Dédalo surgió de la bruma del amanecer de finales del verano como el carro de Poseidón. Sus naves iban a velocidad de embestida y las naves de la guardia de Demetrio perecieron bajo sus espolones. Los distantes gritos de los remeros atrapados eran como los chillidos de las gaviotas, y Sátiro podría haber seguido durmiendo ajeno a todo ello, pero la aguda mirada de Jubal avistó el combate y despertó a todos los hombres presentes en la torre.
Sátiro reconoció el Trabajos de Heracles al instante. Gritó como un niño viendo una carrera, rio a carcajadas cuando las vasijas de fuego comenzaron a estrellarse contra las naves varadas de Demetrio. Y su sonrisa fue igual de amplia cuando Dédalo en persona saltó de la cubierta de su nave al embarcadero.
—¡Cabronazo! —dijo Sátiro, abrazando al mercenario—. ¿Dónde estabas?
Pero fue incapaz de mantener su impostado enojo, y menos todavía cuando seis barcos de grano comenzaron a entrar en el puerto.
—¿Son naves fenicias? —preguntó Sátiro.
—Demetrio no parecía necesitarlas —se rio Dédalo—. ¿No tienes noticias?
Sátiro negó con la cabeza.
—¡Ninguna!
Dédalo asintió.
—León está en Simi con seis mil hombres y cuarenta naves. Demetrio lo ha atacado dos veces y en ambas ha salido malparado; no puede prescindir de las naves. Y tu hermana y Nicéforo están reclutando a las ciudades del Euxino; tenemos entendido que tiene otras veinte naves y a todos tus mercenarios.
Sátiro rio. Se sintió diez años más joven.
—Aguarda, todavía no has oído lo mejor. Diocles está en Alejandría, reparando sus naves.
Dédalo sonrió. Sátiro hizo una prolongada pausa, tal vez de veinte segundos.
—¿Diocles? —preguntó en voz baja.
—¿Todos esos marineros que enviaste a Poseidón? —Dédalo negó con la cabeza—. Diocles tiene siete naves de gran porte.
—¿Dionisio? —preguntó Sátiro, con el corazón henchido de esperanza.
Dédalo negó con la cabeza.
—Lo siento, señor. No. Lo perdimos junto con el resto de su tripulación. Pero el Oinoe, el Platea, el Atalante, el Artemis Efesia, el Tanais, el Troya, el Halcón Negro y el Maratón se están reparando en el astillero de León.
Sátiro susurró una plegaria a Poseidón.
—Celebrémoslo —dijo Sátiro.
—He traído vino —dijo Dédalo—, pero León atacará la playa en una diversión estratégica dentro de una hora, y debo estar listo para zarpar. Pero a partir de ahora sabrás que estamos ahí fuera. Demetrio no tiene vía libre en el mar. Y nos han llegado rumores de que las ciudades griegas están rogando a su padre que les envíe refuerzos; Casandro las está hostigando, deshaciendo cinco años de trabajo.
—Jamás imaginé que un día estaría en el mismo bando que Casandro —dijo Sátiro.
—Y yo nunca pensé que ayudaría a salvar Rodas —respondió Dédalo.
Sátiro llevó las noticias directamente a la boulé. El consejo estaba dividido a muerte; muchos de los dirigentes de la ciudad querían intentar negociar una rendición mientras todavía estaban resistiendo, y cada vez se había hecho más evidente que los oligarcas tenían intención de matar de hambre a las clases más humildes de su propia ciudad para forzar tal rendición; la estrategia más cobarde que Sátiro hubiese visto jamás. Tanto así, que no estaba seguro de que lo estuvieran haciendo a conciencia.
Nicanor parecía oponerse a Sátiro sistemáticamente, y no disimulaba su desprecio por el hombre al que siempre aludía como «nuestro joven soberano».
A pesar de ello, la noticia de la llegada de seis barcos fue muy aplaudida por todos. Nicanor se levantó y propuso que el grano se descargara en el almacén central de inmediato.
Menedemos se levantó y defendió que la mitad se distribuyera de inmediato como donativo, para levantar el ánimo de la población.
