Días trigésimo y sucesivos
Pantero había muerto durante la tormenta. Lo había matado la aciaga lanza de un infante de marina enemigo mientras dirigía el abordaje de las naves máquina. Su espolón había roto la barrera flotante, surgiendo de la tormenta como un rayo negro para golpear la barrera flotante con toda la fuerza del viento y el mar, y había hecho añicos la proa de su propia nave. Sus hombres lo habían seguido, saltando por las bordas hasta las naves de Demetrio. Capturaron un trirreme y un penteres y se los llevaron sin más contratiempos a través de la barrera flotante.
Los hombres de Sátiro despejaron el muelle, y antes de que hubieran terminado, estaban tan hartos de matar que tenían doscientos prisioneros, entre los que se contaban muchos guardias de Amastris. Sátiro se los devolvió a su examante a cambio del cuerpo de Pantero; doscientos hombres por un cadáver. En Rodas nadie cuestionó esa decisión.
El segundo día después del asalto al malecón, salió a pie de la ciudad al amanecer. Tenía los ojos secos y la mente despejada.
Caminó un estadio desde la ciudad, tal como habían convenido los heraldos, acompañado solo por sus hetairoi. Iba con Anaxágoras y Cármides, Neiron y Jubal, Helios, Apolodoro, Draco, Leóstenes el sacerdote, Abraham y otros veinte más, todos con sus mejores armaduras. Diez infantes de marina llevaban a Néstor en un féretro hecho con escudos de sus hombres.
Demetrio fue a su encuentro a caballo, un espléndido caballo alazán con una sudadera de piel de leopardo, y con una armadura de oro amarillo que reflejaba el sol naciente y le hacía resplandecer como un dios.
Sin duda, pensó Sátiro, el efecto deseado.
Sátiro también lucía sus mejores galas; su armadura de bronce, su yelmo plateado. Y cuando se aproximó al hombre montado, tuvo la satisfacción de ver que el hombre rubio abría sus ojos azules como platos.
Demetrio pasó una pierna por encima de la sudadera y se deslizó de su caballo con la misma elegancia que una doncella sakje.
—¡Sátiro! —dijo.
—Demetrio —respondió Sátiro, y saludó como un sacerdote saluda a otro.
Demetrio, rara vez desprevenido, estaba estupefacto.
—Tú… Creíamos que habías muerto.
Sátiro miró hacia otro lado.
—Pues estoy vivo —dijo.
Demetrio lo abrazó. Fue uno de los momentos más extraños de su vida que aquel hombre, su enemigo implacable, lo abrazara.
—¡Me das vida, hermano! —le dijo Demetrio al oído—. Al fin y al cabo, no me mantiene a raya un consejo de ancianos. Estoy compitiendo con un rival de mi talla.
Sátiro se sobresaltó como si una víbora hubiese aparecido entre los labios de Demetrio.
—Esto no es una competición —dijo.
La sonrisa de Demetrio podría haber partido los cielos.
—¡Es la contienda de mi vida! —respondió—. ¿Quién podría pedir más? ¡No somos hombres, Sátiro! ¡Somos dioses! Y competimos por cosas valiosas: ¡el honor y la gloria! No por pequeñeces como ciudades y mujeres. Esto es el sitio de Troya redivivo y tú, amor mío, eres mi Héctor.
Sátiro lo miró a los ojos. Lamentablemente, no eran los de un loco. La locura podría haber sido una excusa. Escupió, desdeñoso.
—Yo no soy Héctor —dijo Sátiro—. Devuelvo el cadáver de un gran hombre, de un héroe que murió por su reina cuando hombres inferiores huyeron. Lo ofrezco sin pedir nada a cambio, aunque si ella valiera un óbolo, habría anhelado recuperar su cuerpo tal como nosotros hemos anhelado el de Pantero. —Sátiro hizo un ademán señalando a los doscientos prisioneros que desfilaban saliendo de la ciudad—. Y a esos, a cambio. ¿Dónde está el cuerpo de mi amigo?
