob se levantó pesadamente, dejó su copa de vino en el suelo con exagerado cuidado y pasó un hombro por debajo del brazo de su amo.

—¡A tu servicio, señor rey! —dijo con cuidadosa dicción. Juntos acostaron a Abraham sobre una pila de pieles y mantas, y Jacob lo tapó con un grueso manto de lana—. Me alegro por él —dijo—. Parece que ha pasado una buena noche. —Jacob, que normalmente era una sombra invisible, estaba jocundo por el vino—. No todos pueden decir lo mismo —agregó.

Sátiro no sabía a qué se refería Jacob, de modo que le dio una palmada en la espalda, un gesto carente de significado, la muestra de afecto entre dos borrachos, y salió de la tienda dando un traspié, sintiéndose más borracho a cada instante, como si el esfuerzo de haber llevado a Abraham a la cama le hubiera hecho subir el vino a la cabeza más deprisa. Se detuvo, consciente de que debía hacer la ronda de las murallas para asegurarse de que estaban a salvo. ¿Eran ideas de borracho?

También fue consciente de que debería estar mucho más sobrio y llevar escolta. Respiró profundamente y le llegó un aroma de jazmín; era el momento de retirarse, de pensar…

—Eres tú —dijo Miriam.

—Mayormente, es tu hermano —respondió Sátiro. Estaba confundido, encantado de encontrarla allí. Encantado, salvo que Anaxágoras estaba en la penumbra detrás de ella. Miriam se rio.

—Afrodita reina esta noche. Ay, soy una pobre judía —dijo, se acercó a él, le puso los brazos en torno al cuello y lo besó.

Sátiro no era un hombre poco experimentado, pero un hombre puede mantener relaciones sexuales muchas veces sin ser besado; besado largamente, besado concienzudamente, besado para aliviar muchos meses de anhelo. A Sátiro no se le ocurrió pensar que estaba ante la puerta de la tienda de Abraham, ni tampoco que Jacob por fuerza tenía que estar allí mismo. En realidad, Sátiro no pensaba en nada en absoluto. El beso era interminable, incómodo, demasiado largo, apasionado, perfecto. La boca de Miriam era el universo entero, un universo mejor.

Finalmente ella lo apartó, aunque con ternura.

—Por favor, márchate —dijo Miriam—. Me he ido a la cama, en mi tienda, para evitar esto. —A la luz distante del fuego, Sátiro vio su media sonrisa; una mezcla de anhelo, burla, diversión y desprecio—. Y tú lo has traído a la cama.

Sátiro la agarró y estrechó su cuerpo contra el suyo. Se zambulló en ella otra vez. Pero cuando las manos de Miriam le soltaron el cuello y le presionaron el pecho, retrocedió.

—Por favor, márchate —dijo Miriam.

—Te amo —respondió Sátiro sin esperanzas.

—Márchate —insistió ella.

Sátiro obedeció. En su cabeza oía la súplica de Abraham. «Por favor, no lo hagas.» Negó con la cabeza, repentinamente sobrio y excitado, con el cuerpo rebosante de energía y lujuria reprimida. Entró de golpe en su tienda.

Helios todavía estaba despierto. Yacía dichosamente con su chica; sus rostros sonrientes, el pelo pegado a la cabeza por el sudor. Sátiro se sintió culpable por interrumpirlos, pero antes de que pudiera retirarse, Helios lo vio y se puso de pie de un salto.

—¡Señor! —dijo.

—Te necesito —dijo Sátiro—. Lo siento, chaval, pero tengo que hacer la ronda de las murallas.

Helios asintió.

—Inmediatamente, señor. Ahora mismo le digo que se vaya.

Sátiro negó con la cabeza.

—Dile que regresarás dentro de una hora y deja que duerma.

Se echó el escudo al hombro.

Juntos caminaron a lo largo del frente marítimo, desafiados por cada uno de los efebos apostados en las torres improvisadas.

—Sonaba como una gran fiesta —dijo un muchacho lo bastante atrevido para dirigirse así al rey. Sátiro sonrió.

—Ya te llegará el turno, jovenzuelo —dijo. La pomposidad suele venir aparejada con el mando.

En el fondo del puerto interior, cruzaron la nueva falsa muralla; Sátiro nunca permitía que los esclavos dejaran de construir. Siempre era posible que Demetrio intentara efectuar otro asalto en el puerto. Un largo rodeo en torno a la nueva construcción donde la muralla del puerto se unía a la muralla norte, la muralla marítima que daba a mar abierto. Siempre descuidada porque en realidad no había playa; o eso pareció hasta que Menón le mostró dónde desembarcaban habitualmente los contrabandistas.