Sátiro dejó que discutieran. Lo más duro para él, aparte del deseo de tomar el mando y dar órdenes por el bien común, era que cada facción tenía excelentes argumentos que eran perfectamente sensatos y, sin embargo, casi todos los hombres de ambas facciones presentaban tales argumentos con una cínica falta de convicción y una devoción por su propia facción que a diario les hacía perder parte de su estima. Incluso Menedemos, el mejor de todos ellos según el ojo cínico de Sátiro, estaba tan entregado a sus demócratas que podía perder de vista, lo que era mejor para la supervivencia de la ciudad. Demófilo era un gran hombre con una lanza en la mano, pero en el consejo solo hablaba con arreglo a los intereses del partido. El único hombre que se preocupaba exclusivamente por su ciudad era Pantero. Y estaba muerto.
Sátiro aguardó su turno de palabra y finalmente se levantó.
—He pasado por alto un punto que quizás afecte a vuestras deliberaciones —dijo, y apenas se molestó en disimular su desdén—. Dédalo y León estarán de vuelta dentro de dos días, justo después del alba, con un segundo cargamento de grano y doscientos soldados más. Y ya han desembarcado a cien infantes de marina.
—¿A qué hora? —preguntó Nicanor.
—Supongo que dependerá del viento y las corrientes, Nicanor —contestó Sátiro, procurando parecer complaciente.
Las celebraciones duraron poco. El grano recién llegado dio nuevos ánimos a las clases bajas, y la presencia de una flota amiga, una flota en la que había incluso naves rodias, mejoró las expectativas de todo el mundo.
Pero dos días después vieron al escuadrón de Dédalo intentar llevar a puerto un segundo convoy y ser contundentemente derrotado. Las naves de Demetrio estaban aguardando en la playa con sus tripulaciones, y cuando la primera vela de un trirreme asomó por el horizonte, las desvararon todas a la vez.
Para impedir que sus flancos fueran arrollados, León tuvo que retroceder y perdió cuatro trirremes sin causar daños al enemigo; y también se perdieron los seis barcos de grano, a la vista del puerto.
La moral cayó en picado.
Y Demetrio, tan implacable como la muerte o el tiempo, hizo avanzar sus pesadas máquinas por el terreno que se abría ante la muralla sur. Comenzaron a moverse el sexagésimo día, y una semana después ya casi tenían la ciudad a su alcance.
Sátiro subió a la torre. Las últimas luces del día brillaban sobre los sitiadores, y sus hordas de esclavos arrastraban las últimas dos máquinas pesadas a través de la arena endurecida, levantando altas columnas de polvo.
—Míralos —dijo Jubal.
Delante de las máquinas enemigas iba un taxeis entero de piqueros con armadura completa, y sus armas proyectaban sombras alargadas en el suelo. Estaban solo a tres estadios, en perfecta formación, preparados para defender las máquinas. Sátiro se preguntó cómo reaccionarían si vaciara su guarnición contra ellos en un ataque sorpresa para adueñarse de las máquinas. Cuando se pusieran a lanzar sus enormes piedras, la ciudad estaría condenada.
O, como mínimo, el sufrimiento comenzaría de nuevo.
Jubal había llenado de máquinas lo alto de la torre, ocultándolas con lonas y pantallas de madera. Las dos que habían capturado en el malecón se habían reforzado y alargado, y ahora permitían que el matemático náutico dispusiera de cuatro disparos en batería. Se negó a situar más máquinas en la torre puesto que, a su juicio, no resistiría más de un día.
—Mi trabajo consiste en destruir tantas máquinas enemigas como pueda —dijo Jubal—. Fíjate —señaló—. ¿Los ves? Son sus ingenieros.
Justo detrás de las máquinas los ingenieros enemigos estaban examinando algo que había en el suelo. No era una máquina compleja. Era una piedra grande, profundamente incrustada en el terreno arenoso, pintada de rojo brillante.
—Han encontrado la piedra de tu prueba —dijo Sátiro con tristeza.
Jubal sonrió, y de pronto tuvo un impresionante parecido con un lobo.
—La han encontrado —admitió—, pero no saben qué es.
Hizo unos cálculos aprovechando la última luz del día, basados en la distancia a la que estaban de su piedra las máquinas enemigas.
Jubal abrió fuego cuando las Pléyades estuvieron en lo alto del cielo. Su primer proyectil fue una piedra cubierta de alquitrán encendido; había empleado casi todo el alquitrán disponible en la ciudad. La piedra aterrizó con gran estrépito y las llamas del alquitrán rugieron, y basándose en su posición, Jubal se puso a dar órdenes, mirando de vez en cuando su tablilla de cera.
Las lonas y pantallas cayeron de la torre.