—¡No es más que un viejo! —dijo Demetrio, como si algo en aquella escena no tuviera sentido.
—Dios o mortal, Demetrio, cuando careces del atino de honrar a tus propios héroes, tus hombres te abandonan —dijo Sátiro. Le constaba que era una estupidez ofrecer consejo al enemigo, pero no se pudo resistir.
—¿Devuelves a doscientos prisioneros por un hombre muerto? —preguntó un oficial del estado mayor de Demetrio—. Es idiota, Señor Rey.
Demetrio se volvió y golpeó a su oficial con tanta fuerza que lo tiró de espaldas.
—El idiota eres tú, Filipo. —Se volvió de nuevo hacia Sátiro—. ¿Estás venciendo, verdad?
Sátiro se permitió sonreír.
—Gano con tanta diferencia que puedo darte doscientos hombres vivos, buenos lanceros, a cambio del cadáver de un amigo.
El estado mayor de Demetrio se removió como si una racha de viento azotara una arboleda en un día calmo.
—Tomaré esta ciudad —dijo Demetrio.
—No —contestó Sátiro. Dio media vuelta y apoyó la mano sobre el féretro de Pantero.
—¡Te venceré antes de diez días! —gritó Demetrio.
Sátiro siguió caminando.
Pisándole los talones, Neiron masculló:
—La mejor ofensiva de todo el sitio.
—Eso creo —respondió Sátiro.
—¿Por qué? —preguntó Helios.
Apolodoro gruñó.
—Demetrio acaba de sentir el mal trago de la duda, muchacho.
La pérdida de todas sus máquinas le costó un mes a Demetrio. Sus naves tuvieron que buscar madera en la costa asiática, y no efectuaron esas incursiones sin coste.
Pero la madera llegó y Sátiro, que subía cada mañana a la torre de Jubal para vigilar, vio cómo fueron tomando forma las máquinas. Hubo que forjar nuevas piezas de metal y cortar vigas de madera en el lejano Líbano y las no tan distantes laderas boscosas de Ida. Treinta días de trabajo, y Demetrio volvió a tener una batería de máquinas.
La ciudad no estuvo inactiva durante ese tiempo. La ciudad de tiendas del ágora se reorganizó, y los hombres se pusieron manos a la obra para mejorar las tiendas con vistas a las lluvias de finales del verano. Se cavaron letrinas en los escombros de los antiguos barrios del puerto norte. Se abrieron tabernas improvisadas, y los hombres saqueaban las bodegas de hogares derruidos para montar un puesto durante una sola noche donde vendían un poco de consuelo contra la desesperanza del sitio.
En el segundo mes de sitio se fue al traste la normalidad de la vida ciudadana. Todo comenzó con la emancipación de un tercio de los esclavos, convertidos en ciudadanos de pleno derecho; tres mil hombres y mujeres en total. A estos neodamodeis con derecho a voto se les organizó su propio regimiento, se les asignaron zonas para vivir, y algunos ciudadanos adoptaron a muchos de ellos; algunos en sustitución de hijos e hijas perdidos, y otros simplemente porque habían sido esclavos favoritos, o como prevención. Menedemos tomó el mando y los organizó en una falange.
En sus filas marchaba Korus. Sátiro le proporcionó una armadura completa y Apolodoro lo armó. Lo invitaron a servir con ellos, con los remeros o los infantes de marina. Pero su entrenador negó con la cabeza.
—Iré con los míos —dijo—. Me necesitan.
La emancipación contaba con resentidos detractores, y la muerte de Pantero había reforzado a los oligarcas. Nicanor había vuelto al poder. Defendía abiertamente la rendición en los mejores términos posibles y ridiculizaba a Sátiro por su insistencia en que se podía ganar el sitio. Pero lo más doloroso fue que lo acusara de ser un fanático de la guerra del mismo modo que un joven con su primera mujer podía considerarse loco de amor. Hacía esta alusión en cada discurso, en cada reunión, de modo que los hombres de la ciudad comenzaron a ver a Sátiro no como uno de ellos sino como un extranjero con otros intereses, como la gloria.