Después de la construcción y a lo largo de la muralla norte, solo vio a un puñado de centinelas, y Sátiro se sorprendió al constatar que en su mayoría eran los sakje de su hermana. Donde la muralla norte se unía a la muralla oeste y comenzaban las robustas fortificaciones nuevas con sus modernos fosos y torres, se topó con Thyrsis, que también efectuaba su ronda.

—¿Quién te ha puesto de servicio? —preguntó Sátiro.

—Melita —contestó Thyrsis.

Sátiro se encogió de hombros.

—Te has perdido una buena fiesta —dijo.

—Por eso me puso de servicio —dijo Thyrsis. Se encogió de hombros.

—¡Afrodita, no me digas que tú también! —dijo Sátiro.

Thyrsis se mostró atribulado.

—Pues sí. —Escupió a la manera sakje, por encima de la muralla—. Si no se casa pronto, acabaremos siguiéndola en manadas.

—Es muy guapa —apostilló Helios.

Sátiro se hizo una idea de cómo debía de sentirse Abraham.

—¿La encuentras atractiva? Su nombre de guerra es «Huele a muerte».

—¿Qué podría ser más hermoso? —preguntó Thyrsis.

Helios asintió.

—Oh, Abraham —dijo Sátiro.

A lo largo de la muralla oeste. Sátiro dudaba que Demetrio intentara atacar la muralla oeste, pero era tan sólida que permaneció en ella un tiempo adicional, escrutando la oscuridad, procurando quitarse de encima la molesta sensación de que había permitido una noche de desmadre que Demetrio iba a aprovechar contra él. ¿Escalas de asalto, tal vez?

Luego enfiló la muralla sur, para entonces un arco muy profundo desde la esquina en que se unía la muralla oeste donde todavía resistían las fortificaciones originales, y luego a lo largo del arco, la cuarta muralla que habían construido, en realidad más bien un montón de escombros formando una curva profunda, con un foso hecho a toda prisa delante y una trinchera poco honda justo detrás, terminando en otras trincheras más hondas y edificios en ruinas con aspilleras. La muralla y el foso eran los más altos desde la pérdida de la muralla exterior; al fin y al cabo, Jubal y Neiron se habían puesto de acuerdo en que aquella tendría que resistir hasta el final.

Recorrer la muralla sur era difícil y daba que pensar. En dos ocasiones Sátiro se encaramó a la «muralla» para alcanzar lo que ahora era el terreno en disputa: una vez para aguzar el oído por si oía ruidos de excavación, y la segunda vez…

—Ve a despertar a Jubal y tráeme veinte hombres —dijo Sátiro a Helios—. Sin preguntas, muchacho ¡Corre!

Sátiro se quedó absolutamente inmóvil, tenso y sobrio, y aguardó. Ahí estaba otra vez el ruido de piedras y metal.

Y luego nada durante un buen rato.

Justo cuando se preguntaba si habría arrancado a Jubal de los brazos de la pelirroja para nada, se oyó otra vez.

—Aquí estoy —dijo Jubal.

—¡Chitón! —le hizo callar Sátiro. Estaba en el terreno de delante de la muralla, a quince metros de la muralla de escombros, en la tierra de nadie.

Una fila de hombres bajaba por la pendiente de escombros. Hacían mucho ruido.

En las líneas enemigas, se oyó un grito.

—¡Regresad! —dijo Sátiro en voz tan baja como pudo—. ¡Atrás!

Cármides se quedó paralizado. Había oído a su señor.

Una figura esbelta ladró una orden. La hilera giró y comenzó a subir por la pendiente. Melita iba al frente de sus veinte hombres, probablemente los hombres más sobrios, y la habían localizado.

Más gritos en las líneas enemigas.

—¡Escuchad! —susurró Sátiro.

Golpe de metal contra piedra.

Jubal asintió resueltamente.

—Lo tengo —dijo. Arrancó una tira de su manto con el puñal, dio unos cuantos pasos, recogió un trozo de asta de pica y ató la tela a la punta. Luego se tendió bocabajo. Desde esa postura dijo:

—Hay que detenerlos, señor. Si la atraviesan ahora…

Sátiro lo entendió de inmediato. Arrancó otra tira del manto de Jubal y usó la espada para partir un segundo trozo de asta de lanza.

Una roca silbó en la oscuridad y golpeó la muralla de escombros, esparciendo gravilla y trozos de piedra. Sátiro fue alcanzado en la espalda pero no fue derribado.

Poco después cayó otra roca.