Sus máquinas comenzaron a disparar. Las primeras cuatro piedras provocaron gritos y estrépito, y luego la noche fue un pandemónium. Sátiro efectuó su misión de combate, solo con veinte hombres. Salieron corriendo por la poterna, avanzaron con sigilo hasta donde se atrevieron y empezaron a tirar flechas contra cualquier hombre cuya silueta se recortara sobre las llamas.
A partir de ahí, las máquinas de la torre dispararon tan deprisa como pudieron, pero no dieron la impresión de empeorar el caos que imperaba en la noche.
Cuando Sátiro bajó de la torre fue en busca de Anaxágoras y Apolodoro, que aguardaban con los rostros tiznados y la armadura puesta en el campo abierto al que conducía la poterna. Todos sus infantes de élite estaban allí, reforzados por los hombres que había traído Dédalo: casi trescientos soldados preparados para rescatar a los arqueros si las cosas se torcían.
Idomeneo regresó por la poterna, gritando la contraseña.
—¿El rey? —preguntó.
—Aquí —contestó Sátiro.
Idomeneo jadeaba tanto que apenas podía hablar.
—Han huido… abandonado las máquinas.
Sátiro y los infantes de marina salieron por la puerta en cuanto se enteraron. Sátiro por poco se olvidó de dar la orden de alto el fuego a Jubal.
Durante el bombardeo, quince máquinas fueron destruidas por las llamas o los impactos: dos semanas de trabajo de todos los esclavos del campamento de Demetrio. Al día siguiente vieron al gran hombre inspeccionar la matanza a caballo. Dio órdenes, y sus hombres lo vitorearon.
Ningún titubeo en aquel campamento.
Sátiro vio a Amastris cabalgando a su lado. Escupió.
Neiron enarcó una ceja.
—¿Seguro que no está haciendo lo que un monarca tiene que hacer? —preguntó.
Sátiro negó con la cabeza.
Dos semanas más tarde, cuando las máquinas de Demetrio volvieron a salir, avanzaron presurosas al amparo de la noche. Jubal las roció de fuego; lanzó fajos de paja y brea, lanzó rocas, lanzó lluvias de piedras. Murieron hombres.
Sin embargo, por la mañana todavía había dieciséis máquinas donde antes hubo treinta. Y en cuanto pudieron ver, sus piedras comenzaron a golpear la torre.
Los hombres de Jubal ya la habían abandonado. Había cargado y apuntado las cuatro máquinas y aguardaba, solo, afinando la puntería: no iba a correr ningún riesgo. Luego, una tras otra, sus cuatro máquinas dispararon y cada proyectil dio en el blanco; uno abrió un surco rojo entre los esclavos, otra aplastó a un puñado de veteranos como un niño aplasta hormigas, y dos más destrozaron sendas máquinas.
Y después se descolgó por una cuerda y se quedó viendo cómo las máquinas enemigas restantes bombardeaban su preciada torre. Les llevó todo aquel día y parte del siguiente, y entonces, con un ruido sordo, la torre cayó.
El pueblo de Rodas lo interpretó como una derrota. Jubal solo rio.
Durante nueve días las máquinas batieron la muralla sur con sus piedras, y el décimo día, cuando ya no quedaba una sola casa en pie en las inmediaciones de la muralla, el taxeis inició su avance.
Los arqueros salieron a descubierto y los hostigaron un rato antes de volver a retirarse. Los piqueros avanzaban sin oposición, pero para entonces ya sabían a qué atenerse y subieron a las brechas con la cabeza gacha hasta llegar a los escombros de la ciudad, y cuando encontraron la muralla oculta poco más del alcance de las máquinas, simplemente huyeron. Muchos dejaron caer sus picas.
Sátiro lo vio huir de un puñado de arqueros y sonrió. Su sonrisa no fue muy distinta a la de Jubal.
El día siguiente, las máquinas enemigas avanzaron hasta que sus proyectiles pudieron caer sobre la nueva muralla.
Bien retirados de la nueva muralla, los hombres ya estaban cavando la muralla siguiente. Y las máquinas enemigas estaban justo delante de un viejo granero, un enorme edificio de piedra que servía de refugio para los heridos por la incesante lluvia de flechas.
Los infantes de marina necesitaban un descanso, y Sátiro echó mano de los efebos. Nicanor intentó prohibirle que se sirviera de ellos, y Sátiro se lo llevó a un aparte en la boulé.
—Tengo un túnel —dijo—. Pasa por debajo de la muralla, cerca de la puerta oeste, y conduce al terreno del otro lado del barranco. Desde allí, los efebos podrán asaltar directamente el campamento de Demetrio.