—No tiene hijas en esta ciudad —proclamaba Nicanor—, y cuando seamos derrotados, su amigo Demetrio lo invitará a su tienda a beber vino mientras nosotros somos crucificados.
Sátiro reconoció que había parte de verdad en lo que decía Nicanor. Siempre la había. No era malo, tan solo estaba condicionado por la situación.
Nicanor clamaba contra la emancipación de los esclavos, pero ya estaba hecho. Aprobado por la escasa mayoría de Menedemos. Y lo mismo sucedió con el estatus de Sátiro como comandante. Por un voto, Sátiro conservó el mando.
Se sucedieron otros cambios que terminaron por enojar tanto a los hombres que la tensión en el seno de la clase política de la ciudad aumentó. Se sorprendía a mujeres, hijas doncellas de ciudadanos, acostadas con jóvenes, de hecho, Sátiro veía mujeres que iban a las fuentes y se mostraban a propósito ante los efebos. Y otras mujeres flirteaban abiertamente con hombres solteros y casados. Y no eran las únicas que se insinuaban.
En una ciudad al borde de la extinción, las viejas reglas no duran mucho.
El partido Demos tampoco mostró mucha paciencia con los tribunales de los oligarcas. Un jurado compuesto de hombres ricos halló culpable de cobardía en una escaramuza a un hombre pobre; al reo se lo llevaron a hombros sus compatriotas, que amenazaron con lapidar al jurado.
Dos extranjeros, mercaderes persas, fueron asesinados por una muchedumbre.
Los hombres se apuñalaban por una vasija de agua fresca.
Sátiro intentó mantenerse al margen. Se enfrascó en los asuntos concernientes al sitio, día tras día, instruyendo a los neodamodeis y efectuando incursiones con sus infantes. En cuatro ocasiones sus hombres, sin armadura, cruzaron la tierra de nadie entre la ciudad y el campamento enemigo para masacrar a los centinelas, tanto así que Demetrio tuvo que construir una muralla para proteger su muralla.
El quincuagésimo día del sitio la boulé tuvo que recortar el racionamiento. Los hombres pasaron a recibir dos tercios del grano que habían recibido hasta entonces y las mujeres, solo la mitad. Los ricos tenían otros alimentos y no elevaron protesta alguna; al fin y al cabo, eran los que dictaban las reglas. Pero las clases más pobres y los recién emancipados no tenían otro alimento y montaron en cólera.
Sátiro también se enojó. Fue de la boulé a casa de Abraham, se sentó pesadamente y aceptó un cuenco de agua clara que le ofreció Miriam, que ahora atendía la mesa. Abraham estaba orgulloso de haber liberado a todos sus esclavos.
—Hemos recortado las raciones de grano —dijo Sátiro—. Por voluntad de Nicanor, por supuesto.
—¿Por qué? ¿Hay escasez de grano? —preguntó Miriam.
Sátiro le sonrió. Hacía tiempo que apenas la veía. Prácticamente vivía en la torre de Jubal, preparando las defensas del sur para el asalto que se avecinaba. Nicanor ahora controlaba el puerto. Lo había requerido en una votación anterior y se sorprendió cuando Sátiro se lo cambió por el sur y el oeste sin poner objeciones.
—No. Todavía no. Aunque más temprano que tarde la habrá. Lo que en realidad le interesa es desmoralizar a los pobres para que empiecen a desertar o, mejor aún, para que abran otra puerta al enemigo. —Sátiro se bebió el agua—. Nicanor está dispuesto a arriesgarse a un saqueo con tal de poner fin al sitio.
—¡Está loco! —dijo Abraham.
—Lo mismo pienso yo —respondió Sátiro—. Me parece que la pena y la mezquindad le han hecho perder el juicio. Hoy me he planteado seriamente matarlo.
Abraham negó con la cabeza.
—¡Qué pronto olvidan!
Sátiro hizo una mueca.