—Cada vez lo hacen mejor —dijo Jubal—. Lo tengo. —Alargó el brazo y Sátiro le puso la segunda bandera en la mano, y Jubal alcanzó a rastras y clavó el asta entre dos piedras—. Una más —dijo.

Sátiro tuvo que alejarse bastante para encontrar otra asta de lanza. Una roca surgió de la oscuridad; dos rocas, a juzgar por el impacto. Puñeteramente cerca. Ahora tenía un corte en la mejilla.

Se le ocurrió pensar, asustado y solo en plena noche, en el borde mismo de la zona enemiga, que él era el polemarca y que otro podría haber hecho aquello. Y de pronto recordó que Miriam lo había besado.

Se rio entre dientes, y una mano le tapó la boca.

—Ya te tengo —susurró un hombre.

Melita aguardó en la tierra yerma del otro lado de la muralla de escombros, con la cadera apretada, sin haberlo planeado cuidadosamente, contra la del músico.

—¿Qué están haciendo? —susurró.

—Ni idea —contestó Anaxágoras—. Él es así. —Anaxágoras rio en silencio y Melita lo notó a través de sus caderas—. Y yo que pensaba que se había largado con Miriam.

Una roca cayó en la otra ladera de escombros, despidiendo esquirlas de piedra tan mortíferas como los guijarros que los niños lanzan a las charcas después de la lluvia.

—Ay… Maldita sea —dijo Anaxágoras.

—Déjame ver —dijo Melita—. Mantén la cabeza baja. Tú… —dijo dirigiéndose a un muchacho—. ¿Cómo te llamas?

—Helenos, Despoina —contestó el joven aristócrata, que estaba relativamente sobrio.

—Di a los demás hombres que no hagan ruido y tráeme a Scopasis. —Hizo una seña—. El bárbaro; uno de los otros bárbaros. Vestido como yo.

—Sí, Despoina.

Si acatar órdenes de una mujer era algo infrecuente para Helenos, tuvo la gracia de hacerlo bien. Regresó a lo largo de la hilera de hombres y mujeres, aristócratas, arqueras sakje y algún que otro infante, hasta dar con Scopasis.

Melita inspeccionó el tajo que la esquirla de piedra había abierto en el cuello de Anaxágoras, se quitó el pañuelo que llevaba para impedir que la coraza le rozara el cuello y envolvió la herida para detener la hemorragia. Otra roca cayó.

—No puedo decir que esto me guste —dijo Melita.

—Pienso que has sido muy valiente al salir —respondió Anaxágoras.

—Me refiero a las rocas. Adoro las incursiones nocturnas. El sabor de la sangre de un enemigo en mi hoja, el resplandor de la luna…

«Te estás pasando un poco», pensó, pero su superioridad masculina la molestaba tanto como la atraían su música y sus buenas trazas.

Un grito desgarrador en la oscuridad; casi a sus pies.

En cuanto la mano le tapó la boca, Sátiro reaccionó. Al fin y al cabo, era algo para lo que Filocles y Terón lo habían entrenado a conciencia. Antes de que la mano le apretara la boca, su boca estuvo abierta y mordió ferozmente, casi arrancándole un dedo; dio un codazo hacia atrás con el brazo derecho, bajó el hombro derecho y cayó pesadamente sobre el hombre, bocarriba…

Su asaltante estaba gritando. Sátiro percibió movimientos, se agachó y embistió contra el golpe, de modo que el puño del enemigo le golpeó la cabeza en lugar de hacerlo su espada, y dio un salto hacia atrás, tropezó con el primer atacante y cayó bocarriba; pero todavía conservaba el escudo y la espada. Se cubrió el pecho y la cabeza con el aspis. Se encogió de miedo, esforzándose por recobrar la consciencia, tratando de afianzar los pies, ciego.

—¡Alarma! ¡Alarma! —gritaba alguien.

Su escudo emitió un ruido sordo cuando recibió el golpe de un arma y otro más resonante cuando dio contra el borde. Pero Sátiro tenía los pies en el suelo, y su espada, y su mano derecha salió disparada hacia delante para parar el siguiente mandoblazo, casi sin su volición.

Levantó la vista.

Eran al menos tres; tal vez más, pero atrapados, igual que él, en la trinchera poco profunda que había sido su tercera línea defensiva. Las paredes de la trinchera eran de piedra suelta, difíciles de trepar. Encima de él, un hombre con una pica intentaba ponerse detrás.

Sátiro retrocedía como un cangrejo, rezando a Heracles que no se le quedara atrancado el pie con una piedra.

Otros dos lanceros lo atacaron, confiados al ver que se estaba retirando.