Nicanor asintió.
—Entendido.
Sátiro consiguió a sus hombres. Y asintió a Helios al salir de la boulé, donde su hipaspista aguardaba con Miriam. Ambos le devolvieron el gesto de asentimiento.
Acto seguido se dirigió al ágora, reunió a los efebos y los condujo a la casa que había ordenado comprar cinco meses antes.
Jubal ya tenía preparados el fuego y la brea; todos los montantes estaban embadurnados. En cuanto los integrantes de la misión regresaran, o si eran derrotados, habría que destruir el túnel.
Luego informó a los efebos sobre su misión y dio instrucciones a Idomeneo y a sus tres mejores exploradores sobre la suya.
Tardaron demasiado en recorrer el túnel dado que en muchos puntos no era más ancho que la cintura de un hombre. Sátiro entró detrás de Idomeneo y sus exploradores. Los túneles le daban miedo; eran oscuros y fríos como la tierra de los muertos, y cuando su coraza rozaba las paredes, tenía la impresión de que se hundiría encima de su cabeza. Pero Anaxágoras iba a sus espaldas.
Salieron al terreno baldío junto al cercado anejo al viejo granero. Idomeneo y sus tres hombres se esfumaron. Fueron los primeros en subir por la escalera de mano hacia la oscuridad de la noche.
Sátiro fue el siguiente. Subió la corta escalera y se tumbó en el suelo. Anaxágoras se tumbó a su lado y luego empezaron a salir los efebos. Sátiro estaba perdiendo la paciencia; la operación se estaba demorando demasiado.
La mitad aproximada de sus hombres había salido del túnel cuando los esclavos tropezaron con Anaxágoras.
—¡Qué coj… —masculló uno.
Sátiro se puso de pie tan deprisa y silencioso como pudo y decapitó al hombre que había hablado.
—Zeus So… —comenzó a gritar un segundo hombre, y recibió el revés de Sátiro.
Silencio.
Pero había un tercer esclavo, y este chilló.
—Ahora —gritó Sátiro—. ¡A por las máquinas!
Los efebos se levantaron y salieron corriendo del patio. Eran cincuenta hombres contra un ejército, pero un ejército dormido que no sabía que los efebos pudieran estar tan cerca.
—¿Y ahora qué? —preguntó Anaxágoras. Estaban prácticamente solos, salvo por dos muchachos que habían salido del túnel después de que los efebos se hubiesen marchado corriendo a quemar las máquinas enemigas.
—Reúne a los cincuenta siguientes y ve a rescatar a esos chicos —dijo Sátiro, procurando parecer calmado.
Oían hombres gritando a otros para que se reagruparan.
La paciencia de Sátiro se agotó tras la aparición de los siguientes treinta y cinco efebos. Oía el fragor del combate por doquier y necesitaba entrar en acción.
—Seguidme —dijo, y condujo a los jóvenes hacia la oscuridad.
Hizo una pausa ante la verja del cercado.
—Anaxágoras, regresa. Di a los demás que den media vuelta y regresen, y luego dile a Jubal que queme los soportes.
—No —contestó Anaxágoras—. Envía a uno de estos muchachos. Yo voy a donde tú vayas.
Sátiro se rio.
—Eres un insubordinado, señor.
—Tienes razón. De ningún modo voy a regresar junto a Miriam para decirle: «Me envió noblemente de regreso y yo, dócil como una oveja, obedecí.»
Sátiro vio el destello de sus dientes.
—De acuerdo. —Sátiro se volvió hacia uno de los muchos jóvenes que lo acompañaban, todos ellos más flacos y fuertes que un año antes. Intentó recordar un nombre y dio con él—. ¿Plistias? Eres mi mensajero. Diles que den media vuelta, regresáis al punto de partida y prendéis fuego a los soportes.
Arrimó su yelmo al del joven y vio la vacilación, el deseo y la alegría de ser salvado en conflicto con la decepción en sus ojos a la luz de las primeras máquinas que estallaron en llamas.
Luego condujo a los demás hacia la oscuridad.
No causaron tantos estragos como Sátiro había esperado. Costaba prender fuego a las máquinas. Los hombres de Demetrio luchaban con encono. Pero Sátiro retiró a la mayoría de sus muchachos limpiamente, dejando cinco máquinas ardiendo. La tiza blanca de sus yelmos se veía con bastante claridad, y cuando tocó el silbato de niebla de Neiron, dieron media vuelta y huyeron hacia el norte, en pos de la nueva poterna.