—En realidad, no. Es solo que cuando ganamos una batalla la gente recobra los ánimos durante, ¿cuánto, tres días? Y luego nos volvemos a hundir. No puedo culparlos. Ahora mismo no acierto a ver el final. Hoy he visto que Demetrio desembarcaba otras cinco o seis toneladas de grano. He pasado una hora procurando concebir un plan para robarlo. No podemos… Cualquier incursión que lanzáramos resultaría inútil.
Miriam sonrió.
—Necesitas música, mi señor. Ven a tocar. Anaxágoras y yo te enseñaremos.
Sátiro sonrió con desdén.
—Solo sería la tercera rueda de tu carro, señora —dijo tan bruscamente que Miriam se volvió, con el rostro colorado.
Abraham se levantó de un salto.
—¿Qué has querido decir exactamente con eso?
Sátiro se puso de pie.
—No tendría que haber venido.
Recogió su clámide y se marchó, dejando a Abraham más enojado que nunca.
«Así sea», pensó Sátiro. Amaba a Abraham pero no podía soportar… no podía soportar…
Hay verdades de las que incluso los hombres valientes se esconden.
Por suerte, tales hombres tienen amigos.
Más tarde, en el patio de la torre de Jubal, cuando Anaxágoras lo abordó, Sátiro lo miró con frialdad.
—Necesitas relajarte, tomar una copa de vino, escuchar mi canción sobre Amintas —dijo Anaxágoras.
Draco sonrió con ternura.
—Realmente es muy buena, señor.
Sátiro asintió.
—Anaxágoras, si no me equivoco, en estos momentos eres el capitán de la puerta oeste. Pero aquí estás, con una lira debajo del brazo.
—¡He cambiado de turno con Apolodoro! —respondió Anaxágoras—. ¡Protesto, Sátiro! Yo no contaba con ser oficial. La poesía es mi don.
Sátiro asintió.
—¿Quieres ser relevado del mando? —preguntó. Anaxágoras era entonces capitán de veinte infantes de élite.
—¡No! —contestó Anaxágoras, herido en lo más vivo.
—Pues regresa a tu puesto y deja de inventarte excusas.
—Estás celoso. —A Anaxágoras le bullía la sangre—. Mi tiempo es mío. He cambiado de turno con Apolodoro.
—Quizá quepa disculparme por no contestarte, señor. Conozco mi deber. ¿Conoces tú el tuyo? —Sátiro se irguió—. Quizá me gustaría tener tiempo de visitar a ciertas personas, pero no lo tengo. Debes tomar tus propias decisiones.
—¡Digo que eres un hipócrita insolente! —dijo Anaxágoras—. Tienes miedo de ella, miedo de mí y miedo de ti mismo desde que Amastris te traicionó, y pretendes disimularlo a base de trabajo. Y ahora me gritas acusándome fríamente en público… ¡Que te jodan, señor!
Sátiro se volvió.
—Draco, por favor, saca a Anaxágoras del patio. Quedas relevado…
Draco pareció tropezar con una viga para una máquina nueva, se precipitó sobre el Rey del Bósforo y lo tiró al suelo.
—¿Eh? —logro decir Sátiro.
—Deja de portarte como un gilipollas —susurró Draco tan fuerte como un viento de tormenta. Y luego ayudó al rey a ponerse de pie.
—Venga, muchacho. Vayamos a tomar esa copa de vino que el rey no quiere —dijo Draco, mientras Anaxágoras le tendía una mano para ayudarlo a levantarse.
—No era mi intención… —dijo Anaxágoras, algo atribulado.
—Olvídalo —contestó Sátiro. Enfrentado a sí mismo, ya no parecía un profesional con pleno dominio de sí mismo. Más bien parecía… un gilipollas celoso.
Le revolvía el estómago encontrarlos juntos, pero Sátiro se obligó a ir, una hora después, casi al anochecer, en lugar de lanzar una incursión si hubiese creído que podía salirse con la suya.
Estaban sentados en taburetes disfrutando del fresco y tocando sus liras; Anaxágoras con una cítara y Miriam con el sonido más estridente de un caparazón de tortuga. Levantaron la vista cuando le oyeron apartar la cortina de cuentas que Miriam había colgado para que su minúsculo patio ofreciera cierta intimidad.