Cinco hombres. Sátiro sabía que nadie podía derrotar a cinco oponentes, de modo que siguió retrocediendo, sin perder de vista al hombre que estaba en el borde de la trinchera…

Que fue derribado, cayendo dentro de la trinchera, enredando a sus compañeros. Sátiro se abalanzó de inmediato, perdió pie, se puso a repartir mandobles a diestro y siniestro, golpeó un escudo y se encontró pegado a un enemigo. Ambos dieron sendos mandobles y sus empuñaduras se engancharon un momento, y luego los ojos del oponente se vidriaron y algo caliente salpicó las espinillas de Sátiro, y el hombre cayó desplomado al suelo, con todos los dedos de la mano de la espada amputados a causa de una mala parada.

Sátiro dio un paso atrás porque la trinchera, detrás del herido, de repente se llenó de hombres con yelmos tracios; diez, quince…

—¡Heracles! —rugió Sátiro, y cargó.

—Hay combate —dijo Anaxágoras innecesariamente.

—Sígueme —respondió Melita, y bajó corriendo por la muralla de escombros. No fue buscando su camino con arriesgada sobriedad; corrió, y dejó a los hombres que tenía detrás sin otra opción que seguirla. Melita vio movimiento de hombres en la siguiente elevación del terreno, hombres como hormigas en la arena. Llegó a los pies de la muralla de escombros sin caer, sacó el arco del gorytos, puso una flecha en el arco y se detuvo justo antes de tirar contra el negro que llevaba una espada en la mano; lo conocía de la fiesta, pero se habían encarado y Melita tuvo claro que él había estado tan a punto de atacarla como ella a él.

—¡Mi hermano! —dijo Melita.

—¡Heracles! —oyó en la oscuridad. Melita echó a correr.

Los hombres de los yelmos tracios estaban sorprendidos, su incursión nocturna los había dejado atrapados en su propia zona de trincheras y tuvieron la reacción natural de los incursores: retirarse. Tardaron un momento en darse cuenta de que los estaba atacando un solo hombre.

La cabeza de Sátiro resonó como su escudo bajo el asalto de sus lanzas, pero derribó al primer hombre de un mandoble por encima del escudo, que le dio en los ojos; los mandobles son mucho más mortíferos a oscuras puesto que hay menos movimiento lateral que anuncie el golpe; y luego avanzó pisando al hombre agonizante y estampó el escudo contra el del enemigo siguiente, asestándole un mandoble en el momento del impacto. Un truco de Filocles muy útil puesto que la mayoría de los hombres se prepara, incluso inconscientemente, para el dolor del momento en que los escudos colisionan. La espada de Sátiro rodeó a su oponente certeramente y encontró el punto del cuello entre el collar del yelmo y la coraza, y el hombre cayó sin un quejido.

Pero ese fue el final de la suerte y la maestría, y tres golpes después Sátiro volvía a estar bocarriba, con la cabeza resonando por el golpe que le había clavado el borde superior del escudo en la frente, y retrocedió cubierto con el escudo, otra vez. Su espalda alcanzó un tronco caído, empujó contra él, hincó una rodilla en tierra…

Supo que era Anaxágoras en cuanto se puso de pie. El músico sostenía su escudo ladeado para que Sátiro se pudiera levantar, y acto seguido llenaron la anchura de la trinchera entre los dos. Anaxágoras portaba una lanza y la usaba brutalmente, estampándola contra los escudos enemigos con tanta fuerza como le permitía su corpulento físico, haciendo caer para atrás a los hombres más bajos para luego clavarles la afilada punta de su lanza en sus rostros protegidos, en brazos y hombros.

Y detrás de los hombres que luchaban contra Anaxágoras y Sátiro se oían gritos y el familiar sonido de las flechas sakje zumbando como avispas clavándose en la carne como un hacha en una calabaza.

Encima de ellos, la luna llena caía de pleno sobre la tierra.

Sátiro afianzó los pies, con la cabeza lo bastante despejada para apoyar a su amigo. Cuando Anaxágoras mataba a un hombre, ambos avanzaban a la vez.

Sátiro supo que Helios iba detrás de ellos cuando la lanza le pasó rozando el hombro, lamiendo las suaves escamas de bronce de su armadura, exactamente igual a como Helios lo hacía cuando se cansaba durante los entrenamientos. Y la punta, lanzada diestramente con una sola mano, se clavó en el yelmo enemigo y salió teñida de rojo.

Se oían más abejas zumbando, el choque de una armadura golpeando una piedra, gritos.