Perdió a seis hombres.
Jubal señaló el fuego que rugía a los pies de la muralla y todos oyeron el ruido sordo de los túneles al hundirse bajo sus pies.
Idomeneo surgió de la penumbra por la puerta oeste, saludó y enarcó una ceja.
—Exactamente como dijiste —sonrió—. ¿Tienes alguna suerte de hechizo que te permite ver lo que ocurre en la tienda de Demetrio? Había un taxeis de piqueros aguardando justo donde has dicho.
Sátiro negó con la cabeza.
—Al contrario. Es él quien ha echado una mirada en la nuestra. Cuando la puerta se abrió. Cuando Dédalo efectuó su segundo intento en el puerto. —Hizo una seña al arquero—. Ven conmigo.
Y entonces agrupó a cincuenta efebos y a cincuenta infantes suyos y se los llevó a paso ligero.
Helios se reunió con él cerca del templo de Poseidón.
—¿Señor?
—Te he echado de menos, pero sigo vivo. Solo hemos destruido cinco máquinas.
Sátiro besó a su hipaspista en la mejilla. Siempre le complacía ver cuánto lo amaba aquel muchacho.
—La señora y yo también hemos corrido una aventura. Y el ama Aspasia; la señora la invitó a unirse a nosotros.
—Porque no es una asquerosa judía extranjera —dijo Miriam, saltando desde los restos de una pared. Igual que la mayoría de las mujeres de menos de cincuenta años, había tomado gusto a vestir un chitoniskos de hombre, a la manera de Artemis. La luna resplandecía en sus piernas.
«Se parece mucho a mi hermana», pensó Sátiro, y la idea lo incomodó.
—Nadie dudaría de tu palabra, Despoina —dijo Helios.
—Eso es lo que tú crees —terció Sátiro—. ¿Aspasia?
—Tienes mejor aspecto —masculló la sacerdotisa—. Más recio. Más malvado. Sí, lo vimos todo. Envió una paloma.
—¿No a un esclavo? —preguntó Sátiro.
—Un pájaro. Todos los mercaderes los usan —contestó Aspasia, y se encogió de hombros.
A sus espaldas, Neiron escupió.
—¿Qué demonios estamos haciendo aquí?
Abraham también se adelantó. Había pasado el turno de guardia en alerta con los hoplitas ciudadanos, los hombres maduros, y estaba enojado.
—¿Qué hace mi hermana aquí fuera? ¡Miriam, esa manera de vestir es vergonzosa!
Miriam le dio un beso.
No, querido hermano. Quizá lo fuera hace un mes. Dentro de otro mes haremos el amor en las calles. Ahora escucha a Sátiro.
Fueron llegando otros hombres; ahí estaba Menón, tan poco complacido como Abraham al encontrar a su esposa en la calle, además de Demófilo, Menedemos y Sócrates.
Sátiro agarró a Demófilo del brazo.
—¿Cuántos miembros de la boulé hay aquí? Reúnelos.
—A mí no me das órdenes —replicó Demófilo, pero enseguida transigió—. Estábamos todos en las murallas; deberían estar aquí.
Sátiro levantó la mano pidiendo silencio. Helios se había hecho con un par de teas y se situó detrás de su señor.
—Esto va por nosotros —dijo Sátiro—. No por los neodamodeis ni por los mercenarios.
Menón lo entendió de inmediato. Se le notaba en la expresión del rostro. Y Menedemos también.
—Caballeros, cuando la puerta oeste fue abierta a Demetrio, me olió a gato encerrado. A Pantero también. Tomamos algunas medidas. A decir verdad, ocultamos ciertas cosas a la boulé. Hace unas semanas fui lo bastante tonto para desgranar el plan de Dédalo en concejo abierto, y Demetrio lo estaba aguardando. Anoche conté detalladamente a un miembro de la boulé cómo llevaría a cabo el ataque con los efebos. —Hizo una pausa para que asimilaran aquella información—. Mentí. Por unos cuantos estadios. Idomeneo, explícales lo que has visto.
El cretense dio un paso al frente.
—He ido a la muralla oeste, al barranco donde el señor Sátiro me había dicho que aguardara. Allí había apostado casi un taxeis entero, aguardando con las armaduras tiznadas. De no haber estado prevenido, jamás los habría visto.
Sátiro sonrió amargamente.