Sátiro había llevado a cabo muchos actos valerosos. Hacía años que no se consideraba un cobarde. Se sabía valiente, valiente de la manera más dura, la manera de un hombre inteligente y con imaginación pero que no obstante se enfrenta a sus temores y hace lo que tiene que hacer. Pero enfrentarse al desdén de Miriam y a la compasión de Anaxágoras era lo más duro a lo que se había enfrentado alguna vez.
—He venido a disculparme —dijo.
Ambos lo miraron.
Faltó poco para que Sátiro perdiera la voluntad de continuar. Sería muy fácil dar paso al enojo, permitirse ser la víctima en lugar del agresor. Podría gritar su traición y buscar refugio en la violencia. Podría atacar a Anaxágoras. Podría vilipendiar a Miriam.
Pero eso sería una cobardía.
La excelencia a menudo exige un terrible castigo.
—He venido a disculparme —dijo otra vez.
Miriam se levantó de un salto y le echó los brazos al cuello, con lira y todo.
—Eres un idiota —le dijo al oído, y se arrimó a él.
Y Anaxágoras también lo abrazó.
La excelencia a menudo tiene su recompensa.
Horas después, la noche enfrió el ambiente. Sátiro y ellos estaban sentados muy juntos, con la espalda apoyada contra una piedra calentada por el sol y un odre casi vacío de vino que no habrían bebido dos meses antes a sus pies.
—Y le vi morir —terminó Miriam, que lloraba e hizo un gesto como de tirar algo.
Anaxágoras negó con la cabeza.
—Cada día tengo la sensación de bañarme en sangre. —Escupió a la arena—. Pero lo peor de todo es que mientras estoy luchando, resulta más embriagadora que el vino o el sexo.
—Oh, el sexo —dijo Miriam con nostalgia.
Sátiro se tapó los oídos con las manos.
—La, la, la —canturreó, manteniendo a raya sus celos.
—No me he acostado con ninguno de vosotros —dijo Miriam—. De modo que podéis relajaros. Yo no. —Se encogió de hombros y se recostó contra ellos—. A no ser que queráis compartirme en días alternos…
Anaxágoras sacó un trago de vino por la nariz, que cruzó los restos de una calle. Estuvo tosiendo un buen rato, con lo que ocultó los sentimientos de Sátiro.
Miriam miró a uno y a otro y se echó a reír.
—Qué fáciles sois los hombres —dijo.
Anaxágoras bebió más vino.
Miriam se reía con una risa sombría, la risa de una ménade.
—¿Qué mujer no me envidiaría? —preguntó a la oscuridad—. Dos grandes héroes me aman, pero si elijo a uno, traiciono al otro. No os molestéis en negarlo, caballeros: sois como sois. ¿Y a quién le importa? ¿A Afrodita? ¿A quién le importa que me acueste con vosotros, con los dos a la vez, con uno cada día o cada hora? No soy virgen, y pronto todos habremos muerto.
Miriam no rompió a llorar. Quizás habría sido mejor si lo hubiese hecho. Volvió a reír, y su risa fue como el escalpelo de un médico, la afilada mordacidad de la verdad.
—Vuestros dioses griegos son más comprensivos con mis apuros que mi viejo patriarca —suspiró. Se puso de pie, dio un beso en los labios a cada uno de ellos, se arremangó la falda del quitón y se echó a correr hacia la noche.
Sátiro permaneció quieto un momento y luego miró a Anaxágoras.
El músico se encogió de hombros.
—¿Vas a casarte con ella? —preguntó.
Sátiro se frotó el mentón.
—¿Y tú?
—A mí me ha besado primero —dijo Anaxágoras.
—Que te zurzan, músico maricón.
Sátiro se rio y recogió el odre de vino.
—¿Que se la quede el que sobreviva? —propuso Anaxágoras—. No acapares el vino.
—Compartiré el vino —dijo Sátiro—, pero no creo que hayamos establecido los términos de esta competición.
El beso de Miriam le escocía en los labios como una herida.