—¡Salgamos de aquí! —dijo Helios, tirando de la clámide de Sátiro; de los restos de su clámide.

Pero Jubal tenía otras ideas.

—¡No! —dijo—. ¡Señor! ¡Hay que buscar la puta mina en su trinchera!

Anaxágoras dio media vuelta.

—¿Qué estás diciendo? ¡Eso es una locura!

Sátiro lo captó.

—Una mina; están excavando debajo de nuestra muralla nueva antes de atacar la vieja, ¿verdad?

—¡Exacto! —dijo Jubal—. ¡Ahora, seguidme!

Sátiro se volvió hacia su amigo.

—Esto podría decidir el sitio ahora mismo. Ganar o perder. ¡Sigámoslo!

Los sitios a veces alteran el orden natural de las cosas: un rey, una docena de aristócratas y unos cuantos sakje… siguiendo a un marinero. Pero el marinero parecía saber adónde iba, o al menos eso supuso Sátiro.

Cuesta arriba por la pendiente de la última muralla; media docena de enemigos huyó de ellos. Ahora se encontraban dentro de la zona enemiga, una parte de las murallas que no había estado en manos rodias desde hacía más de un mes. Pero Jubal avanzaba deprisa, y Melita le pisaba los talones, y Sátiro tragó bilis y lo siguió tan deprisa como pudo.

El enemigo daba voces de alarma en todas direcciones.

Sátiro esperaba que Jubal supiera lo que estaba haciendo. Degradado por Tiké de polemarca a hoplita, corría pesadamente a través del campo abierto delante de la muralla vieja, una décima parte de un estadio de escombros hasta subir por la pendiente interior de la segunda muralla, que para entonces marcaba el límite de las trincheras de los antigónidas.

En lo alto, bien iluminada por la luna, Melita se detuvo y tiró un par de veces. Scopasis se unió a ella y a las dos doncellas, y sus flechas llovieron de sus arcos. Sátiro respiraba tan trabajosamente que apenas podía correr, pero logró llegar al lado de su hermana. Jubal estaba abajo, en el barranco de escombros de la trinchera enemiga, y la sangre enemiga era negra a la luz de la luna.

Melita saltó hasta donde estaba el africano, con su akinakes en la mano. Liquidó a un centinela clavándole una flecha en el vientre, miró a Anaxágoras y lamió la punta, sonriendo.

Anaxágoras tropezó en el borde de la trinchera, golpeándose la cabeza al caer.

Sátiro tuvo ganas de reír y llorar. Su hermana estaba flirteando, luciéndose como una jovencita.

—¡Aquí! —gritó Jubal.

Sonó una trompeta muy cerca, y fue contestada desde lejos, desde el campamento enemigo.

Uno de los hombres tenía una pica, y había antorchas encendidas a lo largo de la trinchera. Jubal agarró la pica y una antorcha y se metió en la abertura del suelo. Sátiro le dejó hacer. Helios fue con él.

—Iré a cubrirle —dijo Melita, envainando su akinakes. Se llevó a los arqueros consigo.

Sátiro los vio levantarse para tirar.

El tiempo transcurría… un tiempo aterrador, y una roca cayó de la oscuridad, muy por encima de sus cabezas, y a esa le siguieron muchas más, que batieron el terreno donde se encontraban sus propias líneas.

—Mejor será darse prisa —dijo Melita.

Sátiro escuchaba las máquinas enemigas. Estaban cerca, lo bastante cerca para salir corriendo.

Avanzó escuchando los quejidos de los tambores giratorios al tensarse, el ruido sordo cuando el brazo impactaba contra el larguero, el chasquido cuando la eslinga del extremo del brazo soltaba su carga y chocaba contra el armazón.

A menos de un estadio.

«No.»

Sátiro vio que los hombres lo miraban expectantes, pero aquel no era momento para nuevas heroicidades, y llevarse a un puñado de hombres, incluso a los mejores, para penetrar en las líneas enemigas en busca de sus máquinas sería una auténtica temeridad.

La entrada de la mina escupía humo y al cabo de unos instantes Helios salió gateando del agujero. Jubal iba justo detrás de él.

—¡Huyamos! —susurró Sátiro.

Melita lanzó una saeta.

—Os cubriremos —dijo.

Los demás hombres titubearon; dejar que un puñado de sakje, en su mayoría mujeres, cubriera la retirada de los hombres no era del agrado de los griegos.

Sátiro sonrió y agarró a Anaxágoras por la clámide.

—Vamos, joven héroe. Ella tiene un arco. Nosotros, espadas. Marchémonos.