—Lo llaman la píldora envenenada, caballeros. Filocles, mi preceptor, me enseñó la técnica. Consiste en contar mentiras distintas a hombres distintos y aguardar a ver quién actúa en función de cuál. —Se volvió—. ¿Señora Aspasia?
—Vimos que Nicanor enviaba una paloma mensajera inmediatamente después de que la boulé se reuniera —dijo Aspasia.
Al oír el nombre de Nicanor, la multitud de ciudadanos se removió inquieta.
Sátiro los condujo al domicilio de Nicanor. Un esclavo viejo informó de que no estaba en casa.
—Traedlo —ordenó Sátiro a Apolodoro.
—¡Esto es ilegal! —dijo Menón.
Sátiro hizo una seña a Apolodoro. A Menón le dijo:
—Las leyes de la ciudad no significarán nada si la ciudad es destruida.
Se oyó un grito, ruido de espadas, otro grito de ira, maldiciones. Y entonces salió Apolodoro, con un trozo de su penacho cortado.
—Enseguida sale —dijo Apolodoro alegremente.
—¡Tus criaturas han matado a mi esclavo! —dijo Nicanor. Llevaba un quitón y una bata persa. Dos arqueros cretenses lo sujetaban por los brazos.
—Me he tomado la libertad de asegurar primero el jardín —dijo Idomeneo. Él y Apolodoro cruzaron una mirada.
Sátiro asintió.
—Nicanor, te acuso de traición a la ciudad. Abriste la puerta oeste y asesinaste al capitán que estaba allí de servicio. Informaste a Demetrio sobre los movimientos de nuestra flota. Esta noche has intentado que el taxeis de efebos fuera aniquilado.
Nicanor miró a Sátiro a los ojos sin amedrentarse.
—Vaya, vaya. Tendremos un juicio bastante excitante. El pueblo quizá descubra muchas cosas.
Sátiro se frotó el mentón.
—No habrá juicio —sentenció.
Menón se adelantó.
—¡Somos rodios! —dijo—. Habrá juicio. Nicanor, si has hecho todo esto, la maldición de todos los hombres y mujeres de esta ciudad caerá sobre tu cabeza.
—¿En serio? —preguntó Nicanor. Sus palabras fueron poco agresivas. Sátiro oyó en ellas las palabras de un hombre que carecía de razones para vivir—. ¿En serio? ¿O acaso os maldecirán a ti y a este joven tirano por mantenerlos en este pozo negro? Podríamos habernos rendido hace meses…
Sátiro negó con la cabeza.
—No. Nosotros lo intentamos. Vosotros, también.
Nicanor se volvió hacia él y escupió baba al hablar.
—¡Cuervo carroñero! ¡Lo único que deseas es guerra y muerte! Para los de tu calaña es un deporte. No así para nosotros. Mis hijos están muertos. Mi esposa está muerta. Soy el único que intenta salvar esta ciudad mientras todos vosotros hacéis lo posible por destruirla. ¿Qué tenéis? No tenéis nada. ¿Los templos? Todos destruidos. ¿El gimnasio? Lo derruisteis con vuestras propias manos. El ágora está abarrotada de esclavos y mierda. Comes mierda. ¡Mirad la hermana del judío, vestida como una puta! Y la esposa de Menón; mierda. Ya no sois griegos, ya no sois hombres. Ni siquiera sois helenos. Sois animales, habéis perdido toda apariencia de civilización. Porque este tirano os ha sorbido la mente. Hace años, dije que había que abandonar a Tolomeo y unirse a Antígono. Si alguien me hubiese escuchado, nada de esto habría ocurrido. Ahora, todo lo que teníamos ha desaparecido y poco importa que derrotéis a Demetrio o que venga y sus cerdos os violen a todos hasta mataros, pues la ciudad ya está destruida.
Sátiro aguardó impasible salvo cuando llamó puta a Miriam.
—¿Esta ha sido tu defensa? —preguntó. Dirigió sendas miradas a los dos arqueros que sujetaban a Nicanor. Eran veteranos.
—No necesito defensa alguna. Y cuando los Demos oigan lo que tengo que decir ante el tribunal, rendirán la ciudad tan deprisa que no tendréis tiempo de impedirlo. —Miró a su alrededor—. Tal como vosotros, presuntos personajes ilustres, tendríais que haberlo hecho. Poneos un ronzal en el cuello y enfrentaos al Rey Rubio. —Miró a Sátiro—. Y en cuanto a ti… ¿Tal vez maquinaste todo esto? ¿Tú, la meteca y el judío? —Sonrió confiado—. Lo lamentarás.