Jubal le dedicó una sonrisa feroz y salió a todo correr por el desolado paisaje a la luz de la luna, y sus pies calzados de cuero apenas hicieron un ruido. El resto de ellos no fue tan silencioso, y cuando comenzaron a encaramarse a su propia muralla de escombros, alguien del otro lado los vio y de repente la noche estuvo llena de proyectiles, flechas y piedras de las máquinas menores. La repentina lluvia quizá calmó la necesidad de contraatacar del enemigo, pero no surtió otro efecto.

Los hombres se agachaban en el refugio del otro lado de la muralla de escombros, escuchando cómo lanzaba rocas el enemigo.

—Necesitan cuerda nueva —dijo Jubal—. Pierden torsión. Las piedras caen cerca.

—Necesitan cuerda nueva —repitió Sátiro.

—Lo que yo te decía —replicó Jubal.

—¿Dónde está Melita? —preguntó Anaxágoras.

—En la oscuridad, matando antigónidas —contestó Sátiro.

Antes de que las máquinas enemigas se recargaran, se oyó el ruido suave de la grava al deslizarse, un caminar de mocasines por las piedras, y Melita saltó al interior de la trinchera. Miró en derredor hasta que localizó a su hermano.

—No son muy buenos en acciones nocturnas —dijo, señalando con el mentón hacia las líneas enemigas. A la luz de la luna, las cicatrices de su rostro la convertían en otra criatura completamente distinta, y su intento de lanzar una mirada insinuante a Anaxágoras pareció, al menos a su hermano, más demoníaco que tentador.

—Nos tienen miedo —dijo Sátiro.

Se oyó una explosión en sordina, y luego otra, y luego un rugido que llenó la noche y el olor amargo del roble quemado y de algo más oscuro…

Jubal agitó el puño en el aire.

—¡Lo hemos conseguido! —exclamó.

Melita, que había demostrado tanto dominio de sí misma durante la incursión nocturna, se encogió aplastándose contra los escombros.

Sátiro le puso una mano en el hombro.

—Jubal y Helios se han metido en la mina y han prendido fuego a los soportes de madera —explicó.

Jubal asintió al muchacho.

—Hemos tenido que luchar, ahí abajo —apostilló. Le dio la mano a Helios, que sonreía de oreja a oreja.

Jubal sonrió a Melita.

—Cuando los maderos se han quemado, se ha hundido. Todo el túnel derrumbado.

Helios se sentó cerca de Melita. «Son como moscas», pensó Sátiro. Una vez más, entendió el punto de vista de Abraham.

Helios dijo:

—Si consiguen que la mina cruce nuestra muralla, encienden los maderos y, cuando se hunde, toda la muralla se desmorona. Si lo hacemos nosotros primero, su trabajo se echa a perder.

Melita negó con la cabeza.

—Qué manera tan tonta de hacer la guerra —dijo.

Más tarde, se acurrucó junto a Sátiro en su cama.

—Es bueno haber recuperado a mi hermano —dijo Melita—. Alguien con quien dormir.

Sátiro trató de despertarse lo suficiente para escucharla.

—Tienes amigos —dijo.

—No tengo amigos —repuso Melita—. La Señora de los Masagetas tiene amantes y seguidores. Nunca pensé que un día diría esto, hermano, pero jugar a hacerme la griega esta noche ha sido lo más relajado que he hecho en un año.

Sátiro meditó un momento y frunció el ceño.

—¿Cómo está tu hijo? —preguntó.

—Asombrosamente grande. Crece como la hierba. Y ya habla. —Melita se estiró—. ¿De dónde ha salido Anaxágoras? —preguntó.

—De un pirata —contestó Sátiro—. Está enamorado de Miriam —agregó Sátiro, procurando emplear el tono de voz apropiado; no quería parecer celoso, ofendido ni enojado, sino darse un aire de hombre mundano.

Las hermanas siempre han sido difíciles de convencer por una madurez impostada.

—Lo está, también. Y a ti eso no te gusta. Pero se ha fijado en mí. Eh, hermano. A mí me gusta ese tipo. Es guapo como una pintura; manos largas y amables. Pero igual que Héctor el del penacho oscilante… Esta noche lo he visto en la trinchera. Como un león. Le quitaré a Miriam de la cabeza.

Sátiro negó con la cabeza.

—No, Melita. No puedes arrojarte a los brazos de un hombre solo porque…

Melita se rio.

—Duérmete, hermano.

Se hizo de día y Sátiro tuvo otra tremenda resaca a causa de los dos golpes que había recibido por la noche. Apenas podía levantar la cabeza de su manto enrollado, y tenía sangre en el pelo y en un costado. Melita fue en busca de Aspasia.