—No por los motivos que piensas, Nicanor —dijo Sátiro, y su mano derecha subió hacia su axila, su espada salió de su vaina y Nicanor se agarró la garganta cuando la sangre manó de su cuello cortado.
Los arqueros lo sujetaron por los brazos y se le doblaron las rodillas.
Sátiro se volvió.
—Quería hacerlo en público. Lo he hecho yo mismo para que ningún otro hombre tuviera que ensuciarse las manos. No necesitamos un juicio. Nicanor habría ganado aunque hubiese perdido, indisponiendo a unos hombres contra otros.
El rostro de Menón era blanco como el pergamino a la luz de la luna.
—Lo has matado.
Sátiro asintió.
—Ahora escuchadme. Tengo a los soldados y a la multitud, y podría, fácilmente, erigirme en tirano. A decir verdad, creo que vuestro pueblo necesita una sola voz y una mano firme. Y, sin embargo, Nicanor ha dicho muchas cosas que son verdad, y esta es la peor. Estamos perdiendo la ciudad. Quizá resistamos y aun así perezca el alma de vuestra ciudad. Por eso creo que deberíamos intentar gobernar a través de la boulé, y yo correré el riesgo de que vosotros, caballeros, consideréis que debo ser arrestado.
»Pero escuchadme —prosiguió Sátiro, tras mirar en derredor. Guardaban silencio, impresionados, según le pareció—. Exijo o, mejor dicho, suplico que esta noche y este cruel asesinato marquen el final del conflicto entre facciones. Solo hay un bien, amigos: la supervivencia de la ciudad. Ningún partido es más importante que esto, y si la ciudad cae, creedme, los sitiadores arrasarán todo. Nicanor estaba trastornado por la pena. Yo no. Dejad vuestras facciones a un lado, daos la mano y jurad a los dioses que la defenderéis hasta el final como hermanos y hermanas, o por Heracles que me lavaré las manos y me marcharé.
Brusca y deliberadamente, se volvió y limpió a conciencia la hoja de su espada con la ropa de Nicanor. Luego la enfundó otra vez.
—Buenas noches —dijo.
Sus oficiales cerraron filas en torno a él, y sus hetairoi en torno a ellos. Proporcionaba cierto consuelo saber que confiaban en él. Matar a un hombre a sangre fría siempre resultaba duro; seguramente fuese señal de que no estaba completamente loco, pero se sentía frío, colérico y desesperanzado. Y Miriam lo miraba como si fuese un perro rabioso.
Podría haber abundado en la desaprobación de la muchacha, pero Anaxágoras y Abraham caminaban a su lado.
—Había que hacerlo —dijo Abraham.
Muy probablemente fueran las palabras más dulces que Sátiro hubiese oído en su vida. Se detuvo junto a un edificio casi intacto y vomitó.
—Los efebos siguen estando de nuestra parte —dijo Anaxágoras.
—Me parece que acabo de entregarte a Miriam —dijo Sátiro sin pensar.
—¿Qué significa eso? —preguntó Abraham.
«Soy idiota», pensó Sátiro.
—Nada, por el momento, hermano, al menos por ahora —se obligó a decir, pues su cabeza solo podía abordar una crisis a la vez. «Ayúdame, Demetrio. Lanza un asalto nocturno.»
—¡Despierta! —dijo Helios, y se frotó el mentón.
Sátiro se despertó enseguida, bajó los pies de la cama y alcanzó su espada.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Helios sostenía un cuenco de zumo caliente. A aquellas alturas, Sátiro no alcanzaba a comprender de dónde lo sacaba.
—La boulé se va a reunir de inmediato. Requieren tu presencia.
Sátiro se levantó.
—Vísteme bien —dijo—. No como un demócrata. Como un rey. Tráeme a Neiron, Abraham, Anaxágoras y Apolodoro. Y a Idomeneo.
Se acabó el zumo, bebió agua, se limpió los dientes con una ramita de regaliz y Helios extendió su mejor quitón, una prenda color fuego con una cenefa blanca y dorada en los bordes y el dobladillo bordado con escenas de la Ilíada. Un quitón que valía tanto como una nave.
Aguardó mientras Helios le abrochaba sus mejores sandalias, de estilo espartano, de cuero teñido a juego con el manto. Cuando Helios le recogió el quitón, lo hizo con un cinturón de cuero rojo a juego que al cabo de un año volvía a irle bien. Y encima del quitón y el cinturón se puso su mejor cinto de espada, aunque la espada que colgaba de él era un arma bastante sencilla; había roto tres espadas durante el sirio.