—En realidad, anoche no tendrías que haberle dejado dormir —dijo Aspasia con aspereza—. Dormir después de un golpe en la cabeza no es bueno.

Sátiro se encogió de hombros.

Aspasia le dio un brebaje de hierbas, que se bebió. Era dulce y bastante agradable de sabor, sobre todo comparado con ciertas cosas que le había administrado en otras ocasiones. La vieja le sirvió otro cuenco.

Melita se quitó sus ropas sakje y comenzó a bañarse detrás de un biombo. El biombo no estaba allí la noche antes. Sátiro se recostó con su bebida caliente y comprobó que toda su tienda se veía distinta. Era más grande…

—¡Trajiste una tienda de fieltro! —dijo Sátiro.

—Muy observador te veo, querido hermano.

Melita se rio y salió de detrás del biombo con el aspecto de una muchacha griega; una muchacha griega con dos cicatrices en la cara y una mata de pelo negro despeinada.

—Las trenzas de guerrero no están muy de moda en la Rodas sitiada —bromeó Sátiro. Ya se sentía un poco mejor.

La tienda de fieltro le hizo sentirse seguro. Se parecía mucho al hogar, una visión de la infancia. Y Melita se parecía notablemente a su madre; rara vez la había visto tan parecida a ella.

—Miriam va a arreglarme el pelo —dijo Melita—. He perdido la costumbre. Neiron te está aguardando —añadió, y salió de la tienda.

—¡Necesitas más alfileres! —le gritó Sátiro. Llevaba el quitón con el costado abierto hasta la cadera.

Le dolía la cabeza.

Neiron entró en la nueva tienda.

—Si estás lo bastante despierto para gritarle a tu hermana —comenzó.

Sátiro se puso de pie, un tanto vacilante, y Helios entró con una palangana de agua y un cuenco de zumo caliente.

—Buen trabajo, anoche —dijo Sátiro a Helios—. Él y Jubal hundieron la mina.

—Ya lo sé, está en boca de todo el ejército —dijo Neiron sonriendo—. Y no se perdió un solo hombre. Eso sí que es una buena incursión.

A Sátiro no le gustó el tono sentencioso de Neiron.

—Fue pura suerte —dijo—. Mucho vino.

—Y juicio. —Neiron asintió—. Buen juicio. Ahora Demetrio ha pedido una tregua.

Sátiro se volvió tan deprisa que volcó el cuenco de agua caliente que Helios estaba utilizando para lavarle la sangre del pelo.

—¿Qué?

Neiron asintió.

—Hace unos diez minutos ha venido un heraldo. Dos días de tregua para enterrar a sus muertos. —Hizo una pausa—. Jubal dice que es una artimaña para cambiar las cuerdas de torsión de sus máquinas y construir más para remplazar las que estamos destruyendo.

Sátiro levantó la mano.

—Tráeme a Jubal y a Menedemos; y a cualquier otro oficial con el que te topes. Entretanto me quitaré la sangre del pelo yo mismo.

Helios se secó las manos con una toalla.

—Sí, señor —contestó, y salió de la tienda.

—Toma asiento. ¿Zumo de granada? —ofreció. Cuando Neiron se sirvió un cuenco, Sátiro se arrodilló y metió la mitad de la cabeza en la palangana. El agua caliente le quemó el cuero cabelludo. Se palpó la herida con las yemas de los dedos; la sangre seca era gruesa y se fue deshaciendo gradualmente.

—Menuda fiesta —prosiguió Neiron.

—¿Lo pasaste bien? —preguntó Sátiro. Resultaba difícil parecer altanero con el cuerpo inclinado hasta el punto de meter la cabeza en una palangana.

—Sí —contestó Neiron—. Pero esa proeza de anoche… —comenzó.

La palangana se había teñido de rojo. Sátiro se recogió el pelo, lo escurrió haciendo una mueca de dolor y se incorporó. Vio que Jacob, el mayordomo de Abraham, aguardaba fuera.

—¡Eh! —gritó Sátiro, y Jacob asomó la cabeza.

—¿Puedes pedirle a un chico que me traiga más agua caliente? —preguntó Sátiro, y Jacob se llevó la palangana sucia. Volviéndose hacia Neiron, Sátiro se sacudió el agua del pelo.

—No fue una proeza, Neiron. Encontramos una mina activa y efectuamos una incursión para destruirla. Había que hacerlo. ¿Y si su mina encontraba la nuestra?

—¡Los dioses nos libren! —Neiron hizo una pausa—. ¿Estaban cerca?