Helios le untó el pelo con aceite y le hizo dos trenzas que le enrolló en lo alto de la cabeza. Le puso sobre los hombros la clámide a juego; larga, del rojo intenso de la sangre recién derramada, con cuervos negros y estrellas amarillas, los símbolos de su casa.
Sátiro se examinó con un espejo de mano.
—Muy satisfactorio —dijo. Se dirigió a la portezuela de la tienda.
—Tú también vienes, Helios. Quiero que oigas esto.
Salió al pequeño patio que formaban su tienda, la de Neiron y la de Apolodoro. Había una fogata encendida que combatía el frío otoñal, y un círculo de sus hombres; los mejores. Sus compañeros. Sus amigos. Le levantó el ánimo constatar que finalmente tenía amigos, no solo seguidores. Neiron, Draco, Anaxágoras.
—Caballeros —dijo, y ellos murmuraron sus saludos.
—Estamos listos —dijo Abraham.
Sátiro negó con la cabeza.
—Os he convocado a la vez para evitar precisamente ese malentendido —dijo Sátiro—. No creo que tenga problemas con la boulé, pero es posible que actúe contra mí. Quizás incluso consideren que tienen que arrestarme aunque sea contra su voluntad. —Sátiro levantó los brazos y mostró sus galas—. He intentado vestirme de manera que recuerden quién soy, pero tal vez no lo logre. Si me apresan, caballeros, debéis someteros plenamente a sus instrucciones.
Eso suscitó una reacción. Idomeneo escupió.
—¡Y una mierda! —dijo el cretense.
—Escuchad, amigos —dijo Sátiro—. Estamos aquí para cumplir una misión. Lo he dicho desde el principio; soy el Rey del Bósforo, no el Rey de Rodas. Si os enemistáis con esos hombres, la ciudad caerá sin remedio. Venceremos, como equipo, cuando Demetrio zarpe y se aleje de estas murallas, y nuestros almacenes de grano y todos los mercaderes que tratan con nosotros estén a salvo. Venceremos si derrotamos a Demetrio aquí porque venciendo aquí nos aseguramos de que nunca vendrá a nuestras casas en el Euxino. Que me arresten, que me juzguen… Si vosotros seguís combatiendo, si Jubal los sorprende con su trampa…
—¿Jubal tiene una trampa? —preguntó Neiron.
—He evitado hablar de ello hasta que Nicanor estuviera… derrocado. —Sátiro se encogió de hombros—. Obedecedme, amigos. Solo esta vez, nada de heroicidades, nada de comportarse como enajenados.
Idomeneo fue el primero en abrazarlo.
—¡Obedeceré —dijo—, pero lo que en realidad dices es que esos imbéciles se proponen arrestarte!
Sátiro fue acosado por sus amigos, cosa de la que disfrutó plenamente. Le ayudó a limpiar parte de la sangre que manchaba sus manos.
—Sí —dijo atribulado.
Neiron lo abrazó el último.
—Hemos tenido nuestras diferencias —dijo.
Sátiro tuvo que sonreír.
—Sería más acertado decir que a veces hemos estado de acuerdo.
—Pero hiciste bien al matarlo. Eres un tiranicida, no un tirano. Y son muchos los que opinan lo mismo que yo —agregó Neiron, con los ojos arrasados en lágrimas.
Detrás de Neiron estaba Abraham.
—Son idiotas —dijo. Él y Sátiro se abrazaron.
Y fuera del patio estaba Miriam, con los ojos hundidos a causa de la fatiga.
A Sátiro le dio un vuelco el corazón al verla. Ella no dudó en sostenerle la mirada, y Sátiro consideró que debía decir algo.
—Tenía que hacerlo —dijo. Parecía una pobre excusa, dicho así.
Miriam se acercó a él y le dio un beso, haciendo palidecer a su hermano.
—Alguien tenía que hacerlo —dijo Miriam—. Y como de costumbre lo hiciste tú mismo.
—Eres la auténtica señora de la ambigüedad —respondió Sátiro. El casto beso de Miriam era como una nueva magulladura. Tuvo ganas de lamerse los labios. O los de ella.
Miriam le sonrió con los ojos entornados y acto seguido se alejó como si nada hubiese sucedido.
La boulé no lo arrestó, no ordenó enjuiciarlo ni ejecutarlo.
Lo nombró polemarca, comandante en jefe de la ciudad.