—Puñeteramente cerca —contestó Sátiro. Hizo una mueca. La sensación en la herida era como si tuviera el pelo en llamas.

—Te las arreglaste para que te atrapara a solas una patrulla enemiga. Ya me lo han contado todo. Señor, tienes que parar. —Negó con la cabeza, miró su zumo de granada y frunció el entrecejo—. Tienes que dejar de salir corriendo como un héroe de Homero.

Sátiro se encogió de hombros con impaciencia.

—Estaba allí.

—La próxima vez, llama a otros y márchate —dijo Neiron.

—No había otros —replicó Sátiro—. Maldita sea, viejo, yo estaba allí. No fue una decisión de borracho lanzar una incursión en las trincheras.

—Ya —dijo Neiron, obviamente en desacuerdo—. Si necesitas que un oficial haga la ronda de las murallas, despiértame. Despierta a Apolodoro.

—Apolodoro estaba demasiado borracho para mover los pies. —Sátiro negó con la cabeza—. ¿Qué es lo que quieres, Neiron?

—Quiero que te comportes como un rey y un comandante, no como un cachorro con ganas de manchar de sangre su espada. Dirige desde la retaguardia. Nadie, nadie en absoluto, cuestionará tu destreza o tu coraje. Date un respiro. Si la muchacha no te quiere, no te querrá más porque tengas la espada manchada de sangre.

Neiron lo fulminó con la mirada, mostrándose más indignado de lo que era apropiado.

—La muchacha no tiene nada que ver con esto —espetó Sátiro, y le dio mucha vergüenza que Melita entrara en ese momento, con Miriam pisándole los talones. Sátiro estaba desnudo, con el pelo a medio lavar y cubierto de agua enrojecida.

Melita se rio.

—Miriam, mi hermano está desnudo —dijo volviendo el rostro hacia atrás; demasiado tarde.

Sátiro no tenía toalla alguna ni un lugar al que ir.

Jacob entró con otro caldero de agua.

Neiron se puso de pie.

—Perdona, señor. Parece que tropezamos con el mismo desacuerdo una y otra vez. Y me siento como un tío gruñón en una obra de Menandro.

Con bastante desenvoltura, le lanzó su clámide a Sátiro.

Sátiro procuró no apresurarse al ponerse la clámide sobre los hombros. Las muchachas no estaban prestando atención.

Sátiro sonrió a Jacob.

—Gracias —dijo.

—No hay de qué, señor —contestó Jacob.

Neiron se levantó.

—Debería…

Helios entró con Jubal, Anaxágoras y Apolodoro, este último caminando como si hubiese sido él, y no Sátiro, quien hubiese recibido una buena ración de golpes en la cabeza. Menedemos no presentaba mucho mejor aspecto.

—Solo quiere la tregua para construir máquinas —dijo Jubal sin más preámbulos.

Sátiro enarcó una ceja y dejó que Helios le hundiera la cabeza en el agua.

—Voy a enseñar a Miriam a tirar con arco —anunció Melita—. ¿Va en serio lo de esta tregua?

Sátiro, con la cabeza del revés, se las arregló para reír.

—Es bueno tenerte cerca —le dijo a su hermana—. Sí, aceptaremos su tregua, ¿verdad, Neiron? ¿Menedemos?

El comandante rodio se sentó pesadamente en una banqueta que Helios desplegó para él, apoyó la cabeza en las manos y la meneó.

—Necesito una tregua para recuperarme de la borrachera —dijo.

Apolodoro gruñó.

—Falta de práctica —dijo.

Sátiro volvía a estar derecho.

—¿Qué ventaja real sacaríamos rechazando la tregua? —preguntó a Jubal.

Jubal se rascó el mentón y luego la coronilla.

—Ninguna —reconoció—. Podemos hacer poco. Queremos que nos ataque, ¿eh?

Sátiro asintió.

—Él quiere reconstruir sus máquinas para bombardearnos. Nosotros queremos que asalte la muralla. Y no queremos que descubra que en realidad ya hemos abandonado la tercera muralla, ¿correcto? De modo que durante la tregua podemos guarnecerla bien y mostrar toda suerte de tropas allí arriba.

Neiron asintió.

—Y podemos guarnecer el resto de las naves del puerto y echarlas a la mar en el momento en que expire la tregua —le dijo a Menedemos, que también asintió.

—Eso podría cambiar las tornas en el mar —dijo.

—Y conseguimos dos días de descanso —agregó Sátiro—. ¿Qué tenemos que perder?

Anaxágoras negó con la cabeza.

—Nada —dijo—. Pero eso hace que te preguntes por qué pide una tregua.